25 enero 2021

25 de enero

 25 de enero de 1938. El colegio San Cristóbal, en Beauvais, ocupa los antiguos edificios de la abadía cisterciense del mismo nombre, fundada en 1152 y suprimida en 1785. De la Edad Media sólo quedan las bóvedas de la iglesia abacial, ahora restaurada, y la parte principal del colegio se encuentra en el inmenso edificio abacial, construido por Jean Aubert en el siglo XVIII. Estos detalles tienen su importancia, pues la atmósfera de rigor y austeridad a la que estábamos sometidos debía algo, sin duda, a los orígenes y a la historia de aquellos muros. En ninguna parte era tan evidente aquella atmósfera como en el claustro, cuya mediocre arquitectura sólo se remontaba al siglo XVII, y que por las mañanas, antes de que llegaran los externos, y por las tardes, cuando ya se habían ido, servía de lugar de recreo para los pensionistas. Sólo teníamos derecho a las galerías, y únicamente nos estaba permitido admirar desde la balaustrada el jardincillo que aquéllas rodeaban, cuidadosamente conservado por Néstor padre, donde crecían sicómoros que en verano difundían una luz glauca, y cuyo centro estaba adornado por un desportillado pilón en el que crecía un macizo de helechos. Los altos muros que se elevaban todo alrededor hacían más pesada, y casi irrespirable, la tristeza que emanaba de aquel lugar.

Así pues, en ausencia de los externos, que eran nuestro lazo viviente con el exterior, nos encontrábamos dos veces al día en aquella verde prisión que, entre nosotros, llamábamos el acuario. Los juegos ruidosos y las carreras estaban proscritos, y por otra parte, el espíritu del lugar habría bastado para sofocar cualquier veleidad, pero no por ello perdíamos la facultad de ir y venir, y de hablar entre nosotros, de tal modo que el acuario —más aún que la capilla, el comedor o los dormitorios— constituía el lugar de reunión normal del internado, el punto de concentración de aquellos ciento cincuenta niños sometidos a una vida colegial retirada y recluida. Néstor rara vez aparecía por allí, al igual que, como ya he mencionado, no se reunía con nosotros por las noches en el comedor. Sin embargo, no estaba ausente —nada más lejos—, y sus dos hombres de confianza, Champdavoine y Lutigneaux, se encargaban de transmitir sus mensajes y sus órdenes. Generalmente, se trataba de una especie de tráfico de influencias, debido en parte al sistema bastante sutil de castigos y exenciones que estaba en vigor en San Cristóbal, y en parte al poder oculto que Néstor ejercía en este importante terreno.

Yo conocía de sobra la gama de castigos de San Cristóbal, ya que no dejaba de recorrerla de punta a cabo. Estaba el «pelotón», larga fila de alumnos condenados a dar vueltas en silencio por el patio durante un cuarto de hora, media hora, una hora o más; el «secuestro», que prohibía al castigado dirigir la palabra a quienquiera que fuese, a no ser para contestar a una pregunta de un profesor o de un vigilante; el erectum, que le obligaba a comer solo en el refectorio, en una pequeña mesa, y de pie. Yo habría soportado mil veces cualquiera de estas inútiles vejaciones con tal de no oír nunca, unida a mi apellido, la horrible fórmula que para mí anunciaba la angustia y la humillación: «¡Tiffauges ad colaphum!», pues entonces había que salir de la clase, subir dos pisos y recorrer un pasillo desierto para empujar finalmente la puerta de la antecámara del prefecto de disciplina. Una vez allí, teníamos que arrodillarnos en su reclinatorio, curiosamente colocado en el centro de la habitación, frente a la puerta del despacho, y hacer sonar una campanilla que estaba en el suelo, al alcance de la mano. Un reclinatorio, la posición de rodillas, una campanilla que tintinea agudamente; ahora no puedo evitar el ver en aquel rito punitivo una satánica parodia de la Elevación. ¡Ni que decir tiene que no íbamos ad colaphum para llevar a cabo un acto de adoración! Una vez se tocaba la campanilla, la espera podía durar desde unos segundos a una hora, y constituía el refinamiento más insoportable del castigo. Al fin, tarde o temprano, la puerta del despacho se abría de golpe y en medio de furiosos crujidos de tela de sotana aparecía el prefecto, con la orden de libertad en la mano izquierda. Se abalanzaba sobre el reclinatorio, le propinaba al culpable una tanda de bofetadas, le ponía en la mano la prueba de que había purgado su falta y desaparecía, todo en un mismo movimiento.

