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11 mayo 2008

1. Entrada del valeroso soldado Schwejk en la Guerra Mun­dial

—De modo que nos han matado a Fernando —dijo la sir­vienta al señor Schwejk, el cual hacía años que, habiendo sido declarado tonto por la comisión médica militar, había abando­nado el servicio y vivía de la venta de perros, feos monstruos de malas razas, falsificando sus árboles genealógicos.
Además de esta ocupación padecía reumatismo y ahora pre­cisamente se frotaba la rodilla con linimento alcanforado.
— ¿Qué Fernando, señora Müller? —preguntó Schwejk sin dejar de darse masajes en la rodilla—. Conozco a dos Fernan­dos. Uno es criado del droguero Pruscha y alguna vez se ha equivocado y ha bebido tinte para el pelo, y luego conozco también a Fernando Kokoschka, que anda recogiendo estiér­col. El mundo no se pierde nada con ninguno de los dos.
¡Pero señor! Ha sido al archiduque Fernando, al de Konopischt, al gordo y piadoso.
— ¡Jesús María! — exclamó Schwejk—. ¡Qué curioso! Y ¿dónde le ha ocurrido eso al señor archiduque?
—En Sarajevo. Lo han matado con un revólver, señor. Fue allá en automóvil con la archiduquesa.
— ¡Vaya, señora Müller! ¡En automóvil! Sí, un señor como él puede permitirse ese lujo y no piensa ni por un momento que un viaje así puede acabar en desgracia. Y además en Sarajevo, que es Bosnia, señora Müller. Seguro que lo han hecho los tur­cos. Es que no hubiéramos debido quitarles Bosnia y Herzego­vina. Bueno, señora Müller: ¡de modo que el archiduque des­cansa en el seno divino! ¿Ha sufrido mucho?
—El archiduque se fue en seguida, señor. Ya sabe, un revól­ver no es ninguna broma. Hace poco en Nusle un señor, ju­gando con un revólver, mató a toda su familia, incluido el ad­ministrador, que fue a ver quién estaba disparando en el tercer piso.
—Hay revólveres que no se disparan por mucho que uno se empeñe, señora Müller. Pero para el archiduque seguro que se han comprado algo bueno. Apostaría a que además el hom­bre que lo ha hecho iba bien vestido, porque disparar contra todo un archiduque es muy difícil. No es como cuando un caza­dor furtivo dispara contra un guardabosques. Lo que importa es la manera de acercarse a él. Uno no puede ir con harapos a ver a un señor así. Hay que ir con sombrero de copa para qué no le pesque antes la policía.
—Han sido varios, señor.
—Bueno, esto es natural, señora Müller —dijo Schwejk dando fin al masaje de su rodilla—. Si usted quisiera matar a un archiduque o a un emperador seguro que consultaría con al­guien. Dos cabezas piensan más que una. Uno aconseja esto, otro lo otro, y así se llevan a cabo sin dificultad las cosas más difíciles, como dice nuestro Himno Nacional. Lo principal es aprovechar el momento en que pase el personaje en cuestión. ¿Se acuerda todavía del señor Lucheni, que apuñaló con la lima a nuestra difunta Elisabeth? Iba de paseo con ella. ¡Para que se fíe usted de nadie! Desde entonces ninguna emperatriz sale de paseo. Y la misma suerte le espera a mucha gente más. Ya verá, señora Müller; también le tocará el turno al zar, y a la zarina, y, Dios no lo quiera, a nuestro emperador. Ya han empezado con su tío. Tiene muchos enemigos el vejete; aún más que Femando. Como dijo hace poco un señor en la taberna, llegará una época en que los emperadores se evaporarán uno tras otro si es que no los quita de en medio antes la fiscalía. Luego no pudo pagar la cuenta y el dueño tuvo que mandarle prender. Y él le dio una bofetada y dos al guardia. Entonces se llevaron en el carro municipal. Sí, señora Müller, ¡hoy en día pasa cada cosa! Otra pérdida para Austria. Cuando estaba en el ejército, un soldado de infantería mató a tiros al capitán. Cargó su fusil y se fue a la oficina. Allí le dijeron que no tenía nada que buscar en aquel lugar pero él insistió en que tenía que hablar con el capitán. Éste salió y le soltó gruñendo un arresto de cuartel. Él cogió el fusil y le dio directo en el corazón. La bala le atravesó la espalda y causó varios daños en la oficina: rompió una botella de tinta que manchó todos los expedientes.
