08 noviembre 2021

8 de noviembre

Procesos de brujos y brujas que vivieron durante el siglo XVI en tierras nórdicas, pero de las consideradas célticas más que germánicas, indican que también en ellas la Brujería estaba relacionada por entonces con creencias mitológicas más que con un Satanismo formal. Así, por ejemplo, en Escocia. Ello se ve claro en el conocido proceso de Bessie Dunlop, dirigido por jueces protestantes. Esta mujer, natural de Lyne, cerca de Dalry, en el condado de Ayr, fue condenada a la hoguera el 8 de noviembre de 1576. Como otras muchas que sufrieron la misma pena, era partera y curandera. Según declaró, desde 1547 se le aparecía un fantasma de cierto vecino suyo muerto en la batalla de Pinkie y llamado Thome Reid. El fantasma le aconsejaba en sus curas y la inducía a obrar bien. La primera vez que se le apareció pasaba la mujer por momentos de angustia. La segunda le recomendó que se hiciera católica, la tercera se le presentó estando en familia, pero quedó invisible para los demás.
La llevó luego a un sitio próximo al horno de la casa, aconsejándola que no metiera ruido. Allí se le aparecieron cuatro caballeros y ocho damas elegantísimas que le invitaron a ir con ellos. Bessie permaneció callada y las figuras aquellas desaparecieron en un torbellino. El fantasma, que había estado oculto durante la entrevista, una vez que se fueron, le aclaró que aquellas damas eran las «buenas hadas» que residían en la «corte de Elfos». Bessie siguió sin aceptar la invitación, por lo que el fantasma se incomodó algo. Pero, de todas maneras, la siguió protegiendo. Al fin, sin embargo, después de unas curas y adivinaciones fallidas dio con sus huesos en la cárcel y tras de un proceso en el que manifestó que no había conocido en vida a Reid, fue quemada.

Julio Caro Baroja
Las brujas y su mundo
Un estudio antropológico de la sociedad en una época oscura

Este estudio clásico de Julio Caro Baroja acerca de Las brujas y su mundo cubre un amplio ámbito histórico y cultural: las características de la magia negra en el mundo grecolatino, la hechicería femenina entre los pueblos germánicos y eslavos, la adoración del demonio en la Europa medieval, la extensión de la práctica del sabbat a partir del siglo XIV, la brujería vasca en el vasca en el siglo XVI y los grandes procesos inquisitoriales de comienzos del siglo XVII (como el de las brujas de Zugarramurdi), la crítica de la Ilustración a la concepción mágica del mundo, la persistencia en el siglo XX de ese género de creencias dentro de sectores rurales colindantes con centros urbanos e industriales altamente desarrollados, etc. Estas investigaciones resultan especialmente útiles para descubrir la función que las creencias mágicas desempeñan en las distintas sociedades y mostrar el carácter cambiante y elástico que para los hombres de diferentes épocas y culturas tienen las fronteras de la realidad.

