10 marzo 2008

Werther: 4 de mayo de 1771

¡CUÁNTO me alegro de mi viaje! ¡Ay, amigo mío, lo que es el corazón del hombre! ¡Alejarme de ti, a quien tanto quiero; dejarte, siendo inseparable, y sentirme dichoso! Sé que me lo perdonas. ¿No parece que el destino me había puesto en contacto con los demás amigos, con el exclusivo fin de atormentarme? ¡Pobre Leonor! Y, sin embargo, no es culpa mía, ¿Podía yo evitar que se desarrollase una pasión en su desdichado espíritu, mientras me embelesaba con las gracias hechiceras de su hermana? Así y todo, ¿no tengo nada que echarme en cara? ¿No he nutrido esa pasión? Más aún: ¿no me he divertido frecuentemente con la sencillez e inocencia de su lenguaje, que muchas veces nos hacía reír, aunque nada tenía de risible? ¿No he?.. ¡Oh! ¡Qué es el hombre, y por qué se atreve a quejarse? Quiero corregirme, amigo mío; quiero corregirme, y te doy palabra de hacerlo; quiero no volver a preocuparme con los dolores pasajeros que la suerte nos ofrece sin cesar; quiero vivir de lo presente, y que lo pasado sea para mí pasado por completo. Confieso que tienes razón cuando dices que aquí abajo habría menos amarguras si los hombres (Dios sabrá por qué los ha hecho como son) no se dedicasen con tanto ahínco a recordar dolores antiguos, en vez de soportar con entereza los presentes.
«Di a mi madre que no dejaré de la mano su asunto, y que le daré noticias de él lo más pronto que pueda. He visto a mi tía: lejos de encontrar en ella a la perversa mujer que ahí me hablaron, te aseguro que tiene excesiva viveza y excelente corazón. Me he hecho eco de las quejas de mi madre por la parte de herencia que le retiene, me ha explicado su conducta y los motivos que la justifican; también me ha dicho bajo qué condiciones está dispuesta a entregarnos aún más de lo que pedimos. Basta de esto por hoy, di a mi madre que todo se arreglará. He visto una vez más, amigo mío, en este negocio insignificante que las equivocaciones de la negligencia causan en el mundo más daño que la astucia y la maldad; bien es cierto que éstas abundan menos.
«Por lo demás, aquí me encuentro perfectamente. La soledad de este paraíso terrenal es un precioso bálsamo para mi alma, y esta estación juvenil consuela por completo mi corazón, que con frecuencia se estremece de pena. Cada árbol, cada planta es un ramillete de flores, y siente uno deseos de convertirse en abeja, para revolotear en esta atmósfera embalsamada, sacando de ella el necesario alimento.
«La ciudad propiamente dicha es desagradable; pero en sus cercanías brilla la naturaleza con todo su esplendor. Por eso el difunto conde de M... hizo plantar su jardín en una de estas colinas, que se cruzan en variado y encantador panorama, formando los valles más deliciosos. El jardín es sencillo, y se observa desde la entrada que el plan, más que engendro de sabio jardinero, es combinación de un alma sensible, deseosa de gozar de sí misma. Muchas lágrimas he consagrado ya a la memoria del conde en las ruinas de un pabelloncito, que era su retiro predilecto y que también es el mío. En breve seré yo el dueño del jardín: en sólo dos días me he sabido granjear la buena voluntad del jardinero y te aseguro que no llegará a arrepentirse de ello.»
Johann Wolfgang von Goethe: Werther

09 marzo 2008

Antigua vivienda de astures

casa astur en Campa Torres (Gijón)

La flauta

Para el día de Jacintos, me ha dado una flauta hecha de cañas muy bien cortadas, uni­das con cera blanca que es dulce a mis labios como si fuese miel.
Sentada en sus rodillas me enseña a tocarla, pero yo estoy toda temblorosa. Él toca después de mí tan dulcemente, que apenas le oigo.
No tenemos nada que decirnos, de tal modo estamos uno tan en el otro; pero nuestras can­ciones gustan de encontrarse, y poco a poco se unen nuestras bocas en la flauta.
Es tarde ya, empieza el canto de las ranas verdes que anuncian la noche. Mi madre no creerá nunca que he estado tanto tiempo bus­cando mi cinturón perdido.
En 'Las canciones de Bilitis' de Pierre Louÿs

