19 enero 2022

Sobre el cuco (9) - El valle estaba tan lleno de forjas y refinerías como un bosquecillo está lleno de cucos en mayo.

La granjera acudió a la puerta con un niño en brazos; se protegió los ojos contra el sol, se inclinó para recoger una brizna de romero y se alejó por el huerto. El viejo podenco, en el barril que le servía de caseta, lanzó algunos ladridos para demostrar que se quedaba al cuidado de la casa vacía. Puck empujó la puerta del jardín, que chirrió al abrirse.
—¿Te maravilla que ame este rincón? —preguntó Hal, en un soplo de voz—. ¿Qué puede saber la gente de la ciudad acerca del carácter de las casas o de la tierra?
Se sentaron en fila sobre el viejo banco de roble desbastado del jardín de los Tilos, y contemplaron luego, sobre la otra vertiente del valle cruzada por el arroyo, las sinuosidades de la Forja cubiertas de helechos tras la cabaña de Hobden. El anciano tocaba un fagot en su jardín, cerca de las colmenas. Antes de que el ruido causado por el golpe de la podadera llegase a sus perezosos oídos, había transcurrido un segundo.
—¡Dios! —exclamó Hal—. Ahí donde se encuentra ese viejo compadre hallábase en otro tiempo la Forja de Abajo, la fundición del maestro John Collins. ¡Cuántas noches me ha sobresaltado el martilleo de su macho! ¡Bum, bum! ¡Bum, bum! Si el viento procedía del Este, podía oír a la forja del maestro Tom Collins contestar a su hermano: ¡Bom, bom! ¡Bom, bom! Y a medio camino entre ambas, los martillos de Sir John Pelham en Brightling, formaban parte del coro como una escolanía, y decían: «Hic, haec, hoc! Hic, haec, hoc!», hasta que me quedaba dormido. Sí. El valle estaba tan lleno de forjas y refinerías como un bosquecillo está lleno de cucos en mayo. ¡Y todo esto lo ha cubierto ahora la hierba!
—¿Qué se forjaba entonces? —preguntó Dan.
—Cañones para las naves del rey… y para otras. Culebrinas y cañones, principalmente. Cuando las armas habían sido fundidas aparecían los oficiales del rey, requisaban nuestros bueyes de labor y arrastraban las piezas hasta la costa. ¡Mirad! He aquí a uno de los primeros y más orgullosos artesanos del mar.
Hojeó su cuaderno y mostró la cabeza de un hombre joven. Debajo estaba escrito: «Sebastianus».
—Vino de parte del rey a encargar en casa del maestro John Collins veinte culebrinas (¡qué miserables eran esos pequeños cañones!), para equipar los buques que partían de expedición. Así lo dibujé, sentado ante nuestro fuego, hablándole a mamá de las nuevas tierras que descubriría al otro lado del mundo. ¡Y a fe que las descubrió! ¡Esta nariz está hecha para hender los mares desconocidos! Se llama Cabot. Era un muchacho de Bristol, extranjero a medias. Me merecía mucho crédito. Me ayudó mucho en la construcción de mi iglesia.
—Yo creía que era Sir Andrew Barton —dijo Dan.
—¡Oh, no empecemos a construir la casa por el tejado! —contestó Hal—. Fue Sebastián Cabot el primero que me facilitó la tarea. Yo había venido aquí para servir a Dios como buen artesano, pero también para mostrar a los míos qué gran artista era. Les importaba un ardite (y yo me lo merecía) tanto mi arte como mi grandeza. ¿Qué diablo, decían, me había metido en la cabeza que me preocupara del viejo San Bernabé? La iglesia quedó en ruinas desde la peste negra, y ruinosa había de quedar; y yo hubiera podido ahorcarme en las cuerdas de mis andamios. Nobles y plebeyos, grandes y pequeños (los Hayes, los Fowles, los Fenners y los Collins), ni uno faltaba a la llamada contra mí. Sólo Sir John Pelham, en Brightling, me aconsejó honradamente. Pero ¿cómo hubiera podido hacerlo? ¿Le pediría al maestro Collins su carro de madera para transportar los cabrios? Los bueyes habían partido para Lewes en busca de cal. ¿Me prometería un juego de ganchos o de tirantes de hierro para el techo? No llegaba nunca, pero cuando lo hacía llegaba agrietado y fibroso. Y así todo. Nadie decía nada, pero nada se hacía si yo no estaba allí vigilándolo, e incluso entonces todo se hacía mal. Yo creí que todo el país estaba embrujado.

Rudyard Kipling
Puck de la colina de Pook


Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

18 enero 2022

Sobre el cuco (8) - Sí, estaremos muy contentos cuando veamos a la Vieja soltar al cuco de su cesto dando permiso a la primavera para que vuelva a Inglaterra.

 Se produjo un rumor sobre sus cabezas. Un faisán, que se había desviado después de haber sido herido, cayó cerca de ellos como una granada, arrastrando un montón de hojas en su caída.

