El Papa había muerto. El camarlengo lo había anunciado. El maestro de Ceremonias, los notarios, los médicos, lo habían consignado bajo su firma para la eternidad. Su anillo estaba ya destrozado, y rotos sus sellos. Las campanas habían sonado en la ciudad. El cuerpo pontifical había sido entregado a los embalsamadores para ofrecerlo decorosamente a la veneración de los fieles. Ahora yacía entre velas blancas, en la Capilla Sixtina, y la Guardia Noble velaba sus restos bajo los frescos del Juicio Final de Miguel Ángel.
El Papa había muerto. Mañana, el clero de la Basílica reclamaría su cuerpo y lo expondría al pueblo en la capilla del Santísimo Sacramento. Al tercer día lo sepultarían, vestido con sus hábitos pontificios, con una mitra sobre la cabeza, un velo púrpura sobre el rostro y una manta de armiño rojo para que lo abrigase en la cripta. Las medallas y monedas que había acuñado serían sepultadas con él, para identificarlo ante quienquiera que lo exhumase mil años después. Lo encerrarían dentro de tres urnas selladas: una de ciprés, una de plomo para protegerlo de la humedad y para que llevase su escudo de armas y el certificado de su muerte; la última, de roble, para que su apariencia fuese la de otros hombres que bajan a la tumba en una caja de madera.
El Papa había muerto. Y orarían por él como por cualquier otro hombre: «No juzgues a tu siervo, oh, Señor... Líbralo de la muerte eterna.» Luego, lo descenderían dentro de la bóveda que quedaba bajo el altar mayor, donde, tal vez, y sólo tal vez, sus restos se desharían en polvo con el polvo de Pedro; y un albañil cerraría la bóveda con ladrillos y fijaría una placa de mármol con su nombre, su dignidad, la fecha de su nacimiento y la de su muerte.
El Papa había muerto. Lo llorarían con nueve días de misas y le darían nueve absoluciones; pues habiendo sido en vida más grande que otros hombres, su necesidad de ellas podría ser también mayor después de la muerte.
Entonces lo olvidarían, porque la Sede de Pedro estaba vacante, la vida de la Iglesia se hallaba en síncope y el Todopoderoso carecía de Vicario en este mundo atormentado.
La Sede de Pedro se hallaba vacante. De manera que los cardenales del Sacro Colegio se transformaron en depositarios de la autoridad del Pescador, aunque no poseyeran facultades para ejercerla. El poder no residía en ellos, sino en Cristo, y nadie podía asumirlo sino mediante una transmisión y elección legítimas.
La Sede de Pedro estaba vacante. De manera que acuñaron dos medallas, una para el camarlengo, que ostentaba un gran paraguas sobre llaves cruzadas. Bajo el paraguas no había nadie, indicándose así incluso a los más ignorantes que la Silla de los Apóstoles estaba vacía y que todo lo que se hacía era sólo con carácter interino. La segunda medalla era la del gobernador del Conclave: aquel que debía reunir a los cardenales de la Iglesia y encerrarlos bajo llave dentro de las habitaciones del Conclave, manteniéndolos allí hasta que hubiesen designado al nuevo Papa.
Cada moneda acuñada ahora en la Ciudad del Vaticano, cada estampilla emitida, llevaba las palabras sede vacante, que incluso los poco versados en latín, entendían como «mientras la Silla está vacante». El periódico del Vaticano llevaba la misma leyenda en su portada, y mantendría su franja negra de duelo hasta que se nombrase al nuevo Pontífice.
Todos los servicios informativos del mundo tenían algún representante instalado ante el umbral de la oficina de Prensa del Vaticano; y desde todos los puntos cardinales acudían ancianos doblegados por los años o las enfermedades, a vestir el escarlata de los príncipes y a sentarse en el Conclave, del que saldría un nuevo Papa.
El Papa había muerto. Mañana, el clero de la Basílica reclamaría su cuerpo y lo expondría al pueblo en la capilla del Santísimo Sacramento. Al tercer día lo sepultarían, vestido con sus hábitos pontificios, con una mitra sobre la cabeza, un velo púrpura sobre el rostro y una manta de armiño rojo para que lo abrigase en la cripta. Las medallas y monedas que había acuñado serían sepultadas con él, para identificarlo ante quienquiera que lo exhumase mil años después. Lo encerrarían dentro de tres urnas selladas: una de ciprés, una de plomo para protegerlo de la humedad y para que llevase su escudo de armas y el certificado de su muerte; la última, de roble, para que su apariencia fuese la de otros hombres que bajan a la tumba en una caja de madera.
El Papa había muerto. Y orarían por él como por cualquier otro hombre: «No juzgues a tu siervo, oh, Señor... Líbralo de la muerte eterna.» Luego, lo descenderían dentro de la bóveda que quedaba bajo el altar mayor, donde, tal vez, y sólo tal vez, sus restos se desharían en polvo con el polvo de Pedro; y un albañil cerraría la bóveda con ladrillos y fijaría una placa de mármol con su nombre, su dignidad, la fecha de su nacimiento y la de su muerte.
El Papa había muerto. Lo llorarían con nueve días de misas y le darían nueve absoluciones; pues habiendo sido en vida más grande que otros hombres, su necesidad de ellas podría ser también mayor después de la muerte.
Entonces lo olvidarían, porque la Sede de Pedro estaba vacante, la vida de la Iglesia se hallaba en síncope y el Todopoderoso carecía de Vicario en este mundo atormentado.
La Sede de Pedro se hallaba vacante. De manera que los cardenales del Sacro Colegio se transformaron en depositarios de la autoridad del Pescador, aunque no poseyeran facultades para ejercerla. El poder no residía en ellos, sino en Cristo, y nadie podía asumirlo sino mediante una transmisión y elección legítimas.
La Sede de Pedro estaba vacante. De manera que acuñaron dos medallas, una para el camarlengo, que ostentaba un gran paraguas sobre llaves cruzadas. Bajo el paraguas no había nadie, indicándose así incluso a los más ignorantes que la Silla de los Apóstoles estaba vacía y que todo lo que se hacía era sólo con carácter interino. La segunda medalla era la del gobernador del Conclave: aquel que debía reunir a los cardenales de la Iglesia y encerrarlos bajo llave dentro de las habitaciones del Conclave, manteniéndolos allí hasta que hubiesen designado al nuevo Papa.
Cada moneda acuñada ahora en la Ciudad del Vaticano, cada estampilla emitida, llevaba las palabras sede vacante, que incluso los poco versados en latín, entendían como «mientras la Silla está vacante». El periódico del Vaticano llevaba la misma leyenda en su portada, y mantendría su franja negra de duelo hasta que se nombrase al nuevo Pontífice.
Todos los servicios informativos del mundo tenían algún representante instalado ante el umbral de la oficina de Prensa del Vaticano; y desde todos los puntos cardinales acudían ancianos doblegados por los años o las enfermedades, a vestir el escarlata de los príncipes y a sentarse en el Conclave, del que saldría un nuevo Papa.