12 octubre 2022

El Solitario de Beak Street (3)

 El capitán Prior acostumbraba a llevar a su hija a «la academia»; pero frecuentemente era Isabel la que tenía que encargarse de conducirle a su casa. Como tenía que esperar por los alrededores dos, tres o, cinco horas a veces, mientras que Isabel daba sus lecciones, era natural que sintiera deseo de guardarse del frío en algún lugar de entretenimiento de las inmediaciones de «la academia». Todos los viernes eran recompensadas la buena conducta y asiduidad de miss Bellenden y otras señoritas con un premio que consistía en una medalla de oro, y con frecuencia, hasta con veinticinco medallas de plata. Miss Bellenden entregaba a su madre la medalla de oro, guardando para sí tan solo cinco chelines, con los cuales los pobres chiquillos compraban zapatos y guantes y ella sus modestos artículos de sombrerería. Una o dos veces consiguió el capitán interceptar la mencionada pieza de oro, y creo poder decir que con ella obsequió a sus bigotudos amigos, los habituales apisonadores del pavimento del Quadrant; porque el capitán era un hombre espléndido, cuando tenía en su bolsillo dinero ajeno. Por diferencias surgidas con ocasión del arreglo de cuentas, se peleó con el comerciante de carbón, su último jefe. Isabelita, después de haberse rendido un par de veces a la importuna solicitud de su padre, haciendo todo lo posible por creer en sus promesas de reembolso, logró adquirir la entereza suficiente para negar a su padre la libra exigida. Sus cinco chelines… su pobre y flácido portamonedas, el que representaba sus caridades y humildes agasajos a sus hermanitos y hermanitas; sus pobres lujos y perfiles de aseo, hasta los detalles imprescindibles de su tocado; los guantes, cuidadosamente remendados; las medias zurcidas, el deslucido calzado, con el que había de trasponer una larga y fatigosa milla después de media noche; los mezquinos caprichos en forma de alfileres o brazaletes con que la pobre muchacha trataba de adornar las mangas o la bata casera…; sus pobres cinco chelines, de los cuales sacaba a veces María un par de zapatos, Tomasito una chaquetilla de franela y el pequeñín Bill un coche con su caballo…, esta miserable suma, esta pizca que Isabelita distribuía entre tantos pobrecillos…, mucho me temo que sufrió varias veces la confiscación paterna. Yo acusé a la muchacha del hecho, y no pudo negármelo. Formulé un voto tremebundo diciendo que si llegaba a enterarme de que daba otra vez la moneda a Prior, cambiaría de domicilio y no volvería a dar a los niños chucherías, boliches ni la monedilla de seis peniques; que tampoco volverían a gustar la picante mermelada, ni el mordiente pastel de jengibre, ni las estampas de personajes de teatro que luego iluminaba con su caja de pinturas; ni las prendas de desecho que aparecían después como pequeños trajes en las personas de Tomasito y de Bill; trajes que la señora Prior, Isabelita y la criada cortaban, recortaban, modificaban, planchaban, estiraban y zurcían con la mayor ingenuidad. He de decir que, dadas mis relaciones con los Prior…, teniendo en cuenta los préstamos que les hacía, aquellos trajes y el cariñoso trato que yo daba a los niños… se me hacía muy duro que desapareciesen mis tarros de mermelada y que volaran mis botellas de aguardiente.