— ¿Y qué pasó con el soldado? —preguntó al cabo de un rato la señora Müller mientras Schwejk se vestía.
—Se colgó de los tirantes —dijo Schwejk limpiando su duro sombrero—. Y los tirantes no eran ni suyos. Le pidió al carce­lero que se los prestara porque se le caían los pantalones. ¿Iba a esperar que lo fusilaran? Ya sabe, señora Müller, en una situa­ción como ésta a uno la cabeza le da vueltas como si fuera una rueda de molino. Al carcelero lo degradaron y le cargaron seis meses, pero no los cumplió: se escapó a Suiza y hoy es predica­dor de no se qué parroquia. Hoy en día hay poca gente de­cente, señora Müller. Yo, la verdad, supongo que el archiduque Fernando en Sarajevo no imaginó que aquel hombre iba a ma­tarle. Vio que era un caballero como los demás y pensó: si grita “¡Viva!” seguro que es un hombre honrado. Y entonces el ca­ballero le pega un tiro. ¿Disparó una sola vez o varias?
—Los periódicos dicen que el archiduque quedó como un ce­dazo, señor. Le disparó todas las balas.
—Sí, va terriblemente aprisa, señora Müller, terriblemente aprisa. Para esto yo me compraría una Browning. Parece un juguete pero en dos minutos puede matar a veinte archiduques, flacos o gordos, a pesar de que, dicho sea entre nosotros, se­ñora Müller, acierta mejor con un archiduque gordo que con uno flaco. ¿Se acuerda de cómo mataron al rey de Portugal? Era igual de gordo. Claro que un rey no va a ser flaco...
Bueno, me voy al "Kelch". Si viene alguien a por el perro fal­dero del que me mandaron el primer pago dígale que lo tengo en el campo, en la perrera, que hace poco le he cortado las ore­jas y que ahora no es posible transportarlo hasta que se le curen las heridas para que no se enfríe. La llave désela a la casera.
En la taberna "Zum Kelch" había un cliente solitario. Era el policía civil Bretschneider. El tabernero, Palivec, estaba la­vando las tazas y Bretschneider se esforzaba en vano por enta­blar conversación con él.
Palivec era conocido como hombre ordinario: a cada dos palabras soltaba un taco. No obstante era un hombre leído y llamaba a todo el mundo la atención sobre lo que Víctor Hugo escribe a ese respecto al relatar la respuesta que dio la vieja guardia de Napoleón a los ingleses en la batalla de Waterloo.
—¡Qué verano tan bueno tenemos! —dijo Bretschneider para empezar su seria conversación.
—¡ Y de qué diablos nos sirve! —contestó Palivec ordenando las tazas en el aparador.
—¡Nos la han hecho buena en Sarajevo! —dijo de nuevo Bretschneider con pocas esperanzas.
—¿En qué Sarajevo? —preguntó Palivec—. ¿En la bodega de Nusle? Allí hay peleas a diario. Ya sabe, ¡Nusle!
—En Sarajevo de Bosnia, tabernero. Allí han matado al ar­chiduque Fernando. ¿Qué me dice?
—Yo no me meto en estas cosas. Por mí que hagan lo que les dé la gana —contestó amablemente el señor Palivec encen­diendo su pipa—. Hoy en día meterse en estas cosas le puede costar a uno la cabeza. Yo soy comerciante. Si viene alguien y pide cerveza se la sirvo. Pero ese Sarajevo, la política y el di­funto archiduque no son para nosotros. De eso lo único que re­sulta es Pankrác (Gran cárcel de Praga).
Bretschneider enmudeció y miró decepcionado en torno suyo en el vacío comedor.
—Allí había en otro tiempo un cuadro del emperador —dijo al cabo de un rato—, precisamente en el sitio donde ahora está el espejo.
—Sí, tiene razón —contestó el señor Palivec—. Estuvo colga­jo allí pero como las moscas se cagaban encima suyo lo quité. Ya sabe, hubiera podido suscitar comentarios que hubieran traído consigo desagradables consecuencias. ¿Para qué?
—Pero en Sarajevo la cosa está muy fea, tabernero. ¿No? A esta maliciosa pregunta contestó el señor Palivec con extraordinaria prudencia.
—En esta época en Bosnia hace un calor asqueroso. Cuando; hacía el servicio a nuestro teniente tuvimos que echarle hielo en la cabeza.
— ¿En qué regimiento estuvo, tabernero?