Caballeros medievales

caballeros medievales

07 noviembre 2021

7 de noviembre

Es verdad: «la historia fabrica extrañas figuras y no rechaza las simetrías de la ficción, igual que si persiguiera con ese designio formal dotarse de un sentido que por sí misma no posee». La historia del golpe del 23 de febrero abunda en ellas: «las fabrican los hechos y los hombres, los vivos y los muertos, el presente y el pasado»; quizá no es la menos extraña la que aquella noche fabricaron en uno de los salones del Congreso Santiago Carrillo y el general Gutiérrez Mellado.
A las ocho menos cuarto de la tarde, cuando ya hacía más de una hora que un capitán de la guardia civil había anunciado desde la tribuna de oradores la llegada al Congreso de la autoridad militar encargada de tomar el mando del golpe, Carrillo vio desde su escaño que unos guardias civiles sacaban a Adolfo Suárez del hemiciclo. Como todos los demás diputados, el secretario general del PCE dedujo que los golpistas se llevaban al presidente para matarlo. Que lo hicieran no le extrañó, pero sí que media hora más tarde sacaran al general Gutiérrez Mellado y no lo sacaran a él, sino a Felipe González. Poco después se disipaba la extrañeza: un guardia civil le ordenó que se levantara y, metralleta en mano, le obligó a abandonar el hemiciclo; con él salieron Alfonso Guerra, número dos socialista, y Agustín Rodríguez Sahagún, ministro de Defensa. A los tres los condujeron a una estancia conocida como salón de los relojes, donde ya se hallaban Gutiérrez Mellado y Felipe González, pero no Adolfo Suárez, que había sido confinado a solas en el cuarto de los ujieres, a escasos metros del hemiciclo. Le indicaron una silla en un extremo del salón; Carrillo se sentó, y en las quince horas que siguieron prácticamente no se movió de allí, la vista casi siempre fija en un gran reloj de carillón obra de un relojero suizo del siglo XIX llamado Alberto Billeter; a su izquierda, muy cerca, tenía al general Gutiérrez Mellado; frente a él, en el centro de la estancia y dándole la espalda, se sentaba Rodríguez Sahagún, y más allá, de cara a la pared (o al menos así es como los recordaba cuando recordaba aquella noche), González y Guerra. En cada una de las puertas montaban guardia militares rebeldes armados con metralletas; el lugar carecía de calefacción, o nadie la había encendido, y una claraboya abierta en el techo al relente de febrero tuvo a los cinco hombres temblando de frío durante toda la noche.

Caballeros medievales

caballeros medievales

06 noviembre 2021

6 de Noviembre

 ERA de mediana edad y fisonomía harto común, ni alto ni bajo, moreno y curtido de rostro, a excepción de la frente, que era muy blanca. Sus pobladas cejas negras y el pelo espeso y cerdoso indicaban fortaleza. Había en sus ojos la vaguedad singular propia de los tontos o de los que aparentan serlo, y a menudo reía, como tributando de este modo complaciente lisonja a cuantos le dirigían la palabra. Vestía completamente de negro, asemejándose por esta circunstancia a una persona de estado eclesiástico; afectaba la más refinada compostura, y al mirar contraía los párpados a manera de los miopes. Si los abría en momentos de sorpresa, de miedo o de ira, distinguíanse los verdosos y dorados reflejos de su iris, muy parecido al de los gatos. Cuando quería hablar algo de interés iba acercándose poco a poco al asiento de su interlocutor, y su manera de acercarse, su especialísima manera de sentarse, arrimando el codo o el hombro a la persona, eran fiel copia de los zalameros arrumacos del gato. Muchos habían observado esta semejanza, y hasta en el apellido de Re-gato, es decir, reiteración en las cualidades gatunas, hallaban motivo de burla los maliciosos.

