A veces, después de bañarme, cepillarme los dientes y limpiarme las orejas con un bastoncillo, me acostaba junto a ella en su amplia cama (la cama de matrimonio que mi abuelo abandonó para siempre, o de la que le echaron, antes de que yo naciera). Mi abuela me contaba un cuento o dos, me acariciaba las mejillas, me besaba en la frente y enseguida me la frotaba con un pequeño pañuelo empapado en perfume, un pañuelo que siempre llevaba metido en la manga izquierda y que utilizaba para eliminar o aplastar microbios, y apagaba la luz. Después de apagar la luz también seguía tarareando en la oscuridad; no es que tarareara, tampoco murmuraba, cómo describirlo: de su interior salía una especie de voz lejana, onírica, una voz de color nuez, un sonido oscuro y agradable que poco a poco se iba convirtiendo en un eco, en una tonalidad, en un olor, en una delicada aspereza, en una oscura calidez, en un tibio líquido amniótico. Toda la noche.
Amos Oz
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