¡Y que aun trataran de asustar a su hermano con el cuento del acreedor inexorable!… ¡Ah, señora Prior! ¡Vaya con la señora Prior! Así marchaba Isabelita a su escuela, envuelta en un raído chal, cubierta su cabeza con un anticuado sombrerete y con un vestidillo más corto de lo que correspondía a su estatura, salpicado de lodo y mostrando el lodo de todos los temporales, mientras que alguna de las otras señoritas, sus compañeras, sacaban de su medallas de oro mucho mayor provecho. Miss Delamere, con sus diez y ocho chelines semanales —eso de llamarles medallas de plata habéis de saber que era tan sólo una broma mía—, tenía veinte sombreros nuevos, vestidos de satín y seda para todas las estaciones, plumas en abundancia, vaporosos trajes, caprichosos pañuelos, un sinnúmero de dijes, moldes para gelatinas en forma de corona, botella de jerez, manta y cuanto pueda imaginarse por una compañera caída en la desgracia y el abatimiento; en cuanto a miss Montanville, que disfrutaba exactamente la misma sala…, bueno; que recibía exactamente de la escuela la misma cantidad, a saber, unas cincuenta libras anuales…, poseía un elegante y coquetón chalet en Regent’s Park, un milord de un caballo, que lucía brillantes arneses bronceados, y un lacayo que ostentaba en la cinta de su sombrero un prodigioso lazo de oro, lacayo al que, por cierto, se trataba en la parada de coches con espantoso desprecio; una tía o una madre, no lo sé a punto fijo —vale más que fuera sólo una tía—, siempre muy decorosamente ataviada, que escoltaba a miss Montanville, que también se adornaba con pulseras y aderezos y que usaba abrigos de terciopelo de los más rico y lujoso. Cierto que miss Montanville era una gran economista. Jamás se supo que auxiliara a una amiga desgraciada ni que diese a un semejante a punto de desfallecer un mendrugo o un vaso de vino. Ella entregaba diez chelines todas las semanas a su padre, cuyo nombre era Boskinson, que desempeñaba, según parece, el cargo de sacristán en un oratorio de Paddington; pero miss Montanville jamás le veía…, ni cuando estuvo en el hospital tan enfermo; y aunque no puede negarse que prestara trece libras a miss Wilder, tampoco debe ocultarse que llevó a la cárcel a la Wilder por un pagaré de veinticuatro, y que vendió hasta el último enser de la Wilder, con escándalo y vergüenza de toda la academia. Luego, miss Montanville fue víctima de un accidente, que deplorará todo aquel a quien le venga en gana. En la tarde del 26 de diciembre de mil ochocientos y tantos, cuando los directores de la academia obsequiaban a sus amistades en la fiesta de Pascua con la gran panto…, mejor dicho…, cuando celebraban ante sus relaciones sus exámenes las alumnas de la academia…, la Montanville, que hubo de presentarse, no en su milord esta vez, sino en una espléndida y aérea carroza tirada por palomas, cayó desde un arco iris, atravesando el baldaquino de la reina Amaranthine, a punto de herir a miss Bellenden, que ocupaba el trono, ataviada con manto celeste salpicado de lentejuelas, agitando una varita mágica y pronunciando unos versos estúpidos compuestos por el profesor de Literatura adscrito a la academia. Dejemos a la Montanville cayendo por la trampa, gritando; dejémosla que se rompa una pierna, que se la lleven a su casa y que no vuelva a figurar entre los personajes de este cuento. No podría hablar nunca. Su voz era ronca y destemplada como la de una pescadora. Será posible que esa descomunal y vieja acomodadora del… teatro, que importuna a las señoras en la primera grada del patio para ofrecerles esa abominable banqueta, cuyo único objeto parece ser el de que tropiece en ella todo el mundo, viéndose obligado a marcar una grotesca cortesía; que ésa que se manifiesta tan solícita, cual si reconociese como a una antigua amiga a la espléndida señora que llega al palco…, ¿puede esta anciana identificarse con la brillante Emilia Montanville de otro tiempo? Se me dice que no existen acomodadoras en los teatros ingleses. Esto no es sino una prueba del consumado artificio y cuidado con que yo substraigo a la curiosidad malsana las personas en que se inspiran los personajes de esta novela. La Montanville no es una acomodadora. Tal vez pueda bajo otro nombre regentar una bisutería en Burlington Arcade, por motivos fáciles de comprender; mas no habrá tormento que me induzca a divulgar el secreto. La vida tiene sus alzas y sus bajas, y usted, anciana coja, ha tenido las suyas. ¡La Montanville! ¡Sigue tu camino! ¡Toma un chelín! —Gracias, señor—. ¡Llévate esta dichosa banqueta, y que no vuelva a verte más!

