27 enero 2021

27 de enero

Sobre el césped, mientras dormía, las ovejas le rodearon y, mientras pastaban, el sonido se convirtió en una especie de fondo continuo de sus sueños. Abrió los ojos para ver un conjunto de dientes de oveja despuntados y amarillos que cortaban la hierba, a unas pocas pulgadas de su cara. Esos dientes, y la masa de lana de invierno que había convertido al animal en un fardo grasiento que andaba como un pato, le resultaron de lo más asombroso. ¡Que, simplemente mordisqueando hierba y bebiendo agua, un animal pudiese generar materia como dientes y lana! 

¿Cuántas ovejas en Inglaterra? Y no sólo en enero de 1714, sino también en todos los milenios anteriores. ¿Por qué la isla no se hundía en el mar bajo el peso de los huesos de oveja y los dientes de oveja? Posiblemente porque exportaban la lana —en su mayoría a Holanda— ¡que efectivamente iba hundiéndose en el mar! Q.E.D. 

El 27 de enero entraron en un bosque. Daniel quedó asombrado por su extensión. Le parecía que se encontraban en las cercanías de Oxford; no hace falta decir que evitaban la ciudad en sí. Vio un fragmento de heráldica real, pero envejecido y cubierto de hiedra. Debían encontrarse en la hacienda conocida, en su época, como la hacienda real y parque de Woodstock. Pero la reina Ana se la había entregado al duque de Marlborough en gratitud por ganar la batalla de Blenheim, y salvar al mundo, diez años antes. La intención de la reina era que allí se construyese un magnífico palacio en el que Marlborough y sus descendientes pudiesen vivir. De haber estado en Francia, y la reina haber sido Luis XIV, ya estaría acabado, pero estaban en Inglaterra, el parlamento cubría con sus dedos retorcidos el cuello de la monarca, y los whigs y tories se enfrentaban en su eterna batalla de patadas en las canillas para decidir quién tendría el honor de ahogar a su majestad y con qué fuerza. Durante esa batalla, Marlborough, un tory hasta la médula, e hijo de un caballero monárquico, había quedado de alguna forma clasificado como whig. La reina Ana, que había decidido, ya de mayor, que prefería a los tories, le había retirado el mando militar y, en general, había hecho su vida en Inglaterra tan poco gratificante que él y Sarah se habían marchado al norte de Europa (donde a él se le consideraba lo mejor después de la cerveza) para deleitarse bajo la gratitud de los protestantes hasta el momento en que la reina dejase de empañar los espejos del palacio de Kensington. 

Sabiendo todo eso, y sabiendo lo que sabía sobre los lugares en construcción y el clima inglés, Daniel esperaba ver un cenagal sin vida rodeado por un barrio de trabajadores sin empleo acurrucados bajo la lona bebiendo ginebra. En general no quedó descontento. Pero el señor Threader, con su genio para esquivar y su horror del centro, incordió a Daniel siguiendo caminos sin marcar que atravesaban bosques y prados, abriendo puertas e incluso retirando vallas como si él fuese el propietario, y comprobando las casitas y refugios donde los caballeros domados del duque mantenían los registros y contaban monedas. Entrevisto entre los troncos de los árboles (donde todavía quedaban árboles) o montones de madera (donde no los había) Daniel obtuvo una impresión vaga de los cimientos del palacio y algunos muros a medio completar. 

Esa divagación en Woodstock finalmente rompió el hielo —que había sido bastante grueso— entre el doctor Waterhouse y el señor Threader. Estaba claro que Daniel le resultaba tan misterioso al señor Threader como al revés. Como Threader no había estado presente en Crockern Tor —había esperado a la corte de la estañería en la Cabeza del Sarraceno—, no poseía el beneficio de haber escuchado el relato que Will Comstock había hecho del año de la plaga. Todo lo que el señor Threader sabía era que Daniel formaba parte de la Royal Society. Podía inferir que Daniel había entrado exclusivamente por los méritos de su cerebro, porque claramente carecía de otros: riqueza y clase. 

