30 enero 2022
29 enero 2022
Sobre el cuco (19) - Por el canto, un cuco adulto, la voz agria, cansado de profetizar
El cuco
Este año hemos vuelto a ver cigüeñas en Galicia, en la hermosa villa de Sarria. Las cigüeñas habían desaparecido hace muchos años de nuestros valles, del de Verín, de Lemos, del de Sarria. Confiemos en que la pareja que ha venido a Sarria a hacer su nido, el próximo año traiga con ella otras parejas más. Y el que ha venido tempranero es el cuco. Ha ido al monasterio de Poio, sobre la ría de Pontevedra —dicen que en él está enterrada Santa Trahamunda, una virgen vagabunda que algunos quisieron titular de patrona de los saudosos, porque se fue, recordó, tuvo soledades y regresó—, y dando un paseo al dulce sol ribeirano, escuché al cuco, por vez primera este año. Por el canto, un cuco adulto, la voz agria, cansado de profetizar. Un cuco que decía como el cómico malo los versos y el sacristán los latines. Se veía bien que no le emocionaba la hermosa tarde soleada, llena de camelias, ni le importaba emocionar a nadie. Era la gran ocasión para un cuco alegre, expectante de la primavera, generoso en los augurios. Como debió serlo aquel cuco del poema de William Henry Davies, que se pone a cantar cuando ha cesado de llover y ha aparecido el arco iris. El poeta habla a las vacas y a las ovejas, a las que dice por qué está tanto tiempo parado en la hierba que mojó la lluvia. Pues porque «a rainbow and a cuckoo’s song / may never come together again…», «un arco iris y un cuco cantando / quizás nunca más juntos los encuentre; nunca los encuentre juntos, de este lado del sepulcro», «may never come / this side the tomb…».
¿Cómo puede ser que un cuco cante aburrido en el bosque de la primavera? ¿Es que, como aquellos del Dante, es triste en el aire que del sol se alegra? El mundo va a peor cada día, cucos incluidos.
Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado
28 enero 2022
Sobre el cuco (18) - aparecía el vendaval, un gran mugidor, el toro de los vientos, el «ventus validus»
En la muerte de un bosque
Algunos de mis lectores recordarán que más de una vez he escrito acerca del bosque de Silva. Un bosque que en mi Mondoñedo yo veía todas las mañanas al levantarme y escuchaba todas las noches, cuando el vendaval lo sobresaltaba. El bosque cubría una colina antigua. Pravias, álamos, chopos, abedules, algunos robles y castaños mezclaban sus ramas en él. Al pie de la colina, regando parvos prados, va el Sixto, un regato claro, que más abajo, antaño, será el foso junto a la cerca de la ciudad. Entre el bosque y el río sube el camino viejo a Lugo, descalzo por las torrenteras. En marzo yo escuchaba en el bosque el cuco agorero, que despertaba a un tiempo para amores y para profecías. El mirlo andaba todo el año volando desde el bosque a los huertos vecinos, donde el abrigo del norte son parras vetustas y fecundas. Los cuervos cubrían con su grave vuelo la distancia que hay entre el bosque y los agros alcantarinos del Sabelo. Al caer la tarde, palomas torcaces regresaban a sus nidos. Y en la hora vespertina, en el verano, en el enorme silencio saludé una vez respetuosamente al encantador serótino:
Quita a monteira, amigo
que xa o reiseñor
vai cantando no bosque,
ferido de amor!
Pero la hora más hermosa del bosque de Silva llegaba cuando mediaba otoño y grandes manchas rojas y doradas sustituían al verde en la espesura forestal. Una mañana cualquiera, con grandes y oscuras nubes en el cielo, aparecía el vendaval, un gran mugidor, el toro de los vientos, el «ventus validus», en la plenitud de su poder, y con sus manos abiertas se llevaba todas las hojas secas. Y quedaba en el bosque desnudo. Pero los días en que habitaba el otoño en las copas de los árboles, yo tenía vecino, visto desde mi ventana, un país profundo de Claudio de Lorena, uno de aquellos bosques en los que la imaginación europea aprendió a contemplar precisamente el otoño —invención tardía de la sensibilidad occidental.