En cuanto a la hechicera Amaranthine, se parecía a cierta simpática señorita de cuyos años de juventud algo hemos leído ya. Hasta las doce de la noche, envuelta en un manto chispeante, dirige la danza en compañía del príncipe Gradini —más conocido por Gradi en sus épocas de triunfos en el teatro Real de Dublín—. Durante la cena ocupa su asiento junto al real padre del príncipe —que vive todavía y aun reina de vez en cuando, por lo cual no revelaremos su venerado nombre—. Hace ademán de beber en la dorada copa y de comer del monumental pudding. Sonríe cuando el irascible viejo monarca golpea a los marmitones y al primer ministro: Irradia espléndidos fulgores; centellean las mil joyas que guarnecen su tocado, joyas ante las cuales resulta el Koh-i-noor un guijarrillo mísero y opaco. Desaparece en una carroza que para sí la quisiera el lord mayor. Y… ¿quién es esa muchacha que a media noche marcha de prisa hacia su casa con ese ajado sombrerete, ese chal de algodón y ese traje con los bajos franjeados de lodo, atravesando las calles encharcadas?

Nuestra cindarella se levanta temprano; empléase bastante en los quehaceres de la casa; viste a sus hermanos y hermanas y prepara el desayuno de su papá. En los días que no tiene que asistir a las lecciones de la mañana en la academia coadyuva a los menesteres de la comida. ¡El cielo nos asista! Ella solía traerme la comida cuando yo comía en casa, y se encargaba de confeccionar el famoso caldo de carnero cuando yo padecía de catarros. Venían a casa algunos extranjeros… profesionales para visitar a Slumley en el primer piso; eran capitanes desterrados de España y Portugal y camaradas del padre de ella en sus épocas de guerrero. Es sorprendente cómo se asimilaba el acento de todos ellos y cómo aprendía muchos términos franceses e italianos. Tocaba, como ya he dicho, el piano algunas veces en el cuarto de mister Slumley; mas hubo de privarse de semejante expansión y aun de visitarle. Se me figura que no era un hombre de principios. Su periódico contenía desenfadados ataques para muchas reputaciones, y en La Moda hallaríais los más calurosos elogios y las más crudas injurias para la gente de teatro. Recuerdo haberle encontrado algunos años después en el vestíbulo de la ópera, expresándose en forma ruidosa al oír anunciar el coche de alguna señora, y decir vociferando en tonos bastante fuertes, que no necesitan ser exactamente reproducidos: «¡Ahí tienen ustedes a esa mujer! ¡Que se vaya al…! ¡A ésa la hice yo! ¡Yo le conseguí un contrato cuando su familia estaba pereciendo, sir! ¿La ha visto usted? ¡Ni siquiera me mira!». Y la verdad es que en aquel momento no era mister S… un objeto muy digno de contemplación. Recuerdo que hubo alguna que otra gresca con este hombre cuando vivimos juntos en Beak Street. Siempre que encontraba una dificultad, resolvíala ambulando. Abandonó la casa, dejándose un costoso y magnífico piano en prenda de una crecida suma que debía a la señora Prior, y no tardaron en llegar para llevarse el instrumento los almacenistas de música, que eran sus propietarios. Por lo que hace a la edificante biografía de mister S…, no hablemos. Porque es una afrenta para la literatura decir que escriben en periódicos personas tan bajas y desacreditadas.


William M. Thackeray

El viudo Lovel


Título original: Lovel The Widower

William M. Thackeray, 1860

Traducción: Manuel Ortega y Gasset

Gorriones

Gijón, en el estanque de la plaza de Europa

11 octubre 2022

El Solitario de Beak Street (2)