Al principio, allí en Devon donde las distancias entre las buenas casas eran mayores, el señor Threader no había podido controlar el impulso de rodear a Daniel y atacar sus defensas externas. Por alguna razón se le había metido en la cabeza que Daniel estaba relacionado con la familia de la mujer de Will Comstock. Y para él tenía sentido. Will se había casado con la hija de un comerciante de Plymouth enriquecido importando vino desde Portugal. Pero su bisabuelo había sido tonelero. Will, sin embargo, poseía sangre noble, pero no tenía dinero. Esos matrimonios complementarios estaban de moda. Daniel no era un caballero, ergo, debía ser amigo de la familia del tonelero. Y por tanto el señor Threader había emitido ciertas afirmaciones mordaces y socarronas sobre Will Comstock con la esperanza de que Daniel dejase su libro y se descargase de algunos comentarios lacerantes sobre la estupidez de emplear vapor para realizar trabajo. Durante los primeros días de viaje había agitado cebos similares frente a la cara de Daniel, pero la pesca había sido en vano. Desde entonces, Daniel se había concentrado en leer sus libros y el señor Threader en escribir en el suyo. Los dos hombres tenían ya una edad que no les hacía desear hacer amigos y compartir confidencias. Iniciar una amistad, como abrir una nueva ruta comercial, era una empresa disparatada más adecuada para los jóvenes. 

Aun así, de vez en cuando, el señor Threader lanzaba motivos de conversación hacia Daniel. Por deportividad, Daniel hacía lo mismo. Pero ninguno de los dos podía admitir la vergüenza que acompaña a la curiosidad. Daniel no podía obligarse a preguntarle al señor Threader qué hacía para ganarse la vida, porque le quedaba claro que entre la gente que poseía grandes mansiones en el campo era totalmente evidente, y que sólo un idiota, o un whig mugriento, no sabría qué era. El señor Threader, por su parte, deseaba saber qué relación unía a Daniel con el conde de Lostwithiel. Para él, era monstruosamente extraño que un filósofo natural de edad avanzada se materializase de improviso en medio de Dartmoor, con su capa de mapache, y graznase algunas palabras que hiciesen que todos los caballeros a veinte millas a la redonda liquidasen otros efectivos para comprar participaciones en ese Asilo para Locos, Propietarios del Dispositivo para Elevar Agua por medio del Fuego. 

Daniel había desarrollado dos hipótesis alternativas: el señor Threader era un agente de apuestas que vagaba por ahí aceptándolas y pagándolas. O, el señor Threader era un jesuita disfrazado, visitando los hogares de tories jacobitas criptocatólicos para escuchar en confesión y recaudar diezmos. Según esa hipótesis, los arcones de madera contenían hostias de comunión, cálices y otros artefactos papales.

Neal Stephenson
El Sistema del Mundo 
Ciclo Barroco - 3

En 1714, tras la derrota inglesa ante los borbones, Sir Isaac Newton usa su poder como director de la Casa de la Moneda de Inglaterra para buscar el mítico «Oro de Salomón» del que se supone que contiene el Mercurio Filosófico que ha de ser imprescindible en sus estudios alquímicos. Eso le enfrenta irremediablemente a Jack Shaftoe, el llamado Rey de los Vagabundos, conocido ahora como «Jack el Acuñador» y, con él, a los falsificadores de moneda y al resto de ladrones y pilluelos de Londres. 

Mientras, Daniel Waterhouse, puritano y filósofo natural, fundador del Instituto de las Artes Tecnológicas de la Bahía de Massachussets (el precedente del actual M.I.T.), es llamado de nuevo a Europa para mediar en la disputa intelectual que enfrenta a Newton y a Leibniz para dilucidar cuál de los dos ha inventado primero el cálculo infinitesimal. En Massachussets, Waterhouse había empezado a construir el Molino Lógico de Leibniz, el precursor de los modernos ordenadores y, llegado ahora a Inglaterra, recibe de Leibniz un encargo del zar Pedro I el Grande: intervenir en el desarrollo de la ciencia con un envío de material científico para Rusia. 

La ciudad de Londres es el nuevo e imponente protagonista de este incomparable fresco sobre el origen histórico de nuestros tiempos, con el enfrentamiento entre la nueva ciencia moderna de la Royal Society y la vieja alquimia, no siempre tan alejadas como parecería. La confusión inevitablemente asociada al nacimiento del mundo y la mentalidad modernos es en realidad el eje central de una vasta peripecia humana, social e intelectual que configura el tercer y último volumen de una magna obra como es el Ciclo Barroco. Un libro de inmensa ambición, erudición y alcance.