Un sistema de exenciones permitía librarse de estos diversos castigos según un baremo calculado con una sutileza propia de la casuística. Las exenciones eran pequeños rectángulos de cartón blanco, azul, rosa o verde —según su valor— que recompensaban las mejores notas o los primeros puestos en redacción. De este modo sabíamos que, en opinión de los buenos padres, seis horas de pelotón valían lo mismo que un día de secuestro, dos días de erectum o un colaphus, y se anulaban mediante un primer puesto en redacción, dos segundos puestos, tres terceros puestos o cuatro notas por encima de 16. A menudo, el alumno castigado prefería sufrir y guardar sus exenciones, pues éstas también permitían comprar una «salida corta» (el domingo por la tarde) o una «salida larga» (todo el domingo).

No obstante, el sistema era casi siempre teórico y parecía afectado de parálisis, pues, a despecho del espíritu de la comunión de los santos y de la reversibilidad de los méritos, los buenos padres habían decidido que las exenciones fueran obligatoriamente personales —el número del beneficiario figuraba en el rectángulo de cartón—, y sólo pudiesen aprovecharlas los que las habían merecido. Ahora bien, los que recibían más —los buenos alumnos, los estudiosos, los predilectos de profesores y vigilantes— eran precisamente los que menos las necesitaban, pues una extraña protección parecía apartar de sus cabezas pelotón, secuestro, erectum y colaphus. Hacía falta todo el talento de Néstor para remediar esta imperfección.

Michel Tournier
El rey de los alisos

El rey de los alisos, la novela con la que Michel Tournier obtuvo el Premio Goncourt, narra la historia de Abel Tiffauges, un extraño prisionero francés en la Alemania del III Reich, mezcla de ogro depredador y adolescente perverso, que se siente predestinado para llevar a cabo una misión en Prusia, cuna legendaria de la nación alemana.

El celebrado autor de Medianoche de amor nos muestra aquí lo más oculto, tierno y enfermizo del ser humano, siempre en busca de significados, ritos y señales que le guíen y rediman de su condición de ser para la muerte.

Fantasía insólita sobre los tiempos tenebrosos de la última guerra mundial, este libro constituye un extraordinario viaje hacia la infancia y un inquietante ensayo sobre el amor.




Herramientas y aperos de labranza

herramientas y aperos de labranza

24 enero 2021

24 de enero



Sentado entre monseñor Airoldi y fray Giuseppe Vella, se hallaba don Gioacchino Requesens, para enterarse de las maravillas del Consejo de Sicilia.

—Os quiero leer —dijo en determinado momento monseñor— una cosa que os causará placer… En vuestra familia, si no recuerdo mal, tenéis el título del condado de Racalmuto…

—Nos viene por vía de los del Carretto —respondió don Gioacchino—. Una del Carretto se casó…

—Os la quiero leer —interrumpió monseñor—, os la quiero leer.

Se puso de pie; después de unos minutos de búsqueda, extrajo un quinterno de la pila que reposaba sobre la mesa. Satisfecho, volvió a sentarse. Sonreía como quien está a punto de hacer un regalo por sorpresa.

—Aquí está… os la leeré…: «Oh amo mío poderoso y venerable, el siervo de su grandeza con el rostro en tierra le besa las manos y le dice que el emir de Giurgenta me ha dado orden de que emprendiese el cuidado de contar la población de Rahal-Almut y de que luego me ocupara de escribir una relación a su grandeza y de enviarla a Palermo. Los he contado a todos para hallar entonces que en dicha población viven cuatrocientos cuarenta y seis hombres, seiscientas cincuenta y cinco mujeres, cuatrocientos noventa y dos niños y quinientas dos niñas. Todas estas criaturas, ya sean musulmanas o cristianas, aún no han llegado a la edad de quince años. Hecha esta relación, con el rostro en tierra le beso las manos y me identifico así, el gobernador de Rahal-Almut Aabd Aluhar por voluntad de Dios siervo del emir Elihir de Sicilia…». Luego está la fecha ¿lo veis?: 24 del mes de reginal, 385 de Mahoma, lo que vale decir 24 de enero de 998… ¿Qué os parece?, ¿qué decís?