—Antes de pedir con tanto empeño la impunidad de Vinuesa y compañeros —dijo D. José Manuel—, yo me pondría en paz con Dios por lo que pudiera tronar. Defendiendo a tales víctimas se corre el peligro de ser una de ellas. Gil de la Cuadra es uno de los peores. ¡Valiente pajarraco defiende usted, amiguito Monsalud! Con la mitad de lo que él ha hecho se va de bureo a la plazuela de la Cebada. No es crueldad, señores; pero si a este candoroso anciano no le ponen la corbata de cáñamo, no hay justicia en el mundo.
—A quien hay que poner la corbata de cáñamo —dijo Salvador con súbita ira— es a los serviles que impulsaron a Vinuesa y compañeros mártires para abandonarles en el momento del peligro. Quizás celebran hoy que la muerte de esos infelices borre la huella de trabajos más formales; quizás se mezclan hipócritamente a la canalla soez que pide horca y hogueras… para distraer de sí la atención del pueblo honrado y del Gobierno.
—Quizás… —repitió serenamente Regato.
—Si sigues por esa senda de sentimentalismo —dijo Campos, dando a Monsalud familiar espaldarazo—, es muy posible, ¡oh joven!, que te pongan entre los sospechosos o poco adictos al sistema.
—Pónganme donde quieran —manifestó Salvador—. Yo sé dónde estoy y conozco bien los sitios y las personas. Desprecio los juicios malignos que aquí o fuera de aquí puedan hacerse de mi conducta.
—Enérgico estás —dijo Cicerón con jovialidad—. Verdad es que quien se ha extralimitado en el templo, bien puede salir de sus casillas en la sacristía.
—¿Qué es eso de sacristía? —indicó Canencia, desperezándose, después de contado el dinero, como hombre que ha terminado un gran trabajo—. No se pongan motes de clerigalla a estos venerables lugares. Esto se llama la Cámara de Meditaciones… Cuente usted otra vez lo suyo, señor Regato. Son 836 reales y tres maravedises.
—No vuelvo a ensuciar mis manos en esta inmundicia —dijo Regato—. ¡Válgame Santa Mónica, cuánta calderilla! Parece mentira que una hermandad tan ilustre y a la cual pertenece tanta gente adinerada no ponga más que estos miserables huevecillos.
—Los gordos son para el hermano Sócrates —dijo Monsalud—. Mire usted, Sr. Regato, cómo va echando carrillos y rejuveneciéndose el buen masón de Salamanca.
—Cállate, picarillo —repuso Canencia—. Ya sabes que puedo sacarte los colores a la cara siempre que quiera.
—Señal de que tengo vergüenza.
—O de que la tuviste… Pero basta de boberías. Cobre usted, señor Regato, y venga recibo.
—Las cuentas de estos señores —dijo Salvador— son tan embrolladas como las leyes masónicas.
—Es sencillísimo —contestó Regato—. Se me deben 1.233 reales. Aquí está mi cuenta… «Por dos calaveras que mandé traer de la bóveda de San Ginés en 6 de Noviembre, 42 reales… Por el bordado de cuatro mandiles, 268… Por echar una pieza al sol, 12… Por pintar las llamas, 30… Por una escuadra nueva y siete malletes, 58… Por aguardiente que se dio a los de policía el 5 de Enero, 14… Por lo que se repartió cuando tiraron la pedrada al coche de Narices, 4 10… Por papel de circulares, 60… Por saldo del piquillo que se le debía a Grippini el cafetero de La Fontana, 140… y así sucesivamente, señores. Total, 1.233 reales». Ahora papá Sócrates ajusta las cuentas de otro modo, y no quiere darme más que 836 reales. Estas mermas son las recompensas de un hombre de bien que consagró su tiempo a ser secretario de la masonería durante cinco meses… ¡Vean ustedes qué pago! Adelanta uno su dinero para que el Orden no carezca de nada, y al pagar… ¡Luego se espantan de que me haya hecho comunero!…
—Bendito D. José —dijo vivamente Cicerón—, poco a poco. No nos espantamos de que usted se haya hecho comunero; nos espantamos y nos enojamos de que usted, tan favorecido por este Gran Oriente, prescindiendo de piquillos, alcances y descuentos, fomentara la escisión funesta que acaba de realizarse en la sociedad; que arrastrara fuera del Orden a esos desgraciados fundadores de la gárrula comunería, y que ahora, después que forman iglesia aparte, les incite contra nosotros, les predique la anarquía y el desorden, convirtiéndoles en desalmados jacobinos.
