25 de enero de 1938. El colegio San Cristóbal, en Beauvais, ocupa los antiguos edificios de la abadía cisterciense del mismo nombre, fundada en 1152 y suprimida en 1785. De la Edad Media sólo quedan las bóvedas de la iglesia abacial, ahora restaurada, y la parte principal del colegio se encuentra en el inmenso edificio abacial, construido por Jean Aubert en el siglo XVIII. Estos detalles tienen su importancia, pues la atmósfera de rigor y austeridad a la que estábamos sometidos debía algo, sin duda, a los orígenes y a la historia de aquellos muros. En ninguna parte era tan evidente aquella atmósfera como en el claustro, cuya mediocre arquitectura sólo se remontaba al siglo XVII, y que por las mañanas, antes de que llegaran los externos, y por las tardes, cuando ya se habían ido, servía de lugar de recreo para los pensionistas. Sólo teníamos derecho a las galerías, y únicamente nos estaba permitido admirar desde la balaustrada el jardincillo que aquéllas rodeaban, cuidadosamente conservado por Néstor padre, donde crecían sicómoros que en verano difundían una luz glauca, y cuyo centro estaba adornado por un desportillado pilón en el que crecía un macizo de helechos. Los altos muros que se elevaban todo alrededor hacían más pesada, y casi irrespirable, la tristeza que emanaba de aquel lugar.
Así pues, en ausencia de los externos, que eran nuestro lazo viviente con el exterior, nos encontrábamos dos veces al día en aquella verde prisión que, entre nosotros, llamábamos el acuario. Los juegos ruidosos y las carreras estaban proscritos, y por otra parte, el espíritu del lugar habría bastado para sofocar cualquier veleidad, pero no por ello perdíamos la facultad de ir y venir, y de hablar entre nosotros, de tal modo que el acuario —más aún que la capilla, el comedor o los dormitorios— constituía el lugar de reunión normal del internado, el punto de concentración de aquellos ciento cincuenta niños sometidos a una vida colegial retirada y recluida. Néstor rara vez aparecía por allí, al igual que, como ya he mencionado, no se reunía con nosotros por las noches en el comedor. Sin embargo, no estaba ausente —nada más lejos—, y sus dos hombres de confianza, Champdavoine y Lutigneaux, se encargaban de transmitir sus mensajes y sus órdenes. Generalmente, se trataba de una especie de tráfico de influencias, debido en parte al sistema bastante sutil de castigos y exenciones que estaba en vigor en San Cristóbal, y en parte al poder oculto que Néstor ejercía en este importante terreno.
Yo conocía de sobra la gama de castigos de San Cristóbal, ya que no dejaba de recorrerla de punta a cabo. Estaba el «pelotón», larga fila de alumnos condenados a dar vueltas en silencio por el patio durante un cuarto de hora, media hora, una hora o más; el «secuestro», que prohibía al castigado dirigir la palabra a quienquiera que fuese, a no ser para contestar a una pregunta de un profesor o de un vigilante; el erectum, que le obligaba a comer solo en el refectorio, en una pequeña mesa, y de pie. Yo habría soportado mil veces cualquiera de estas inútiles vejaciones con tal de no oír nunca, unida a mi apellido, la horrible fórmula que para mí anunciaba la angustia y la humillación: «¡Tiffauges ad colaphum!», pues entonces había que salir de la clase, subir dos pisos y recorrer un pasillo desierto para empujar finalmente la puerta de la antecámara del prefecto de disciplina. Una vez allí, teníamos que arrodillarnos en su reclinatorio, curiosamente colocado en el centro de la habitación, frente a la puerta del despacho, y hacer sonar una campanilla que estaba en el suelo, al alcance de la mano. Un reclinatorio, la posición de rodillas, una campanilla que tintinea agudamente; ahora no puedo evitar el ver en aquel rito punitivo una satánica parodia de la Elevación. ¡Ni que decir tiene que no íbamos ad colaphum para llevar a cabo un acto de adoración! Una vez se tocaba la campanilla, la espera podía durar desde unos segundos a una hora, y constituía el refinamiento más insoportable del castigo. Al fin, tarde o temprano, la puerta del despacho se abría de golpe y en medio de furiosos crujidos de tela de sotana aparecía el prefecto, con la orden de libertad en la mano izquierda. Se abalanzaba sobre el reclinatorio, le propinaba al culpable una tanda de bofetadas, le ponía en la mano la prueba de que había purgado su falta y desaparecía, todo en un mismo movimiento.
Un sistema de exenciones permitía librarse de estos diversos castigos según un baremo calculado con una sutileza propia de la casuística. Las exenciones eran pequeños rectángulos de cartón blanco, azul, rosa o verde —según su valor— que recompensaban las mejores notas o los primeros puestos en redacción. De este modo sabíamos que, en opinión de los buenos padres, seis horas de pelotón valían lo mismo que un día de secuestro, dos días de erectum o un colaphus, y se anulaban mediante un primer puesto en redacción, dos segundos puestos, tres terceros puestos o cuatro notas por encima de 16. A menudo, el alumno castigado prefería sufrir y guardar sus exenciones, pues éstas también permitían comprar una «salida corta» (el domingo por la tarde) o una «salida larga» (todo el domingo).
No obstante, el sistema era casi siempre teórico y parecía afectado de parálisis, pues, a despecho del espíritu de la comunión de los santos y de la reversibilidad de los méritos, los buenos padres habían decidido que las exenciones fueran obligatoriamente personales —el número del beneficiario figuraba en el rectángulo de cartón—, y sólo pudiesen aprovecharlas los que las habían merecido. Ahora bien, los que recibían más —los buenos alumnos, los estudiosos, los predilectos de profesores y vigilantes— eran precisamente los que menos las necesitaban, pues una extraña protección parecía apartar de sus cabezas pelotón, secuestro, erectum y colaphus. Hacía falta todo el talento de Néstor para remediar esta imperfección.
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