28 diciembre 2021
27 diciembre 2021
27 de diciembre
Érase una vez…
Érase una vez, les contaban a los niños, un muchacho indio de diecisiete años que murió linchado y ahorcado de un gran roble a orillas del lago, a menos de un kilómetro de casa. El roble se llamaba Árbol del Ahorcado. Pero ya no existía…, lo habían talado hace muchos años.
—¿Por qué lo ahorcaron? —preguntaron los niños.
—Porque creían que había provocado un incendio. Un granero ardió en llamas y pensaron que lo habían hecho los indios.
—Pero ¿lo había hecho él?
—Tu tío abuelo Louis creía que no, aunque no estaba seguro.
—¿Y qué pasó después? ¿Qué les pasó a los indios?
Al muchacho lo mataron, luego arrastraron su cuerpo por todo el pueblo y terminaron en una taberna a orillas del río. Es probable que lo enterraran. En cuanto al resto de los indios…, huyeron, como hacían siempre. Sin embargo, al cabo del tiempo regresaron.
—¿No tenían miedo?
—Bueno…, el caso es que regresaron.
Fredericka le leía a su hermano en voz alta y acompañaba su lectura con bufidos de furiosa desesperanza, porque los hombres eran animales, la humanidad en su conjunto era irrecuperable y sólo la Palabra de Cristo podría redimirla. Una desapacible noche de enero leyó, a la luz de una lámpara, un fragmento de la obra de Franklin Relato de las últimas masacres de varios indios, amigos de esta provincia, cometidas por desconocidos del condado de Lancaster, con algunas observaciones sobre la cuestión, mientras Raphael la escuchaba inmóvil, sin tamborilear los dedos sobre el escritorio que tenía delante.
… Estos indios eran los que quedaban de la tribu de las Seis Naciones, establecida en Conestogo, de ahí su nombre indios conestogo. Cuando llegaron los primeros ingleses, los mensajeros de esta tribu se acercaron a darles la bienvenida con obsequios de venado, maíz y pieles. La tribu entera llegó a un acuerdo con el principal terrateniente, destinado a durar «hasta que el sol deje de brillar, o hasta que las aguas del río dejen de fluir».
26 diciembre 2021
26 de diciembre
LXXV
El curso de los sucesos había cambiado en el espacio de un año.
Aquel insignificante Bonaparte de quien todo el mundo se burlaba, victorioso después de una campaña que se podía parangonar con los más brillantes hechos de armas de Alejandro, de Aníbal y de César, había sido calificado por el Directorio con el nombre de hombre providencial, y la República francesa le entregó una bandera en la cual aparecía escrito, en letras de oro:
El general Bonaparte ha destruido cinco ejércitos, triunfado en diez y ocho batallas y en sesenta y siete combates, ha hecho prisioneros de guerra a 160.000 soldados enemigos, enviado a Francia 160 banderas, 1.180 piezas de artillería, para enriquecer nuestros arsenales, 200 millones al Tesoro y 51 barcos de guerra; las obras maestras de arte para embellecer nuestras galerías y nuestros museos, preciosos manuscritos para nuestras bibliotecas; en fin, ha dado la libertad a diez y ocho pueblos.
Fácilmente se comprenderá el pesar que tales honores a nuestro enemigo producían a la corte de Nápoles, a sir Guillermo Hamilton y a mí; a mí, como amiga de la Reina, de cuyos odios y de cuyas simpatías participaba; a sir Guillermo, como embajador de Inglaterra.
La Reina fue acometida de un acceso de furor, como pocas veces vi en ella, el día en que el Gobierno de las Dos Sicilias se vio obligado a reconocer a la República cisalpina.
El tratado de Campo-Formio, firmado entre Francia y Austria, tenía grande importancia. Francia extendía, de un lado, sus fronteras hasta los Alpes, y del otro, hasta el Rhin; Austria perdía en territorio, pero ganaba en súbditos; la República cisalpina crecía, al paso que la de Venecia decaía y pasaba a ser propiedad del emperador.
La paz parecía asegurada; pero sir Guillermo se sonreía con su diplomática sonrisa, cuando le hablaban de la duración de esa paz.
—En tanto que Inglaterra esté en guerra —decía—, el mundo, y sobre todo Francia, no sabrá vivir en paz.
25 diciembre 2021
25 de diciembre
A Hans Sturzenegger, Bel-Air, Schaffhausen
25 de diciembre de 1916
… En estos días el Dr. Bloesch me contó que lo vio en Zúrich y sentí de pronto un gran apego y me puse a pensar en usted, en sus cuadros, en la India y en Bel-Air, en el arte y la amistad y todas las demás cosas espléndidas de las que la guerra me privó.
Y entonces llegó como presente de Nochebuena su «Playa de Penang», portador de una nueva oleada de ese mundo maravilloso. Querido amigo, permítame expresar una vez más mi sincero agradecimiento por este exquisito y querido cuadro de la playa y por la deferencia de haber pensado en mí. Estimado Sturzenegger, en la actualidad se oye afirmar a algunos bárbaros que antes de la guerra habríamos vivido en medio de lujos y sensiblería y no sería sino en el presente cuando estaríamos descubriendo la vida real y los verdaderos sentimientos. Esto no puede ser más insensato y falaz. Hoy sé por experiencia que componer un poema y cantar una canción no sólo es más bello, sino también infinitamente más sabio y valioso que ganar una batalla o donar un millón para la Cruz Roja. Este mundo «organizado» de los políticos y los generales es nada, y aun el más loco de nuestros sueños de artista sigue siendo mucho más valioso. Crea en este pobre diablo de un poeta que desde hace catorce meses no vive sino en medio de negocios, política, explotación y organización.
Por esta razón, su cuadro ha sido recibido en este preciso momento por un corazón doblemente sensitivo y le estoy doblemente obligado y agradecido. ¡Ah, la playa de Penang, con sus lejanos archipiélagos y su multitud de bahías! Es bueno guardar en el recuerdo lo mejor de todo ello, porque de lo contrario enfermaríamos de nostalgia.
¡Venga alguna vez a Berna! Y cuando haya paz iré a visitarlo y lo espantaré mostrándole mis cuadros al pastel, pintados con mis propias manos. Como ya no tengo tiempo para componer y pensar, me he entregado a la pintura en mis ratos libres y por primera vez en casi cuarenta años he tomado entre los dedos carbones y colores. Yo no le haré competencia, pues no pinto la realidad de la naturaleza, sino sólo lo soñado…
Hermann Hesse
Cartas escogidas
«He escrito muchos millares de cartas, sin pensar en guardar copia de ellas. No fue sino a partir de 1927, en colaboración con mi mujer, cuando comenzamos a guardar ocasionalmente cartas cuyo contenido nos pareció relevante o en las cuales encontramos formulado con particular precisión un problema de interés general».
Así escribió Hermann Hesse en 1951, en el epílogo para la segunda edición alemana de este volumen. En el ínterin, a varios años de su muerte, se ha podido valorar la magnitud de su correspondencia. Hesse contestó más de treinta mil cartas. A partir de ese inmenso material de valor inapreciable se ha hecho la presente selección, iniciada por el propio Hermann Hesse. Contiene esencialmente las cartas en que el autor se pronuncia respecto de problemas de su época, las relaciones conflictivas entre el individuo y la sociedad, cuestiones de política, religión, arte y psicología. Cartas escogidas es, así, un documento fundamental para abarcar el pensamiento de Hermann Hesse e iluminarlo en la multitud de sus facetas.
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