En el intercambio recíproco no se especifica cuánto o qué exactamente se espera recibir a cambio ni cuándo se espera conseguirlo, casa que enturbiarla la calidad de la transacción, equiparándola al trueque o a la compra y venta. Esta distinción sigue subyaciendo en sociedades dominadas por otras formas de intercambio, incluso las capitalistas, pues entre parientes cercanos y amigos es habitual dar y tomar de forma desinteresada y sin ceremonia, en un espíritu de generosidad. Los jóvenes no pagan con dinero por sus comidas en casa ni por el uso del coche familiar, las mujeres no pasan factura a sus maridos por cocinar, y los amigos se intercambian regalos de cumpleaños y Navidad. No obstante, hay en ello un lado sombrío, la expectativa de que nuestra generosidad sea reconocida con muestras de agradecimiento. Allí donde la reciprocidad prevalece realmente en la vida cotidiana, la etiqueta exige que la generosidad se dé por sentada. Como descubrió Roben Dentan en sus trabajos de campo entre los Semais de Malasia central, nadie da jamás las gracias por la carne recibida de otro cazador. Después de arrastrar durante todo un día el cuerpo de un cerdo muerto por el calor de la jungla para llevarlo a la aldea, el cazador permite que su captura sea dividida en partes iguales que luego distribuye entre todo el grupo. Dentan explica que expresar agradecimiento por la ración recibida indica que se es el tipo de persona mezquina que calcula lo que da y lo que recibe. "En este contexto resulta ofensivo dar las gracias, pues se da a entender que se ha calculado el valor de lo recibido y, por añadidura, que no se esperaba del donante tanta generosidad." Llamar la atención sobre la generosidad propia equivale a indicar que otros están en deuda contigo y que esperas resarcimiento. A los pueblos igualitarios les repugna sugerir siquiera que han sido tratados con generosidad.
Richard Lee nos cuenta cómo se percató de este aspecto de la reciprocidad a través de un incidente muy revelador. Para complacer a los Kung, decidió comprar un buey de gran tamaño y sacrificarlo como presente. Después de pasar varios días buscando por las aldeas rurales bantúes el buey más grande y hermoso de la región, adquirió uno que le parecía un espécimen perfecto. Pero sus amigos le llevaron aparte y le aseguraron que se había dejado engañar al comprar un animal sin valor alguno. "Por supuesto que vamos a comerlo", le dijeron, "pero no nos va a saciar, comeremos y regresaremos a nuestras casas con rugir de tripas". Pero cuando sacrificaron la res de Lee, resultó estar recubierta de una gruesa capa de grasa. Más tarde sus amigos le explicaron la razón por la cual habían manifestado menosprecio por su regalo, aun cuando sabían mejor que él lo que había bajo el pellejo del animal:
Sí, cuando un hombre joven sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de nosotros como servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar esto, rechazamos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a matar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De esta manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico.
De MARVYN HARRIS en “Jefes, cabecillas, abusones”
12 diciembre 2007
Valdemoro, hace un año. Navidad 2006
11 diciembre 2007
NOCHEBVENA
Yo, perdida toda esperanza de conseguirlo, y dispuesto al ayuno como un santo ermitaño, me distraía mirando al huerto, donde cantaba un mirlo que recorría a saltos las ramas de un nogal centenario. Las nubes, pesadas y plomizas, iban a congregarse sobre la Sierra de Celtigos en un horizonte de agua, y los pastores, dando voces a sus rebaños, bajaban presurosos por los caminos, encapuchados en sus capas de juncos. El arco iris cubría el huerto, y los nogales oscuros y los mirtos verdes y húmedos parecían temblar en un rayo de anaranjada luz. Al caer la tarde, el señor Arcipreste atravesó el huerto: Andaba encorvado bajo un gran paraguas azul: Se volvió desde la cancela, y viéndome en la ventana me llamó con la mano. Yo bajé tembloroso. El me dijo:
-¿Has aprendido eso?
-No, señor.
-¿Por qué?
-Porque es muy difícil.
El señor Arcipreste sonrió bondadoso:
-Está bien: Mañana lo aprenderás. Ahora acompáñame a la iglesia.
