18 enero 2022

Sobre el cuco (8) - Sí, estaremos muy contentos cuando veamos a la Vieja soltar al cuco de su cesto dando permiso a la primavera para que vuelva a Inglaterra.

 Se produjo un rumor sobre sus cabezas. Un faisán, que se había desviado después de haber sido herido, cayó cerca de ellos como una granada, arrastrando un montón de hojas en su caída.

Flora y Loco se lanzaron sobre él, y cuando los niños hubieron apartado a los perros y alisado el plumaje del ave, vieron que Kadmiel había desaparecido.
Bien dijo Puck tranquilamente¿Qué tenéis que decir a eso? Weland dio la espada; la espada dio el tesoro y el tesoro ha dado la ley. Es tan natural como que crezca un roble.
No comprendo. ¿Acaso no sabíél que se trataba del antiguo tesoro de Sir Richard? preguntó Dan¿Y por qué Sir Richard y Hugh lo dejaron allí? Y, y
No te preocupes dijo alegremente Una. Esto nos permitirá ir y venir, ver y saber de nuevo. ¿No es verdad, Puck?
Sí, tal vez de nuevo repuso Puck¡Brrr! ¡Qué frío hace! Es tarde. Corramos a vuestra casa.
Lanzáronse por el resguardado valle. El sol casi se había ocultado tras la Carraca de los Cerezos. El terreno pisoteado por el ganado estaba helado ya por las orillas, y el viento del Norte, que acababa de levantarse, lanzaba sobre ellos la noche desde detrás de las colinas. Corrían velozmente, cruzando los parduscos prados, y cuando se detuvieron, jadeantes, entre las nubecillas de vapor que exhalaba su aliento, las hojas muertas se elevaban tras ellos en torbellinos. Hojas de Roble, de Espino y de Fresno; y había tantas en aquel chubasco de finales de otoño como para hacer desaparecer mil recuerdos en un olvido mágico.
Llegaron, pues, corriendo, al arroyo que se deslizaba entre el césped, preguntándose por qué Flora y Loco habían abandonado al zorro en el hoyo del camino.
El viejo Hobden acababa de dar fin a un trabajo en su seto. Distinguieron su blusa blanca en el crepúsculo, mientras ataba los desperdicios en haces.
¡Ea, Maese Dan! Me parece que el invierno ha llegado exclamó¡Maldita estación! Ahora, hasta la feria de los Cucos de Heffle. Sí, estaremos muy contentos cuando veamos a la Vieja soltar al cuco de su cesto dando permiso a la primavera para que vuelva a Inglaterra.
Oyeron un estrépito, un rumor de pasos, un chapoteo, como si una vieja vaca caminara pesadamente ante sus narices.
Hobden, disgustado, corrió hacia el esguazo.
El buey de Gleason quiere todavía correr a Robin por toda la hacienda. ¡Oh, mire Maese Dan, sus huellas, tan grandes como zanjas! A veces se creería que es un hombre o
Una voz profunda gruñó al otro lado del arroyo:
Me asombra ver en qué se cambia el manto
de Puck, cuando lo vuelve del revés
o cuando lo iluminan fuegos fatuos
Entonces, los niños entraron cantando a dos voces Adiós, premios y hadas. No se acordaron de que no le habían dado las buenas noches a Puck.

Rudyard Kipling
Puck de la colina de Pook

Estampas de Gijón

Estampas de Gijón

17 enero 2022

Sobre el cuco (7) - Cuclillo

Le viene a la memoria un cuadro que ha visto hace poco. Es de un ruso: Orest Vereisky cree que se llama el pintor.

El cuadro representa un bosque nevado. Muchos árboles. Los troncos brotando de la sábana de nieve, de un blanco perfecto. Los troncos sin cabeza, sin copa…, sin fin. Los árboles del bosque de Vereisky terminan fuera del cuadro.