—Yo me marché de la masonería —dijo Regato con firmeza—, yo fomenté el cisma, yo contribuí a fundar la Sociedad de los Hijos de Padilla, porque la masonería vino a ser rápidamente una sociedad ñoña y que no sirve para nada, como dijo Voltaire. Yo no oí las verdades amargas que dijo el Sr. Monsalud esta noche, porque como hermano durmiente a perpetuidad, no puedo pasar de la sacristía ni aun entrar aquí, sino recatadamente y a ciertas horas; pero por lo que me contó el Sr. Canencia, sé que este joven puso el dedo en la llaga. Señores, esto es una farsa; esto no conduce más que a un servilismo no menos infame que el servilismo del año 14. Aquí se hacen los decretos a gusto de dos o tres maestros del grabado sublime; aquí se eligen los diputados; aquí no hay otra cosa que los manejos de cuatro fatuos que mandan y a su gusto disponen de todo. No les quiero citar, porque no hay para qué. Pero ellos quieren establecer el gobierno perpetuo de los tibios y adjudicarse todos los destinos. Esto no puede ser, y no será. Hemos fundado la comunería para establecer la verdadera libertad, sin boberías de orden y servilismo encubierto, para darle al pueblo su total soberanía, y que se hagan todas las cosas como al santo pueblo le dé la gana; para desenmascarar a tanto pillo farsante y hacer que obtengan destinos los verdaderos hombres de bien, adictos al sistema. Basta de papeles y comedias bufonas. Nosotros vamos a la verdad, a la realidad. Odio eterno, señores, entre unos y otros; queremos separación eterna, irreconciliable, de los que desterraron a nuestro querido héroe, de los que contemporizan con la Corte y la Santa Alianza, de los que disuelven el ejército libertador, de los que persiguen a las sociedades patrióticas de La Fontana y La Cruz de Malta, de los que hacen la mamola a los obispos y al Papa, de los que ponen dificultades a la organización de la Milicia Nacional; separación eterna de los que en una mano tienen el libro de la Constitución y en otra el cetro de hierro del Rey neto. Éste es el Orden de Padilla; ésta es la Confederación de Padilla, que hará en España la revolución verdadera, que establecerá el sistema constitucional en toda su pureza y pondrá fin al reinado de los pillos e hipócritas. El Orden de Padilla derribará el infame Ministerio de las páginas y de los hilos antes de ocho días, señores; óiganlo bien, antes de ocho días.
Nadie contestó en los primeros momentos. Cicerón meditaba apoyando su sien en el dedo índice. Canencia sonreía. Monsalud, indiferente a la perorata, se levantó para retirarse.
—¡Gran suerte será para nosotros —dijo al fin Campos—, que el señor Regato nos perdone la vida!
—Yo no amenazo. Al contrario, invito a todos los buenos amigos a que se vengan conmigo.
—Es muy cómodo eso —indicó Cicerón—. Vivir con la Masonería, cobrar 800 reales por calaveras, remiendos echados al sol y aguardiente dado a la policía, y marcharse después con los comuneros para hacernos la guerra.
—No pueden ustedes acusarme de interesado —dijo Regato, levantándose también para marcharse—. La Comunería es pobre; no da destinos.
—Pero los dará tal vez dentro de ocho días. Ya se puede esperar.
—Antes que se me olvide, Sr. D. José Manuel —dijo el filósofo Canencia, que no se apartaba de lo positivo—. Me han dicho que allá tienen falta de espadas y broqueles. Aquí tenemos algunas piezas de sobra.
—Veo que esto acabará en Rastro —repuso el comunero, guardando sus cuartos —. Nosotros usamos espadas de acero, no de latón.
—Pues buen provecho, hombre, buen provecho.
—Para mis amigos soy el mismo de siempre —dijo Regato echándose la capa sobre los hombros—. ¿Quién sabe si…?
—El hermano Sócrates y yo tenemos que ajustar ahora otra especie de cuentas. Buenas noches, señor Regato.
—Yo me retiro también —dijo Monsalud—. Repito lo del destino, señor Marco Tulio. Muchas gracias, muchas gracias por la secretaría; pero que sea para otro.
—Adiós, puerco espín… Señor Regato, mucho cuidado con ese granuja que sale con usted. Es capaz de hacerse comunero si usted se lo dice tres veces.
Cuando ambos salieron a la calle, el más joven dijo:
—Sr. D. José Manuel Regato, yo quiero ser comunero.
Uno y otro hablaron breve rato, separándose después.