—Interesante —respondió con frialdad don Gioacchino.

Se produjo un silencio embarazoso. Monseñor Airoldi se sentía desilusionado frente a la extraña actitud contenida de don Gioacchino.

—¿Eso aparece en el Consejo de Sicilia? —preguntó al cabo de unos instantes Requesens.

—Sí, en el Consejo de Sicilia —respondió, sin ocultar su disgusto, monseñor.

—¿Y en el Consejo de Egipto? —inquirió don Gioacchino.

—En el Consejo de Egipto, ¿qué? —preguntó, a su vez, monseñor, con cierta brusquedad.

Pero fray Giuseppe ya había comprendido la situación: don Gioacchino, justamente, se preocupaba por aquellas noticias que, acerca del condado de Racalmuto, pudiesen aparecer en el Consejo de Egipto. Y la nueva aventura de fray Giuseppe tomaba especial nota de preocupaciones semejantes.

—Me refiero a si en el Consejo de Egipto habrá alguna otra noticia relacionada con este condado o con las demás tierras que pertenecen a mi familia.

—No lo sé —respondió monseñor y con actitud interrogante se volvió hacia fray Giuseppe.

—Ni siquiera yo lo sé aún —explicó fray Giuseppe—. Apenas he comenzado el trabajo —pero lo dijo con un tono tal que don Gioacchino quedó sumergido en el convencimiento de que en el Consejo de Egipto habría lo suficiente como para reducir a los Requesens, según el pensamiento literal de don Gioacchino, a «cubrirse el culo con la mano», o sea como para reducirlos a la total desnudez.

—Comprendo —exclamó monseñor, con la cara cubierta por una repentina luz; para lograr que fray Giuseppe también comprendiese, le explicó—: Mira, nuestro amigo don Gioacchino se preocupa al pensar que podría surgir la prueba o la sospecha de una usurpación en lo tocante a alguna de las tierras y posesiones de su familia.

—Oh —exclamó fray Giuseppe, con aire de fingido estupor e inocencia.

—De verdad no me preocupo —dijo don Gioacchino—. Estoy seguro de que acerca de las posesiones de mi familia no puede surgir ni tan sólo la sombra de semejante sospecha… Pero ya sabéis qué es lo que sucede a menudo: una equivocación, un quid pro quo…

—Ese peligro no existe —aseguró monseñor.

—No existe —se hizo eco fray Giuseppe.

—Comprendo —dijo don Gioacchino.

Creía ser el primero, entre los nobles de Palermo, que había advertido el peligro que representaban el Consejo de Egipto y el astuto hombre que lo traducía. Con el viento que soplaba desde Nápoles, con aquel loco del virrey…

En realidad muchos otros habían comprendido ya esto mismo. La casa de fray Giuseppe se había convertido en meta de una procesión de pesebre: en el huerto balaban los corderos, una enorme jaula estaba tan llena de pollos que las pobres aves no podían moverse dentro de ella, y los frutos, quesos y dulces se acumulaban en todos los rincones de la casa… Sin hablar de los presentes en onzas sonantes, y las invitaciones a comer que llovían desde todas partes.

Leonardo Sciascia
El Consejo de Egipto

El Consejo de Egipto es la historia de una impostura. En el siglo XVIII, en una alejada Palermo hasta la que también llegan los aires y las luces de la Razón, un orondo personaje, el abate Vella, va a poner en entredicho los más conservadores y arraigados cimientos de la sociedad siciliana. Para congraciarse con la Sacra Real Majestad de Nápoles, el clérigo, ávido de riquezas, finge traducir un códice de la época de la dominación árabe en Sicilia. Lo que está haciendo, sin embargo, es inventar, con talento de escritor y conocimientos de humanista, El Consejo de Egipto, documento que va a sembrar el terror entre los nobles al descubrir al mundo que los privilegios de la aristocracia carecen de legitimidad histórica. Como en tantas otras ocasiones, la anécdota de la formidable estafa servirá a Leonardo Sciascia para llevar a cabo una irónica y siempre lúcida reflexión sobre la naturaleza y contradicciones de los hombres.


