El capitán Prior acostumbraba a llevar a su hija a «la academia»; pero frecuentemente era Isabel la que tenía que encargarse de conducirle a su casa. Como tenía que esperar por los alrededores dos, tres o, cinco horas a veces, mientras que Isabel daba sus lecciones, era natural que sintiera deseo de guardarse del frío en algún lugar de entretenimiento de las inmediaciones de «la academia». Todos los viernes eran recompensadas la buena conducta y asiduidad de miss Bellenden y otras señoritas con un premio que consistía en una medalla de oro, y con frecuencia, hasta con veinticinco medallas de plata. Miss Bellenden entregaba a su madre la medalla de oro, guardando para sí tan solo cinco chelines, con los cuales los pobres chiquillos compraban zapatos y guantes y ella sus modestos artículos de sombrerería. Una o dos veces consiguió el capitán interceptar la mencionada pieza de oro, y creo poder decir que con ella obsequió a sus bigotudos amigos, los habituales apisonadores del pavimento del Quadrant; porque el capitán era un hombre espléndido, cuando tenía en su bolsillo dinero ajeno. Por diferencias surgidas con ocasión del arreglo de cuentas, se peleó con el comerciante de carbón, su último jefe. Isabelita, después de haberse rendido un par de veces a la importuna solicitud de su padre, haciendo todo lo posible por creer en sus promesas de reembolso, logró adquirir la entereza suficiente para negar a su padre la libra exigida. Sus cinco chelines… su pobre y flácido portamonedas, el que representaba sus caridades y humildes agasajos a sus hermanitos y hermanitas; sus pobres lujos y perfiles de aseo, hasta los detalles imprescindibles de su tocado; los guantes, cuidadosamente remendados; las medias zurcidas, el deslucido calzado, con el que había de trasponer una larga y fatigosa milla después de media noche; los mezquinos caprichos en forma de alfileres o brazaletes con que la pobre muchacha trataba de adornar las mangas o la bata casera…; sus pobres cinco chelines, de los cuales sacaba a veces María un par de zapatos, Tomasito una chaquetilla de franela y el pequeñín Bill un coche con su caballo…, esta miserable suma, esta pizca que Isabelita distribuía entre tantos pobrecillos…, mucho me temo que sufrió varias veces la confiscación paterna. Yo acusé a la muchacha del hecho, y no pudo negármelo. Formulé un voto tremebundo diciendo que si llegaba a enterarme de que daba otra vez la moneda a Prior, cambiaría de domicilio y no volvería a dar a los niños chucherías, boliches ni la monedilla de seis peniques; que tampoco volverían a gustar la picante mermelada, ni el mordiente pastel de jengibre, ni las estampas de personajes de teatro que luego iluminaba con su caja de pinturas; ni las prendas de desecho que aparecían después como pequeños trajes en las personas de Tomasito y de Bill; trajes que la señora Prior, Isabelita y la criada cortaban, recortaban, modificaban, planchaban, estiraban y zurcían con la mayor ingenuidad. He de decir que, dadas mis relaciones con los Prior…, teniendo en cuenta los préstamos que les hacía, aquellos trajes y el cariñoso trato que yo daba a los niños… se me hacía muy duro que desapareciesen mis tarros de mermelada y que volaran mis botellas de aguardiente.
¡Y que aun trataran de asustar a su hermano con el cuento del acreedor inexorable!… ¡Ah, señora Prior! ¡Vaya con la señora Prior! Así marchaba Isabelita a su escuela, envuelta en un raído chal, cubierta su cabeza con un anticuado sombrerete y con un vestidillo más corto de lo que correspondía a su estatura, salpicado de lodo y mostrando el lodo de todos los temporales, mientras que alguna de las otras señoritas, sus compañeras, sacaban de su medallas de oro mucho mayor provecho. Miss Delamere, con sus diez y ocho chelines semanales —eso de llamarles medallas de plata habéis de saber que era tan sólo una broma mía—, tenía veinte sombreros nuevos, vestidos de satín y seda para todas las estaciones, plumas en abundancia, vaporosos trajes, caprichosos pañuelos, un sinnúmero de dijes, moldes para gelatinas en forma de corona, botella de jerez, manta y cuanto pueda imaginarse por una compañera caída en la desgracia y el abatimiento; en cuanto a miss Montanville, que disfrutaba exactamente la misma sala…, bueno; que recibía exactamente de la escuela la misma cantidad, a saber, unas cincuenta libras anuales…, poseía un elegante y coquetón chalet en Regent’s Park, un milord de un caballo, que lucía brillantes arneses bronceados, y un lacayo que ostentaba en la cinta de su sombrero un prodigioso lazo de oro, lacayo al que, por cierto, se trataba en la parada de coches con espantoso desprecio; una tía o una madre, no lo sé a punto fijo —vale más que fuera sólo una tía—, siempre muy decorosamente ataviada, que escoltaba a miss Montanville, que también se adornaba con pulseras y aderezos y que usaba abrigos de terciopelo de los más rico y lujoso. Cierto que miss Montanville era una gran economista. Jamás se supo que auxiliara a una amiga desgraciada ni que diese a un semejante a punto de desfallecer un mendrugo o un vaso de vino. Ella entregaba diez chelines todas las semanas a su padre, cuyo nombre era Boskinson, que desempeñaba, según parece, el cargo de sacristán en un oratorio de Paddington; pero miss Montanville jamás le veía…, ni cuando estuvo en el hospital tan enfermo; y aunque no puede negarse que prestara trece libras a miss Wilder, tampoco debe ocultarse que llevó a la cárcel a la Wilder por un pagaré de veinticuatro, y que vendió hasta el último enser de la Wilder, con escándalo y vergüenza de toda la academia. Luego, miss