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07 julio 2021

7 de julio

Filimario lucha tenazmente y está a punto de ceder. Ketty vigila. Una fuga escabrosa. Clotilde estaba ahí. 7 de julio de 1885.A la mañana siguiente, los tres caballeros fueron llevados a presencia del señor digno que estaba sentado detrás del escritorio, teniendo a su lado al jefe.
—¿Están ustedes dispuestos a confesar su verdadera identidad, que no es ciertamente la que resulta de sus papeles, y todo lo que se refiere a este asunto del opio y las patatas, o prefieren ustedes hacerlo después de un interrogatorio de tercer grado? —se informó el señor digno.
—Perdone si le contesto con una pregunta— dijo Filimario—. ¿Le es posible a usted, en el interés de la Justicia, oír a nuestro cónsul, barón Nederlet? El podrá esclarecer perfectamente la cuestión de nuestra verdadera identidad.
Mientras un agente salía en dirección al consulado, Filimario explicó brevemente que él y sus dos compañeros (después de haber desembarcado en un bote en la isla de Bess por haberle sido al yate imposible atracar) habían sido capturados por una banda de maleantes.
—El señor Troll, nuestro conciudadano y amigo— concluyó Filimario, evitando con cuidado el citar el maldito nombre de Clotilde—, había puesto a nuestra disposición su casa de la isla de Bess. Pero alguien la había ocupado antes que nosotros.
El jefe se echó a reír divertido.
En los treinta años que trato con maleantes —exclamó— no había oído nunca una historia tan simple e inocente.
—Lo creo —admitió Filimario—. Yo, en cambio, que trato desde hace treinta y tres años con caballeros, las he oído a millares.
Un agente advirtió que el cónsul, barón Nederlet, estaba en la antesala. El insigne personaje fue introducido inmediatamente, y en cuanto divisó a Filimario, abrió los brazos.

17 junio 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (PERSECUCIÓN)

DON CAMILO se había dejado llevar un poco por su celo durante una jaculatoria de asunto local en que no faltó algún pinchacito más bien fuerte para esos tales, y sucedió que, la noche siguiente, cuando tiró de las cuerdas de las campanas porque al campanero lo habían llamado quién sabe dónde, se produjo el infierno. Un alma condenada había atado petardos al badajo de las campanas. No hubo daño alguno, pero se produjo una batahola de explosiones como para matar de un síncope.
Don Camilo no había abierto la boca. Había celebrado la función de la tarde en perfecta calma, con la iglesia repleta. No faltaba ninguno de aquellos. Pepón en primera fila, y todos mostraban caras tan compungidas como para poner frenético a un santo. Pero don Camilo era un aguantador formidable y la gente se había retirado desilusionada.
Cerrada la puerta grande, don Camilo se había echado encima la capa, y antes de salir, había ido a hacer, una corta reverencia ante el altar.
–¡Don Camilo! –le dijo el Cristo–. ¡Deja eso!
–No entiendo –había protestado don Camilo.
–¡Deja eso!
Don Camilo había sacado de debajo la capa un garrote y lo había depositado ante el altar.
–Una cosa muy fea, don Camilo.
–Jesús, no es de roble: es de álamo, madera liviana, flexible... –habíase justificado don Camilo.
–Vete a la cama, don Camilo, y no pienses más en Pepón.
Don Camilo había abierto los brazos e ido a la cama con fiebre. Así, la noche siguiente, cuando se le presentó la mujer de Pepón, dio un salto como si le hubiese estallado un petardo bajo los pies.
–Don Camilo –empezó la mujer, que estaba muy agitada.
Pero él la interrumpió
–¡Márchate de aquí, raza sacrílega!
–Don Camilo, olvide estas estupideces... En Castellino está aquel maldito que intentó matar a Pepón. .. Lo han soltado.
Don Camilo había encendido el cigarro.
–Compañera, ¿a mí vienes a contármelo? No la hice yo la amnistía. Por lo demás, ¿qué te importa? La mujer se puso a gritar.
–Me importa porque han venido a decírselo a Pepón y Pepón ha salido para Castellino como un endemoniado, llevándose el ametrallador
[1].
–¡Ajá! ¿Así que tenemos armas escondidas, verdad?
–Don Camilo, ¡deje tranquila la política! ¿No comprende que él lo mata? ¡Si usted no me ayuda, él se pierde!
Don Camilo rió pérfidamente:
–Así aprenderá a atar petardos al badajo de las campanas. ¡En presidio quisiera verlo morir! ¡Fuera de aquí!
Tres minutos después, don Camilo, con la sotana atada en torno del cuello, partía como un obseso hacia Castellino en la "Wolsit" de carrera del hijo del sacristán. Alumbraba una espléndida luna y a cuatro kilómetros de Castellino vio don Camilo a un hombre sentado en el parapeto del puentecito del Foso Grande. Allí moderó la marcha, pues hay que ser prudentes cuando se viaja de noche. Detúvose a diez metros del puente, teniendo al alcance de la mano un chisme que se había hallado en el bolsillo.
–Joven –preguntó–, ¿ha visto pasar a un hombre grande en bicicleta, derecho hacia Castellino?
–No, don Camilo–contestó tranquilamente el otro.
Don Camilo se acercó.
–¿Has estado ya en Castellino? –inquirió.
–No; he pensado que no valía la pena. ¿Ha sido la estúpida de mi mujer la que lo ha hecho incomodarse?
–¿Incomodarme? Figúrate... Un paseíto.
–Pero ¡qué pinta ofrece un cura en bicicleta de carrera! –dijo Pepón soltando una carcajada.
Don Camilo se le sentó al lado.
–Hijo mío, es preciso estar preparado para ver cosas de todos los colores en este mundo.

Una horita después don Camilo estaba de regreso e iba a hacerle su acostumbrada relación al Cristo.
–Todo ha andado como me lo habíais sugerido.
–Bravo, don Camilo. Pero, dime, ¿te había sugerido también agarrarlo por los pies y arrojarlo al foso?
Don Camilo abrió los brazos.
–Verdaderamente no recuerdo bien. El hecho es que a él no le hacía gracia ver un cura en bicicleta de carrera y entonces procedí de manera que no me viese más
–Entiendo. ¿Ha vuelto ya?
–Estará por llegar. Viéndolo caer en el foso pensé que saliendo un poco mojado le estorbaría la bicicleta y entonces pensé regresar solo trayendo las dos.
–Has tenido un pensamiento muy gentil, don Camilo –aprobó el Cristo gravemente.
Pepón asomó hacia el alba en la puerta de la rectoral. Estaba empapado y don Camilo le preguntó si llovía.
–Niebla –contestó Pepón entre dientes–. ¿Puedo tomar mi bicicleta?
– Figúrate: ahí la tienes. Pepón miró la bicicleta.
–¿No ha visto por casualidad si atado al caño había un ametrallador?
Don Camilo abrió los brazos sonriendo.
–¿Un ametrallador? ¿Qué es eso?
–Yo –dijo Pepón desde la puerta– he cometido un solo error en mi vida: el de atarle petardos a los badajos de las campanas. Debía haberle atado media tonelada de dinamita.
–Errare humanum est –observó don Camilo.
[1] En el original se lee la mitra, apócope de mitragliatrice (ametralladora). Arma difundida en Italia desde la última guerra, es un fusil ametralladora más corto que el ordinario. Se lleva generalmente bajo el brazo. Llamado también mitragliatore (ametrallador), así lo denominaremos invariablemente en esta traducción, en género masculino, distinguiéndolo de la ametralladora. (N. del T.)