Tinajas

tinajas para aceite

26 enero 2021

26 de enero

Ya llega el buen tiempo. Se nota cuando empiezan a verse cometas sobre los terrados. Fíjate en aquella cometa. Seguro que la mueven desde un terrado de la calle San Clemente. Yo te digo que si tuviera una cometa me ponía a correr desde aquí y saltando de casa en casa no paraba hasta el borde de la plaza del Padró.

El otro corretea sobre los ladrillos requemados, marcados por los orines de los perros que han abandonado cagarros calcinados por los soles que el corredor danzarín utiliza como obstáculos para la tensión del esgrima de sus piernas, de acero, como cables de acero, se comenta mentalmente Andrés al verle saltar y brincar y hacer amagos de revolverse para golpearse la propia sombra.

—Vas a pillar una tisis como sigas entrenándote así y comiendo lo que nos dan de racionamiento, Young. Para ya, coño, Young.

Pero Young, Young Serra, campeón «Guante de oro» de los pesos gallo de Barcelona, revolotea en torno a Andrés e incluso finge golpearle, le acerca el puño a dos centímetros del mentón.

—Que un día me vas a dar.

A lo lejos el trapecio de la montaña de Montjuich, su castillo, demasiado distante para que las descargas de recientes fusilamientos llegaran a la ciudad, pero plataforma aún habitual para las salvas de cañón con las que el poder subraya las fiestas políticas de guardar: 26 de enero, Día de la Liberación de Barcelona; 1 de abril, Día de la Victoria; 18 de julio, Día del Alzamiento Nacional; 4 de octubre, San Francisco, onomástica de Su Excelencia el Jefe del Estado; 12 de octubre, Fiesta de la Raza…

—¿No te has quedado ningún periódico?

Young enseña las manos vacías mientras sigue saltando sobre una y otra pierna.

—Dame uno cuando vuelvan tus padres de repartir.

Inmediatamente en el escalón siguiente las tres chimeneas del Paralelo, la Fábrica del Gas, la Canadiense. Don Frutos, el viejo profesor de la calle de la Cera, les hablaba de las huelgas del 17 y de las cargas de la policía por el Paralelo y a ellos les parecía un fragmento fascinante de memoria, ajenos todavía al protagonismo de guerreros, de matarifes y muertos, de vencedores y vencidos que les esperaba.

—Young. Me estoy haciendo una radio de galena y cuando empiece a trabajar de chófer ahorraré para comprarme un aparato de radio de verdad. Tengo un amigo, ya lo conoces, Quintana, que escucha cada noche la Pirenaica y Radio París. Aquí no nos enteramos de nada.

Luego la inmediatez de los tejados y terrados sucesivos desde la falda de la montaña hasta allí mismo, a medio camino del mar, coronaciones del casco viejo de la ciudad, tapaderas de una vida entre la memoria y el deseo, pretextos para asomarse a los desfiladeros de las calles estrechas que partían de las antiguas murallas y se adentraban en el barrio chino en pos del corazón maligno de la ciudad portuaria.

—En el campo de concentración, conocí a alguien que había viajado, que había estado en París y me dijo: la entrada en Barcelona por la Diagonal es comparable a la entrada en París por los Campos Elíseos. Si no tuviera a mi madre viuda, te aseguro que no me iba a quedar yo en este puñetero país ni un minuto. Me iba a Francia o a Bélgica o a Brasil, el país del futuro. Me lo decía aquel barbero que también era amigo del Quintana, el que se quedó sin los tres dedos de la mano derecha por culpa de una infección. Tenía a la mujer medio a la greña porque era un poco golfo y hoy tenía ganas de cortar el pelo y mañana no y venga darle al carajillo porque le faltaba valor para todo. Se fue al Brasil y me envió una foto hace unos días debajo de una palmera, con un sombrero de paja, en una playa y a su lado la mujer, más contenta que unas pascuas y con un bikini, un traje de baño de mujer de dos piezas. Parecían otros. Sonreían y me decían: venga, Andrés, déjate de hostias y vente con nosotros. Llega allí alguien con ganas de trabajar y se forra en dos días, luego vienes de vacaciones o te instalas aquí, ya mayor y a vivir de renta.

—¿De qué trabaja en Brasil?