Benito Pérez Galdós
El Grande Oriente
Episodios nacionales: Serie II - 04

El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él la totalidad de la compleja vida de los españoles guerras, política, vida cotidiana, reacciones popularesa lo largo del agitado siglo XIX.
EL GRANDE ORIENTE recoge, en su título, el nombre de una activa sociedad secreta que intervino poderosamente en los acontecimientos que agitaron la vida política española en el «trienio constitucional» que fue de 1820 a 1823. En este periodo, dominado por una agitación política y social en la que siguieron encontrando caldo de cultivo los vicios ancestrales de la sociedad española, Salvador Monsalud continúa desgranando su azarosa trayectoria civil y sentimental.

Caballeros medievales

Caballeros medievales

05 noviembre 2021

5 de noviembre

 DIARIO DE MINA HARKER. 

5 de noviembre, por la mañana. Quiero anotar con fidelidad todos los detalles porque, aunque juntos hayamos visto cosas espantosas e increíbles, tal vez pueda llegar a pensar que estoy loco, que los muchos horrores y la prolongada tensión han acabado por desquiciarme del todo.
Mina está aún dormida. No logré despertarla ni siquiera para comer. Empiezo a temer que el fatal sortilegio del lugar la mantenga encantada, contaminada como está con la sangre del vampiro. Mientras avanzábamos me dormí a mi vez. Al despertar, avergonzado de mi debilidad, hallé a Mina durmiendo todavía y el sol en el horizonte. Desperté a la pobre muchacha y traté de hipnotizarla. Inútil: era demasiado tarde. Desenganché los caballos y encendí un fuego. Preparé la comida, pero Mina se negó a comer, asegurando que no tenía apetito. No insistí, sabiendo que era inútil. Después, temiendo lo que puede suceder, tracé un círculo a nuestro alrededor y dispuse sobre el mismo varios trozos de hostia, distribuyéndola de forma que nos preservase por todas partes. Mina permaneció sentada, pálida como una muerta, casi lívida. No pronunció una sola palabra. Cuando me acerqué a ella, se asió del brazo. La pobre temblaba de pies a cabeza, de una forma que me dio pena.
Se mostraba muy inquieta.
—¿No quiere aproximarse al fuego? —le pregunté.
Se levantó obediente, pero al dar un paso se detuvo como herida por el rayo.
—¿Por qué se para? —la interrogué.
Sacudiendo la cabeza, volvió sobre sus pasos y se sentó en su sitio.
—¡No puedo! —repuso luego, como despertando de un sueño.
Me alegré, pues así comprobé que tampoco aquellos que tememos podrán acercarse a nosotros. ¡Aunque el cuerpo de Mina corra peligro, su alma aún está a salvo!
Al poco rato, los caballos comenzaron a dar muestras de inquietud. Durante la noche tuve que calmarlos varias veces, acariciándolos. La nieve empezó a caer en copos finísimos. Estaba algo asustado, pero de pronto me sentí seguro dentro del círculo. Imaginé que mis temores eran producto de la oscuridad de la noche, de la inquietud y la terrible ansiedad experimentada durante el día. Me turbaban los recuerdos de las espantosas experiencias que Jonathan había sufrido. Los copos de nieve y la neblina empezaron a arremolinarse y hasta creí divisar a las tres malditas jóvenes que le besaron. Cuando aquellas fantásticas figuras se aproximaron, temí por Mina. Al ir hacia el fuego para alimentarlo y reavivarlo, la joven me cogió del brazo, y me suplicó en voz baja:
—¡No, no salga del círculo! ¡Aquí está seguro!
Me volví hacia ella.
—¿Y usted? —repliqué, mirándola fijamente—. ¡Por quien temo es por usted, querida Mina!
Ella se echó a reír tristemente.
—¿Teme por mí? ¿Por qué? En el mundo, no hay nadie más a salvo de ellos que yo.
Estaba meditando sobre el oscuro sentido de sus palabras cuando una ráfaga de aire avivó las llamas y pude ver la roja señal de su frente. Entonces lo comprendí todo. Las vagas fi guras empezaron a materializarse hasta que vi ante mí a las tres mujeres que Jonathan había visto también cuando pretendieron besar su garganta en el castillo de Drácula. Sonreían a la pobre Mina, y cuando sus risas profanas quebraron el silencio de la noche, entrelazaron los brazos y la señalaron. Entonces, con ese tono dulzón que Jonathan calificó de enloquecedor e impuro, exclamaron:
—¡Ven, ven, hermana nuestra! ¡Ven con nosotras!

Serie: azulejos