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08 marzo 2021

8 de marzo

8 de marzo de 1938. Por la noche, en el refectorio, podíamos hablar libremente. A pesar de que sólo éramos ciento cincuenta, el ruido crecía progresivamente y proprio motu según una ley constante, puesto que cada cual se veía obligado a alzar cada vez más la voz para hacerse oír. Cuando el estruendo había alcanzado su cenit, formaba una especie de edificio sonoro, que llenaba con toda exactitud la gran habitación y que un vigilante destruía con un único toque de silbato. El silencio que seguía tenía algo de vertiginoso. Luego, un murmullo corría de mesa en mesa, un tenedor chocaba contra un plato, estallaba la risa, la red de ruidos y sonidos tejía otra vez su tela, y el ciclo volvía a empezar.

A mediodía, los mediopensionistas se unían a los internos: éramos cerca de doscientos cincuenta, y el silencio era obligatorio. Las horas de pelotón llovían sobre los charlatanes, reforzadas, en caso de reincidencia, por el erectum. De pie ante un pupitre colocado en una tarima, un alumno leía en voz alta páginas edificantes, generalmente sacadas de una vida de santo. Para hacerse oír en aquella enorme sala, en medio de los ruidos de vajilla y de las conversaciones ahogadas, había que gritar el texto recto tono, es decir, con una sola nota, sin ninguna entonación; extraña salmodia, que suprimía implacablemente cualquier matiz —interrogativo, irónico, conminatorio o divertido— y confería a cada frase un tono uniformemente patético, quejumbroso, de una agresiva vehemencia.

La función de recitator era altamente apreciada entre los alumnos, y recompensaba a los más sobresalientes en la medida en que eran capaces de cumplirla. Pues, para un niño no era sencillo declamar durante cuarenta y cinco minutos, sin pausas ni desmayos, un texto que no se había escrito para un trato tan poco civilizado. Así pues, el recitator del momento se veía rodeado de un cierto prestigio, al que se sumaban las ventajas de la comida, que tomaba solo y antes que los demás, y que tradicionalmente era más delicada y copiosa que de costumbre.

Desde luego, yo no había hecho nada para ser recitator, y una mañana, con gran estupor e incluso con temblores, me enteré de que desde ese mismo mediodía iba a sustituir al titular del momento, indigno de semejante honor después de un colaphus que, para sorpresa general, acababa de serle infligido. Al mismo tiempo, me dieron el texto que tenía que leer: era la vida de San Cristóbal, sacada de la Leyenda dorada, de Jacques de Vorágine.

No me cabía duda de que Néstor era la causa de aquel honor excesivo. Ahora, sabiendo lo que sé y después de releer las páginas que entonces tuve que declamar frente a todo el colegio reunido, reconozco su firma en la filigrana del asombroso texto. Pero ¿me bastará toda la vida para dilucidar la relación profunda que une la leyenda de San Cristóbal y el destino de Néstor, ese destino del que soy depositario y ejecutor?

Cristóbal, cuenta Jacques de Vorágine, era cananeo. Tenía un aspecto terrible y una estatura gigantesca. Quería ser útil, pero sólo al servicio del príncipe más grande del mundo. Así pues, se presentó ante un rey muy poderoso, del que se decía que en grandeza no tenía igual. Este rey, al verlo, le acogió con bondad e hizo que se quedara en su corte. Sin embargo, Cristóbal le sorprendió un día haciendo el signo de la cruz, después de que alguien invocase al diablo en su presencia. Cuando Cristóbal le preguntó la razón de su gesto, le contestó: «Este signo es el arma que empuño cuando oigo nombrar al diablo, por temor a que adquiera poder sobre mí y me haga daño». Cristóbal comprendió entonces que el príncipe a quien servía no era ni el más grande ni el más poderoso, puesto que temía al diablo. Por lo tanto, se despidió del primero y fue en busca del segundo. Ahora bien, mientras caminaba por un desierto, vio una gran multitud de soldados. Uno de ellos, de aspecto feroz y terrible, se acercó a él y le preguntó a dónde iba. Cristóbal le contestó: «Busco al señor diablo para que sea mi amo». El soldado le dijo: «Soy el que estás buscando». Cristóbal se alegró mucho, se comprometió a servirle para siempre y le reconoció como señor. Caminaban juntos, y encontraron una cruz, que se alzaba al borde del camino. El diablo se espantó de inmediato, se dio a la fuga y, abandonando el camino, condujo a Cristóbal a través de un terreno escabroso. Luego le llevó de nuevo al camino. Cristóbal, maravillado al ver lo sucedido, le preguntó por qué se había asustado tanto. «Un hombre llamado Cristo —le contestó el diablo— fue clavado en una cruz; en cuanto veo la imagen de la cruz, un gran temor me invade y huyo espantado». Cristóbal le dijo: «Entonces he trabajado en vano y todavía no he encontrado al príncipe más grande del mundo. Adiós, te dejo para buscar a ese Cristo que es más grande y poderoso que tú».