—No me acuerdo de estos detalles. Jamás me he preocupado por estas porquerías ni he tenido curiosidad por saberlo —contestó el señor Palivec—. La curiosidad desmedida es perjudicial.
El policía civil Bretschneider enmudeció definitivamente y su triste expresión sólo se animó con la llegada de Schwejk, que al entrar en la taberna pidió una cerveza negra con la siguiente observación:
—En Viena hoy también están de luto.
Los ojos de Bretschneider se iluminaron. Esperanzado dijo sin rodeos:
—En Konopischt han desplegado diez banderas negras.
—Allí tendría que haber doce —dijo Schwejk después de echar un trago.
— ¿Por qué doce? —preguntó Bretschneider. —Porque es un número redondo. Va mejor calcular por do­cenas, y además por docenas todo resulta más barato —contes­tó Schwejk.
Se hizo una calma que el propio Schwejk interrumpió con un profundo suspiro.
— ¡De modo que ya descansa en el seno divino! —dijo—. Que Dios le dé la paz eterna. No ha podido pasar la experien­cia de ser emperador. Cuando hacía la mili una vez un general se cayó del caballo y se mató tan tranquilamente. Quisieron ayudarle a montar de nuevo y entonces se dieron cuenta de que estaba muerto y bien muerto. ¡Y tenían que ascenderle a maris­cal de campo! Esto ocurrió durante un desfile. En Sarajevo también hubo un desfile así. Me acuerdo de que una vez en uno de esos desfiles me faltaban veinte botones del uniforme y por ello me encerraron quince días. Estuve doce días con los grillos puestos, como Lázaro. Pero en el ejército tiene que haber disci­plina, de otro modo todos harían lo que les pasara por la ca­beza. Nuestro teniente, Makovec, nos decía siempre: "Tiene que haber disciplina, estúpidos, sino os subiríais a los árboles como monos. El ejército os hará hombres, imbéciles." ¿Y no es verdad? Imagínese un parque, digamos el de Karlplatz con un soldado indisciplinado sobre cada árbol. Siempre me ha dado mucho miedo.
—Lo de Sarajevo lo han hecho los servios —prosiguió Bretschneider.
—Se equivoca —dijo Schwejk—. Lo han hecho los turcos por lo de Bosnia y Herzegovina.
Y Schwejk expuso sus opiniones acerca de la política inter­nacional de Austria en los Balcanes. Dijo que en el año 1912 los turcos habían perdido la guerra con Servia, Bulgaria y Gre­cia y que como habían pedido ayuda a Austria y ésta no se la había dado habían matado a Fernando.
— ¿Les tienes simpatía a los turcos? —preguntó Schwejk a Palivec— ¿Les tienes simpatía a esos perros paganos? Claro que no, ¿verdad?
—Lo mismo da un diente que otro —dijo Palivec—, aunque sea turco. Para nosotros, los comerciantes, la política no existe. Paga tu cerveza, siéntate y di tantas tonterías como quieras. Este es mi lema. Que quien ha matado a Fernando sea turco, servio, católico o mahometano, anarquista o de la Joven Che­coslovaquia, me importa un higo.
—Bien, tabernero —dijo Brestschneider, cuyas esperanzas de poder poner en un aprieto a uno de los dos se habían desvane­cido una vez más—. Pero reconocerá usted que es una gran pér­dida para Austria.
En vez del tabernero contestó Schwejk:
—Es una pérdida; esto no se puede negar. Una pérdida te­rrible. A Fernando no puede sustituirlo cualquier imbécil. Sólo que hubiera tenido que ser más gordo.
—¿Qué quiere decir? —protestó Bretschneider.
—¿Que qué quiero decir? —contestó Schwejk alegremente—. Bueno, sólo esto: si hubiera sido más gordo seguro que hubieran acertado antes en el blanco, cuando corría tras las viejas de Konopischt que recogían leña y esponjas en el distrito, y no hubiera tenido que morir de una manera tan denigrante. Cuando lo pienso, ¡un tío de Su Majestad el Emperador y lo matan! Es un verdadero escándalo, todos los periódi­cos hablan de eso. Hace años en el mercado de Budweis mata­ron a un comerciante de ganados en una pequeña disputa, a un tal Bratislav Ludwig. Cuando su hijo Bohuslav iba a vender sus cerdos nadie se los quería comprar y todos decían: "Éste es el hijo de aquel que apuñalaron. Seguro que también es un re­domado pícaro." Tuvo que echarse al Moldava desde el puente de Krummau, hubo que sacarle el agua del cuerpo y entregó su espíritu en brazos del médico que le dio no sé qué inyección.
