24 enero 2023

TRECE LINEAS (más o menos). 13 de 365

Su perro favorito llevaba unos días enfermo y no le había llegado ningún informe durante aquella mañana. Abrió la puerta que había cerca de la chimenea y que conducía, a través de un pequeño pasillo encelado, a su tocador.
—¡Isabel! —gritó—. ¿Cómo está Tommie?
Una voz fresca y joven contestó desde detrás de la cortina que cerraba el otro extremo del corredor.
—No está mejor, milady.
Un tenue ladrido siguió a la joven voz, que añadió (en el lenguaje de los perros):
—¡Mucho peor, milady, mucho peor!
Lady Lydiard volvió a cerrar la puerta con muestras de compasión por Tommie, y paseó lentamente de un lado para otro por el espacioso salón, esperando la vuelta del administrador.
Correctamente descrita, la viuda de Lord Lydiard era baja y gorda, peligrosamente cerca de su sexagésimo aniversario. Pero puede decirse tranquilamente, y sin que sea un cumplido, que aparentaba ser más joven, como, por lo menos, unos diez años menos. Su complexión era de ese tipo de delicado tono rosado que se observa algunas veces en las ancianas que conservan bien sus facciones. Sus ojos (también excelentemente conservados) eran de ese azul claro y brillante que sienta tan bien y que no se descolora con la prueba de las lágrimas. A todo ello se le había de añadir una nariz pequeña, rellenas mejillas que desafiaban las arrugas. El blanco cabello iba peinado con duros y consistentes rizos pequeños; y, si una muñeca pudiera envejecer, Lady Lydiard hubiera sido la imagen viviente de la misma, tomándose la vida con tranquilidad en su camino hacia la más bella de las tumbas, en un cementerio donde los mirtos y las rosas crecen todo el año.
Si aquéllas eran las virtudes personales de Su Señoría, la historia imparcial deberá reconocer la lista de sus defectos: una completa falta de tacto y gusto en el atavío. El lapso de tiempo transcurrido desde la muerte de Lord Lydiard le había dado la libertad para vestirse como le gustaba. Arreglaba su baja y regordeta figura con colores que resultaban demasiado chillones para una mujer de su edad. Sus vestidos, mal elegidos, al igual que su colorido, puede que no estuvieran mal confeccionados, pero, con certeza, estaban mal llevados. Moral y físicamente debe decirse que su aspecto exterior era el peor. Las anomalías en su vestimenta armonizaban con las de su carácter. Había momentos en los que se sentía y hablaba como corresponde a una dama de su rango; y había otros momentos en los que se comportaba y hablaba como si fuera una cocinera en la cocina. Tras estas superficiales inconsistencias, su grandeza de corazón y lo esencialmente sincero y generoso de la naturaleza de la mujer, sólo esperaban la ocasión precisa para que salieran por sí mismos.

Wilkie Collins (Londres, 8 de enero de 1824 - ib., 23 de septiembre de 1889) - El dinero de Milady

Título original: Milady’s Money
Wilkie Collins, 1879
Traducción: Francisco Arellano Selma


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