Durante mucho tiempo buscó a alguien que le diera noticias de Cristo. Al fin encontró a un ermitaño, que le predicó a Jesucristo y le instruyó en la fe. El ermitaño le dijo a Cristóbal: «El rey a quien deseas servir reclama esta sumisión: tendrás que ayunar a menudo». Cristóbal le contestó: «Soy un gigante y tengo un hambre imperiosa. Que me pida otra cosa porque ayunar me resulta absolutamente imposible». El ermitaño le dijo: «¿Conoces un río donde muchos caminantes corren peligro de perder la vida?». «Sí», dijo Cristóbal. Y continuó el ermitaño: «Como eres tan alto y robusto, podrías quedarte junto a ese río y pasar de un lado a otro a cuantos lleguen allí, y así harías algo que agradaría al rey Jesucristo a quien deseas servir». Cristóbal dijo: «Sí, puedo desempeñar ese oficio, y prometo que lo haré muy bien».

Así pues, se dirigió al río en cuestión y construyó una pequeña cabaña en la ribera. En lugar de cayado, llevaba en la mano una pértiga, con la que se mantenía de pie entre las aguas, y transportaba sin descanso a todos los viajeros. Habían pasado muchos días cuando, una vez que descansaba en su casita, oyó la voz de un niño que le llamaba diciendo: «Cristóbal, ven y llévame a la otra orilla». Cristóbal se levantó en seguida y no encontró a nadie. Al volver a su casa oyó la misma voz que le llamaba. Otra vez corrió afuera, mas no encontró a nadie. La voz le llamó por tercera vez; salió y encontró a la orilla del río a un niño, que le rogó que le llevara. Cristóbal sentó al niño en sus hombros, cogió la pértiga y entró en el río para atravesarlo. Y el agua del río empezó a crecer poco a poco, y el niño pesaba como una masa de plomo; él avanzaba y el agua seguía subiendo, y el niño le aplastaba con un peso cada vez más intolerable, de forma que Cristóbal se hallaba en grandes apuros y temía perecer…

Se salvó con un terrible esfuerzo. Cuando llegó a la otra orilla, depositó al niño en la ribera y le dijo: «Me has expuesto a un gran peligro. Pesabas tanto que, de haber tenido que sostener el mundo sobre mis hombros, no sé si el peso habría sido mayor». El niño le contestó: «No te sorprendas, Cristóbal, no solamente has sostenido el mundo entero sino que has llevado a hombros a quien creó ese mundo; pues yo soy Cristo, tu rey, al que acabas de prestar servicio; y para probarte que digo la verdad, cuando vuelvas a cruzar el río, hunde tu pértiga en la tierra, delante de tu casa, y por la mañana habrá florecido y dado fruto». E, inmediatamente, desapareció. Al llegar, Cristóbal plantó su pértiga en la tierra y cuando se levantó por la mañana vio que de ella habían brotado hojas y dátiles, como de una palmera…

No poco orgulloso estaba yo de haber salmodiado toda esta historia sin vacilar ni una sola vez, y cuando me senté junto a Néstor en el estudio de las dos de la tarde, esperaba sus felicitaciones. Él estaba absorto en uno de esos dibujos recargados de colores y florituras que a veces le tenían horas y horas con la cara casi pegada a la hoja de papel. Cuando se enderezó, vi que había dibujado un San Cristóbal. Pero, sobre sus hombros, el gigante llevaba todos los edificios del colegio, a cuyas ventanas se asomaba una multitud de alumnos. Néstor se pasó el pañuelo por la frente con un gesto familiar y murmuró: «Cristóbal, que iba en busca del señor absoluto, lo encontró en la persona de un niño. Pero lo que habría que saber es la relación exacta que existe entre el peso del niño sobre sus hombros y la floración de la pértiga».