El cielo también está fuera del cuadro…

A través de los troncos se asoman tímidos o atrevidos un cervatillo, una gacela, un ratón, una liebre, un osito, una marta…

Y un poco más altos, posados en los troncos, en las primeras ramas, una lechuza, un mirlo, un cuclillo, una ardilla…

Y en primer término, muy destacadas en la blancura de la nieve, unas pisadas, unas huellas oscuras.

Ahora, el regreso a la ciudad lo imagina como el cuadro de Vereisky.

Ahora, la cinta gris une los dos polos: en uno, el conglomerado urbanístico de Madrid; en el otro, el cuadro de Vereisky.

Imagina el cuadro final de la carretera, del otro lado.

Los árboles son las casas, los edificios. Edificios sin chimeneas, sin terrazas, sin antenas de televisión. Edificios… sin cielo. Edificios cortados por la dimensión del cuadro, a lo sumo en el segundo piso.

Y el asfalto, blanco, helado…

Y asomándose a las esquinas, todos los animalitos, todas las facetas de Sara.

Siempre Sara:

El oso: Sara, huidiza de los otros.

El castor: Sara, trabajadora incansable.

El ratón: Sara, inteligente, intuitiva.

La liebre: Sara, rápida, prudente, avispada.

La gacela: Sara, asustada en el amor, temerosa, palpitante…, a su merced.

El ciervo: ¿Qué tiene Sara del ciervo? ¡Sí! La belleza de líneas; la belleza de la osamenta.

Y luego, en las primeras ventanas:

La ardilla: Sara, ligera, ágil de ideas, tímida.

La marmota: Sara, despierta ¡al fin! de un largo letargo.

La lechuza: Sara, taciturna, con ojos muy abiertos, siempre interrogantes, expectantes…

El cuclillo: Sara, golpeando fuertemente las materias para hacer salir de su interior los gusanos de las ideas. Y Sara, cuclillo también, hembra anómala que pone sus huevos (¡su amor!) en nido ajeno.

El mirlo: Sara, domesticada, repetidora, eco fiel de los susurros del amor.

La marta: Sara, ¡lo más preciado para mí!

Y en primer plano, las pisadas: mis pasos. Mis pasos, mis huellas, que vienen de ella y vuelven a ella. A encontrarla en la jungla de la ciudad. A descubrirla bajo tan diferentes aspectos. A acariciarla por encima de variopintos pelajes…

El cuadro de Orest Vereisky se titula «Cuento de Hadas».

Marta Portal
A tientas y a ciegas

Estampas de Gijón

Estampas de Gijón

16 enero 2022

Sobre el cuco (6) - Reloj

Las emociones de un hombre que llega a una casa de campo para pasar en ella un tiempo indefinido y se ve arrojado a patadas a los veinte minutos de su entrada son, necesariamente, algo caóticas, pero había un punto que Bill veía muy claro, y era que tenía mucho tiempo por delante. No eran todavía las seis, y el día parecía alargarse indefinidamente. A fin de matar las horas, emprendió un vago paseo por aquellas tierras, evitando cuidadosamente pasar por las de delante de la casa, donde el peligro de encontrarse de nuevo con lady Hermione era más grave, y llegó al segundo matorral a la derecha del balcón del dormitorio de Prudence. Allí se sentó a fin de analizar la situación y tratar de valorar exactamente las probabilidades que tenía de volver a ver a la mujer que amaba.
Y tan caprichosa es la fortuna, que antes de que hubiesen transcurrido dos minutos la había vuelto a ver. Cierto es que salió y desapareció como el cuco de un reloj, pero la había visto. Y, como hemos dicho, marcó cuidadosamente el sitio, antes de salir en busca de una escalera.

P. G. Wodehouse
Luna llena
Novela humorística

Vista emblemática de Madrid

Vista emblemática de Madrid

15 enero 2022

Sobre el cuco (5) - Cuervo: un amigo del cuco o casi.