Antes de entrar en materia voy a permitirme advertir a los lectores que, aunque todo lo que he de decir es verdad, no habrá en todo el cuento una sola palabra de verdad; que, aunque Lovel es un hombre de carne y hueso que nada en la abundancia, y aunque no es difícil que le topéis en vuestro camino, os desafío a que me le señaléis con el dedo; que su esposa —porque ahora no vamos a ocuparnos de Lovel viudo— no es, ni mucho menos, la señora con quien os empeñaréis en identificarla, al decir —como diréis con vano afán—: «¡Oh! Ese personaje está inspirado en Fulana o está copiado de la señora Tal». No. Os equivocáis de medio a medio. ¡Cómo! Si hasta los prospectos editoriales casi estoy por decir que han de apelar a la pícara estratagema de anunciar: «Revelaciones acerca de la alta sociedad: El beau monde se encontrará grandemente impresionado al reconocer los retratos de sus ilustres próceres en la novela de costumbres de miss Wiggin, que va a ponerse a la venta». O Sospechamos que en cierto palacio ducal ha de producir estupefacción el notar cómo el despiadado autor de Sugestivos misterios de May Fair ha sabido sorprender —y exponer con mano firme y decidida— ciertos secretos de familia, al tanto de los cuales sólo se suponía a unos pocos personajes de la más elevada aristocracia. Pero no; lejos de mi ánimo el tratar de atraer a un público inocente por medio de semejantes añagazas. Si os imponéis la prolija tarea de averiguar entre tantos miles de cabezas cuál es la que corresponde a cierto sombrero, en lo posible está que acertéis con ella; pero antes moriría el sombrerero que ayudaros a satisfacer vuestra curiosidad, a menos de que tenga alguna molestia que vengar, o tal cual bellaquería que castigar de cualquier individuo que no le sea fácil hallar a tiro en otra ocasión… entonces, sí; avanzará resueltamente y caerá sobre su víctima… —Un obispo, una mujer relamida, o, mejor aún, cualquier pariente atravesado—, y le calará el sombrero hasta las orejas, de tal manera que todo el mundo ría a carcajadas al contemplar el tembloroso rostro del miserable, rojo como una remolacha, y llorando de rabia y humillación, sufriendo la befa y el escarnio de la sociedad. Además, no puedo olvidar que soy a la sazón comensal de Lovel, cuya amistad y cocina son reputadas como las mejores de Londres. Si ellos se percataran de que yo los sacaba a relucir, tanto él como su esposa dejarían de convidarme. ¿Y qué hombre noble y generoso cambiaría por un chiste de poco más o menos a un amigo tan estimable, o cometería la estupidez de ponerle en evidencia en una novela? La persona menos conocedora del mundo rechazaría un pensamiento de tal naturaleza, tanto por bajo y canallesco como por absurdo. Precisamente estoy invitado a su casa para un día de la próxima semana: Vous concevez?, me es imposible decir el día con precisión, porque entonces me descubrirían, y se acabarían las invitaciones para el antiguo amigo. No habría de gustarle aparecer en la historia, como tendría que figurar, representando a un hombre de escasa mentalidad. Él se considera a sí mismo persona de resolución y de firmes actitudes. Habla con rapidez, usa una ostentosa barba; se dirige con aspereza a sus criados —los cuales le prefieren… a esa prenda de marta o armiño en la que se guarecen en invierno las manos de las señoras—, y se conduce con su mujer de tal manera, que yo creo que ella cree que él cree que es el amo de la casa. «Isabel, hija mía, me parece que se refiere a A., o a B., o a D.» —creo oír decir a Lovel—; y que contesta ella: «¡Oh!, sí, no hay duda de que es D…, es su retrato». «Es D. clavado» —añade Lovel.