08 marzo 2008

Palacio Real

palacio real

De Enrique Heine en 'Cuadros de Viaje'

Soy el hombre más cortés de la tierra. Puedo envanecerme de no haber sido nunca grosero en este mundo, donde existe tanto bellaco insoportable que le asedia a uno refiriéndole sus penas o declamándole sus versos. Siempre he escuchado tranquilo, con verdadera paciencia cristiana, tales miserias, sin que un solo gesto delatara el hastío de mi alma. Como un penitente Brahman que entrega su cuerpo a la voracidad de los gusanos, para que se sacien también estas criaturas de Dios, he sido víctima con frecuencia, durante días enteros, de las más crueles sabandijas humanas; he escuchado con calma, y mis internos suspiros sólo eran perceptibles para Aquel que recompensa la virtud.
Pero hasta el arte de vivir nos manda a ser corteces, no guardar enojoso silencio, ni replicar con mal humor, cuando un esponjoso consejero de comercio o un seco vendedor de queso se sienta a nuestro lado, y comienza una conversación, generalmente europea, con las palabras: "hoy hace un hermoso día." Quien sabe si volverá uno a encontrarse con semejante filisteo, y si acaso le hará pasar un mal rato, por no haberle respondido cortesmente: "Hace un hermoso tiempo." Hasta puede ocurrir, querido lector, que vayas a sentarte, en Cassel, á la mesa redonda, junto al dicho filisteo, quizá a su izquierda, y sea él precisamente quien tiene ante sí la fuente de las carpas el escabeche y las reparte con aire placentero; -que tenga entonces contigo algún antiguo pique- hará dar la vuelta al plato siempre hacia la derecha, y no quedará para tí el más pequeño trocito de cola: porque ¡ay! serás el número trece a la mesa, lo cual es siempre arriesgado, cuando se sienta uno a la izquierda del que trincha. y el plato da la vuelta por la derecha. Y es una gran desgracia que no le llegue a uno una pizca de carpa; quizá la mayor que puede ocurrirle después de la pérdida de la escarapela nacional. Todavía el filisteo que te prepara este disgusto, se burla de tí por contera, ofreciéndote los laureles que han quedado flotando en la obscura salsa.- ¡Ah! ¡de qué sirven los laureles todos, cuando no llevan consigo carpa alguna! Mas el filisteo guiña los ojillos, se ríe a cada paso, y murmura: "Hoy hace un hermoso día.
Por Enrique Heine