Flora y Loco se lanzaron sobre él, y cuando los niños hubieron apartado a los perros y alisado el plumaje del ave, vieron que Kadmiel había desaparecido.
Bien dijo Puck tranquilamente¿Qué tenéis que decir a eso? Weland dio la espada; la espada dio el tesoro y el tesoro ha dado la ley. Es tan natural como que crezca un roble.
No comprendo. ¿Acaso no sabíél que se trataba del antiguo tesoro de Sir Richard? preguntó Dan¿Y por qué Sir Richard y Hugh lo dejaron allí? Y, y
No te preocupes dijo alegremente Una. Esto nos permitirá ir y venir, ver y saber de nuevo. ¿No es verdad, Puck?
Sí, tal vez de nuevo repuso Puck¡Brrr! ¡Qué frío hace! Es tarde. Corramos a vuestra casa.
Lanzáronse por el resguardado valle. El sol casi se había ocultado tras la Carraca de los Cerezos. El terreno pisoteado por el ganado estaba helado ya por las orillas, y el viento del Norte, que acababa de levantarse, lanzaba sobre ellos la noche desde detrás de las colinas. Corrían velozmente, cruzando los parduscos prados, y cuando se detuvieron, jadeantes, entre las nubecillas de vapor que exhalaba su aliento, las hojas muertas se elevaban tras ellos en torbellinos. Hojas de Roble, de Espino y de Fresno; y había tantas en aquel chubasco de finales de otoño como para hacer desaparecer mil recuerdos en un olvido mágico.
Llegaron, pues, corriendo, al arroyo que se deslizaba entre el césped, preguntándose por qué Flora y Loco habían abandonado al zorro en el hoyo del camino.
El viejo Hobden acababa de dar fin a un trabajo en su seto. Distinguieron su blusa blanca en el crepúsculo, mientras ataba los desperdicios en haces.
¡Ea, Maese Dan! Me parece que el invierno ha llegado exclamó¡Maldita estación! Ahora, hasta la feria de los Cucos de Heffle. Sí, estaremos muy contentos cuando veamos a la Vieja soltar al cuco de su cesto dando permiso a la primavera para que vuelva a Inglaterra.
Oyeron un estrépito, un rumor de pasos, un chapoteo, como si una vieja vaca caminara pesadamente ante sus narices.
Hobden, disgustado, corrió hacia el esguazo.
El buey de Gleason quiere todavía correr a Robin por toda la hacienda. ¡Oh, mire Maese Dan, sus huellas, tan grandes como zanjas! A veces se creería que es un hombre o
Una voz profunda gruñó al otro lado del arroyo:
Me asombra ver en qué se cambia el manto
de Puck, cuando lo vuelve del revés
o cuando lo iluminan fuegos fatuos
Entonces, los niños entraron cantando a dos voces Adiós, premios y hadas. No se acordaron de que no le habían dado las buenas noches a Puck.

Rudyard Kipling
Puck de la colina de Pook

Estampas de Gijón

Estampas de Gijón

17 enero 2022

Sobre el cuco (7) - Cuclillo

Le viene a la memoria un cuadro que ha visto hace poco. Es de un ruso: Orest Vereisky cree que se llama el pintor.

El cuadro representa un bosque nevado. Muchos árboles. Los troncos brotando de la sábana de nieve, de un blanco perfecto. Los troncos sin cabeza, sin copa…, sin fin. Los árboles del bosque de Vereisky terminan fuera del cuadro.

El cielo también está fuera del cuadro…

A través de los troncos se asoman tímidos o atrevidos un cervatillo, una gacela, un ratón, una liebre, un osito, una marta…

Y un poco más altos, posados en los troncos, en las primeras ramas, una lechuza, un mirlo, un cuclillo, una ardilla…

Y en primer término, muy destacadas en la blancura de la nieve, unas pisadas, unas huellas oscuras.

Ahora, el regreso a la ciudad lo imagina como el cuadro de Vereisky.

Ahora, la cinta gris une los dos polos: en uno, el conglomerado urbanístico de Madrid; en el otro, el cuadro de Vereisky.

Imagina el cuadro final de la carretera, del otro lado.

Los árboles son las casas, los edificios. Edificios sin chimeneas, sin terrazas, sin antenas de televisión. Edificios… sin cielo. Edificios cortados por la dimensión del cuadro, a lo sumo en el segundo piso.

Y el asfalto, blanco, helado…

Y asomándose a las esquinas, todos los animalitos, todas las facetas de Sara.

Siempre Sara:

El oso: Sara, huidiza de los otros.

El castor: Sara, trabajadora incansable.

El ratón: Sara, inteligente, intuitiva.

La liebre: Sara, rápida, prudente, avispada.

La gacela: Sara, asustada en el amor, temerosa, palpitante…, a su merced.

El ciervo: ¿Qué tiene Sara del ciervo? ¡Sí! La belleza de líneas; la belleza de la osamenta.

Y luego, en las primeras ventanas:

La ardilla: Sara, ligera, ágil de ideas, tímida.

La marmota: Sara, despierta ¡al fin! de un largo letargo.

La lechuza: Sara, taciturna, con ojos muy abiertos, siempre interrogantes, expectantes…

El cuclillo: Sara, golpeando fuertemente las materias para hacer salir de su interior los gusanos de las ideas. Y Sara, cuclillo también, hembra anómala que pone sus huevos (¡su amor!) en nido ajeno.

El mirlo: Sara, domesticada, repetidora, eco fiel de los susurros del amor.

La marta: Sara, ¡lo más preciado para mí!

Y en primer plano, las pisadas: mis pasos. Mis pasos, mis huellas, que vienen de ella y vuelven a ella. A encontrarla en la jungla de la ciudad. A descubrirla bajo tan diferentes aspectos. A acariciarla por encima de variopintos pelajes…

El cuadro de Orest Vereisky se titula «Cuento de Hadas».

Marta Portal
A tientas y a ciegas

Estampas de Gijón

Estampas de Gijón

Enriketa ve un fantasma