Ella por fuerza adivina que yo me propongo dibujar a su marido en las precedentes líneas; pero no me da testimonio de haberlo advertido sino por una intencionada cortesía: por —me será lícito decirlo— unas cuantas invitaciones más; por una mirada de aquellos ojos insondables —¡Dios bendito!, pensar que usó gafas tanto tiempo y que aún los defendía a veces con una visera—, en los cuales, cuando se les mira en ciertas ocasiones, se puede bucear tan hondo, tan hondo, tan hondo, que desafío a cualquiera a penetrar hasta la mitad del misterio que encierran.
Cuando yo era muchacho tuve habitaciones en Beak Street y en Regent Street —claro que no he vivido en Beak Street, como no he vivido en Be1grave Square; pero estimo conveniente decirlo, y confío en que no habrá ningún caballero tan mal criado que se atreva a contradecirme…— viví, repito, en tiempo en Beak Street. Prior era el nombre de mi patrona. Esta señora había atravesado mejores épocas…; a muchas patronas les ha pasado lo mismo. Su marido…, no diremos el patrón, porque la señora Prior era la que gobernaba…, había sido en mejores tiempos capitán o teniente de la milicia; residió luego en Diss-Norfolk, sin oficio ni beneficio; estuvo después en Norwich Castle preso por deudas; más tarde fue escribano en Southampton Buildings —Londres—; luego teniente y pagador en los Cazadores del Bom Retiro, al servicio de su majestad la reina de Portugal; por fin, estuvo en Melina Place, St. Georg’s Field’s, etcétera. Omito la reseña circunstanciada de una existencia que ya ha trazado paso a paso un biógrafo legal y que más de una vez ha sido objeto de investigaciones judiciales, llevadas a efecto por ciertos comisarios de Lincoln’s Inn Field’s. Prior, por este tiempo, después de haber salido a flote de cien naufragios logrando encaramarse en una barquichuela salvadora, actuaba de escribiente en la casa de un comerciante de carbón de la ribera. «Ya comprenderá usted, señor —decía él—, que mi colocación es transitoria… La fortuna de la guerra, la fortuna de la guerra». Chapurraba no pocas lenguas extranjeras. Su persona exhalaba un fuerte olor a tabaco. Ciertos hombres barbudos de los que se dedican a hollar con sus cascos los alrededores de Regent Street solían llegar por la tarde a preguntar por «el capitán». Era conocido en todos los billares de las cercanías, donde, según mis noticias, se le respetaba muy poco. No podréis haceros cargo, por lo que aquí ha de hablarse del capitán Prior, de lo inaguantable que resultaban el tal sujeto y sus groseras baladronadas, ni será fácil que os representéis la molestia que ocasionaban las repetidísimas demandas de pequeños préstamos, cuya pérdida era cosa descontada, todo lo cual habéis de suponer que ha ocurrido antes de levantarse el telón para el presente drama. Sólo dos personas en el mundo creo yo que se sentían movidas por la compasión hacia él: su mujer, que aún conservaba el dulce recuerdo del guapo mozo que le ofreciera su amor y supiera conquistarla, y su hija Isabel, a la cual Prior, durante los dos últimos meses de su vida y hasta que le atacara la enfermedad que le llevó al sepulcro, había acompañado todas las tardes a lo que él llamaba «la academia». Estáis en lo cierto. Isabel es el personaje central de la historia. Cuando la conocí era una delicada y esbelta muchacha de quince años. Tenía el rostro sembrado de pecas, y era un tanto rojizo su cabello. Su vestido era bastante corto. Solía pedirme prestados algunos libros y tocar el piano del vecino del piso primero, cuyo nombre era Slumley, siempre que éste se hallaba fuera de casa. Slumley era director de La Moda, periódico que se publicaba por entonces; era además autor de muchos cantos populares y amigo de varios almacenistas de música. Y, gracias a la influencia de mister Slumley, fue Isabel admitida como discípula en lo que la familia daba en llamar «la academia».