Entonces, inclinándome, vi que había prestado sus rasgos al rostro del gigante portador de Cristo.

Michel Tournier
El rey de los alisos

El rey de los alisos, la novela con la que Michel Tournier obtuvo el Premio Goncourt, narra la historia de Abel Tiffauges, un extraño prisionero francés en la Alemania del III Reich, mezcla de ogro depredador y adolescente perverso, que se siente predestinado para llevar a cabo una misión en Prusia, cuna legendaria de la nación alemana.

El celebrado autor de Medianoche de amor nos muestra aquí lo más oculto, tierno y enfermizo del ser humano, siempre en busca de significados, ritos y señales que le guíen y rediman de su condición de ser para la muerte.

Fantasía insólita sobre los tiempos tenebrosos de la última guerra mundial, este libro constituye un extraordinario viaje hacia la infancia y un inquietante ensayo sobre el amor.

25 enero 2021

25 de enero

 25 de enero de 1938. El colegio San Cristóbal, en Beauvais, ocupa los antiguos edificios de la abadía cisterciense del mismo nombre, fundada en 1152 y suprimida en 1785. De la Edad Media sólo quedan las bóvedas de la iglesia abacial, ahora restaurada, y la parte principal del colegio se encuentra en el inmenso edificio abacial, construido por Jean Aubert en el siglo XVIII. Estos detalles tienen su importancia, pues la atmósfera de rigor y austeridad a la que estábamos sometidos debía algo, sin duda, a los orígenes y a la historia de aquellos muros. En ninguna parte era tan evidente aquella atmósfera como en el claustro, cuya mediocre arquitectura sólo se remontaba al siglo XVII, y que por las mañanas, antes de que llegaran los externos, y por las tardes, cuando ya se habían ido, servía de lugar de recreo para los pensionistas. Sólo teníamos derecho a las galerías, y únicamente nos estaba permitido admirar desde la balaustrada el jardincillo que aquéllas rodeaban, cuidadosamente conservado por Néstor padre, donde crecían sicómoros que en verano difundían una luz glauca, y cuyo centro estaba adornado por un desportillado pilón en el que crecía un macizo de helechos. Los altos muros que se elevaban todo alrededor hacían más pesada, y casi irrespirable, la tristeza que emanaba de aquel lugar.

Así pues, en ausencia de los externos, que eran nuestro lazo viviente con el exterior, nos encontrábamos dos veces al día en aquella verde prisión que, entre nosotros, llamábamos el acuario. Los juegos ruidosos y las carreras estaban proscritos, y por otra parte, el espíritu del lugar habría bastado para sofocar cualquier veleidad, pero no por ello perdíamos la facultad de ir y venir, y de hablar entre nosotros, de tal modo que el acuario —más aún que la capilla, el comedor o los dormitorios— constituía el lugar de reunión normal del internado, el punto de concentración de aquellos ciento cincuenta niños sometidos a una vida colegial retirada y recluida. Néstor rara vez aparecía por allí, al igual que, como ya he mencionado, no se reunía con nosotros por las noches en el comedor. Sin embargo, no estaba ausente —nada más lejos—, y sus dos hombres de confianza, Champdavoine y Lutigneaux, se encargaban de transmitir sus mensajes y sus órdenes. Generalmente, se trataba de una especie de tráfico de influencias, debido en parte al sistema bastante sutil de castigos y exenciones que estaba en vigor en San Cristóbal, y en parte al poder oculto que Néstor ejercía en este importante terreno.