04 junio 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (LA PROCLAMA)

LA PROCLAMA
UNA tarde llegó a la rectoral Barchini, el papelero del pueblo, quien, poseyendo sólo dos cajas de tipos de imprenta y una minerva de 1870, había escrito en el frente de su negocio: "Tipografía". Debía de tener cosas gordas que contar porque permaneció largo rato en el pequeño despacho de don Camilo.
Cuando Barchini se retiró, don Camilo corrió al altar a abrirse con Jesús.
–¡Importantes novedades! –exclamó–. Mañana el enemigo lanzará un manifiesto; lo imprime Barchini, que me ha traído la prueba. Y don Camilo sacó del bolsillo una hoja, con la tinta fresca aún, que leyó en voz alta:
PRIMERO Y ÚLTIMO AVISO
Otra vez anoche una vil mano anónima ha escrito un insulto agraviante en nuestra cartelera mural. Abra el ojo la mano del bellaco que aprovecha la sombra para ejecutar actos de provocación, el cual, cualesquiera que sea, si no acaba, se arrepentirá cuando sea ya irreparable.
Toda paciencia tiene un límite.
El Secretario del Comité
JOSÉ BOTTAZZI
Don Camilo rió.
–¿Qué os parece? ¿No es una obra maestra? Pensad qué jaleo mañana cuando la gente lea el manifiesto en las paredes... Pepón metiéndose a redactar proclamas. ¿No es para reventar de risa?
El Cristo no contestó y don Camilo quedó turbado.
–¿No habéis oído el estilo? ¿Queréis que lo relea?
–He comprendido, he comprendido –contestó el Cristo–. Cada cual se expresa como puede. No es lícito pretender que quien sólo ha cursado el tercer grado elemental atienda a detalles estilísticos.
–¡Señor! –exclamó don Camilo, abriendo los brazos–. ¿Vos llamáis detalles una jerigonza de esta especie?
–Don Camilo: la acción más miserable que puede cometerse en una polémica es la de aferrarse a los errores de gramática y de sintaxis del adversario. Lo que vale en la polémica son los argumentos. Más bien deberías decirme que es feísimo el tono de amenaza que tiene el manifiesto.
Don Camilo volvió la hoja al bolsillo.
–Está sobrentendido –murmuró–. Lo verdaderamente reprobable es el tono de amenaza del manifiesto, pero ¿qué otra cosa podéis esperar de esta gente? No entienden más que la violencia.
–Sin embargo –observó el Cristo–, no obstante sus intemperancias, ese Pepón no me da la impresión de ser realmente un mal sujeto.
Don Camilo se encogió de hombros.
Es como poner buen vino en una cuba podrida. Cuando uno entra en ciertos ambientes, practica ciertas ideas sacrílegas y frecuenta a cierta gentuza, termina por corromperse.
Pero el Cristo no pareció convencido.
–Yo digo que en el caso de Pepón no se debe reparar en la forma, sino indagar la sustancia. O sea, ver si Pepón se mueve empujado por un mal ánimo natural o si lo hace bajo el impulso de una provocación. ¿Contra quién apunta, a tu parecer?
Don Camilo abrió los brazos. ¿Y quién podría saberlo?
–Bastaría saber de qué especie es la ofensa –insistió el Cristo–. Él habla de un insulto que alguien ha escrito anoche en su cartel mural. Cuando tú fuiste a la cigarrería, ¿no pasaste por casualidad ante ese cartel? Procura recordarlo.
–En efecto, sí he pasado –admitió francamente don Camilo.
–Bien; ¿y no se te ha ocurrido detenerte un momento a leerlo?
–Leer verdaderamente, no; a lo sumo le eché un vistazo. ¿Hice mal?
–De ningún modo, don Camilo. Es necesario estar siempre al corriente de lo que dice, escribe y posiblemente piensa nuestra grey. Te preguntaba solamente para saber si no has notado alguna escritura extraña en el cartel, cuando te detuviste a leerla.
Don Camilo meneó la cabeza.
–Puedo asegurar que cuando me detuve no advertí nada extraño.
El Cristo quedose un rato meditando.
–¿Y cuando te retiraste, don Camilo, no viste tampoco alguna escritura extraña al manifiesto?
Don Camilo se reconcentró.
–¡Ah, sí! –dijo–. Haciendo memoria, me parece que cuando me retiraba vi en la hoja algo garabateado con lápiz rojo... Con permiso... Creo que hay gente en la parroquia.
Don Camilo se inclinó rapidísimamente y por salir del aprieto quiso escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo paró:
–¡Don Camilo!
Don Camilo retrocedió lentamente y se detuvo enfurruñado ante el altar.
–¿Y entonces? –preguntó el Cristo.
–Ahora –masculló don Camilo– recuerdo que se me escapó escribir alguna cosa. Se me fue la mano y estampé: "Pepón asno"... Si hubierais leído esa circular, estoy seguro de que vos también...
–¡Don Camilo! ¿No sabes lo que haces y pretendes saber lo que haría el hijo de Dios?
–Disculpadme; he cometido una tontería, lo reconozco. Pero ahora Pepón comete otra publicando manifiestos con amenazas y así quedamos a mano.
–¿Cómo que a mano? –exclamó el Cristo–. Pepón ha sido ayer blanco del "asno" tuyo y todavía mañana le dirán asno en todo el pueblo. Figúrate la gente que lloverá aquí de todas partes para reírse a carcajadas de los disparates del caudillo Pepón, a quien todos temen. Y será por tu culpa. ¿Te parece lindo? Don Camilo se recobró.
–De acuerdo... Pero a los fines políticos generales...
–No me interesan los fines políticos generales. A los fines de la caridad cristiana ofrecer motivos de risa a la gente, a costillas de un hombre porque ese hombre no pasó del tercer grado, es una gran porquería, don Camilo.
–Señor –suspiró don Camilo–, decidme: ¿qué debo hacer?
–No fui yo el que escribió "Pepón asno". Quien cometió el pecado sufra la penitencia. Arréglatelas, don Camilo.
Don Camilo se refugió en su casa y se puso a caminar de arriba abajo por la habitación. Ya le parecía oír las carcajadas de la gente parada ante el manifiesto de Pepón.
–¡Imbéciles! –exclamó con rabia, y se volvió a la estatuilla de la Virgen–. Señora –le rogó– ¡ayudadme!
–Es una cuestión de estricta incumbencia de mi hijo –susurró la Virgencita–. No puedo intervenir.
–Al menos dadle un buen consejo.
–Ensayaré.
Y he aquí que de improviso entró Pepón.
–Oiga –dijo Pepón–, no me traen asuntos políticos. Se trata de un cristiano que se encuentra en apuros y viene a pedir consejo a un sacerdote. ¿Puedo fiar en él?
–Conozco mi deber. ¿A quién has asesinado?
–Yo no mato, don Camilo –replicó Pepón–. Yo, en todo caso, cuando alguno me pisa demasiado los callos, hago volar fulminantes bofetadas.
–¿Cómo está tu Libre Camilo Lenin? –preguntó con sorna don Camilo.
Entonces Pepón se acordó de la cepillada que había recibido el día del bautismo, y se encogió de hombros.
–Sabemos lo que suele pasar –refunfuño–. Las trompadas son mercancía que viaja; trompadas van y trompadas vienen. De todos modos ésta es otra cuestión. En fin, sucede que ahora hay en el pueblo un pillo, un bellaco redomado, un Judas Iscariote de dientes venenosos, que todas las veces que pegamos en la cartelera un escrito con mi firma de secretario se divierte escribiéndole encima: "Pepón asno".
–¿Eso es todo? –preguntó don Camilo–. No me parece una gran tragedia.
–Me gustaría ver si usted razonaría lo mismo cuando durante doce semanas seguidas encontrase escrito en la cartelera de la parroquia: "Don Camilo asno".
Don Camilo dijo que esa comparación no tenía base. Una cosa es la cartelera de una iglesia y otra la de un comité de partido. Una cosa es llamar burro a un sacerdote de Dios y otra llamar así al jefe de unos cuantos locos sueltos.
–¿No barruntas quién pueda ser? –preguntó finalmente.
–Es mejor que no lo sospeche –contestó torvo Pepón–. Si llego a adivinar, ese barrabás andaría ahora con los ojos negros como su alma. Son ya doce veces que me hace esa burla el asaltante y estoy seguro de que siempre es el mismo. Quisiera ahora advertirle que la cosa ha llegado al extremo; que sepa refrenarse, porque si lo agarro, sucederá el terremoto de Mesina. Haré imprimir un manifiesto y lo mandaré pegar en todas las esquinas para que se enteren él y los de su banda.
Don Camilo se encogió de hombros.
–Yo no soy impresor –dijo– y nada tengo que ver en el asunto. Dirígete a una imprenta.
–Ya lo hice –explicó Pepón–. Pero como no me resulta hacer la figura de asno, quiero que usted le eche una mirada a la prueba, antes de que Barchini imprima el manifiesto.
–Barchini no es un ignorante y si hubiera visto algo incorrecto, te lo habría dicho.
–¡Figúrese! –dijo riendo Pepón–. Barchini es un clerizonte. Quiero decir un negro reaccionario, tan negro como su alma asquerosa, y aunque notara que he escrito corazón con s, no lo diría con tal de verme hacer una mala figura.
–Pero tienes tus hombres –replicó don Camilo.
–¡Ya!.. . ¡Voy a rebajarme haciendo corregir mis escritos por mis subalternos! ¡Valientes colaboradores! Entre todos juntos no podrían escribir la mitad del alfabeto.
–Veamos –dijo don Camilo.
Pepón le alcanzó la hoja y don Camilo recorrió lentamente las líneas impresas.
–¡Hum!... Dislates aparte, como tono me parece demasiado fuerte.
–¿Fuerte? –gritó Pepón–. Para decirle todo lo que se merece esa maldita canalla, ese pícaro, semejante bandido provocador, harían falta dos vocabularios.
Don Camilo tomó el lápiz y corrigió atentamente la prueba.
–Ahora pasa en tinta las correcciones –dijo cuando hubo terminado.
Pepón miró tristemente la hoja llena de enmiendas y tachaduras.
–¡Y pensar que ese miserable de Barchini me había dicho que todo estaba bien! . . ¿Cuánto le debo?
–Nada. Ve y cuida de tener cerrada la boca. No quiero que sepan que trabajo para la Agitación y Propaganda.
–Le mandaré unos huevos.
Pepón se marchó y don Camilo antes de meterse en cama dirigióse a saludar al Cristo.
–Gracias por haberle sugerido que viniera a verme.
–Es lo menos que podía hacer –contestó el Cristo sonriendo–. ¿Cómo salió?
–Un poco difícil, pero bien. No sospecha de mí ni de lejos.
–En cambio lo sabe perfectamente. Sabe que fuiste tú, siempre tú, las doce veces. Hasta te ha visto dos noches, don Camilo. Pero atención, piensa siete veces antes de escribir una más "Pepón asno".
–Cuando salga dejaré en casa el lápiz –prometió solemnemente don Camilo.
–Amén –concluyó el Cristo sonriendo.