—Hace unas comparaciones muy especiales —dijo Bretsch­neider en significativo tono—. Primero habla de Fernando y después de un comerciante de ganado.
— ¡ Bah! —se defendió Schwejk—. Dios me libre de compa­rar a nadie con nadie. El tabernero ya me conoce. ¿Verdad que nunca he comparado a nadie con nadie? Sólo que no quisiera estar en el pellejo de la archiduquesa. ¿Qué va a hacer ahora? Los niños están huérfanos, el señorío de Konopischt sin señor. ¿Casarse de nuevo con algún archiduque? ¿Y qué sacará con ello? Volverá a ir con él a Sarajevo y se quedará viuda por se­gunda vez. Hace dos años vivió en Zliw, junto a Hluboká, un guardabosques que tenía el feo nombre de Pinscher. Los caza­dores furtivos lo mataron a tiros y dejó una viuda con dos ni­ños, y ella al cabo de un año volvió a casarse con otro guarda­bosques, con Pepi Schawlovic de Mydlowaf. Y también a éste se lo mataron. Entonces se casó por tercera vez, de nuevo cor un guardabosques y dijo: "Todo lo bueno va de tres en tres. Si esta vez no va bien ya no sé qué voy a hacer. "Naturalmente también se lo mataron. Con esos guardabosques tuvo en total seis hijos. Entonces se fue a Hluboká a quejarse a la cancillería del príncipe de haber tenido tal desgracia con los guardabosques. Allí le recomendaron al guardaviveros Jarosch, del vivero de Razitzer. Y ¿qué me dice? Se lo ahogaron cuando estaba pescando en el vivero, y con él ya había tenido dos hijos. En­tonces se quedó con un capador de Vodñan, y el la mató una noche con la azada y luego fue a entregarse. En Pisek, cuando le colgaron por acuerdo del consejo de guerra, mordió la nariz al cura y dijo que no estaba arrepentido y además añadió algo muy feo sobre nuestro emperador.
— ¿Y no sabe qué dijo? —preguntó Bretschneider con voz esperanzada.
—Esto no puedo decírselo porque nadie se ha atrevido a re­petirlo, pero fue tan espantoso y horrible que un consejero del tribunal que se encontraba allí se volvió loco y aún hoy lo tie­nen aislado en una celda para que no salga nada a la luz. No fue una ofensa corriente, como las que se dicen cuando se está borracho.
—Y ¿qué delitos de lesa majestad se cometen cuando se está así? —preguntó Bretschneider.
—Señores, se lo ruego, hablen de otra cosa —dijo el taber­nero Palivec— ¿Saben? Esto no me gusta. Uno puede dejar caer algo que algún día le perjudique.
— ¿Qué delitos de lesa majestad se cometen cuando se está borracho? —repitió Schwejk—. Varios. Emborráchese, mande que le toquen el Himno austriaco y verá lo que empieza a decir. Se le ocurrirán tantas cosas sobre Su Majestad que sólo la mi­tad bastaría para imposibilitarlo para toda la vida. Pero la ver­dad es que el viejo no se lo merece. Tenga en cuenta esto: per­dió a su hijo Rodolfo cuando era aún muy joven, cuando tenía todas sus energías. A su esposa Elisabeth la atravesaron con un puñal. Luego perdió a Johann Orth. A su hermano, el empera­dor de Méjico, lo fusilaron en una fortaleza, junto a una vulgar pared. Ahora, en su vejez, le han eliminado a su tío. Desde luego habría que tener unos nervios de hierro. Y luego va un borracho cualquiera y lo llena de improperios. Si hoy empieza una nueva guerra me alisto como voluntario y me voy a servir a nuestro emperador hasta que me despedacen. Schwejk tragó un buen sorbo y prosiguió: — ¿Cree usted que nuestro emperador dejará que las cosas queden así? ¡Qué poco lo conoce! Tiene que haber guerra con los turcos. Habéis matado a mi tío; ahora vais a tener que ca­llar la boca. Seguro que habrá guerra. Servia y Rusia nos ayudarán. ¡Caramba, vamos a dar una buena tunda a los enemigos!
En este momento profético el aspecto de Schwejk era mag­nifico. Su ingenuo rostro sonreía como la luna en cuarto cre­ciente y resplandecía de entusiasmo. ¡Lo veía todo tan claro!
