IV - UN CAMPO DE MAÍZ, de noche. Altos maíces, delgados en el espacio. Cubiertos y coronados por sus panojas. Panojas de bigotes rubios y negros. De grano amarillo reluciente como plástico. En los buenos tiempos la recogida de maíz era una fiesta alegre. Por varios días los mozos y las mozas del amplio valle iban alegres a los campos, con banastas vacías. Pasaban las horas bajo el sol con el espinazo doblado, diciendo chistes y cuchufletas. Las mozas arrancaban con cuidado las dos o tres mazorcas de cada planta y las echaban en el regazo de su delantal. Delantales a rayas, levantados, las puntas remetidas en la cintura: formaban vientres de panojas amarillas, tostadas, segundos vientres de fertilidad. Los mozos iban recogiendo el fruto de los vientres femeninos y echaban las mazorcas en cestas de fino mimbre. Cargaban las cestas llenas en las altas espaldas. Atravesaban el campo. Se veían los hombros y cabezas moverse sobre los maíces. Se paraban aquí y allá, para dar una broma a una moza de viva respuesta o un pellizco a otra de buenas carnes y no enfadosa. Jugando, jugando, iban los granos de fécula naranja pasando de las plantas a los cestos. A mediodía tomaban la pitanza en un gran corro los jóvenes. En medio había botijos y porrones, hogazas de dos kilos de pan blanco, navajas, jamones y tortas de maíz amasado en sangre de cerdo. A veces también un gran caldero de alubias, habichuelas y repollo, con buenos trozos de tocino, chorizo y morcilla. La comida era todo risas y fuerza. Allí los mozos buscaban estar cerca de las que intentaban conquistar, de hacérseles agradables. A la caída del sol, después de once horas de trabajo, volvían todos en grupo, con las cestas repletas, sobre carros del país: de dos bueyes yugados, ruedas radiadas y una plataforma bordeada solamente por altos palos, cuatro a cada lado. Volvían cantando. Colocaban las panojas a secar en las solanas. Cuando acababa la recolección, todas las noches se reunían en casa de alguno a desgranar. Ardía el fuego en la chimenea de la habitación principal. Hacían apuestas entre ellos sobre la rapidez y perfección en desgranar. Bebían aguardiente en abundancia. Y comían boronos, jamón cortado a navaja de los que pendían del techo y pan de la gran hogaza. Colgaban las panojas con las vainas trenzadas adornando la baranda y las vigas de la solana. Luego las mujeres se iban, y quedaban los hombres trasegando vino y jugando a las cartas hasta avanzada noche.
08 diciembre 2021
07 diciembre 2021
7 de diciembre
Aquello significaba que Lucienne había sufrido su accidente cerca de la Madeleine. Pero, si era así, no se dirigía a casa de Ludovic, que vivía junto a la Puerta de Versalles.
El Mistral aminoró la marcha, avanzó muy despacio. ¿Vías en reparación? ¿Accidente? Costaba tan poco perder un cuarto de hora… media hora… Los faros de los coches se sucedían en la vecina autopista, iluminando el blanco paisaje. Chavane sacó de su bolsillo la nota que, en Niza, le había entregado el subjefe de estación. Leyó:
Comisaria del distrito VIIIº
Calle de Anjou, 31
Aquello significaba que Lucienne había sufrido su accidente cerca de la Madeleine. Pero, si era así, no se dirigía a casa de Ludovic, que vivía junto a la Puerta de Versalles. ¿Por qué no se le habría ocurrido echarle una ojeada a ese papel? Eso le habría ahorrado… ¿Qué, en definitiva? Había creído tener una explicación y ahora era incapaz de elaborar una hipótesis verosímil. No. Lucienne no había podido perderse en aquel lejano distrito octavo. De noche. Con lo miedosa que era…
¿Y si, durante el día, hubiera extraviado sus documentos o alguien se los hubiera robado? Son cosas que suceden. En una tienda… se deja el bolso a un lado y, luego, se olvida, o ya no se encuentra… Aliviado, Chavane apartó de su espíritu la angustia que le paralizaba. Había dado con la explicación. No cabía duda. Como Lucienne no había podido salir por la noche, en automóvil, un 7 de diciembre… y eso parecía indudable, era necesario admitir que otra mujer, llevando sus papeles, había chocado contra la farola.
