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10 diciembre 2021

10 de diciembre

Antiyanquis

Recién en 1866, a los 47 de edad, consiguió un empleo estable como inspector de Aduana en los muelles de Nueva York. Herman Melville conocía el trabajo desde los 12 y medio, obligado por la muerte de su padre: eran cuatro hermanas y cuatro hermanos con madre viuda y solamente los dos mayores podían sostener a la familia. El autor de esa obra maestra titulada Moby Dick empezó como mandadero en el New York State Bank, siguió de empleado en el comercio de pieles de su hermano mayor, fue luego cuidador de la granja de un tío y hasta maestro rural pese a su escasa escolaridad. A los 20 eligió navegar.

A bordo del ballenero Acushnet fue marcado por la dureza de la vida marinera. Lo abandona en las islas Marquesas y se interna en el valle de los typis, tribu de caníbales que respetaron su carne otorgándole calidad de huésped/prisionero. Melville dice que pasó allí cuatro meses. Los biógrafos afirman que sólo tres semanas. Sea como fuere, de tal experiencia nace su primera novela, Typee (1846), que explora esa convivencia desde su misterio y no con ojos de ciudadano occidental. Los editores desconfían, la creen demasiado fantasiosa, pero cuando finalmente se publica en Londres tiene éxito inmediato. De su paso por el ballenero australiano Lucy Ann surge Omoo (1847): allí Melville noveliza sus peripecias como amotinado —tenía derecho a un porcentaje de los beneficios, pero el viaje había sido improductivo— que, como buena parte de la tripulación, termina en una cárcel de Tahití. De ésta se evade fácilmente, aunque no de la marca que la vida nativa imprimió en su subjetividad.

Ciertos críticos subrayan en esas obras lo que Edward Carpenter apuntó, tan temprano como en 1894 —tres años después de la muerte de Melville—, en un ensayo significativamente titulado Amor homogénico: citando el texto de Omoo informa que el autor de Benito Cereno fue testigo de amistades masculinas «extravagantes» en Tahití. El mismo Hemingway consideró que las novelas de Melville tratan sobre «hombres sin mujeres». No falta quien asevera que el interés que E. M. Forster, W. H. Auden y Benjamin Britten prodigaron a esas dos novelas se debe al soplo homosexual que las recorre. Parece una visión miope. Melville, como más tarde Thomas Mann, registró con anticipación temas que los movimientos gay han puesto hoy sobre el tapete. Por otro lado, es clara en Omoo la crítica al colonialismo y a la labor de los misioneros cristianos, empeñados uno y otros en desnaturalizar una cultura ancestral que Paul Gauguin amó.

En 1843 Melville se engancha en la Marina yanqui y embarca como simple marinero en la fragata United States. Lo dan de baja al año siguiente y en White-Jacket (1850) denuncia los abusos padecidos en la fuerza naval. El libro es aclamado en un país partido en dos entre el Norte industrial y el Sur esclavista y Melville puede comprar casa propia para su mujer, hija y dos hijos. Sus novelas iban exactamente en contra de la visión idílica que imaginaba que la pujanza económica de Estados Unidos abría el camino para la redención de la humanidad. Quiso, como Emerson, creer en la bondad humana, pero no pudo conciliar ese ideal con su comprobación de la miseria de los inmigrantes explotados, el materialismo de una cultura que se iba edificando sobre aquélla y proclamaba —con cierta pudibundez entonces— al dinero como único Dios. Su literatura chocaba con el ámbito social de un país que invadía Nicaragua y Cuba y se robaba un tercio del territorio de México. Y tan feliz, tan convencido de su «destino manifiesto».