29 mayo 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (EL BAUTIZO)

EL BAUTIZO
ENTRARON en la iglesia de improviso un hombre y dos mujeres; una de ellas era la esposa de Pepón, el jefe de los rojos.
Don Camilo, que subido sobre una escalera estaba lustrando con "sidol" la aureola de San José, volviose hacia ellos y preguntó qué deseaban.
–Se trata de bautizar esta cosa –contestó el hombre. Y una de las mujeres mostró un bulto que contenía un niño.
–¿Quién lo hizo? –preguntó don Camilo, mientras bajaba.
–Yo –contestó la mujer de Pepón.
–¿Con tu marido? –preguntó don Camilo.
–¡Se comprende!... ¿Con quién quiere que lo hiciera? ¿Con usted? –replicó secamente la mujer de Pepón.
–No hay motivo para enojarse –observó don Camilo, encaminándose a la sacristía–. Yo sé algo... ¿No se ha dicho que en el partido de ustedes está de moda el amor libre?
Pasando delante del altar, don Camilo se inclinó y guiñó un ojo al Cristo.
–¿Habéis oído? –y don Camilo rió burlonamente–. Le he dado un golpecito a esa gente sin Dios.
–No digas estupideces, don Camilo –contestó fastidiado el Cristo–. Si no tuviesen Dios no vendrían aquí a bautizar al hijo, y si la mujer de Pepón te hubiese soltado un revés, lo tendrías merecido.
–Si la mujer de Pepón me hubiera dado un revés, los habría agarrado por el pescuezo a los tres y...
–¿Y qué? –preguntó severo Jesús.
–Nada, digo por decir –repuso rápidamente don Camilo, levantándose.
–Don Camilo, cuidado –lo amonestó Jesús. Vestidos los paramentos, don Camilo se acercó a la fuente bautismal.
–¿Cómo quieren llamarlo? –preguntó a la mujer de Pepón.
–Lenin, Libre, Antonio –contestó la mujer.
–Vete a bautizarlo en Rusia –dijo tranquilamente don Camilo, volviendo a colocar la tapa a la pila bautismal.
Don Camilo tenía las manos grandes como palas y los tres se marcharon sin protestar. Don Camilo trató de escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo frenó.
–¡Don Camilo, has hecho una cosa muy fea! Ve a llamarlos y bautízales el niño.
–Jesús –contestó don Camilo–, debéis comprender que el bautismo no es una burla. El bautismo es una cosa sagrada. El bautismo...
–Don Camilo –interrumpió el Cristo–, ¿vas a enseñarme a mí qué es el bautismo? ¿A mí que lo he inventado? Yo te digo que has hecho una barrabasada porque si esa criatura, pongamos por caso, muere en este momento, la culpa será tuya de que no tenga libre ingreso en el Paraíso...
–Jesús, no hagamos drama –rebatió don Camilo–. ¿Por qué habría de morir? Es blanco y rosado una rosa.
–Eso no quiere decir nada –observó Cristo–. puede caérsele una teja en la cabeza, puede venirle un ataque apopléjico... Tú debías haberlo bautizado.
Don Camilo abrió los brazos.
–Jesús, pensad un momento. Si fuera seguro que el niño irá al Infierno, se podría dejar correr; pero ese, a pesar de ser hijo de un mal sujeto, podría perfectamente colarse en el Paraíso, y entonces decidme: ¿cómo: puedo permitir que os llegue al Paraíso uno que se llama Lenin? Lo hago por el buen nombre del Paraíso.
–Del buen nombre del Paraíso me ocupo yo –dijo secamente Jesús–. A mí sólo me importa que uno sea un hombre honrado. Que se llame Lenin o Bonifacio no me importa. En todo caso, tú podrías haber advertido a esa gente que dar a los niños nombres estrafalarios puede representarles serios aprietos cuando sean grandes.
–Está bien –respondió don Camilo–. Siempre yo desbarro; procuraré remediarlo.
En ese instante entró alguien. Era Pepón solo, con la criatura en brazos. Pepón cerró la puerta con el pasador.
–De aquí no salgo –dijo– si mi hijo no es bautizado con el nombre que yo quiero.
–Ahí lo tenéis –murmuró don Camilo, volviéndose al Cristo–. ¿Veis qué gente? Uno está lleno de las más santas intenciones y mirad cómo lo tratan.
–Ponte en su pellejo –contestó el Cristo–. No es un sistema que deba aprobarse, pero se puede comprender...
Don Camilo sacudió la cabeza.
–He dicho que de aquí no salgo si no me bautiza al chico como yo quiero –repitió Pepón, y poniendo el bulto en un silla, se quitó el saco, se arremangó y avanzó amenazante.
–¡Jesús! –imploró don Camilo–. Yo me remito a vos. Si estimáis justo que un sacerdote vuestro ceda a la imposición, cederé. Pero mañana no os quejéis si me traen un ternero y me imponen que lo bautice. Vos lo sabéis, ¡guay de crear precedentes!
–¡Bah! –replicó el Cristo–. Si eso ocurriera, tú deberías hacerle entender...
–¿Y si me aporrea?
–Tómalas, don Camilo. Soporta y sufre como lo hice yo.
Entonces volvió don Camilo y dijo:
–Conforme, Pepón; el niño saldrá de aquí bautizado, pero con ese nombre maldito no.
–Don Camilo –refunfuñó Pepón–, recuerde que tengo la barriga delicada por aquella bala que recibí en los montes. No tire golpes bajos, o agarro un banco...
–No te inquietes, Pepón; yo te los aplicaré todos en el plano superior –contestó don Camilo, colocando a Pepón un soberbio cachete en la oreja.
Eran dos hombrachos con brazos de hierro y volaban las trompadas que hacían silbar el aire. Al cabo de veinte minutos de furibunda y silenciosa pelea, don Camilo oyó una voz a sus espaldas
–¡Fuerza, don Camilo!... ¡Pégale en la mandíbula!
Era el Cristo del altar. Don Camilo apuntó a la mandíbula de Pepón y éste rodó por tierra, donde quedó tendido unos diez minutos. Después se levantó, se sobó el mentón, se arregló, se puso el saco, rehizo el nudo del pañuelo rojo y tomó al niño en brazos. Vestido con sus paramentos rituales, don Camilo lo esperaba, firme como una roca, junto a la pila bautismal. Pepón se acercó lentamente.
–¿Cómo lo llamaremos? –preguntó don Camilo.
–Camilo, Libre, Antonio –gruñó Pepón.
Don Camilo meneó la cabeza.
–No; llamémoslo, Libre, Camilo, Lenin –dijo–. Sí, también Lenin. Cuando está cerca de ellos un Camilo, los tipos de esa laya nada tienen que hacer.
–Amén –murmuró Pepón tentándose la mandíbula.
Terminado el acto, don Camilo pasó delante del altar y el Cristo le dijo sonriendo
–Don Camilo, debo reconocer la verdad: en política sabes hacer las cosas mejor que yo.
–Y en dar puñetazos también –dijo don Camilo con toda calma, mientras se palpaba con indiferencia un grueso chichón sobre la frente...