William M. Thackeray

El viudo Lovel


Título original: Lovel The Widower

William M. Thackeray, 1860

Traducción: Manuel Ortega y Gasset

Ermita, Cenero

Cenero, mundo rural asturiano

10 octubre 2022

El Solitario de Beak Street

 El Solitario de Beak Street

¿Quién va a ser el protagonista de este cuento? Yo, que lo escribo, no, pues no paso de ser el coro de la obra. Me limito a observar la conducta de los personajes y a narrar su sencilla historia. Hay en ella amor y matrimonio, amargura y desconsuelo; la acción se desarrolla en la sala de confianza y debajo de ella; aunque, en el presente caso, la sala y la cocina tal vez se hallen al mismo nivel. No figuran personajes pertenecientes a la vida aristocrática, a menos que se considere aristócrata a la viuda de un baronet; lo cual no procede en términos generales, pues, si bien es verdad que algunas señoras de tal calidad ostentan justamente aquella condición, no es menos cierto que otras distan mucho de merecer semejante preeminencia. Puede decirse que en todo el curso del relato no aparece un solo traidor. Veréis, sí, una odiosa y egoísta vieja: ladrona audaz, beneficiaria abusiva de la complacencia de los demás, antigua moradora de las casas de huéspedes de Bath y Cheltenham —acerca de las cuales, ¿qué podré saber yo, que jamás he frecuentado las casas de huéspedes de Bath ni de Cheltenham?— vieja tramposa y sablista, tirana de la servidumbre y altiva con los desgraciados, a quien pudiera cuadrar el papel de traidor, no obstante considerarse a sí misma como la mujer más virtuosa nacida de madre. La protagonista no se halla exenta de faltas y máculas —grata noticia para algunas gentes, porque habéis de saber que las mujeres impecables de ciertos autores son bastante insípidas. Probablemente juzgaréis al personaje central algo pícaro. Pero ¿os merecen más elevado concepto muchos de vuestros respetables amigos?; y además, ¿saben los pícaros que son pícaros, o son más infelices por darse cuenta de ello? ¿Renuncian las muchachas a casarse con uno de estos hombres porque sea rico? ¿Rehusamos la invitación que alguno de ellos nos hace para comer en su casa? El último domingo oí en la iglesia a uno de estos señores; hizo gemir y llorar a lágrima viva a las mujeres; ¡oh, qué admirablemente predicaba! ¿No nos prosternamos ante su elocuencia y sabiduría en la Cámara de los Comunes? ¿No les encomendamos en la Armada misiones y cargos de la mayor importancia? Dígame si puede o no señalarme algún caballero de esta ralea que haya obtenido la dignidad de par. ¿Es que por su mujer de usted no llama por ventura a uno de estos señores cuando cae enfermo uno de los niños? ¿No nos deleitamos acaso con sus bellos poemas y con sus novelas? Desde luego; tal vez esta misma es leída y ha sido escrita por… Bueno. Quid rides? ¿Es que ya os dais a suponer que estoy reproduciendo el cuadro que contemplo en el espejo al afeitarme por las mañanas? Après. ¿Os figuráis que yo me figuro que no tengo defectos como cualquiera de mis vecinos? ¿Puede señalárseme alguna debilidad? Todos mis amigos saben perfectamente que existe un plato al cual no puedo resistir; no, imposible, a menos de que haya comido y repetido de él. De modo, querido señor o señora, que también ustedes tienen su debilidad, su manjar tentador —indudablemente, pues si ustedes no lo saben, sus amigos lo saben de sobra—. No, querido amigo; la suerte ha querido que ni usted ni yo seamos personas del más refinado intelecto, de gran fortuna, de rancio linaje, de virtud acrisolada ni de apostura y fisonomía intachables. Nosotros no somos héroes o ángeles ni moradores de antros vergonzosos ni alevosos criminales, ni traidores yagos, familiarizados con el puñal y el veneno… No nos empleamos en acibarar nuestras distracciones ni en destrozar nuestros juguetes, mezclar con arsénico nuestro pan cotidiano, entreverar mentiras en la conversación ni a desfigurar nuestra letra. No; nosotros no somos asesinos monstruosos, ni ángeles que se pasean por la tierra… Al menos, yo sé de uno que no lo es, como puede comprobarse cualquier día en casa, cuando el cuchillo corta mal o el cordero viene a la mesa crudo. Pero, en fin de cuentas, no somos brutales ni groseros, y no faltan gentes a quienes parecemos bien. Cierto que nuestra poesía no es tan hermosa como la de Alfredo Tennyson; pero aun acertamos a cincelar un dístico para el álbum de Fanny; nuestros chistes no serán de primera calidad, pero María y su madre ríen de buena gana cuando papá cuenta su historieta o suelta un chascarrillo. Todos tenemos nuestras flaquezas, mas no somos profesionales del crimen. Pues ni más ni menos que esto era mi amigo Lovel. Muy al contrario, cuando yo le conocí era el muchacho más inofensivo y amable que ha existido. Al presente, dada su nueva posición, tal vez se ha hecho distinguido —por cierto que ya no se me invita como antes a las más solemnes comidas, en las que apenas si se ve un diputado…; pero ¡alto!, no adelantemos los acontecimientos—. Por la época en