Pierre, publicada en 1852, habla de un artista alejado —con rechazo nunca explícito— por el empujón utilitario. Este texto, impregnado del padecimiento que provocan las respuestas humillantes a la pobreza y a la desocupación, denunciador del doble discurso del poder, cayó en el vacío. A sus 33 años, la carrera literaria de Melville —antes saludado como «el nuevo Robinson Crusoe»— entró en la oscuridad. Siguió escribiendo: Israel Potter (1855), El hombre de confianza (1857), sátira de un Estados Unidos anestesiado por el sueño de la riqueza rápida, Benito Cereno, cargado de desesperanza y desprecio por la hipocresía humana. Y luego, poesía: Hechos de batalla y aspectos de la guerra (1866), John Marr y otros marinos (1888), el póstumo Timoleon. Se había jubilado tres años antes de morir y vivía sostenido por amigos. Entonces dijo: «Después de casi 20 años de funcionario en la Aduana entré sólo hace poco en posesión de un ocio libre, pero esto ocurre cuando, dado el curso natural de las cosas, declina sensiblemente mi vigor. Lo poco que de él me resta lo reservo para ciertas cuestiones incompletas y que tal vez nunca pueda completar». Una de esas «cuestiones» era Billy Budd, publicada 33 años después de su fallecimiento.

Que un solo obituario registró, y ése de pocas líneas, en la prensa. Había pasado de la oscuridad al anonimato. En Billy Budd dejó escrita su visión del mal y del bien. El último triunfa destruyéndose. Melville había encontrado paz en la resignación.

10 de diciembre de 2002

Juan Gelman
Miradas
De poetas escritores y artistas

Originalmente aparecidas en las páginas de un diario porteño, las 77 crónicas que Juan Gelman recoge en este libro se distinguen por la mirada inconforme y puntual, irreverente y erudita que las alimenta esa misma que ha hecho de su autor uno de los poetas más singulares y universales de la lengua. A distancia de los estereotipos que suelen gobernar nuestros acercamientos al arte y la cultura, Gelman explora en estas páginas las soterradas contingencias que están en el origen de ciertas obras y que, por caminos a menudo misteriosos, han orientado su recepción entre el público y, en ocasiones, el destino de su creador.

05 diciembre 2021

5 de diciembre

Técnicas

En el espectro ciertamente colorido de los grandes compositores de jazz de Estados Unidos de la primera mitad del XX —ex presos, borrachines, marginales, desesperados, manirrotos que había que sacar a rastras del tapete verde donde perdían hasta la última nota de su última canción vuelta famosa—, Cole Porter fue una excepción. No la única, aunque tal vez la más notable. Era insolentemente rico: su abuelo pasó del ghetto a la fortuna en el Perú de Indiana, y aparte de la relación que evocan esos nombres —indios, oro—, tenía una suerte excepcional. Si talaba un terreno para vender madera, encontraba petróleo. Si hundía un palito en el suelo le brotaba una carroza, diría Chejov. De manera que el nieto nunca tuvo necesidad de ganarse la vida y pudo ser culto.

A los 6 años empezó a estudiar violín y piano a los 8, a los 10 compuso una opereta, a los 11 publicó un vals, a los 24 estrenó su primera comedia musical See America First, que no pasó de 15 representaciones. Corría 1916, Estados Unidos entró en la gran guerra I en 1917 y Cole Porter se dedicó a tocar piano para los soldados de la Legión Extranjera en África. Esto le ganó una condecoración y la infinita posibilidad de construir fantasías varias sobre sus experiencias bélicas. Luego incurrió en otras. Practicó el dandysmo, aunque no a la manera de Baudelaire, recorrió Europa con disfraz de playboy snob —hay de los otros— y no compuso nada. Se codeó con la llamada alta sociedad, se permitió alquilar en 1926 el palacio Ca’ Rezzonico en el Lido de Venecia, y todos los veranos importaba de Londres conjuntos de jazz de músicos negros para solaz y entretenimiento propios y de esa inmensa cantidad de amigos de que se rodean los verdaderos solos.

