Es verdad: «la historia fabrica extrañas figuras y no rechaza las simetrías de la ficción, igual que si persiguiera con ese designio formal dotarse de un sentido que por sí misma no posee». La historia del golpe del 23 de febrero abunda en ellas: «las fabrican los hechos y los hombres, los vivos y los muertos, el presente y el pasado»; quizá no es la menos extraña la que aquella noche fabricaron en uno de los salones del Congreso Santiago Carrillo y el general Gutiérrez Mellado.
A las ocho menos cuarto de la tarde, cuando ya hacía más de una hora que un capitán de la guardia civil había anunciado desde la tribuna de oradores la llegada al Congreso de la autoridad militar encargada de tomar el mando del golpe, Carrillo vio desde su escaño que unos guardias civiles sacaban a Adolfo Suárez del hemiciclo. Como todos los demás diputados, el secretario general del PCE dedujo que los golpistas se llevaban al presidente para matarlo. Que lo hicieran no le extrañó, pero sí que media hora más tarde sacaran al general Gutiérrez Mellado y no lo sacaran a él, sino a Felipe González. Poco después se disipaba la extrañeza: un guardia civil le ordenó que se levantara y, metralleta en mano, le obligó a abandonar el hemiciclo; con él salieron Alfonso Guerra, número dos socialista, y Agustín Rodríguez Sahagún, ministro de Defensa. A los tres los condujeron a una estancia conocida como salón de los relojes, donde ya se hallaban Gutiérrez Mellado y Felipe González, pero no Adolfo Suárez, que había sido confinado a solas en el cuarto de los ujieres, a escasos metros del hemiciclo. Le indicaron una silla en un extremo del salón; Carrillo se sentó, y en las quince horas que siguieron prácticamente no se movió de allí, la vista casi siempre fija en un gran reloj de carillón obra de un relojero suizo del siglo XIX llamado Alberto Billeter; a su izquierda, muy cerca, tenía al general Gutiérrez Mellado; frente a él, en el centro de la estancia y dándole la espalda, se sentaba Rodríguez Sahagún, y más allá, de cara a la pared (o al menos así es como los recordaba cuando recordaba aquella noche), González y Guerra. En cada una de las puertas montaban guardia militares rebeldes armados con metralletas; el lugar carecía de calefacción, o nadie la había encendido, y una claraboya abierta en el techo al relente de febrero tuvo a los cinco hombres temblando de frío durante toda la noche.