Me cogió de la mano para resguardarme con el paraguas, pues comenzaba a caer una ligera llovizna, y echamos camino adelante. La iglesia estaba cerca. Tenía una puerta chata de estilo románico, y, según decía el señor Arcipreste, era fundación de la Reina Doña Urraca. Entramos. Yo quedé solo en el presbiterio, y el señor Arcipreste pasó a la sacristía hablando con el monago, recomendándole que lo tuviese todo dispuesto para la misa del gallo. Poco después volvíamos a salir. Ya no llovía, y el pálido creciente de la luna comenzaba a lucir en el cielo triste e invernal. El camino estaba oscuro, era un camino de herradura, pedregoso y con grandes charcos. De largo en largo hallábamos algún rapaz aldeano que dejaba beber pacíficamente a la yunta cansada de sus bueyes. Los pastores que volvían del monte trayendo los rebaños por delante, se detenían en las revueltas y arreaban a un lado sus ovejas para dejarnos paso. Todos saludaban cristianamente:
-¡Alabado sea Dios!
-¡Alabado sea!
- Vaya muy dichoso el señor Arcipreste y la su compaña.
-¡Amén!
Cuando llegamos a la rectoral era noche cerrada. Micaela, sobrina del señor Arcipreste, trajinaba disponiendo la cena. Nos sentamos en la cocina al amor de la lumbre: Micaela me miró sonriendo:
-¿Hoy no hay estudio, verdad?
-Hoy, no
- Arrenegados latines, ¿verdad?
- ¡Verdad! El señor Arcipreste nos interrumpió severamente:
- No sabéis que el latín es la lengua de la Iglesia...
Y cuando ya cobraba aliento el señor Arcipreste para edificarnos con una larga plática llena de ciencia teológica, sonaron bajo la ventana alegres conchas y bulliciosos panderos. Una voz cantó en las tinieblas de la noche:
El señor Arcipreste les franqueó por sí mismo la puerta, y un corro de zagales invadió aquella cocina siempre hospitalaria. Venían de una aldea lejana: Al son de los panderos cantaron;
Falade ven baixo,
Andade pasiño,
Porque non desperté
O noso meniño.
O noso meniño,
O noso Jesús,
Que durme nas pallas
Sen verce [berce] e sen luz.
Callaron un momento, y entre el júbilo de las conchas y de los panderos volvieron a cantar:
Si non fora porque teño
Esta cara de aldeán,
Déralle catro biquiños
N’esa cara de mazan.
Vamos d' aquí par'a aldea
Que xa vimos de ruar,
Está Jesús a dormir
E podémolo espertar.
Tras de haber cantado, bebieron largamente de aquel vino agrio, fresco y sano que el señor Arcipreste cosechaba, y refocilados y calientes, fuéronse haciendo sonar las conchas y los panderos. Aún oíamos el chocleo de sus madreñas en las escaleras del patín, cuando una voz entonó:
Esta casa é de pedra,
O diaño ergueuna axiña,
Para que durmixen xuntos
O Alcipreste e sua sobrina.
Al oír la copla, el señor Arcipreste frunció el ceño. Micaela enderezóse colérica, y abandonando el perol donde hervía la clásica compota de manzanas, corrió a la ventana dando voces:
-¡Mal hablados!... ¡Mal enseñados!... ¡Así vos salgan al camino lobos rabiosos!
El señor Arcipreste, sin desplegar los labios, se paseaba picando un cigarro con las uñas y restregando el polvo entre las palmas, Al terminar llegóse al fuego y retiró un tizón, que sirvió de candela. Entonces fijó en mí sus ojos enfoscados bajo las cejas canas y crecidas. Yo temblé. El señor Arcipreste me dijo:
-¿Qué haces? Anda a buscar el Nebrija.
Salí suspirando. Así terminó mi Nochebuena en casa del señor Arcipreste de Celtigos, Q. E. S. G. H.
Cuento de Don Ramón María del Valle-Inclán en JARDÍN VMBRÍO
10 diciembre 2007
La juventud dorada, muchachos y muchachas, se convierte en polvo...