que se inicia esta historia, Lovel tenía sus defectos…; pero ¿quién de nosotros se halla libre de ellos? Acababa de enterrar a su esposa, la cual siempre le había tenido en un puño, según era público y notorio. ¡Cuántos son los amigos y cofrades que sufrieron análoga suerte! Poseía una bonita fortuna, que yo para mí quisiera, au que no puede negarse que hay hombres diez veces más ricos. Era un muchacho bastante guapo; si bien esto, señoras mías, es muy opinable, pues depende de que os agraden los rubios o los morenos. Tenía una casa de campo en Putney. Por último, tenía sus negocios en la City, y siendo de condición afable y hospitalaria, y disponiendo de unas cuantas habitaciones de sobra, sus amigos eran cariñosamente recibidos en Shrublands, especialmente después de la muerte de la señora de Lovel, la que, si en los primeros tiempos de matrimonio se mostraba conmigo bastante complaciente, cambió de táctica y terminó por significarme su antipatía de un modo ostensible, mirándome por encima del hombro. Pero se trata de una articulación a la que nunca he sido aficionado, aunque bien sé que hay gentes que no se cansan de comer de ella una vez y otra, que se cuelgan de ella y que no consienten separarse de ella. Con esto quiero decir que en cuanto observé que la señora de Lovel empezaba a manifestarse aburrida de mi compañía, empecé yo a venderme caro, y fingía hallarme comprometido siempre que Federico me invitaba a Shrublands; aceptaba sus débiles explicaciones, sus comidas en garçon, en Greenwich, en el club y en otros lugares análogos, sin descubrirle el enojo que la indiferencia de su esposa me producía…; porque, después de todo, él me había demostrado su amistad en más de una ocasión crítica, nunca le abandonó su innata liberalidad en Hart o en Lovegrove, y siempre pedía el vino que a mí más me gustaba, sin retroceder ante su precio. Por lo que hacía a la señora de Lovel, puede asegurarse que jamás existió en ella y yo verdadero afecto; en ningún momento dejó de parecerme una gordinflona, linfática, y…, egoísta, presumida, insubstancial; y en cuanto a la suegra, que acostumbraba a permanecer en casa de Lovel todo el tiempo que su hija podía soportarla, ¿quién de los que conocieran a la anciana señora de Baker en Bath, en Cheltenham, en Brighton…, allí donde se reunieran viejas y chismosas cotorras, allí donde soplara el escándalo, allí donde se congregaran reputaciones averiadas, allí donde las viudas de sospechosa prosapia se atropellaban y peleaban mutuamente…; quién digo, de los que tal ambiente compartieran tenía un comentario piadoso para la desvergonzada estantigua? ¿Qué reunión no se disolvía a su llegada? ¿Cuál era el comerciante que no tuviera que arrepentirse de haber tratado con ella? Bien sabe Dios cuánto deseara yo hilvanar un cuento en el que apareciera una suegra buena. Pero ¡ah!, señora mía, en las novelas son aburridísimas las mujeres buenas. No era tal, ciertamente, la mujer de que hablamos. Y no sólo distaba de ser aburrida e insípida, sino que era lo más desabrida que podéis imaginar. Tenía una lengua soez y escandalosa, un cerebro desquiciado, orgullo y arrogancia desmedidos, un hijo extravagante y muy poco dinero. ¿Qué más puede decirse de una mujer? ¡Ah mi buena señora Baker! Yo era un mauvais sujet, ¿no es así? Yo pervertía a Federico, induciéndole a fumar, a beber y a otra porción de bajos hábitos de célibe, ¿verdad? Yo, su antiguo camarada, que algunas veces le había pedido dinero durante los veinte años anteriores, no resultaba un amigo conveniente para usted y su linda hija. ¡Claro! Yo devolví el dinero que se me prestara como un caballero; pero, y usted, ¿lo pagó alguna vez? Me gustaría saberlo. Cuando, al fin, la señora de Lovel tuvo el honor de figurar en la primera plana de The Times, Federico y yo solíamos frecuentar, como he dicho, Greenwich y Blackwall; entonces su bondadoso corazón tornaba ya libre a las dulces sensaciones de la amistad, entonces ya podíamos regalarnos con la otra botella de tinto, sin que al punto sobreviniera Bedford con el café, que, en vida de la señora Lovel, se nos enviaba indefectiblemente, antes de que llamásemos para que se nos trajese la segunda botella, aun cuando ella y la señora de Baker hubiesen bebido tres copas de la primera. Tres copas hasta el borde cada una, mi palabra de honor. Nada, señora, que en cierta ocasión se permitió usted insolentarse conmigo y ahora me tomo el desquite. Aunque usted, vieja cacatúa, se jacta de no leer novelas, no faltará algún buen amigo que le haga fijarse en ésta. Aquí me complazco en retratarla, ¿sabe usted? Aquí será usted expuesta a la consideración del público, lo cual me propongo hacer con otra señora y con otro caballero que me han ofendido. ¿Es que va uno a someterse al desprecio y a los vejámenes de los demás, sin usar del derecho a la revancha? Las amabilidades y atenciones se olvidan fácilmente; pero las injurias…, ¿quién que tenga concepto de su propia dignidad deja de conservarlas en su memoria?