07 marzo 2008

Cruz votiva visigoda

Cruz visigoda

Imago Mundi. (9/9). Germán Arciniegas

La fábula regresa al Viejo Mundo.
—¿Cómo ocurrió el regreso a Europa de la fábula del paraíso? El más conmovedor ejemplo está en un libro enciclopédico escrito por uno de los más eruditos bibliófilos del XVII: Antonio López Pinelo. Se titula El Paraíso en el Nuevo Mundo, comentario Apologético, Historia Natural y Peregrina de las Indias Occidentales Islas de Tierra Firme del Mar Océano. León Pinelo, como Colón, era uno de aquellos espíritus misteriosos y laberíntico que viniendo de la entraña hebrea desbordan en manifestaciones propias de cristianos nuevos y hacen lo que aconseja la fe de quienes estrenan religión, siempre infinitamente más expresivo y declarado.
Habiendo nacido en Valladolid e hijo de un portugués, se consideraba peruano. Escribió en España casi la totalidad de su abundante obra, se regresó de Lima, donde había estudiado y habían muerto sus padres. Su abuelo paterno, judío portugués que comerciaba en la isla de Madeira, fue quemado vivo en Lisboa junto con su mujer. Sus padres se hicieron cristianos de múltiples devociones, ya fuera por precaución, ya por hacer más notoria su nueva fe, ya por convencerse a sí mismos del cambio que se habían impuesto. Eso sí, el santo temor a los frailes que administraban el sambenito y la vela verde, les aconsejó alejarse de España y Portugal, poner de por medio el Atlántico, y buscar hogar menos incierto en Lima, mirando al mar Pacífico. Con todo, para quien llevaba a cuestas la historia de unos padres quemados en Lisboa, había siempre mil ojos vigilantes que lo espiaban. «De 1605 a 1637 la Inquisición citó y procesó a Diego López (padre de Pinelo) acusándole por motivos nimios o ridículos, como tener un caballo llamado Pedro, haber bajado los ojos al alzarse la hostia o haber amarrado una mula de una cruz...» Todo esto fue disolviéndose en la notoria cristiandad de Diego López que terminó, ya viudo, de fraile. El hijo se hizo apasionado defensor de la Inmaculada Concepción de la Virgen, fue hundiéndose en la minuciosa lectura de los dos Testamentos, de los Santos Padres y de cuanto libro halló su infatigable diligencia, llegando a formarse la convicción beligerante de que el Paraíso Terrenal no estaba en ninguna región distinta de América. El Paraíso quedaría, según él, en Iquitos, sobre el Amazonas, en las idílicas mansiones verdes de eterna poesía... paradójicamente llamadas por los novelistas de nuestro tiempo el infierno verde. Los cuatro ríos de que antiguamente se habló —el Nilo, el Ganges, el Eufrates y el Tigris-— no eran los que brotaron de la fuente original, sino el Amazonas, el Plata, el Orinoco y el Magdalena. El paraíso no era cuadrado como lo dibujó el francés Jacques de Auzoles, sino un círculo de 160 leguas de diámetro...
Novecientas páginas de gran formato escribió León Pinelo para combatir las diecisiete hipótesis más autorizadas que colocaban el Edén en el cielo de la luna, en la región media del aire, en los montes más encumbrados, en el cielo, en Libia, en la India, en el mundo de los hiperbóreos, en las Molucas, en Ceylán, en Sarmacia, en Charan, en Siria, en el Campo Esledrón, en Palestina, en Damasco, en Canaán, en los Campos Elíseos o en las Islas Afortunadas... Para León Pinelo toda esta era una geografía fantástica, como en parte lo es para nosotros. Y argüía: ¿dónde una tierra más rica y más amena, más suavemente templada y deliciosa, que en la floresta mágica amazónica, de las orquídeas exóticas y las mariposas de anchas alas de nácar y esmeralda?
No hay que pensar en León Pinelo como un poeta desprendido de la realidad de su tiempo. Fue, con Solórzano Pereyra, el más cumplido compilador de las leyes en que se fundó la política indiana -—monumento extraordinario para la historia colonial-— y siendo íntimo de Lope de Vega sirvió a este amazónico poeta como enciclopedia viva para puntualizar todo lo que de América se vuelca en la obra del gran comediógrafo. Simplemente, como producto de una civilización, más que de una época, se movía en un mismo terreno en que la verdad y la fábula formaban la tierra firme.
Raúl Porras Barranechea, al exhumar el libro de León Pinelo da todas estas noticias y concluye: «Poseído de una especie de fiebre erudita y documental, Pinelo registra libros y papeles referentes a América; se enfrasca en la lectura de viejos infolios de geografía medieval y de cosmografía antigua, en latín, en griego, en hebreo; se inicia en la ciencia talmúdica y bíblica, devorándose seiscientos ochenta libros hebreos de una biblioteca rabínica en busca de una cita sobre el Paraíso Terrenal. Y para despejar cualquier duda teológica se sumerge en la lectura de los Padres de la Iglesia, de los exegetas de la Biblia y de los doctores de la Escolástica...»
Como ajuste de todo este trabajo preparatorio, Pinelo fue situando en América uno a uno los monstruos de la invención europea y, finalmente, sabiendo que el Perú era más rico que la India, que todo en las letras divinas y humanas llevaba a la conclusión de que en torno a Iquitos estaría el Edén, el Jardín de las Delicias, fabricó con estos elementos la tela encantada de su obra. Y no en vano. Porque América fantástica se levantaba ante los occidentales cansados de las injusticias de Europa, agobiada de miserias, como el continente de la esperanza. En América habrían de situarse todas las Utopías...

Germán Arciniegas. París

Serie: azulejos