Montanville fue víctima de un accidente, que deplorará todo aquel a quien le venga en gana. En la tarde del 26 de diciembre de mil ochocientos y tantos, cuando los directores de la academia obsequiaban a sus amistades en la fiesta de Pascua con la gran panto…, mejor dicho…, cuando celebraban ante sus relaciones sus exámenes las alumnas de la academia…, la Montanville, que hubo de presentarse, no en su milord esta vez, sino en una espléndida y aérea carroza tirada por palomas, cayó desde un arco iris, atravesando el baldaquino de la reina Amaranthine, a punto de herir a miss Bellenden, que ocupaba el trono, ataviada con manto celeste salpicado de lentejuelas, agitando una varita mágica y pronunciando unos versos estúpidos compuestos por el profesor de Literatura adscrito a la academia. Dejemos a la Montanville cayendo por la trampa, gritando; dejémosla que se rompa una pierna, que se la lleven a su casa y que no vuelva a figurar entre los personajes de este cuento. No podría hablar nunca. Su voz era ronca y destemplada como la de una pescadora. Será posible que esa descomunal y vieja acomodadora del… teatro, que importuna a las señoras en la primera grada del patio para ofrecerles esa abominable banqueta, cuyo único objeto parece ser el de que tropiece en ella todo el mundo, viéndose obligado a marcar una grotesca cortesía; que ésa que se manifiesta tan solícita, cual si reconociese como a una antigua amiga a la espléndida señora que llega al palco…, ¿puede esta anciana identificarse con la brillante Emilia Montanville de otro tiempo? Se me dice que no existen acomodadoras en los teatros ingleses. Esto no es sino una prueba del consumado artificio y cuidado con que yo substraigo a la curiosidad malsana las personas en que se inspiran los personajes de esta novela. La Montanville no es una acomodadora. Tal vez pueda bajo otro nombre regentar una bisutería en Burlington Arcade, por motivos fáciles de comprender; mas no habrá tormento que me induzca a divulgar el secreto. La vida tiene sus alzas y sus bajas, y usted, anciana coja, ha tenido las suyas. ¡La Montanville! ¡Sigue tu camino! ¡Toma un chelín! —Gracias, señor—. ¡Llévate esta dichosa banqueta, y que no vuelva a verte más!
En cuanto a la hechicera Amaranthine, se parecía a cierta simpática señorita de cuyos años de juventud algo hemos leído ya. Hasta las doce de la noche, envuelta en un manto chispeante, dirige la danza en compañía del príncipe Gradini —más conocido por Gradi en sus épocas de triunfos en el teatro Real de Dublín—. Durante la cena ocupa su asiento junto al real padre del príncipe —que vive todavía y aun reina de vez en cuando, por lo cual no revelaremos su venerado nombre—. Hace ademán de beber en la dorada copa y de comer del monumental pudding. Sonríe cuando el irascible viejo monarca golpea a los marmitones y al primer ministro: Irradia espléndidos fulgores; centellean las mil joyas que guarnecen su tocado, joyas ante las cuales resulta el Koh-i-noor un guijarrillo mísero y opaco. Desaparece en una carroza que para sí la quisiera el lord mayor. Y… ¿quién es esa muchacha que a media noche marcha de prisa hacia su casa con ese ajado sombrerete, ese chal de algodón y ese traje con los bajos franjeados de lodo, atravesando las calles encharcadas?
Nuestra cindarella se levanta temprano; empléase bastante en los quehaceres de la casa; viste a sus hermanos y hermanas y prepara el desayuno de su papá. En los días que no tiene que asistir a las lecciones de la mañana en la academia coadyuva a los menesteres de la comida. ¡El cielo nos asista! Ella solía traerme la comida cuando yo comía en casa, y se encargaba de confeccionar el famoso caldo de carnero cuando yo padecía de catarros. Venían a casa algunos extranjeros… profesionales para visitar a Slumley en el primer piso; eran capitanes desterrados de España y Portugal y camaradas del padre de ella en sus épocas de guerrero. Es sorprendente cómo se asimilaba el acento de todos ellos y cómo aprendía muchos términos franceses e italianos. Tocaba, como ya he dicho, el piano algunas veces en el cuarto de mister Slumley; mas hubo de privarse de semejante expansión y aun de visitarle. Se me figura que no era un hombre de principios. Su periódico contenía desenfadados ataques para muchas reputaciones, y en La Moda hallaríais los más calurosos elogios y las más crudas injurias para la gente de teatro. Recuerdo haberle encontrado algunos años después en el vestíbulo de la ópera, expresándose en forma ruidosa al oír anunciar el coche de alguna señora, y decir vociferando en tonos bastante fuertes, que no necesitan ser exactamente reproducidos: «¡Ahí tienen ustedes a esa mujer! ¡Que se vaya al…! ¡A ésa la hice yo! ¡Yo le conseguí un contrato cuando su familia estaba pereciendo, sir! ¿La ha visto usted? ¡Ni siquiera me mira!». Y la verdad es que en aquel momento no era mister S… un objeto muy digno de contemplación. Recuerdo que hubo alguna que otra gresca con este hombre cuando vivimos juntos en Beak Street. Siempre que encontraba una dificultad, resolvíala ambulando. Abandonó la casa, dejándose un costoso y magnífico piano en prenda de una crecida suma que debía a la señora Prior, y no tardaron en llegar para llevarse el instrumento los almacenistas de música, que eran sus propietarios. Por lo que hace a la edificante biografía de mister S…, no hablemos. Porque es una afrenta para la literatura decir que escriben en periódicos personas tan bajas y desacreditadas.
William M. Thackeray
El viudo Lovel
Título original: Lovel The Widower
William M. Thackeray, 1860
Traducción: Manuel Ortega y Gasset