“De manera que te fusilarán”, se decía a sí mismo. Al mover lentamente los dedos del pie dentro del calcetín, recordó un verso en el que se comparaban los pies de Cristo con una corza blanca dentro de un matorral. Limpió los lentes en la manga con el gesto familiar a sus amigos. En el calor de la cama se sentía casi perfectamente feliz, y no temía más que una cosa: tener que levantarse y moverse. “De modo que serás destruido”, se dijo a sí mismo a media voz, y encendió otro cigarrillo, aunque no le quedaban más que tres. Los primeros cigarrillos le causaban a veces en el estómago vacío una ligera sensación de embriaguez; se encontraba ya en ese peculiar estado de excitación que le era tan familiar como consecuencia de sus anteriores experiencias en la proximidad de la muerte. Se daba cuenta, al mismo tiempo, que ese estado era censurable y, desde cierto punto de vista, inadmisible, pero en aquel momento no sentía inclinación alguna a colocarse en ese punto de vista. En lugar de ello, se dedicaba a observar el movimiento de sus dedos dentro del calcetín, y sonreía. Una cálida ola de simpatía por su propio cuerpo, que de ordinario no le producía atracción alguna, lo invadía, y el sentimiento de su propia aniquilación lo llenaba de una autopiedad deliciosa.
“La vieja guardia ha muerto -se decía a sí mismo-; somos los últimos y vamos a ser destruídos”. “La juventud dorada, muchachos y muchachas, se convierte en polvo, igual que los deshollinadores”. Procuraba recordar la melodía de la canción, pero sólo la letra acudíale a la memoria. “La vieja guardia ha muerto”, se repetía, y trataba de recordar sus caras, pero únicamente unas pocas acudían al recuerdo. Del primer presidente de la Internacional, que había sido ejecutado como traidor, sólo podía recordar un trozo de su chaleco a cuadros, estirado por un vientre abultado. Nunca llevaba tiradores, sino un cinturón de cuero. El segundo primer ministro del Estado Revolucionario, también ejecutado, se mordía las uñas en los momentos de peligro... “La historia te rehabilitará”, pensaba Rubashov, sin particular convicción. ¿Qué sabe la historia de comerse las uñas? Seguía fumando y pensando en los muertos, y en las humillaciones que habían precedido a su muerte. Pero, a pesar de eso, no podía llegar a odiar al Número Uno como debiera. Con frecuencia miraba el grabado en colores que colgaba sobre su cama, y procuraba excitar el odio contra la persona allí representada, a la que habían dado muchos nombres, de los cuales solamente había prevalecido el de Número Uno. El horror que emanaba de él consistía, sobre todo, en la posibilidad de que tuviese razón, y de que todos aquellos a quienes había mandado ejecutar tuviesen que admitir, ya con la bala que había de matarlos tocándoles la nuca, que su condena era justa. No existía ninguna certidumbre; únicamente la apelación a ese oráculo burlón llamado Historia, que daba su sentencia cuando el apelante se ha convertido en polvo.
Rubashov tenía la impresión de que lo estaban espiando a través de la mirilla, y, aun sin mirar, se daba cuenta de que una pupila pegada al agujero estaba atisbando la celda; a los pocos momentos la llave rechinó en la pesada cerradura, tardando algún tiempo en abrirse la puerta. El carcelero, un viejo en zapatillas, se asomó:
-¿Por qué no se ha levantado? -preguntó.
-Estoy enfermo -dijo Rubashov.
-¿Qué le pasa? El doctor no lo puede ver antes de mañana.
-Dolor de muelas -dijo Rubashov.
-Conque dolor de muelas, ¿eh? -repuso el carcelero, y salió rápidamente, cerrando la puerta con violencia.