William M. Thackeray

El viudo Lovel


Título original: Lovel The Widower

William M. Thackeray, 1860

Traducción: Manuel Ortega y Gasset

Capilla en Cenero

Cenero, mundo rural asturiano

09 octubre 2022

El sastre Sisí y el zapatero Nonó

 El sastre Sisí y el zapatero Nonó

En un pueblecito vivían una vez un sastre y un zapatero. Sus casas estaban una frente a la otra, en la mismo calle. El sastre era un hombre muy simpático, con un gran bigote negro. La gente le llamaba Sisí, porque siempre decía: «Sí, sí, ya lo creo».
En cambio, al zapatero le llamaban Nonó, porque cuando alguien iba a pedirle un favor replicaba siempre: «No, no, de ninguna manera». Era bajo y feo, y tenía la cara rodeada de una larga barba que se acariciaba muy satisfecho.
Los dos eran buenos amigos, a pesar de que el sastre siempre estaba contento y alegre y el zapatero no dejaba ni un momento de refunfuñar. Se pasaban el día entero trabajando a la puerta de sus casas. El sastre con su aguja y sus tijeras, silbando una alegre canción. El zapatero martillando las suelas de los zapatos. Cada martillazo era subrayado con una palabra fea. A cada clavo que clavaba en el cuero soltaba un juramento.
Un día estalló un gran incendio en el pueblo y fueron destruidas muchos casas, entre ellas la del sastre y la del zapatero. Por ello los dos decidieron partir de viaje e ir a ganar la vida a otro lugar. Hicieron un paquete con lo que les quedaba y las herramientas de su oficio y emprendieron la marcha. Atravesaron muchas ciudades y pueblos, repasando la ropa de la gente y remendando sus zapatos.
Una tarde, cansados y hambrientos, llegaron a una solitaria posada que se levantaba al borde de la carretera. Preguntaron al posadero si tenían algún trabajo para ellos. A cambio de hacerlo pedían sólo algo que comer y beber y un cuartito para dormir. El posadero aceptó el convenio y los dos amigos trabajaron sin parar durante todo el día. Cuando hubieron terminado, cada uno se retiró a su habitación y se dejó caer, exhausto, en la cama. Antes de dormirse el zapatero refunfuñó algo contra la miseria del mundo, donde tanto costaba ganarse la vida. Luego cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. De pronto oyó un ruido y le pareció que alguien llamaba a la ventana. Se levantó enseguida para ver quién turbaba su reposo. En el alféizar vio a una gallina que, con el pico, daba unos golpecitos en los cristales.
—¿Qué diablos quieres, impertinente animal? —preguntó el zapatero tirándose de la barba—. ¿No puedes dejar descansar a la gente?
—Usted perdone, señor Zapatero —se excusó la gallina—. Tengo un huevo que está un poquito roto y no puedo empollarlo. Le suplico que le ponga un parche y le pagaré su trabajo.
—¡No, no, de ninguna manera! —replicó el zapatero, cerrando furioso la ventana.
El sastre también se había acostado, y antes de meterse en la cama tarareó una alegre canción. Igual que su compañero oyó él los golpecitos en el cristal. Corrió a la ventana y, al abrirlo, vio a la gallina.
—Por favor, señor Sastre —cacareó el ave. ¿Querría zurcirme un huevo para que pueda empollarlo?
—Sí, sí, desde luego —replicó Sisí, acariciándose el bigote.
Se vistió en un salto y sin perder momento enhebró la aguja.
—¿Dónde está el huevo? —preguntó.
La gallina buscó debajo de una de sus alas y sacó un huevo dorado que tenía una pequeña grieta.
—¡Qué hermoso! —exclamó el asombrado sastre—. ¡Qué lástima que esté roto! Enseguida lo arreglaremos.
Como era un sastre muy mañoso arregló en un momento la rotura, y lo hizo tan bien que apenas podía verse el zurcido.
La gallina batió alegremente las alas y dijo:
—Maestro, con todo mi corazón le doy las gracias. ¿Cuánto le debo?

Enriketa ve un fantasma