—Puede que si hacemos la guerra contra los turcos los alemanes se nos echen encima por la espalda porque los alemanes y los turcos se ayudan —prosiguió en su descripción del futuro de Austria—. Pero nosotros podemos aliarnos con Francia, que desde el año 71 está enemistada con Alemania, y así las cosas saldrán bien. Habrá guerra; no os digo más.
Bretschneider se levantó y dijo solemnemente:
—Ni tiene por qué decir nada más. Venga conmigo al pasi­llo; allí le diré una cosa.
Schwejk siguió al policía al pasillo, donde le esperaba una pequeña sorpresa: su compañero de taberna le enseñó el águila (distintivo de la policía secreta austriaca) y le dijo que lo detenía y que lo llevaría inmediatamente a la Jefatura de Policía. Schwejk se esforzó por aclararle que tal vez se equivocaba, que él era completamente inocente y que no ha­bía pronunciado ni una sola palabra que pudiera ofender a na­die.
No obstante Bretschneider le dijo que había cometido una serie de actos punibles, entre los cuales desempeñaba un papel importante el delito de alta traición.
Entonces volvieron al comedor y Schwejk dijo a Palivec:
—Tengo cinco cervezas y una salchicha con pan. Déme un aguardiente de ciruelas y luego tendré que irme porque estoy detenido.
Bretschneider enseñó el águila al señor Palivec, lo miró un rato y luego preguntó:
—¿Está casado?
-Sí.
—Su mujer ¿puede llevar el negocio en su ausencia?
-Sí.
—Entonces todo está arreglado —dijo Bretschneider alegre­mente—. Dígale a su mujer que venga, déselo todo y al atarde­cer vendremos a buscarle.
—No le haga caso —lo consoló Schwejk—; yo sólo voy por alta traición.
—Pero ¿por qué motivo voy yo? —gimió el señor Palivec—. ¡Con lo prudente que he sido!
Bretschneider rió y, feliz por su triunfo, dijo:
—Porque ha dicho que las moscas se cagaron en nuestro em­perador. Habrá que quitarle a nuestro emperador de la cabeza.
Y Schwejk abandonó la taberna "Zum Kelch" acompañado por el policía civil, al cual preguntó con su amable sonrisa una vez ya en la calle:
— ¿Debo bajar de la acera?
— ¿Por qué?
—Pienso que si estoy detenido ya no tengo derecho a ir por la acera.
Cuando llegaron a la puerta de la Jefatura de Policía Sch­wejk dijo:
— ¡Qué aprisa nos ha pasado el tiempo! ¿Va a menudo al "Kelch"?
Y mientras conducían a Schwejk a la oficina de ingreso, el señor Palivec en el "Kelch" dio instrucciones a su mujer y la consoló a su especial manera:
—No llores, no llores. ¿Qué pueden hacerme por un retrato del emperador manchado de excrementos?
Y así fue como el valeroso soldado Schwejk se metió en la Guerra Mundial.
A los historiadores les interesará saber que predijo el futuro. Si más adelante las cosas no se desarrollaron tal como él había expuesto en el "Kelch" debemos tener en cuenta que no poseía preparación diplomática alguna.
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk de Jaroslav Hasek

10 mayo 2008

Prefacio a 'Las Aventuras del valeroso soldado Schewjk'

Una gran época requiere grandes hombres. Existen héroes ignorados, humildes, sin la gloria ni la historia de un Napo­león. El estudio de su carácter ensombrecería incluso la fama de un Alejandro Magno. Hoy podríais encontrar en las calles de Praga a un hombre andrajoso que ignora la importancia de su persona para la historia de la nueva gran época. Él sigue hu­mildemente su camino, no molesta a nadie y tampoco es moles­tado por las entrevistas de los periodistas. Si le preguntarais cómo se llama, os contestaría sencilla y humildemente: "Me llamo Schwejk..."
Y este hombre tranquilo, humilde y andrajoso es en realidad el viejo, valeroso y heroico soldado Schwejk que antaño, en la época de la soberanía austriaca, se encontraba en la boca de to­dos los ciudadanos del reino de Bohemia y cuya fama tampoco palidecerá en la República.
A este valeroso soldado yo le tengo mucho cariño y al des­cribir sus aventuras durante la Guerra Mundial estoy conven­cido de que todos vosotros sentiréis simpatía por ese humilde y desconocido héroe. Él no incendió el templo de la diosa Diana en Éfeso como aquel tonto de Herostrato, para aparecer en los periódicos y en los libros de texto.
Y esto basta.
El autor (Jaroslav Hasek)

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...