Yo conocía de sobra la gama de castigos de San Cristóbal, ya que no dejaba de recorrerla de punta a cabo. Estaba el «pelotón», larga fila de alumnos condenados a dar vueltas en silencio por el patio durante un cuarto de hora, media hora, una hora o más; el «secuestro», que prohibía al castigado dirigir la palabra a quienquiera que fuese, a no ser para contestar a una pregunta de un profesor o de un vigilante; el erectum, que le obligaba a comer solo en el refectorio, en una pequeña mesa, y de pie. Yo habría soportado mil veces cualquiera de estas inútiles vejaciones con tal de no oír nunca, unida a mi apellido, la horrible fórmula que para mí anunciaba la angustia y la humillación: «¡Tiffauges ad colaphum!», pues entonces había que salir de la clase, subir dos pisos y recorrer un pasillo desierto para empujar finalmente la puerta de la antecámara del prefecto de disciplina. Una vez allí, teníamos que arrodillarnos en su reclinatorio, curiosamente colocado en el centro de la habitación, frente a la puerta del despacho, y hacer sonar una campanilla que estaba en el suelo, al alcance de la mano. Un reclinatorio, la posición de rodillas, una campanilla que tintinea agudamente; ahora no puedo evitar el ver en aquel rito punitivo una satánica parodia de la Elevación. ¡Ni que decir tiene que no íbamos ad colaphum para llevar a cabo un acto de adoración! Una vez se tocaba la campanilla, la espera podía durar desde unos segundos a una hora, y constituía el refinamiento más insoportable del castigo. Al fin, tarde o temprano, la puerta del despacho se abría de golpe y en medio de furiosos crujidos de tela de sotana aparecía el prefecto, con la orden de libertad en la mano izquierda. Se abalanzaba sobre el reclinatorio, le propinaba al culpable una tanda de bofetadas, le ponía en la mano la prueba de que había purgado su falta y desaparecía, todo en un mismo movimiento.

Un sistema de exenciones permitía librarse de estos diversos castigos según un baremo calculado con una sutileza propia de la casuística. Las exenciones eran pequeños rectángulos de cartón blanco, azul, rosa o verde —según su valor— que recompensaban las mejores notas o los primeros puestos en redacción. De este modo sabíamos que, en opinión de los buenos padres, seis horas de pelotón valían lo mismo que un día de secuestro, dos días de erectum o un colaphus, y se anulaban mediante un primer puesto en redacción, dos segundos puestos, tres terceros puestos o cuatro notas por encima de 16. A menudo, el alumno castigado prefería sufrir y guardar sus exenciones, pues éstas también permitían comprar una «salida corta» (el domingo por la tarde) o una «salida larga» (todo el domingo).

No obstante, el sistema era casi siempre teórico y parecía afectado de parálisis, pues, a despecho del espíritu de la comunión de los santos y de la reversibilidad de los méritos, los buenos padres habían decidido que las exenciones fueran obligatoriamente personales —el número del beneficiario figuraba en el rectángulo de cartón—, y sólo pudiesen aprovecharlas los que las habían merecido. Ahora bien, los que recibían más —los buenos alumnos, los estudiosos, los predilectos de profesores y vigilantes— eran precisamente los que menos las necesitaban, pues una extraña protección parecía apartar de sus cabezas pelotón, secuestro, erectum y colaphus. Hacía falta todo el talento de Néstor para remediar esta imperfección.

Michel Tournier
El rey de los alisos

El rey de los alisos, la novela con la que Michel Tournier obtuvo el Premio Goncourt, narra la historia de Abel Tiffauges, un extraño prisionero francés en la Alemania del III Reich, mezcla de ogro depredador y adolescente perverso, que se siente predestinado para llevar a cabo una misión en Prusia, cuna legendaria de la nación alemana.

El celebrado autor de Medianoche de amor nos muestra aquí lo más oculto, tierno y enfermizo del ser humano, siempre en busca de significados, ritos y señales que le guíen y rediman de su condición de ser para la muerte.

Fantasía insólita sobre los tiempos tenebrosos de la última guerra mundial, este libro constituye un extraordinario viaje hacia la infancia y un inquietante ensayo sobre el amor.




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