—De barbero. Pero allí tiene el trabajo que quiere y le pagan en cruceiros, que es una moneda seria, y cuando ahorre se montará una peluquería, la mitad para hombres y la mitad para mujeres. Su mujer también peina. Tenía buenas manos. Ya lo ves. Irse de esta mierda de país y empezar a prosperar. Basta verles en la fotografía para darse cuenta de que están de puta madre, son otra cosa, otras personas. Se han sacado de encima todo esto. O te vas o revientas. A veces me asomo a ese lado, al que apunta hacia la calle de la Cera y el cine Padró, y me imagino que estoy aquí arriba con una ametralladora y por esa calle pasan todos los fachas de España y ratatatatá, no dejó a uno y me sienta bien el desahogo. Si alguna vez me ves subido ahí y ametrallando con la boca, no me hagas caso. Me estoy desahogando.

—Ratata ta tata…

Le imitó el boxeador, revolviéndose contra un cerco de enemigos.

Manuel Vázquez Montalbán
El pianista

No era concertista, sino que tocaba en un club: sus ilusiones se habían desmoronado a la misma velocidad, con el mismo compás trágico que la historia de España. Un día, al local donde trabajaba llegó un viejo conocido. El pianista no le dijo nada: del mismo modo que él llevaba el estigma de la derrota en los pliegues de su existencia, el conocido ostentaba los signos del vencedor. 

De todos modos, el pianista no pudo evitar que la máquina del recuerdo se pusiera en marcha. Y de ese modo, durante un lapso mágico, él fue memoria y presente, exaltación y decadencia, vigor y sumisión: un fruto esquizofrénico de una historia particularmente difícil. 

El pianista, incluso más allá de la metáfora del esplendor y caída de un proyecto histórico, es una reivindicación de la ética como guía del comportamiento y una espléndida novela.

Horca, horquilla y dediles

horca, horquilla y dediles

25 enero 2021

25 de enero

 25 de enero de 1938. El colegio San Cristóbal, en Beauvais, ocupa los antiguos edificios de la abadía cisterciense del mismo nombre, fundada en 1152 y suprimida en 1785. De la Edad Media sólo quedan las bóvedas de la iglesia abacial, ahora restaurada, y la parte principal del colegio se encuentra en el inmenso edificio abacial, construido por Jean Aubert en el siglo XVIII. Estos detalles tienen su importancia, pues la atmósfera de rigor y austeridad a la que estábamos sometidos debía algo, sin duda, a los orígenes y a la historia de aquellos muros. En ninguna parte era tan evidente aquella atmósfera como en el claustro, cuya mediocre arquitectura sólo se remontaba al siglo XVII, y que por las mañanas, antes de que llegaran los externos, y por las tardes, cuando ya se habían ido, servía de lugar de recreo para los pensionistas. Sólo teníamos derecho a las galerías, y únicamente nos estaba permitido admirar desde la balaustrada el jardincillo que aquéllas rodeaban, cuidadosamente conservado por Néstor padre, donde crecían sicómoros que en verano difundían una luz glauca, y cuyo centro estaba adornado por un desportillado pilón en el que crecía un macizo de helechos. Los altos muros que se elevaban todo alrededor hacían más pesada, y casi irrespirable, la tristeza que emanaba de aquel lugar.

Así pues, en ausencia de los externos, que eran nuestro lazo viviente con el exterior, nos encontrábamos dos veces al día en aquella verde prisión que, entre nosotros, llamábamos el acuario. Los juegos ruidosos y las carreras estaban proscritos, y por otra parte, el espíritu del lugar habría bastado para sofocar cualquier veleidad, pero no por ello perdíamos la facultad de ir y venir, y de hablar entre nosotros, de tal modo que el acuario —más aún que la capilla, el comedor o los dormitorios— constituía el lugar de reunión normal del internado, el punto de concentración de aquellos ciento cincuenta niños sometidos a una vida colegial retirada y recluida. Néstor rara vez aparecía por allí, al igual que, como ya he mencionado, no se reunía con nosotros por las noches en el comedor. Sin embargo, no estaba ausente —nada más lejos—, y sus dos hombres de confianza, Champdavoine y Lutigneaux, se encargaban de transmitir sus mensajes y sus órdenes. Generalmente, se trataba de una especie de tráfico de influencias, debido en parte al sistema bastante sutil de castigos y exenciones que estaba en vigor en San Cristóbal, y en parte al poder oculto que Néstor ejercía en este importante terreno.

