DIARIO DE MINA HARKER.
5 de noviembre, por la mañana. Quiero anotar con fidelidad todos los detalles porque, aunque juntos hayamos visto cosas espantosas e increíbles, tal vez pueda llegar a pensar que estoy loco, que los muchos horrores y la prolongada tensión han acabado por desquiciarme del todo.
Mina está aún dormida. No logré despertarla ni siquiera para comer. Empiezo a temer que el fatal sortilegio del lugar la mantenga encantada, contaminada como está con la sangre del vampiro. Mientras avanzábamos me dormí a mi vez. Al despertar, avergonzado de mi debilidad, hallé a Mina durmiendo todavía y el sol en el horizonte. Desperté a la pobre muchacha y traté de hipnotizarla. Inútil: era demasiado tarde. Desenganché los caballos y encendí un fuego. Preparé la comida, pero Mina se negó a comer, asegurando que no tenía apetito. No insistí, sabiendo que era inútil. Después, temiendo lo que puede suceder, tracé un círculo a nuestro alrededor y dispuse sobre el mismo varios trozos de hostia, distribuyéndola de forma que nos preservase por todas partes. Mina permaneció sentada, pálida como una muerta, casi lívida. No pronunció una sola palabra. Cuando me acerqué a ella, se asió del brazo. La pobre temblaba de pies a cabeza, de una forma que me dio pena.
Se mostraba muy inquieta.
—¿No quiere aproximarse al fuego? —le pregunté.
Se levantó obediente, pero al dar un paso se detuvo como herida por el rayo.
—¿Por qué se para? —la interrogué.
Sacudiendo la cabeza, volvió sobre sus pasos y se sentó en su sitio.
—¡No puedo! —repuso luego, como despertando de un sueño.
Me alegré, pues así comprobé que tampoco aquellos que tememos podrán acercarse a nosotros. ¡Aunque el cuerpo de Mina corra peligro, su alma aún está a salvo!
Al poco rato, los caballos comenzaron a dar muestras de inquietud. Durante la noche tuve que calmarlos varias veces, acariciándolos. La nieve empezó a caer en copos finísimos. Estaba algo asustado, pero de pronto me sentí seguro dentro del círculo. Imaginé que mis temores eran producto de la oscuridad de la noche, de la inquietud y la terrible ansiedad experimentada durante el día. Me turbaban los recuerdos de las espantosas experiencias que Jonathan había sufrido. Los copos de nieve y la neblina empezaron a arremolinarse y hasta creí divisar a las tres malditas jóvenes que le besaron. Cuando aquellas fantásticas figuras se aproximaron, temí por Mina. Al ir hacia el fuego para alimentarlo y reavivarlo, la joven me cogió del brazo, y me suplicó en voz baja:
—¡No, no salga del círculo! ¡Aquí está seguro!
Me volví hacia ella.
—¿Y usted? —repliqué, mirándola fijamente—. ¡Por quien temo es por usted, querida Mina!
Ella se echó a reír tristemente.
—¿Teme por mí? ¿Por qué? En el mundo, no hay nadie más a salvo de ellos que yo.
Estaba meditando sobre el oscuro sentido de sus palabras cuando una ráfaga de aire avivó las llamas y pude ver la roja señal de su frente. Entonces lo comprendí todo. Las vagas fi guras empezaron a materializarse hasta que vi ante mí a las tres mujeres que Jonathan había visto también cuando pretendieron besar su garganta en el castillo de Drácula. Sonreían a la pobre Mina, y cuando sus risas profanas quebraron el silencio de la noche, entrelazaron los brazos y la señalaron. Entonces, con ese tono dulzón que Jonathan calificó de enloquecedor e impuro, exclamaron:
—¡Ven, ven, hermana nuestra! ¡Ven con nosotras!