27 mayo 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (PECADO CONFESADO)

PECADO CONFESADO
DON CAMILO era uno de esos tipos que no tienen pelos en la lengua. Aquella vez que en el pueblo había ocurrido un sucio lío en el cual estaban mezclados viejos propietarios y muchachas, don Camilo durante la misa había empezado un discursito genérico y cuidado; mas de pronto, notando justamente en primera fila a uno de los disolutos, había perdido los estribos, e interrumpiendo el discurso, después de arrojar un paño sobre la cabeza del Jesús crucificado del altar mayor, para que no oyese, plantándose los puños en las caderas había acabado el sermón a su modo, y tronaba tanto la voz que salía de la boca de ese hombrazo, y decía cosas de tal calibre que el techo de la iglesiuca temblaba.
Naturalmente, don Camilo, llegado el tiempo de las elecciones, habíase expresado en forma tan explícita con respecto a los representantes locales de las izquierdas que, un atardecer, entre dos luces, mientras volvía a la casa parroquial, un hombrachón embozado habíale llegado por detrás, saliendo del escondite de un cerco y, aprovechando la ocasión que don Camilo estaba embarazado por la bicicleta, de cuyo manubrio pendía un bulto con setenta huevos, habíale dado un robusto garrotazo, desapareciendo enseguida como tragado por la tierra.
Don Camilo no había dicho nada a nadie. Llegado a la rectoral y puestos a salvo los huevos, había ido a la iglesia a aconsejarse con Jesús, como lo hacía siempre en los momentos de duda.
–¿Qué debo hacer? –había preguntado don Camilo.
–Pincélate la espalda con un poco de aceite batido en agua y cállate –había contestado Jesús de lo alto del altar–. Se debe perdonar al que nos ofende. Esta es la regla.
–Bueno –había objetado don Camilo–; pero aquí se trata de palos, no de ofensas.
–¿Y con eso? –le había susurrado Jesús–. ¿Por ventura las ofensas inferidas al cuerpo son más dolorosas que las inferidas al espíritu?
–De acuerdo, Señor. Pero debéis tener presente que apaleándome a mí, que soy vuestro ministro, os han ofendido a vos. Yo lo hago más por vos que por mí.
–¿Y yo acaso no era más ministro de Dios que tú? ¿Y no he perdonado a quien me clavó en la cruz?
–Con vos no se puede razonar –había concluido don Camilo. Siempre tenéis razón. Hágase vuestra voluntad. Perdonaré. Pero recordad que si esos tales, envalentonados por mi silencio, me parten la cabeza, la responsabilidad será vuestra. Os podría citar pasos del Viejo Testamento...
–Don Camilo: ¡vienes a hablarme a mí del Viejo Testamento! Por cuanto ocurra asumo cualquier responsabilidad. Ahora, dicho entre nosotros, una zurra te viene bien; así aprendes a no hacer política en mi casa.
Don Camilo había perdonado. Sin embargo, algo se le había atravesado en la garganta como una espina de merluza: la curiosidad de saber quién lo había felpeado.
Pasó el tiempo y, un atardecer, mientras estaba en el confesionario, don Camilo vio a través de la rejilla la cara de Pepón, el cabecilla de la extrema izquierda.
Que Pepón viniera confesarse era tal acontecimiento como para dejar con la boca abierta. Don Camilo se alegró:
–Dios sea contigo, hermano; contigo que más que nadie necesitas de su santa bendición. ¿Hace mucho que no te confiesas?
–Desde I9I8 –contestó Pepón.
–Figúrate los pecados que habrás cometido en estos veintiocho años con esas lindas ideas que tienes la cabeza.
–¡Oh, bastantes! –suspiró Pepón.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: hace dos meses le di a usted un garrotazo.
–Es grave –repuso don Camilo–. Ofendiendo a un ministro de Dios, has ofendido a Dios.
–Estoy arrepentido –exclamó Pepón–. Además no lo apaleé como ministro de Dios, sino como adversario político. Fue un momento de debilidad.
–¿Fuera de esto y de pertenecer a ese tu diabólico partido, tienes otros pecados graves?
Pepón vació el costal.
En conjunto no era gran cosa, y don Camilo la liquidó con una veintena entre Padrenuestros y Avemarías. Después, mientras Pepón se arrodillaba ante la barandilla para cumplir la penitencia, don Camilo fue a arrodillarse bajo el Crucifijo.
–Jesús –dijo–, perdóname, pero yo le sacudo.
–Ni lo sueñes –respondió Jesús–. Yo lo he perdonado y tú también debes perdonar. En el fondo es un buen hombre.
–Jesús, no te fíes de los rojos: esos tiran a embromar. Míralo bien: ¿no ves la facha de bribón que tiene?
–Una cara como todas las demás. Don Camilo, ¡tú tienes el corazón envenenado!
–Jesús, si os he servido bien, concededme una gracia: dejad por lo menos que le sacuda ese cirio en el lomo. ¿Qué es una vela, Jesús mío?
–No –respondió Jesús–. Tus manos están hechas para bendecir, no para golpear.
Don Camilo suspiró. Se inclinó y salió de la verja. Se volvió hacia el altar para persignarse una vez más, y así se encontró detrás de Pepón, quien, arrodillado, estaba sumergido en sus rezos.
–Está bien –gimió don Camilo juntando las palmas y mirando a Jesús–. ¡Las manos están hechas para bendecir, pero los pies no!
–También esto es cierto –dijo Jesús de lo alto–. Pero te recomiendo, don Camilo: ¡uno solo!
El puntapié partió como un rayo. Pepón lo aguantó sin parpadear, luego se levantó y suspiró aliviado.
–Hace diez minutos que lo esperaba –dijo–. Ahora me siento mejor.
–Yo también –exclamó don Camilo, que se sentía el corazón despejado y limpio como el cielo sereno.
Jesús nada dijo. Pero se veía que también él estaba contento.

26 mayo 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Tercera Historia)