Yo conocía de sobra la gama de castigos de San Cristóbal, ya que no dejaba de recorrerla de punta a cabo. Estaba el «pelotón», larga fila de alumnos condenados a dar vueltas en silencio por el patio durante un cuarto de hora, media hora, una hora o más; el «secuestro», que prohibía al castigado dirigir la palabra a quienquiera que fuese, a no ser para contestar a una pregunta de un profesor o de un vigilante; el erectum, que le obligaba a comer solo en el refectorio, en una pequeña mesa, y de pie. Yo habría soportado mil veces cualquiera de estas inútiles vejaciones con tal de no oír nunca, unida a mi apellido, la horrible fórmula que para mí anunciaba la angustia y la humillación: «¡Tiffauges ad colaphum!», pues entonces había que salir de la clase, subir dos pisos y recorrer un pasillo desierto para empujar finalmente la puerta de la antecámara del prefecto de disciplina. Una vez allí, teníamos que arrodillarnos en su reclinatorio, curiosamente colocado en el centro de la habitación, frente a la puerta del despacho, y hacer sonar una campanilla que estaba en el suelo, al alcance de la mano. Un reclinatorio, la posición de rodillas, una campanilla que tintinea agudamente; ahora no puedo evitar el ver en aquel rito punitivo una satánica parodia de la Elevación. ¡Ni que decir tiene que no íbamos ad colaphum para llevar a cabo un acto de adoración! Una vez se tocaba la campanilla, la espera podía durar desde unos segundos a una hora, y constituía el refinamiento más insoportable del castigo. Al fin, tarde o temprano, la puerta del despacho se abría de golpe y en medio de furiosos crujidos de tela de sotana aparecía el prefecto, con la orden de libertad en la mano izquierda. Se abalanzaba sobre el reclinatorio, le propinaba al culpable una tanda de bofetadas, le ponía en la mano la prueba de que había purgado su falta y desaparecía, todo en un mismo movimiento.

Un sistema de exenciones permitía librarse de estos diversos castigos según un baremo calculado con una sutileza propia de la casuística. Las exenciones eran pequeños rectángulos de cartón blanco, azul, rosa o verde —según su valor— que recompensaban las mejores notas o los primeros puestos en redacción. De este modo sabíamos que, en opinión de los buenos padres, seis horas de pelotón valían lo mismo que un día de secuestro, dos días de erectum o un colaphus, y se anulaban mediante un primer puesto en redacción, dos segundos puestos, tres terceros puestos o cuatro notas por encima de 16. A menudo, el alumno castigado prefería sufrir y guardar sus exenciones, pues éstas también permitían comprar una «salida corta» (el domingo por la tarde) o una «salida larga» (todo el domingo).

No obstante, el sistema era casi siempre teórico y parecía afectado de parálisis, pues, a despecho del espíritu de la comunión de los santos y de la reversibilidad de los méritos, los buenos padres habían decidido que las exenciones fueran obligatoriamente personales —el número del beneficiario figuraba en el rectángulo de cartón—, y sólo pudiesen aprovecharlas los que las habían merecido. Ahora bien, los que recibían más —los buenos alumnos, los estudiosos, los predilectos de profesores y vigilantes— eran precisamente los que menos las necesitaban, pues una extraña protección parecía apartar de sus cabezas pelotón, secuestro, erectum y colaphus. Hacía falta todo el talento de Néstor para remediar esta imperfección.

Michel Tournier
El rey de los alisos

El rey de los alisos, la novela con la que Michel Tournier obtuvo el Premio Goncourt, narra la historia de Abel Tiffauges, un extraño prisionero francés en la Alemania del III Reich, mezcla de ogro depredador y adolescente perverso, que se siente predestinado para llevar a cabo una misión en Prusia, cuna legendaria de la nación alemana.

El celebrado autor de Medianoche de amor nos muestra aquí lo más oculto, tierno y enfermizo del ser humano, siempre en busca de significados, ritos y señales que le guíen y rediman de su condición de ser para la muerte.

Fantasía insólita sobre los tiempos tenebrosos de la última guerra mundial, este libro constituye un extraordinario viaje hacia la infancia y un inquietante ensayo sobre el amor.




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