De Arthur Koestler en EL CERO Y EL INFINITO
09 diciembre 2007
Toledo, 2003
Cada vez que cerraba los ojos podía revivir muy claramente las escenas de aquella noche de Navidad, un año atrás, en que Pedro y su familia habían sido invitados por primera vez a cenar a su casa, y el frío se le agudizaba. A pesar del tiempo transcurrido, ella podía recordar perfectamente los sonidos, los olores, el roce de su vestido nuevo sobre el piso recién encerado; la mirada de Pedro sobre sus hombros... ¡Esa mirada! Ella caminaba hacia la mesa llevando una charola con dulces de yemas de huevo cuando la sintió, ardiente, quemándole la piel. Giró la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Pedro. En ese momento comprendió perfectamente lo que debe sentir la masa de un buñuelo al entrar en contacto con el aceite hirviendo. Era tan real la sensación de calor que invadía todo su cuerpo que ante el temor de que, como a un buñuelo, le empezaran a brotar burbujas por todo el cuerpo -la cara, el vientre, el corazón, los senos- Tita no pudo sostenerle esa mirada y bajando la vista cruzó rápidamente el salón hasta el extremo opuesto, donde Gertrudis pedaleaba en la pianola el vals Ojos de juventud. Depositó la charola sobre una mesita de centro, tomó distraídamente una copa de licor de Noyó que encontró en su camino y se sentó junto a Paquita Lobo, vecina del rancho. El poner distancia entre Pedro y ella de nada le sirvió; sentía la sangre correr abrasadoramente por sus venas. Un intenso rubor le cubrió las mejillas y por más esfuerzos que hizo no pudo encontrar un lugar donde posar su mirada. Paquita notó que algo raro le pasaba y mostrando gran preocupación la interrogó:
-Qué rico está el licorcito, ¿verdad?
-¿Mande usted?
En “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel
08 diciembre 2007
Otoño romano
Los romanos, que tan orgullosos estaban de su ciudad, conocían, desde niños, esta leyenda: Érase una vez la diosa del amor, Venus, que se enamoró de un mortal, el noble troyano Anquises, y concibió de él un hijo, Eneas. Cuando la ciudad de Troya fue conquistada y destruida por los griegos, Eneas escapó de la matanza y se hizo a la mar con un puñado de fugitivos en busca de otra tierra donde establecerse. Después de diversas aventuras y fracasos, desembarcaron en Italia, cerca del río Tíber, en los dominios del rey Latino, que era descendiente del dios Saturno. Este Latino concedió a Eneas la mano de su bella hija, la princesa Lavinia. Un hijo de la feliz pareja, Ascanio, fundaría, años más tarde, la ciudad de Alba Longa e inauguraría la prestigiosa dinastía que habría de reinar en ella durante muchas generaciones.
Siglos pasaron y uno de los descendientes de Ascanio, el rey Numitor, fue destronado y expulsado de Alba Longa por su taimado hermano Amulio. Además, el usurpador obligó a su sobrina, la bella Rea Silvia, a consagrarse a la diosa Vesta, lo que es tanto como decir que la metió en un convento de clausura para que no pudiera tener hijos que propagaran la simiente del destronado Numitor. Pero Marte, el dios de la guerra, se prendó de la bella muchacha y la empreñó. Rea Silvia dio a luz dos hermanos gemelos a los que puso por nombres Rómulo y Remo. Cuando el malvado Amulio tuvo noticias del parto decidió desembarazarse de las criaturas y ordenó que las arrojaran al Tíber, pero la criada encargada de cumplir tan cruel sentencia se apiadó de los niños y los depositó en una cestilla de mimbre que, discurriendo río abajo, fue a encallar entre las raíces de una providencial higuera que crecía al pie mismo del monte Palatino. Una loba, a la que los cazadores habían matado su reciente camada,percibió el llanto de los pequeñuelos y, colocándose encima de ellos, permitió que mamasen de sus doloridas ubres. Luego, con maternal instinto, los crió y ellos crecieron robustos y lobunos hasta que se hicieron hombres. Pasaron los años y Rómulo y Remo, con las vueltas del tiempo, vinieron a saber la historia de su origen. Entonces fueron a Alba Longa, mataron al usurpador Amulio y restituyeron a su anciano abuelo Numitor en el trono de la ciudad. Cumplida esta justicia, regresaron a los parajes donde los había criado la loba y fundaron allí la ciudad de Roma. Y ahora viene la parte más dramática de la leyenda: en el curso de una ceremonia sagrada, Rómulo dibujó, en torno al escarpe del Palatino, el surco cuadrangular sobre el que había de elevarse el muro de la nueva ciudad. Pero Remo, celoso, deshizo de una patada la señal de tierra. Este sacrilegio le costó la vida porque el severo fundador le hundió el cráneo con su azada. Sobre tan terrible sacrificio propiciatorio, vertida la sangre de Venus y Marte, amor y guerra, Roma quedaba consagrada.