Almacén rural

construcción rural

23 enero 2021

23 de enero

En medio de la pequeña orgía de aquella noche, Jesús Aguirre pronunció con mucha decisión estas palabras: «Voy a conquistar el poder», una frase que repitió tres veces mirando a las estrellas. Javier Pradera no pudo evitarla ironía. Le propuso instalar un trampolín en la terraza, no para arrojarse al vacío sino para impulsarse hacia la Moncloa o al palacio de la Zarzuela, y a cambio de esta idea le pidió bolígrafos, calendarios y gomas de borrar de su negociado como única contrapartida. A altas horas de la noche sonó de nuevo el teléfono. El teniente coronel Ángel Prats le preguntó: «¿Quieres o no quieres mi apellido?». Jesús contestó a su padre, muy alto y enorme: «Me llamo Aguirre y Ortiz de Zarate, con siete apellidos más, alaveses y bilbaínos, y a partir de hoy vas a oír hablar mucho de mí». No sería la primera vez que se iba a conquistar el poder desde una tortilla de patatas: también lo haría, un grupo de amigos socialistas en Sevilla. Aguirre recordó que Churchill tenía sobre la mesa del despacho un pequeño cartel con esta consigna: «Acción ahora mismo».

Ese año de 1977 había comenzado con una manifestación por la amnistía en que al grito de «¡Viva Cristo Rey!» había sido baleado y muerto el estudiante Arturo Ruiz. Sucedió el 23 de enero y no más de veinticuatro horas después fueron asesinados en un despacho de la calle Atocha los abogados laboralistas. Los sicarios fascistas Cerra, Lerdo de Tejada y García Julia habían vaciado a mansalva el cargador de sus pistolas Super-Star largas de 9 mm sobre los allí reunidos y dejaron amontonados cinco cadáveres y cuatro heridos. Lola González se había librado de la muerte con un balazo en la cara puesto que se había desplomado un segundo antes bajo el montón de cadáveres. Aquella mujer extraordinaria estaba muy metida en el corazón de Jesús Aguirre desde los tiempos en que fue novia de Enrique Ruano. Tal vez por eso en el entierro de los abogados, que fue la puesta en escena en la calle del Partido Comunista, aparece Jesús Aguirre llorando entre la multitud en torno al palacio de Justicia. Después de este entierro, la legalización del Partido Comunista sólo era cuestión de poco tiempo y de muchas agallas, cosa que sucedió en Sábado Santo, antiguamente llamado de Gloria. A medianoche, en la hora en que se supone que Cristo saltó de la tumba del Gólgota como un tapón de champán para inaugurar una era de nuestra historia, comenzaron a flamear banderas rojas junto a la sede en la calle Virgen de los Peligros de Madrid, ante el pánico de los burgueses que salían del teatro Alcázar y del Reina Victoria.

El año de la ascensión de Jesús Aguirre a los palcos del Teatro Real, el país estaba envuelto en una violencia extrema. Algunos militares levantiscos zarandeaban públicamente al ministro de Defensa Gutiérrez Mellado y otros le negaban la mano al presidente Suárez durante una revista a la tropa. ETA asesinaba a un ciudadano cada tres días y los GRAPO redondeaban la cuenta. Ya sin peluca, Carrillo había entrado y salido de la cárcel; había aceptado la bandera española, y después de las elecciones de junio entraron en el palacio de las Cortes los rojos. En el salón de los pasos perdidos hacia la cafetería del Congreso se cruzaban Fraga con Dolores Ibárruri, Calvo Sotelo con Rafael Alberti, Ramón Tamames con Felipe González y todos pedían un café cortado con leche en taza mediana, único propósito en que entonces estaban de acuerdo.

Manuel Vicent
Aguirre, el magnífico

Chinche zapatero sobre líquenes de árbol

Chinche zapatero sobre líquenes de árbol

Serie: azulejos