Pues ese bosque vecino mío lo han ido talando. Descubierta queda la corona de la colina castrexa, y yacen en la ladera los troncos, que los leñadores han descortezado lentamente. Tengo la triste sensación de haber perdido un gran amigo, un compañero de ocios. Y como le imaginaba al bosque mío todos los misterios que son propios de las selvas, aprendidos en mil relatos, ¡ah, Brocelandia de Arturo y de Merlín!, he perdido también la estampa que me servía para poner de fondo en las historias que más amé, y amo todavía. Para mí el bosque de Silva lo era todo, y especialmente Sangri-la, es decir, la espesura que en su corazón ocultaba un claro con una fuente, el jardín de la Edad de Oro.
Está visto que no le dejan a uno envejecer en paz. Y he durado yo más que el bosque. Quisiera encontrar palabras para los versos de una elegía, en la que poder decirle al bosque, al oído, que existe la resurrección de las verdes ramas, allá, en el Paraíso.
Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado
27 enero 2022
Sobre el cuco (17) - En abril me gusta escuchar el cuco agorero
El ruiseñor
En abril me gusta escuchar el cuco agorero, con su voz amarga madrugando en el bosque. Y ahora, en agosto, el ruiseñor. Lo escuché hace cuatro o cinco días en un valle ourensano de viñas, en un otero, un pazo con dos cipreses en el jardín. «Palomar y ciprés, pazo es», dice el refrán, enseñándole al viajero la calidad de la casa que contempla desde una vuelta del camino. Hubo un pintor inglés que le gustó mucho a Dickens, un pintor fantástico. Se llamó Francisco Oliverio Finch. Uno de sus cuadros se titulaba «El castillo de la Indolencia», y se aseguró que adormilaba al contemplador. Yo tuve durante muchos años en una carpeta una reproducción de un cuadro de Finch, una lámina recortada de una revista. Se titulaba el cuadro «Ideal landscape from Keats’ Ode to the Nightingale», «Paisaje ideal para la oda de Keats al ruiseñor», y escuchando el cantor vespertino en aquel pequeño valle recordé el cuadro de Finch y me pareció que el país era el mismo, tan vestido de verde, tan hondo hacia Levante, el río en sus vueltas y revueltas imitando lagunas plateadas y el sol ciñendo de oro las fatigadas cumbres que cierran el valle. Creo recordar que en el cuadro de Finch había un hombre que contemplaba, desde la puerta de una casa, en primer término, el valle donde cantaba el ruiseñor. Donde cantaban el ruiseñor y Keats. Tenía un sombrero azul en la mano —¿lo tenía o sueño que lo tenía?—. Escuché durante un rato el ruiseñor, tan melancólico como suele, y recordé un verso de mocedad: «reiseñor, corazón do meu silencio fonte»… («ruiseñor, corazón, de mi silencio fuente»…).
Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado
Se recogen aquí gran parte de los artículos publicados por Álvaro Cunqueiro en la revista catalana Destino entre 1961 y 1976. Aunque su colaboración comenzó en 1938, se reúnen en este volumen sólo aquellos artículos que no han visto la luz en formato de libro. En total, se presentan casi trescientos artículos, clasificados en las siguientes secciones: «En la ruta de la seda», un itinerario que transcurre entre Venecia, Córdoba y China; «Florilegio» recoge publicaciones de tema literario, de Sherlock Holmes al caballero de Olmedo; «Onírica», un conjunto de textos mágicos donde habitan brujas, demonios y unicornios; «Retratos de hermosas», con cinco visiones femeninas, desde la bailarina Cléo de Mérode a la reina de Saba; en «Del lejano país» surge el mundo gallego, con sus tópicos revisitados (lobos, curanderos) y el Camino de Santiago; unas «funestas lentejas» o una «teoría e iluminaciones del aguardiente» son ejemplos, en «De lo coquinario y vinícola», del Cunqueiro gastrónomo; «De santos y otras gentes», un recorrido por las vidas de santos y otros personajes singulares; «El variado mundo», artículos de la década de 1970 donde se analiza la actualidad; por último, «En tiempo de adviento» recorre las tierras gallegas en busca de las tradiciones paganas y religiosas de la Navidad.
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