Prefacio a la edición de 1849

Tras haber expresado el ya fallecido señor Waterton, hace algún tiempo, que los cuervos se estaban extinguiendo poco a poco en Inglaterra, le ofrecí las siguientes palabras acerca de mi experiencia con esas aves.
El cuervo de esta historia esta concebido a partir de dos grandes originales de los que fui, en distintos momentos, orgulloso propietario. El primero estaba en la flor de la juventud cuando fue descubierto en un modesto retiro de Londres por un amigo mío, que me lo dio. Tuvo desde el principio, como dice sir Hugh Evans de Anne Page, «buenas dotes» que mejoró por medio del estudio y la atención de manera ejemplar. Dormía en un establo —generalmente encima de un caballo— y tenía atemorizado a un perro ladrador gracias a su sobrenatural sagacidad; era conocido por poder, gracias a la superioridad de su genio, llevarse la comida del perro ante sus narices con total tranquilidad. Estaba adquiriendo rápidamente conocimientos y virtudes cuando, en una mala hora, su establo fue pintado. Observó a los pintores con atención, vio que manejaban con cuidado la pintura, e inmediatamente deseó poseerla. Cuando se fueron a comer, se comió toda la que habían dejado allí, una libra o dos de plomo blanco, y su juvenil indiscreción le llevó a la muerte.
Estando yo inconsolable a causa de su muerte, otro amigo mío de Yorkshire descubrió un cuervo más viejo y más dotado en el pub de una aldea, a cuyo propietario convenció para que le permitiera llevárselo a cambio de una pequeña cantidad de dinero, y me lo hizo llegar. El primer acto de este sabio fue disponer de todos los efectos de su predecesor, desenterrando todo el queso y las monedas de medio penique que había enterrado en el jardín, un trabajo que requirió inmensa laboriosidad y búsqueda, y al que dedicó todas sus energías mentales. Cuando hubo logrado esto, se aplicó a la adquisición del lenguaje del establo, en el que pronto fue un maestro hasta el punto de colocarse junto a mi ventana y conducir caballos imaginarios con gran habilidad durante todo el día. Quizá ni siquiera le vi en sus mejores momentos, pues su antiguo dueño mandó con él sus intenciones, «y siempre que quería que el pájaro pareciera muy fuerte, no tenía más que enseñarle a un hombre borracho», cosa que yo nunca hice, puesto que (por desgracia) no tenía más que a gente sobria a mi alrededor. Pero difícilmente podría haberlo respetado más, cualesquiera que hubieran sido las influencias estimulantes que pudiera haber visto. Él, sin embargo, no sentía el menor respeto por mí ni por nadie con la salvedad del cocinero, por el que sentía un gran apego, aunque sólo, me temo, como lo podría haber sentido un policía. En una ocasión, me lo encontré inesperadamente a media milla de mi casa, caminando por el medio de la calle, rodeado de una gran muchedumbre y exhibiendo espontáneamente todas sus virtudes. Su elegancia en esas circunstancias no la olvidaré nunca, como tampoco la extraordinaria galantería con que, negándose a volver a casa, se defendió tras una fuente hasta quedar en inferioridad numérica. Es bien posible que tuviera un genio demasiado brillante para vivir mucho, o puede que metiera alguna sustancia perniciosa en su pico, y por lo tanto en su buche, lo cual no es improbable, puesto que llenó de agujeros la pared del jardín picoteando el mortero, rompió incontables cristales rasgando la masilla que los sostenía a los marcos, y destrozó e ingirió, en astillas, la mayor parte de la escalera de madera de seis escalones y un descansillo, pero después de tres años también él enfermó y murió ante el fuego de la cocina. Miró atentamente la carne mientras se asaba, y de repente cayó sobre su espalda con un grito sepulcral de «¡Cuco!». Desde entonces no he tenido ningún cuervo.
Por lo que respecta a la historia de Barnaby Rudge, no creo poder decir nada aquí más apropiado que los siguientes pasajes del prefacio original.

Charles Dickens.
Barnaby Rudge.
Novela.

Cuervo: un amigo del cuco o casi.

Serie: azulejos