Hasta aquí la leyenda, pero la historia es mucho más prosaica y menos atractiva. Hacia el año 750 antes de Cristo, algunas familias de campesinos se establecieron cerca de la orilla izquierda del Tíber y construyeron sus modestas chozas de barro en la ladera de la colina Palatina. Desde aquella defendida posición dominaban sus campos de cultivo y el humilde embarcadero del río. El lugar era insalubre, pues la cercanía de pantanos favorecía el paludismo, pero tenía la ventaja de estar al resguardo de piratas y saqueadores puesto que el mar quedaba a casi una jornada de camino. Otra ventaja, que se haría evidente con el tiempo, fue su estratégica posición: en el centro de la península itálica, que era el centro del Mediterráneo, centro a su vez del mundo conocido. Los pobladores de los alrededores del Palatino se federaron en una liga, Septimontium, dominada por la tribu Sabina, a la que los latinos, menos poderosos, se sometían. Esta liga se enfrentó a la ciudad de Alba Longa y la destruyó, pero el esfuerzo militar la dejó tan debilitada que fue a su vez fácilmente dominada por los etruscos, otra tribu foránea. Bajo la hegemonía de los etruscos, las distintas poblaciones diseminadas por las siete colinas comienzan a vertebrarse en la forma de una ciudad con espacios comunales, la ciudad del río ("rumon") o Roma. Cuando el poder etrusco entró en crisis, los sometidos latinos se revelaron, obtuvieron su independencia y proclamaron la república.
Desde estos humildes orígenes, los romanos fueron progresando lenta pero incesantemente. Dos siglos después ya se habían impuesto a las otras ciudades del entorno; pasados otros doscientos años eran amos de toda la bota italiana. Finalmente, prosiguiendo su imparable ascensión, dominaron las tierras ribereñas del Mediterráneo (al que ellos llamaban "mare nostrum", "nuestro mar"), la Europa atlántica y Oriente Medio hasta Persia. La Roma imperial, capital del estado universal, rectora del mundo conocido, la reina de las ciudades y señora del mundo, como la llama Cervantes, llegaría a contar, en la época de su mayor desarrollo, en el siglo II, un millón doscientos mil habitantes. Ésa es la Roma en la que ya, sin más dilaciones, vamos a penetrar.
Texto de la "Roma de los Césares" por Juan Eslava Galán
07 diciembre 2007
Constitución, Constitución y más Constitución
La historia muestra el juego de influencias entre la felicidad y la justicia. El viejo Platón ya se preocupó y se ocupó de las leyes «que harían a una ciudad feliz». Las primeras declaraciones americanas de independencia consideraban que la felicidad era una meta políticamente relevante. La Declaración de derechos del buen pueblo de Virginia (1776) afirmaba que los hombres tienen por naturaleza el derecho a «buscar y obtener la felicidad», y la Declaración de Independencia (1776) proclama que el fin del gobierno es «alcanzar la seguridad y la felicidad». En su artículo 13, la Constitución española de 1812 proclamaba: «El objeto del gobierno es la felicidad de la nación.» Y lo mismo dicen Constituciones recientes y culturalmente lejanas. La de Irán (1989): «La república islámica de Irán tiene como ideal la felicidad humana en toda sociedad humana.» La de Namibia (1990) consagra los «derechos del individuo a la vida, a la libertad y la felicidad.» Y la de Corea del Sur dice en su artículo 10: «A todos los ciudadanos se les garantiza la dignidad, y tendrán derecho a perseguir la felicidad.»
No creemos que sean expresiones retóricas, aunque lo parezcan. Delatan la energía que unifica nuestra vida privada y nuestra vida pública, asunto especialmente importante en un momento en que el nexo entre ambas se ha roto, y es necesario reedificar los puentes entre la ética política y la ética personal. La estructura de ese puente, que permite unir la orilla de lo privado y de lo público, es, precisamente, la felicidad.
de
José Antonio Marina
María de la Válgoma
LA LUCHA POR LA DIGNIDAD
Teoría de la felicidad política
22 de noviembre
Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...