TERCERA HISTORIA
¿Muchachas? No; nada de muchachas. Si se trata de hacer un poco de jarana en la hostería, de cantar un rato, siempre dispuesto. Pero nada más. Ya tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo en el camino de la Fábrica. Tenía yo catorce años y regresaba a casa en bicicleta por ese camino. Un ciruelo asomaba una rama por encima de un pequeño muro y cierta vez me detuve.
Una muchacha venía de los campos con una cesta en la mano y la llamé. Debía tener unos diecinueve años porque era mucho más alta que yo y bien formada.
–¿Quieres hacerme de escalera? –le dije.
La muchacha dejó la cesta y yo me trepé sobre sus hombros. La rama estaba cargada de ciruelas amarillas y llené de ellas la camisa.
–Extiende el delantal, que vamos a medias –dije a la muchacha.
Ella contestó que no valía la pena.
–¿No te agradan las ciruelas? –pregunté.
–Sí, pero yo puedo arrancarlas cuando quiero. La planta es mía: yo vivo allí –me dijo.
Yo tenía entonces catorce años y llevaba los pantalones cortos, pero trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Ella era mucho más alta que yo y formada como una mujer.
–Tú tomas el pelo a la gente –exclamé mirándola enojado–; pero yo soy capaz de romperte la cara, larguirucha.
No dijo palabra.
La encontré dos tardes después siempre en el camino.
–¡Adiós, larguirucha! –le grité. Luego le hice una fea mueca con la boca. Ahora no podría hacerla, pero entonces las hacía mejor que el capataz, que ha aprendido en Nápoles. La encontré otras veces, pero ya no le dije nada. Finalmente una tarde perdí la paciencia, salté de la bicicleta y le atajé el paso.
–¿Se podría saber por qué me miras así? –le pregunté echándome a un lado la visera de la gorra. La muchacha abrió dos ojos claros como el agua, dos ojos como jamás había visto.
–Yo no te miro –contestó tímidamente. Subí a mi bicicleta.
–¡Cuídate, larguirucha! –le grité–. Yo no bromeo.
Una semana después la vi de lejos, que iba caminando acompañada por un mozo, y me dio una tremenda rabia. Me alcé en pie sobre los pedales y empecé a correr como un condenado. A dos metros del muchacho viré y al pasarle cerca le di un empujón y lo dejé en el suelo aplastado como una cáscara de higo.
Oí que de atrás me gritaba hijo de mala mujer y entonces desmonté y apoyé la bicicleta en un poste telegráfico cerca de un montón de grava. Vi que corría a mi encuentro como un condenado: era un mozo de unos veinte años, y de un puñetazo me habría descalabrado. Pero yo trabajaba de peón de albañil y no tenía miedo a nadie. Cuando lo tuve a tiro le disparé una pedrada que le dio justo en la cara.
Mi padre era un mecánico extraordinario y cuando tenía una llave inglesa en la mano hacía escapar a un pueblo entero; pero también mi padre, si veía que yo conseguía levantar una piedra, daba media vuelta y para pegarme esperaba que me durmiese. ¡Y era mi padre! ¡Imagínense ese bobo! Le llené la cara de sangre, y luego, cuando me dio la gana, salté en mi bicicleta y me marché.
Dos tardes anduve dando rodeos, hasta que la tercera volví por el camino de la Fábrica y apenas vi a la muchacha, la alcancé y desmonté a la americana, saltando del asiento hacia atrás.
Los muchachos de hoy hacen reír cuando van en bicicleta: guardabarros, campanillas, frenos, faroles eléctricos, cambios de velocidad, ¿y después? Yo tenía una Frera cubierta de herrumbre; pero para bajar los dieciséis peldaños de la plaza jamás desmontaba: tomaba el manubrio a lo Gerbi y volaba hacia abajo como un rayo.
Desmonté y me encontré frente a la muchacha. Yo llevaba la cesta colgada del manubrio y saqué una piquetilla.
–Si te vuelvo a encontrar con otro, te parto la cabeza a ti y a él –dije.
La muchacha me miró con aquellos sus ojos malditos, claros como el agua.
–¿Por qué hablas así? –me preguntó en voz baja.
Yo no lo sabía, pero ¿qué importa?
–Porque sí –contesté–. Tú debes ir de paseo sola o si no, conmigo.
–Yo tengo diecinueve años y tú catorce cuando más –dijo–. Si al menos tuvieras dieciocho, ya sería otra cosa. Ahora soy una mujer y tú eres un muchacho.
–Pues espera a que yo tenga dieciocho años –grité–. Y cuidado con verte en compañía de alguno, porque entonces estás frita.
Yo era entonces peón de albañil y no tenía miedo de nada: cuando sentía hablar de mujeres, me mandaba a mudar. Se me importaban un pito las mujeres, pero ésa no debía hacer la estúpida con los demás.
Vi a la muchacha durante casi cuatro años todas las tardes, menos los domingos. Estaba siempre allí, apoyada en el tercer poste del telégrafo, en el camino de la Fábrica. Si llovía tenía su buen paraguas abierto. No me paré ni una sola vez.
–Adiós –le decía al pasar.
–Adiós –me contestaba.
El día que cumplí los dieciocho años desmonté de la bicicleta.
–Tengo dieciocho años –le dije–. Ahora puedes salir de paseo conmigo. Si te haces la estúpida, te rompo la cabeza.
Ella tenía entonces veintitrés y se había hecho una mujer completa. Pero tenía siempre los mismos ojos claros como el agua y hablaba siempre en voz baja, como antes.
–Tú tienes dieciocho años –me contestó–, pero yo tengo veintitrés. Los muchachos me tomarían a pedradas si me viesen ir en compañía de uno tan joven.
Dejé caer la bicicleta al suelo, recogí un guijarro chato y le dije:
–¿Ves aquel aislador, el primero del tercer poste?
Con la cabeza me hizo seña que sí.
Le apunté al centro y quedó solamente el gancho de hierro, desnudo como un gusano.
–Los muchachos –exclamé–, antes de tomarnos a pedradas deberán saber trabajar así.
–Decía por decir –explicó la muchacha–. No está bien que una mujer vaya de paseo con un menor. ¡Si al menos hubieses hecho el servicio militar!... Ladeé a la izquierda la visera de la gorra.
–¿Querida mía, por casualidad me has tomado por un tonto? Cuando haya hecho el servicio militar, yo tendré veintiún años y tú tendrás veintiséis, y entonces empezarás de nuevo la historia.
–No –contestó la muchacha– entre dieciocho años y veintitrés es una cosa y entre veintiuno y veintiséis es otra. Más se vive, menos cuentan las diferencias de edades. Que un hombre tenga veintiuno o veintiséis es lo mismo.
Me parecía un razonamiento justo, pero yo no era tipo que se dejase llevar de la nariz.
–En ese caso volveremos a hablar cuando haya hecho el servicio militar –dije saltando en la bicicleta–. Pero mira que si cuando vuelvo no te encuentro, vengo a romperte la cabeza aunque sea bajo la cama de tu padre.
Todas las tardes la veía parada junto al tercer poste de la luz; pero yo nunca descendí. Le daba las buenas tardes y ella me contestaba buenas tardes. Cuando me llamaron a las filas, le grité:
–Mañana parto para la conscripción.
–Hasta la vista –contestó la muchacha.
–Ahora no es el caso de recordar toda mi vida militar. Soporté dieciocho meses de fajina y en el regimiento no cambié. Habré hecho tres meses de ejercicios; puede decirse que todas las tardes me mandaban arrestado o estaba preso.
Apenas pasaron los dieciocho meses me devolvieron a casa. Llegué al atardecer y sin vestirme de civil, salté en la bicicleta y me dirigí al camino de la Fábrica. Si ésa me salía de nuevo con historias, la mataba a golpes con la bicicleta.
Lentamente empezaba a caer la noche y yo corría como un rayo pensando dónde diablos la encontraría. Pero no tuve que buscarla: la muchacha estaba allí, esperándome puntualmente bajo el tercer poste del telégrafo. Era tal cual la había dejado y los ojos eran los mismos, idénticos.
Desmonté delante de ella.
–Concluí –le dije, enseñándole la papeleta de licenciamiento. La Italia sentada quiere decir licencia sin término. Cuando Italia está de pie significa licencia provisoria
–Es muy linda –contestó la muchacha.
–Yo había corrido como un alma que lleva el diablo y tenía la garganta seca.
–¿Podría tomar un par de aquellas ciruelas amarillas de la otra vez? –pregunté.
La muchacha suspiró.
–Lo siento, pero el árbol se quemó.
–¿Se quemó? –dije con asombro–. ¿De cuando aquí los ciruelos se queman?
–Hace seis meses –contestó la muchacha. –Una noche prendió el fuego en el pajar y la casa se incendió y todas las plantas del huerto ardieron como fósforos.
Todo se ha quemado. Al cabo de dos horas sólo quedaban las puertas. ¿Las ves?
Miré al fondo y vi un trozo de muro negro, con una ventana que se abría sobre el cielo rojo.
–¿Y tú? –le pregunté.
–También yo –dijo con un suspiro–; también yo como todo lo demás. Un montoncito de cenizas y sanseacabó.
Miré a la muchacha que estaba apoyada en el poste del telégrafo; la miré fijamente, y a través de su cara y de su cuerpo, vi las vetas de la madera del poste y las hierbas de la zanja. Le puse un dedo sobre la frente y toqué el palo del telégrafo.
–¿Te hice daño? –pregunté.
–Ninguno.
Quedamos un rato en silencio, mientras el cielo se tornaba de un rojo cada vez más oscuro.
–¿Y entonces? –dije finalmente.
–Te he esperado –suspiró la muchacha– para hacerte ver que la culpa no es mía. ¿Puedo irme ahora?
Yo tenía entonces veintiún años y era un tipo como para llamar la atención. Las muchachas cuando me veían pasar sacaban afuera el pecho como si se encontrasen en la revista del general y me miraban hasta perderme de vista a la distancia.
–Entonces –repitió la muchacha–, ¿puedo irme?
–No –le contesté. –Tú debes esperarme hasta que yo haya terminado este otro servicio. De mí no te ríes, querida mía.
–Está bien –dijo la muchacha. Y me pareció que sonreía.
Pero estas estupideces no son de mi gusto y enseguida me alejé.
Han corrido doce años y todas las tardes nos vemos. Yo paso sin desmontar siquiera de la bicicleta.
–Adiós.
–Adiós.
–¿Comprenden ustedes? Si se trata de cantar a poco en la hostería, de hacer un poco de jarana, siempre dispuesto. Pero nada más. Yo tengo mi novia que me espera todas las tardes junto al tercer poste del telégrafo sobre el camino de la Fábrica.