¡Vamos! Todos sus temores habían sido vanos. Lucienne estaba sana y salva; el coche estaba intacto. Ni siquiera sería necesario poner a Ludovic al corriente.
Hasta Dijon, Chavane se sintió tranquilizado y fue de nuevo atento, rápido, eficaz. Luego, recordó una frase del subjefe: «¡Tienen muchos medios!» y, repentinamente, el pánico le humedeció las manos. Entre los documentos de Lucienne estaba la tarjeta del seguro en la que constaban el nombre, la dirección, el número de teléfono y, sobre todo, el nombre de la persona que debía ser avisada en caso de urgencia. Por lo tanto, primero, habrían telefoneado al apartamento. Era imposible que no hubieran telefoneado. Y no había respondido nadie. No había respondido nadie. Las palabras se confundían con el martilleo de las ruedas. De modo que era cierto. No le habían robado los documentos. Ella era la herida. ¿Adónde la habían llevado? ¿A qué hospital? Esperó cerca de la cocina y, en cuanto Amédée se quedó solo, le preguntó:
—Usted que es un parisino redomado, ¿conoce algún hospital en el barrio de la Madeleine?
—Ahora no. Antes estaba Beaujon… ¿Es por lo de su mujer?
—Sí. Tengo que ir a la comisaría de la calle de Anjou. Supongo que el accidente se produjo en el distrito octavo. Debieron de llevarla al más cercano.
—No obligatoriamente. Depende de las heridas, de las plazas disponibles, de un montón de cosas. Recuerdo que mi cuñado…
Se calló. Iba a decir que su cuñado había sufrido quemaduras graves. Pero no era el momento de aumentar el sufrimiento del infeliz Chavane.
—En la comisaría le informarán —concluyó—. Espero que no deba ir muy lejos.
—También yo lo espero —dijo Chavane.
Tal vez hubiera debido hablar de Lucienne, mostrarse comunicativo, solo para agradecerle a Amédée que estuviese allí, dispuesto a ayudarle. Pero prefirió marcharse para que no advirtiera que se sentía menos inquieto que furioso. ¿Y cómo avisar a Ludovic sin alarmarle demasiado? ¿Sería necesario decirle que estaba harto de Lucienne, que quería divorciarse e iba a iniciar las gestiones en cuanto estuviera curada? ¿Pero las iniciaría? En el fondo, pensó, en cuanto trastornan mis costumbres estoy dispuesto a morder. Soy solo un pobre chiflado itinerante, una máquina de servir sopa. Si le sacaban de ahí, no servía de gran cosa. ¿Incapaz incluso de conmoverme ante lo que me ocurre? ¿Pero qué necesidad tenía de callejear por la noche?
Pierre Boileau & Thomas Narcejac
Estación Término
Crimen & Cia.
Chavane trabaja en el vagón-restaurante del Mistral. Un día, a su llegada a Marsella le anuncian que su mujer ha sufrido un grave accidente de circulación. ¿Habrá leído ella la carta en la que le comunicaba su intención de separarse y habrá intentado suicidarse?, son sus primeros pensamientos. Difícil le será descubrirlo pues su esposa se halla en coma. Sin embargo, a raíz de ese accidente el protagonista descubrirá las terribles lagunas que cubren la intimidad de su mujer.
06 diciembre 2021
6 de diciembre
¿Quiere alguien comentar algo?
El día 6 de diciembre se celebra la segunda sesión. Se observan cambios en la colocación de los pacientes. Asiste por primera vez el paciente número 3. Es un tartamudo licenciado en Ciencias Químicas.
El profesor Frankle resume las reglas de la sesión para que las conozca el paciente 3 quien inmediatamente empieza a interrogar individualmente a los otros pacientes. Pregunta qué aficiones tiene cada uno y qué trabajo hace. Toda la iniciativa es del paciente 3 que ha entrado con mucho ímpetu.
Los otros pacientes se esfuerzan para no reírse del paciente 3 cuando el 3 tartamudea y se queda atascado medio minuto o más. Hay muchísima tensión.
El profesor Frankle mordisquea su toscano. Parece preocupado por soltar una carcajada. Pide que se reflexione sobre lo que ha ocurrido en la sesión. Todos los pacientes guardan silencio.