Después de semejante descansito de una década de largo, comenzó a producir ininterrumpidamente canciones y comedias musicales y a componer para el cine, la radio y el teatro. Algunos de sus musicales vuelven todavía a cartel, como Anything Goes (1934), o La divorciada alegre (1932), o Bésame, Kate (1948), una parodia cariñosa de La doma de la bravía de Shakespeare. Rodgers tenía a Larry Hart para ponerle letra, pero Porter componía música y letra con absoluto dominio del sonar de la palabra. Lo mismo hacía Irving Berlin, su gran rival, y ambos se odiaban cordialmente. Irving lo llamaba «El Rata Porter» y de él recibía a cambio el mote de «El Ratoncito Gris». También se admiraban mutuamente. Cuando Porter estrenó Can-can en 1953, Berlin le escribió: «Digo, parafraseando una vieja canción, ‘todo lo que yo puedo hacer, tú lo haces mejor’». La vieja canción, desde luego, era de Berlin.

Como sucede con otros grandes músicos de la canción popular estadounidense —Jerome Kern, Berlin, Gershwin, Rodgers, Arlen— en la obra de Cole Porter no hay sólo escapismo. Todos ellos mezclan comicidad, ironía y nostalgia para retratar la sociedad de entonces. Porter supo además expresar una pasión intensa, casi violenta, en canciones como Night and Day, llena de reiteraciones melódicas obsesivas y con rimas internas contundentes en la letra. Su vida fue complicada: ejerció de playboy contra el telón de fondo de la crisis económica mundial, de una guerra y de otra por venir. El cuadro era el mismo para todos, pero en ninguno tuvo efectos más agudos que en Cole Porter. En The American Popular Ballad of the Golden Era, 1924-1950, el musicólogo Allen Forte analiza la canción Todo lo que amo y afirma que es un ejemplo nítido del uso de la balada popular como una «técnica de supervivencia». Ésta habría sido el sostén de la creación de Porter.

Seguramente recurrió a esa técnica cuando la caída de un caballo le fracturó las piernas en 1937. Bautizó «Josefina» a la izquierda y a la derecha «Geraldine», pero hubo que amputarle una al cabo de 30 operaciones. Porter había mostrado la misma valentía cuando volvió a componer en 1928 y escribió canciones de no poca franqueza homosexual como Portémonos mal, que finalizaba así: «Dicen que los osos / tienen amoríos / y los camellos también. / Sólo somos mamíferos, / portémonos mal».

Esta canción formaba parte de la comedia musical París cuando se estrenó en París. Transportada a Nueva York, fue sustituida por Hagámoslo, algo más apagada pero no fuera de tema.

Experimentador constante, Porter inventó formas que desarrolló en Begin the Beguine y no vacilaba en introducir en su música ecos y referencias tribales, o exiliados de Martinica en salones de baile parisinos en la trama de sus comedias. Rodgers relató alguna vez que Porter le había anunciado que deseaba escribir melodías judías, y algo de esto es advertible en la cadencia de canciones tan famosas como My Heart Belongs to Daddy, que en boca de Marilyn Monroe despierta vigorosas vibraciones masculinas. La riqueza de vocabulario, los juegos de palabras y la maestría rítmica de las letras de Cole Porter tienen resplandores. Y este artículo me pasa porque acabo de escuchar a Louis Armstrong en You’re the Top. De Cole Porter, naturalmente.

5 de diciembre de 2002

Juan Gelman
Miradas
De poetas; escritores y artistas

Originalmente aparecidas en las páginas de un diario porteño, las 77 crónicas que Juan Gelman recoge en este libro se distinguen por la mirada inconforme y puntual, irreverente y erudita que las alimenta esa misma que ha hecho de su autor uno de los poetas más singulares y universales de la lengua. A distancia de los estereotipos que suelen gobernar nuestros acercamientos al arte y la cultura, Gelman explora en estas páginas las soterradas contingencias que están en el origen de ciertas obras y que, por caminos a menudo misteriosos, han orientado su recepción entre el público y, en ocasiones, el destino de su creador.

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...