Uno ahora me dice: hermano ¿por qué me cuentas, estas historias?
Porque sí, respondo yo. Porque es preciso darse cuenta de que en esta desgraciada lonja de tierra situada entre el río y el monte pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte. Cosas que nunca desentonan con el paisaje. Allá sopla un aire especial que hace bien a los vivos y a los muertos, y allá tienen un alma hasta los perros. Entonces se comprende mejor a don Camilo, a Pepón y a toda la otra gente. Y nadie se asombra de que el Cristo hable y de que uno pueda romperle la cabeza a otro, pero honradamente, es decir, sin odio. Tampoco asombra que al fin dos enemigos se encuentren de acuerdo sobre las cosas esenciales.
Porque es el amplio, el eterno respiro del río el que limpia el aire. Del río plácido y majestuoso, sobre cuyo dique; al atardecer, pasa rápida la Muerte en bicicleta. O pasas tú de noche sobre el dique y te detienes, te sientas y te pones a mirar dentro de– un pequeño cementerio que está allí, debajo del terraplén. Y si la sombra de un muerto viene a sentarse junto a ti, no te espantas y te pones a platicar tranquilamente con ella.
He aquí el aire que se respira en esa faja de tierra a trasmano; y se comprende fácilmente en qué Pueden convertirse allá las cosas de la política.
En estas historias habla a menudo el Cristo crucificado, pues los personajes principales son tres: el cura don Camilo, el comunista Pepón y el Cristo crucificado.
Y bien, aquí conviene explicarse: si los curas se sienten ofendidos por causa de don Camilo, son muy dueños de romperme en la cabeza la vela más gorda; si los comunistas se sienten ofendidos por causa de Pepón, también son muy dueños de sacudirme con un palo en el lomo. Pero si algún otro se siente ofendido por causa de los discursos del Cristo, no hay nada que hacer, porqué el que habla en mi historia no es Cristo, sino mi Cristo, esto es, la voz de mi conciencia.
Asunto mío personal; asuntos íntimos míos.
Conque, cada uno para sí y Dios con todos.

25 mayo 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Segunda Historia)

SEGUNDA HISTORIA
Algunas veces aparecía en Bosque Grande gente de la ciudad: mecánicos, albañiles. Iban al río para atornillar los bulones del puente de hierro o del canal de desagüe, o a reparar los muretes de las compuertas. Traían sombrero de paja o gorras de paño, que echaban hacia un lado, se sentaban delante de la hostería de Nita y pedían cerveza y bifes con espinacas. Bosque Grande era un pueblo en donde la gente comía en su casa y solamente iba a la taberna para blasfemar, jugar a las bochas y beber vino en compañía. –Vino, sopa con tocino y huevos con cebolla –respondía Nita asomándose a la puerta. Y entonces aquellos hombres echaban los sombreros y las gorras hacia atrás y empezaban a vociferar que Nita tenía de lindo esto y lo otro, a dar fuertes puñetazos sobre la mesa y a alborotar como gansos.
Los de la ciudad no entendían nada: cuando recorrían la campaña hacían como las marranas en los maizales: alboroto y escándalo. Los de la ciudad, que en su casa comían albóndigas de caballo, venían a pedir cerveza a Bosque Grande, donde a lo sumo se podía beber vino en escudillas; o trataban con prepotencia a hombres que como mi padre poseían trescientos cincuenta animales, doce hijos y más de cuatrocientas hectáreas de tierra.
Actualmente aquello ha cambiado porque ya también en el campo hay gente que usa la gorra ladeada, come albóndigas de caballo y les grita en público a las criadas de la hostería que tienen esto y lo otro de lindo. El telégrafo y el ferrocarril han hecho mucho en este terreno. Pero entonces las cosas eran distintas y cuando llegaban los de la ciudad a Bosque Grande, había personas que estaban en duda sobre si salir de sus casas con la escopeta cargada con balines o con bala.
Bosque Grande era un bendito pueblo hecho de esta manera.