El paciente 6 recalca la mejoría que se observa con respecto a la última sesión. Lo atribuye al interés del tartamudo paciente 3.
El paciente 3 propone a la paciente 1 cambiar de asiento. Dice que cree que va a ser mejor para la actuación de ambos.
La paciente 1 se pone roja como un tomate. Sonríe escéptica.
El profesor Frankle indica que en esta sesión se han formado grupos de pacientes. Los enumera.
Paciente 3 con paciente 6.
Paciente 2 con 4.
Paciente 1 con 5.
¿Quiere alguien comentar algo?
Silencio.
Los pacientes 5 y 1 se ruborizan inmediatamente.
La paciente 2 sonríe.
El 4 hace tics con los ojos.
El 6 dice con la voz temblorosa que no se advierte demasiada mejoría.
Por la cara que pone el profesor Frankle se nota que no le gusta este comentario. El profesor Frankle sugiere que a partir de la próxima semana los pacientes del grupo de psicoterapia colectiva al terminar la sesión en la Klinik Hof nos reunamos en el club del Hospital Universitario para jugar a las cartas.
Ignacio Carrión
Cruzar el Danubio
Viena. Una habitación de hotel, al lado de la casa de Mozart. Juan espera a Berta. Pone en marcha la grabadora y sus palabras van registrando el pasado. Es la misma grabadora que utilizó como periodista para acceder a la inflexible Madre Teresa de Calcuta. Para llegar al terrorista del IRA en huelga de hambre. Para recoger el primer acto del gran espectáculo de la guerra del Golfo…
Todo lo ha reinventado en sus crónicas. Pero ahora no caben deformaciones: el hombre se enfrenta a si mismo en un peculiar ajuste de cuentas. Vuelven de repente las grotescas y lacerantes mixtificaciones que ha escrito para el diario Damas y Caballeros, los fraudes que se reiteran en la Europa triste del bienestar y en los rincones más olvidados del tercer mundo.
También reaparecen escenas de la convivencia difícil con sus padres. Las peripecias de una estancia anterior en Viena. Las relaciones con su americanísima ex mujer. Con una entrenadora china de pimpón. Y con su amante Berta a la que sigue esperando mientras anochece en Viena.
Con un lenguaje conciso y fragmentario. Ignacio Carrión crea una atmósfera de vértigo, una sensación hipnótica, sacudida por un humor feroz y corrosivo. Cruzar el Danubio se convierte así en un análisis incisivo de la patología del oficio periodístico. Nos obliga a escuchar el ruido de la carcoma que aniquila toda clase de creencias.
05 diciembre 2021
5 de diciembre
Técnicas
En el espectro ciertamente colorido de los grandes compositores de jazz de Estados Unidos de la primera mitad del XX —ex presos, borrachines, marginales, desesperados, manirrotos que había que sacar a rastras del tapete verde donde perdían hasta la última nota de su última canción vuelta famosa—, Cole Porter fue una excepción. No la única, aunque tal vez la más notable. Era insolentemente rico: su abuelo pasó del ghetto a la fortuna en el Perú de Indiana, y aparte de la relación que evocan esos nombres —indios, oro—, tenía una suerte excepcional. Si talaba un terreno para vender madera, encontraba petróleo. Si hundía un palito en el suelo le brotaba una carroza, diría Chejov. De manera que el nieto nunca tuvo necesidad de ganarse la vida y pudo ser culto.
A los 6 años empezó a estudiar violín y piano a los 8, a los 10 compuso una opereta, a los 11 publicó un vals, a los 24 estrenó su primera comedia musical See America First, que no pasó de 15 representaciones. Corría 1916, Estados Unidos entró en la gran guerra I en 1917 y Cole Porter se dedicó a tocar piano para los soldados de la Legión Extranjera en África. Esto le ganó una condecoración y la infinita posibilidad de construir fantasías varias sobre sus experiencias bélicas. Luego incurrió en otras. Practicó el dandysmo, aunque no a la manera de Baudelaire, recorrió Europa con disfraz de playboy snob —hay de los otros— y no compuso nada. Se codeó con la llamada alta sociedad, se permitió alquilar en 1926 el palacio Ca’ Rezzonico en el Lido de Venecia, y todos los veranos importaba de Londres conjuntos de jazz de músicos negros para solaz y entretenimiento propios y de esa inmensa cantidad de amigos de que se rodean los verdaderos solos.
