Sentado entre monseñor Airoldi y fray Giuseppe Vella, se hallaba don Gioacchino Requesens, para enterarse de las maravillas del Consejo de Sicilia.
—Os quiero leer —dijo en determinado momento monseñor— una cosa que os causará placer… En vuestra familia, si no recuerdo mal, tenéis el título del condado de Racalmuto…
—Nos viene por vía de los del Carretto —respondió don Gioacchino—. Una del Carretto se casó…
—Os la quiero leer —interrumpió monseñor—, os la quiero leer.
Se puso de pie; después de unos minutos de búsqueda, extrajo un quinterno de la pila que reposaba sobre la mesa. Satisfecho, volvió a sentarse. Sonreía como quien está a punto de hacer un regalo por sorpresa.
—Aquí está… os la leeré…: «Oh amo mío poderoso y venerable, el siervo de su grandeza con el rostro en tierra le besa las manos y le dice que el emir de Giurgenta me ha dado orden de que emprendiese el cuidado de contar la población de Rahal-Almut y de que luego me ocupara de escribir una relación a su grandeza y de enviarla a Palermo. Los he contado a todos para hallar entonces que en dicha población viven cuatrocientos cuarenta y seis hombres, seiscientas cincuenta y cinco mujeres, cuatrocientos noventa y dos niños y quinientas dos niñas. Todas estas criaturas, ya sean musulmanas o cristianas, aún no han llegado a la edad de quince años. Hecha esta relación, con el rostro en tierra le beso las manos y me identifico así, el gobernador de Rahal-Almut Aabd Aluhar por voluntad de Dios siervo del emir Elihir de Sicilia…». Luego está la fecha ¿lo veis?: 24 del mes de reginal, 385 de Mahoma, lo que vale decir 24 de enero de 998… ¿Qué os parece?, ¿qué decís?
—Interesante —respondió con frialdad don Gioacchino.
Se produjo un silencio embarazoso. Monseñor Airoldi se sentía desilusionado frente a la extraña actitud contenida de don Gioacchino.
—¿Eso aparece en el Consejo de Sicilia? —preguntó al cabo de unos instantes Requesens.
—Sí, en el Consejo de Sicilia —respondió, sin ocultar su disgusto, monseñor.
—¿Y en el Consejo de Egipto? —inquirió don Gioacchino.
—En el Consejo de Egipto, ¿qué? —preguntó, a su vez, monseñor, con cierta brusquedad.
Pero fray Giuseppe ya había comprendido la situación: don Gioacchino, justamente, se preocupaba por aquellas noticias que, acerca del condado de Racalmuto, pudiesen aparecer en el Consejo de Egipto. Y la nueva aventura de fray Giuseppe tomaba especial nota de preocupaciones semejantes.
—Me refiero a si en el Consejo de Egipto habrá alguna otra noticia relacionada con este condado o con las demás tierras que pertenecen a mi familia.
—No lo sé —respondió monseñor y con actitud interrogante se volvió hacia fray Giuseppe.
—Ni siquiera yo lo sé aún —explicó fray Giuseppe—. Apenas he comenzado el trabajo —pero lo dijo con un tono tal que don Gioacchino quedó sumergido en el convencimiento de que en el Consejo de Egipto habría lo suficiente como para reducir a los Requesens, según el pensamiento literal de don Gioacchino, a «cubrirse el culo con la mano», o sea como para reducirlos a la total desnudez.
—Comprendo —exclamó monseñor, con la cara cubierta por una repentina luz; para lograr que fray Giuseppe también comprendiese, le explicó—: Mira, nuestro amigo don Gioacchino se preocupa al pensar que podría surgir la prueba o la sospecha de una usurpación en lo tocante a alguna de las tierras y posesiones de su familia.
—Oh —exclamó fray Giuseppe, con aire de fingido estupor e inocencia.
—De verdad no me preocupo —dijo don Gioacchino—. Estoy seguro de que acerca de las posesiones de mi familia no puede surgir ni tan sólo la sombra de semejante sospecha… Pero ya sabéis qué es lo que sucede a menudo: una equivocación, un quid pro quo…
—Ese peligro no existe —aseguró monseñor.
—No existe —se hizo eco fray Giuseppe.
—Comprendo —dijo don Gioacchino.
Creía ser el primero, entre los nobles de Palermo, que había advertido el peligro que representaban el Consejo de Egipto y el astuto hombre que lo traducía. Con el viento que soplaba desde Nápoles, con aquel loco del virrey…
En realidad muchos otros habían comprendido ya esto mismo. La casa de fray Giuseppe se había convertido en meta de una procesión de pesebre: en el huerto balaban los corderos, una enorme jaula estaba tan llena de pollos que las pobres aves no podían moverse dentro de ella, y los frutos, quesos y dulces se acumulaban en todos los rincones de la casa… Sin hablar de los presentes en onzas sonantes, y las invitaciones a comer que llovían desde todas partes.
Leonardo Sciascia
El Consejo de Egipto
El Consejo de Egipto es la historia de una impostura. En el siglo XVIII, en una alejada Palermo hasta la que también llegan los aires y las luces de la Razón, un orondo personaje, el abate Vella, va a poner en entredicho los más conservadores y arraigados cimientos de la sociedad siciliana. Para congraciarse con la Sacra Real Majestad de Nápoles, el clérigo, ávido de riquezas, finge traducir un códice de la época de la dominación árabe en Sicilia. Lo que está haciendo, sin embargo, es inventar, con talento de escritor y conocimientos de humanista, El Consejo de Egipto, documento que va a sembrar el terror entre los nobles al descubrir al mundo que los privilegios de la aristocracia carecen de legitimidad histórica. Como en tantas otras ocasiones, la anécdota de la formidable estafa servirá a Leonardo Sciascia para llevar a cabo una irónica y siempre lúcida reflexión sobre la naturaleza y contradicciones de los hombres.