Una vez, sentados delante del poyo de la era, mirábamos a nuestro padre sacar con un, hacha de un tranco de álamo una pala para el trigo, cuando llegó Quico a toda carrera.
–¡Uh! ¡Uh! –dijo Quico, que tenía dos años y no podía hacer largos discursos. Yo no alcanzo a comprender cómo hacía mi padre para entender siempre lo que farfullaba Quico.
–Hay algún forastero o alguna mala bestia –dijo mi padre, y haciéndose traer la escopeta se dirigió llevado por Quico, hacia el prado que empezaba en el primer fresno. Encontramos allí a seis malditos de la ciudad, con trípodes y estacas pintadas de blanco y de rojo, que medían no sé qué mientras pisoteaban el trébol.
–¿Qué hacen aquí? –preguntó mi padre al más cercano, que sostenía una de las estacas.
–Hago mi oficio –explicó el imbécil sin darse vuelta–, y si usted hiciera lo mismo, nos ahorraríamos aliento.
–¡Salga de ahí! –gritaron los otros que estaban en medio del trébol, alrededor del trípode.
–¡Fuera! –dijo mi padre apuntando la escopeta contra los seis imbéciles de la ciudad.
Cuándo lo vieron alto como un álamo, plantado medio del sendero, recogieron sus instrumentos y escaparon como liebres.
Por la tarde, mientras, sentados en torno del poyo de la era, estábamos mirando a nuestro padre dar los últimos toques de hacha a la pala, volvieron los seis de la ciudad, acompañados por dos guardias a los que habían ido a desanidar en la estación de Gazzola.
–Es ése –dijo uno de los seis miserables, indicando a mi padre.
Mi padre continuó su trabajo sin levantar siquiera la cabeza. El cabo manifestó que no entendía cómo había podido suceder eso.
–Sucedió que he visto a seis extraños arruinarme el trébol y los he echado fuera de mi campo –explicó mi padre.
El cabo le dijo que se trataba del ingeniero y de sus ayudantes, que venían a tomar las medidas para colocar los rieles del tranvía de vapor.
Debieron decirlo. Quien entra en mi casa debe pedir permiso –dijo mi padre, contemplando satisfecho su trabajo–. Además, a través de mis campos no pasará ningún tranvía de vapor.
–Si nos conviene, el tranvía pasará –dijo riendo con rabia el ingeniero. Pero mi padre en ese momento había notado que la pala tenía de un lado una joroba y se había aplicado a alisarla.
El cabo afirmó que mi padre debía dejar pasar al ingeniero y a sus ayudantes.
–Es cosa gubernativa –concluyó.
–Cuando tenga un papel con los sellos del gobierno, dejaré entrar a esa gente –barbotó mi padre–. Conozco mis derechos.
El cabo convino en que mi padre tenía razón y que el ingeniero habría traído el papel con los sellos. El ingeniero y los cinco de la ciudad volvieron al día siguiente. Entraron en la era con los sombreros echados atrás y las gorras sobre la oreja.
–Esta es la nota –dijo el ingeniero presentando un pliego a mi padre.
Mi padre tomó el pliego y se encaminó a casa. Todos lo seguimos.
–Léelo despacio –me ordenó cuando estuvimos en la cocina. Y yo leí y releí.
Ve a decirles que entren –concluyó finalmente, sombrío.
De regreso seguí a mi padre y a los demás al granero y todos nos ubicamos ante la ventana redonda que daba sobre los campos.
Los seis imbéciles caminaron canturreando por el sendero hasta el fresno. De improviso los vimos gesticular rabiosos. Uno hizo ademán de correr hacia nuestra casa, pero los otros lo sujetaron.
Los de la ciudad, aun ahora, se conducen siempre así: hacen el aspaviento de echarse encima de alguien, pero los demás los sujetan.
Discutieron cierto tiempo en el sendero, luego se quitaron los zapatos y las medias y se arremangaron los pantalones, después de lo cual entraron a saltitos en el trebolar.
Había sido duro el trabajo desde la medianoche hasta las cinco de la mañana. Cuatro arados de profundas rejas, tirados por ochenta bueyes habían revuelto todo el trebolar. Luego habíamos debido obstruir fosos y abrir otros para inundar la tierra arada. Finalmente tuvimos que acarrear diez tanques de inmundicias extraídas del pozo negro del establo y vaciarlos en el agua.
Mi padre quedó con nosotros en la ventana del granero hasta mediodía, mirando hacer gambetas a los hombres de la ciudad.
Quico soltaba chillidos de pajarito cada vez que veía alguno de los seis vacilar, y mi madre, que había subido para avisarnos que la sopa estaba lista, se mostraba contenta.
–Míralo: desde esta mañana ha recobrado sus colores. Tenía verdaderamente necesidad de divertirse, pobre pollito. Gracias sean dadas al buen Dios que te ha hecho pasar por el cerebro la idea de esta noche –dijo mi madre.
Al atardecer volvieron una vez más los seis de la ciudad acompañados por los guardias y un señor vestido de negro, sacado quién sabe de dónde.
–Los señores aseveran que ha anegado usted el campo para obstaculizar su trabajo –dijo el hombre vestido de negro, irritado porque mi padre permanecía sentado y ni siquiera lo miraba.
Con un silbido mi padre llamó a los domésticos y al punto llegaron todos a la era: entre hombres, mujeres y niños eran cincuenta.
–Dicen que yo he inundado esta noche el prado que llega al fresno –explicó mi padre.
–Hace veinticinco días que el campo está anegado –afirmó un viejo.
–Veinticinco días –dijeron todos, hombres, mujeres y niños.
–Se habrán confundido con el prado de trébol que está cerca del segundo fresno –razonó el vaquero– es fácil equivocarse para quien no conoce bien el lugar. Todos se marcharon masticando rabia.
La mañana siguiente mi padre hizo atar el caballo a la tartana y se trasladó a la ciudad, donde permaneció tres días. Regresó muy apesadumbrado.
–Los rieles deben pasar por aquí. No hay nada que hacer –explicó a mi madre.
Vinieron otros hombres de la ciudad y empezaron a clavar estacas entre los terrones ya secos. Los rieles debían atravesar todo el trebolar para seguir luego el camino hasta la estación de Gazzola.
El tranvía de vapor, llegando de la ciudad hasta Gazzola, significaba un gran progreso, pero atravesaría, la heredad de mi padre, y lo malo era que la atravesaría de prepotencia. Si se lo hubiesen pedido gentilmente, mi padre habría concedido la tierra sin pretender siquiera indemnización. Mi padre no era contrario al progreso. ¿No había sido acaso él en Bosque Grande el primero en comprar una escopeta moderna de doble caño y gatillos internos? Pero así, ¡santo Dios!
A lo largo de la carretera provincial, largas filas hombres de la ciudad colocaban piedras, enterraban durmientes y atornillaban rieles; y a medida que avanzaba la vía, la locomotora que transportaba vagones de materiales daba un paso adelante. De noche los hombres dormían en vagones cubiertos enganchados en la cola del convoy.
Ya la línea se acercaba al campo del trébol y una mañana los hombres empezaron a desmontar un trozo de cerco. Yo y mi padre estábamos sentados al pie del primer fresno, y junto a nosotros se hallaba Gringo, el perrazo que mi padre amaba como si fuera uno de nosotros. Apenas las azadas horadaron el cerco, Gringo se lanzó a la carretera, y cuando los obreros abrieron una brecha entre los cromos, se encontraron con Gringo que les enseñaba los dientes amenazador.
Uno de los imbéciles dio un paso adelante y Gringo le saltó al cuello.
Los hombres eran unos treinta, armados de picos y azadones. No nos veían porque estábamos detrás del fresno.
El ingeniero se adelantó con un bastón.
–¡Fuera, perro!– gritó. Pero Gringo le hincó los colmillos en una pantorrilla haciéndolo rodar entre gritos.
Los otros efectuaron un ataque en masa a golpes de azada. Gringo no cedía. Sangraba, pero seguía repartiendo dentelladas, desgarraba pantorrillas, trituraba manos.
Mi padre se mordía los bigotes: estaba pálido como un muerto y sudaba. Hubiera bastado un silbido suyo para que Gringo se volviera enseguida, salvando su vida. Mi padre no silbó: siguió mirando, pálido como un muerto, llena la frente de sudor y apretándome la mano, mientras yo sollozaba.
En el tronco del fresno tenía apoyada la escopeta y allí permaneció.
Gringo ya no tenía fuerzas, pero luchaba bravamente hasta que uno le partió la cabeza con el filo del azadón.
Otro lo clavó contra el suelo con la pala. Gringo se quejó un poco y después quedó tieso.
Entonces mi padre se alzó, y llevando bajo el brazo la escopeta, avanzó lentamente hacia los de la ciudad.
Cuando lo vieron aparecer ante ellos, alto como un álamo, con los bigotes enhiestos, con el ancho sombrero, la chaqueta corta y los pantalones ceñidos metidos en las botas, todos dieron un paso atrás y lo contemplaron mudos, apretando el mango de sus herramientas.
Mi padre llegó hasta Gringo, se inclinó, lo aferró por el collar y se lo llevó arrastrando como un trapo. Lo enterramos al pie del dique y cuando hube aplastado la tierra y todo quedó como antes, mi padre se quitó el sombrero.
Yo también me lo quité.
El tranvía no llegó nunca a Gazzola. Era otoño, el río se había hinchado y corría amarillo y fangoso. Una noche se rompió el dique y el agua se desbordó por los campos, anegando toda la parte baja de la heredad: el trebolar y la carretera se convirtieron en un lago.
Entonces suspendieron los trabajos y para evitar cualquier peligro futuro detuvieron la línea en Bosque Grande, a ocho kilómetros de nuestra casa. Y cuando el río bajó y fuimos con los hombres a reparar el dique, mi padre me apretó la mano con fuerza: el dique se había roto justamente allí donde habíamos enterrado a Gringo.
Que tanto puede la pobre alma de un perro.

Yo digo que éste es el milagro de la tierra baja. En un escenario escrupulosamente realista como el descrito por el notario Francisco Luis Campari (hombre de gran corazón y enamorado de la tierra baja, pero que no le hubiera concedido ni una tortolita, si las tortolitas no formaran parte de la fauna local), un cronista de diario pone una historia y ya no se sabe si es más verdadera la descripción del notario o el suceso inventado por el cronista.

Éste es el mundo de Un Mundo Pequeño: caminos largos y derechos, casitas pintadas de rojo, de amarillo y de azul ultramarino, perdidas entre los viñedos. En las noches de agosto se levanta lentamente detrás del dique una luna roja y enorme que parece cosa de otros siglos. Alguien está sentado sobre un montón de grava, a la orilla de la acequia, con la bicicleta apoyada en el palo del telégrafo. Arma un cigarrillo de tabaco picado. Pasas tú, y aquél te pide un fósforo. Conversáis. Tú le dices que vas al "festival" a bailar, y aquél menea la cabeza. Le dices que hay lindas muchachas y aquél otra vez menea la cabeza.
'Don Camilo' de Giovanni Guareschi

24 mayo 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (Primera Historia)

PRIMERA HISTORIA
Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa (así llaman, la Bassa (la Baja), a la llanura del valle del Po descrita en el capítulo anterior. Tierra baja le llamaremos en adelante en esta traducción), con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
–No se ha dado cuenta –dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
–¡Quico duerme y quema!... ¡Quico tiene fuego en la cabeza! –sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre:
–Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
–Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: "Amén".
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
–Empeora –dijo el más anciano–. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: "Vamos".
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. –Reverendo –dijo–, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. –Reverendo –prosiguió mi padre–, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
–Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
–¡Papá! –grité con el último aliento.– ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
–Está bien –dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
–Yo los servicios los pago –dijo mi padre–. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.