Después de semejante descansito de una década de largo, comenzó a producir ininterrumpidamente canciones y comedias musicales y a componer para el cine, la radio y el teatro. Algunos de sus musicales vuelven todavía a cartel, como Anything Goes (1934), o La divorciada alegre (1932), o Bésame, Kate (1948), una parodia cariñosa de La doma de la bravía de Shakespeare. Rodgers tenía a Larry Hart para ponerle letra, pero Porter componía música y letra con absoluto dominio del sonar de la palabra. Lo mismo hacía Irving Berlin, su gran rival, y ambos se odiaban cordialmente. Irving lo llamaba «El Rata Porter» y de él recibía a cambio el mote de «El Ratoncito Gris». También se admiraban mutuamente. Cuando Porter estrenó Can-can en 1953, Berlin le escribió: «Digo, parafraseando una vieja canción, ‘todo lo que yo puedo hacer, tú lo haces mejor’». La vieja canción, desde luego, era de Berlin.
Como sucede con otros grandes músicos de la canción popular estadounidense —Jerome Kern, Berlin, Gershwin, Rodgers, Arlen— en la obra de Cole Porter no hay sólo escapismo. Todos ellos mezclan comicidad, ironía y nostalgia para retratar la sociedad de entonces. Porter supo además expresar una pasión intensa, casi violenta, en canciones como Night and Day, llena de reiteraciones melódicas obsesivas y con rimas internas contundentes en la letra. Su vida fue complicada: ejerció de playboy contra el telón de fondo de la crisis económica mundial, de una guerra y de otra por venir. El cuadro era el mismo para todos, pero en ninguno tuvo efectos más agudos que en Cole Porter. En The American Popular Ballad of the Golden Era, 1924-1950, el musicólogo Allen Forte analiza la canción Todo lo que amo y afirma que es un ejemplo nítido del uso de la balada popular como una «técnica de supervivencia». Ésta habría sido el sostén de la creación de Porter.
Seguramente recurrió a esa técnica cuando la caída de un caballo le fracturó las piernas en 1937. Bautizó «Josefina» a la izquierda y a la derecha «Geraldine», pero hubo que amputarle una al cabo de 30 operaciones. Porter había mostrado la misma valentía cuando volvió a componer en 1928 y escribió canciones de no poca franqueza homosexual como Portémonos mal, que finalizaba así: «Dicen que los osos / tienen amoríos / y los camellos también. / Sólo somos mamíferos, / portémonos mal».
Esta canción formaba parte de la comedia musical París cuando se estrenó en París. Transportada a Nueva York, fue sustituida por Hagámoslo, algo más apagada pero no fuera de tema.
Experimentador constante, Porter inventó formas que desarrolló en Begin the Beguine y no vacilaba en introducir en su música ecos y referencias tribales, o exiliados de Martinica en salones de baile parisinos en la trama de sus comedias. Rodgers relató alguna vez que Porter le había anunciado que deseaba escribir melodías judías, y algo de esto es advertible en la cadencia de canciones tan famosas como My Heart Belongs to Daddy, que en boca de Marilyn Monroe despierta vigorosas vibraciones masculinas. La riqueza de vocabulario, los juegos de palabras y la maestría rítmica de las letras de Cole Porter tienen resplandores. Y este artículo me pasa porque acabo de escuchar a Louis Armstrong en You’re the Top. De Cole Porter, naturalmente.
5 de diciembre de 2002
Juan Gelman
Miradas
De poetas; escritores y artistas
Originalmente aparecidas en las páginas de un diario porteño, las 77 crónicas que Juan Gelman recoge en este libro se distinguen por la mirada inconforme y puntual, irreverente y erudita que las alimenta esa misma que ha hecho de su autor uno de los poetas más singulares y universales de la lengua. A distancia de los estereotipos que suelen gobernar nuestros acercamientos al arte y la cultura, Gelman explora en estas páginas las soterradas contingencias que están en el origen de ciertas obras y que, por caminos a menudo misteriosos, han orientado su recepción entre el público y, en ocasiones, el destino de su creador.
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