Esta es la tierra baja, donde hay gente que no bautiza a los hijos y blasfema, no para negar a Dios, sino para contrariar a Dios. Distará unos cuarenta kilómetros o menos de la ciudad; pero, en la llanura quebrada por los diques, donde no se ve más allá de un cerco o del recodo, cada kilómetro vale por diez. Y la ciudad es cosa de otro mundo.
Yo me acuerdo:
de 'Don Camilo' por Giovanni Guareschi

23 mayo 2008

'Don Camilo' por Giovanni Guareschi

AQUÍ, CON TRES HISTORIAS Y UNA REFERENCIA, SE EXPLICA EL MUNDO DE "UN MUNDO PEQUEÑO"...
De joven, yo trabajaba de cronista en un diario y daba vueltas en bicicleta todo el día en busca de sucesos que contar.
Después conocí a una muchacha, y entonces pasaba los días pensando cómo se habría comportado esa muchacha si yo me hubiera vuelto emperador de Méjico o si me muriese. De noche llenaba mis carillas inventando sucesos y éstos gustaban bastante a la gente porque eran mucho más verosímiles que los verdaderos.
En mi vocabulario tendré más o menos doscientas palabras, y son las mismas que empleaba para relatar la aventura del viejo atropellado por un ciclista o del ama que se había rebanado la yema de un dedo pelando papas.
Así que, nada de literatura o de cualquier otra mercadería semejante: en este libro soy ese cronista de diario y me limito a referir hechos de crónica. Cosas inventadas y por eso tan verosímiles que me ha ocurrido un montón de veces escribir una historia y a los dos meses verla repetirse en la realidad. En lo que no hay nada de extraordinario. Es una simple cuestión de razonamiento: uno considera el tiempo, la estación, la, moda y el momento psicológico y concluye que, siendo las cosas así, en un ambiente equis, puede suceder tal o cual acontecimiento.
Estas historias, pues, viven en un determinado clima y en un determinado ambiente. El clima político italiano de diciembre de 1946 a diciembre de 1947. La historia, en suma, de un año de política.
El ambiente es un pedazo de la llanura del Po: y aquí debo precisar que, para mí, el Po empieza en Plasencia.
Que de Plasencia hacia arriba sea siempre el mismo río, no significa nada: también la Vía Emilia de Plasencia a Milán, es al fin y al cabo el mismo camino; pero la Vía Emilia es la que va de Plasencia a Rímini.
Sin duda no se puede hacer un parangón entre un río y una carretera porque los caminos pertenecen a la historia y los ríos a la geografía.
¿Y con eso?
La historia no la hacen los hombres, sino que la soportan, como soportan la geografía. Y la historia, por lo demás, está en función de la geografía.
Los hombres procuran corregir la geografía horadando montañas y desviando ríos, y obrando así se ilusionan de dar un curso diverso a la historia, pero no la modifican absolutamente, ya que un buen día todo irá patas arriba: las aguas engullirán los puentes, romperán los diques e inundarán las minas; se derrumbarán las casas y los palacios y las chozas, la hierba crecerá sobre las ruinas y todo retornará a ser tierra. Los sobrevivientes deberán luchar a golpes de piedra con las fieras y volverá a empezar la historia.
La acostumbrada historia.
Después, al cabo de tres mil años descubrirán, sepultado bajo cuarenta metros de fango, un grifo del agua potable y un torno de la Breda de Sesto San Giovanni y dirán: "¡Miren qué cosas!".
Y se afanarán para organizar las mismas estupideces de los lejanos antepasados, porque los hombres son criaturas desdichadas condenadas al progreso, el cual tiende irremediablemente a sustituir el viejo Padre Eterno por las novísimas fórmulas químicas. Y de este modo, al final, el viejo Padre Eterno se fastidia, mueve un décimo de milímetro la última falange del meñique de la mano izquierda, y todo el mundo salta por los aires.
Así, pues, el Po empieza en Plasencia y hace muy bien, porque es el único río respetable que existe en Italia y los ríos que se respetan a sí mismos se extienden por la llanura, pues el agua es un elemento hecho para permanecer Horizontal y sólo cuando está perfectamente horizontal el agua conserva entera su natural dignidad. Las cascadas del Niágara son fenómenos de circo, como los hombres que caminan sobre las manos.
El Po empieza en Plasencia, y también en Plasencia empieza el Mundo Pequeño de mis historias, el cual está situado en aquella lonja de llanura que se asienta entre el Po y los Apeninos.

"... el cielo es a menudo de un hermoso color azul, como doquiera en Italia, salvo en la estación menos buena en que se levantan espesísimas nieblas. El suelo en su mayor parte es amable, arenoso y fresco, algo duro yendo hacia el norte y a veces francamente arcilloso. Una lujuriante vegetación tapiza el territorio, que no presenta un palmo despojado de verdura, la cual procura extender su dominio hasta sobre los anchos arenales del Po.
"Los campos de ondulantes mieses, rayados doquiera por las hileras de vides casadas con los álamos, coronados en sus términos por crinadas moreras, muestran la feracidad el suelo... Trigo, maíz, copia de uvas, gusanos de seda, cáñamo, trébol, son los principales productos. Crece bien cualquier linaje de plantas, y mucho prosperaban antaño los robles y toda suerte de frutos. Tupidos mimbrerales erizan las riberas del río, a lo largo del cual, más en el pasado que ahora, verdeaban anchos y ricos bosques de álamos, aquí y allá intercalados de alisos y sauces, o hermoseados por la olorosa madreselva, que abrazando las plantas forman chocitas y pináculos salpicados de coloridas campanillas.
"Hay muchos bueyes, ganado porcino y aves de corral, acechadas éstas por la marta y la garduña. El cazador descubre no pocas liebres, presa frecuente de los zorros; y en su tiempo, hienden el aire codornices, tórtolas, perdices de plumaje entrecano, becadas que picotean el terreno convirtiéndolo en criba, y otros volátiles transeúntes. Sueles ver en el espacio bandadas de estorninos y de ánades, que en invierno se extienden sobre el Po. La gaviota blanquecina centellea atenta sobre sus alas; luego se precipita y atrapa el pez. Entre los juncos se esconde el multicolor alción, la canastita, la polla de agua y la astuta fúlica. Sobre el río oyes pinzones, divisas garzas reales, chorlitos, avesfrías y otras aves ribereñas; rapaces halcones y gigantescos cernícalos, terror de las cluecas, nocturnos mochuelos y silenciosos búhos. Algunas veces fueron admiradas y cazadas aves mayores, traídas por los vientos de extrañas regiones, por encima del Po o aquende los Alpes. En aquella cuenca te punzan los mosquitos ("de fangosas – charcas sus antiguos layes cantan las ranas"), pero en las luminosas noches del estío el hechicero ruiseñor acompaña con su canto suavísimo la divina armonía del universo, lamentando quizá que otra semejante no venga a endulzar los libres corazones de los hombres.
"En el río, rico en peces, culebrean los barbos, las tencas, los voraces lucios, las argentadas carpas, exquisitas percas de rojas aletas, lúbricas anguilas y grandes esturiones –que, a veces, atormentados por pequeñas lampreas, remontan el río–, de un peso hasta de ciento cincuenta y más kilogramos cada uno.
“... Sobre las playas del río yacen los restos de la villa de Stagno, un día muy extensa, ahora casi enteramente tragada por las aguas. En el ángulo donde la comuna toca Stirone, cerca del Taro, está la aldea de Fontanelle, soleada y esparcida. Allá donde la carretera provincial se cruza con el dique del Po está el caserío de Ragazzola. Hacia el oriente, donde la tierra es más baja, se alza el pueblecillo de Fossa y la apartada aldehuela de Rigosa, humilde y arrinconada entre olmos y álamos y otros árboles, no lejos del lugar donde el arroyo Rigosa desagua en el Taro. Entre estas aldeas se ve Roccabianca... "
Doctor FRANCISCO LUIS CAMPARI: Un castillo del parmesano a través de los siglos (ed. Battei, Parma, 1910)


Cuando releo esta página del notario Francisco Luis Campari, me parece verme convertido en un personaje de la conseja que él relata, porque yo he nacido en esa aldea "soleada y esparcida".
El pequeño mundo de Un Mundo Pequeño no vive, allí, sin embargo; no está en ningún sitio fijo. El pueblo de Un Mundo Pequeño es un puntito negro que se mueve con sus Pepones y sus Flacos a lo largo del río en aquella lonja de tierra que se halla entre el Po y los Apeninos; pero éste es el clima, el paisaje es éste. Y en un pueblo como éste basta pararse en el camino a mirar una casa campesina, ahogada entre el maíz y el cáñamo, y enseguida nace una historia.