18 noviembre 2022
17 noviembre 2022
EL CLAN DE LOS GATOS
Morriña se fugó del pazo al anochecer de uno de los últimos días de agosto. Morriña vivía perfectamente con la familia D’Abondo; sin embargo, a nadie debe extrañar su evasión. Al gato no le importaba demasiado la libertad; pero ama lo extraordinario, la escapada a la ventura, más que ningún otro animal de los que el hombre doméstica. Está siempre soñando novelerías y en cualquier ocasión intenta realizarlas. Pocas veces pasan veinticuatro horas sobre la aldea sin que alguno abandone la ancha piedra del lar en la que dormita, para echarse al monte.
Oculto en un maizal, Morriña oyó sin conmoverse los gritos de las dos damas que le llamaban con voces donde los diminutivos cariñosos temblaban de afán. Sábela, la criada, le requirió también, ásperamente; pero Morriña apenas se movió más que para darle un zarpazo a un abejorro y para oliscar una hoja que le acariciaba cerca del hocico rosado. Después, cuando la oscuridad se hizo más densa, Morriña emprendió su caminata con mayor serenidad de la que podría esperarse de un gato que hace su primera salida.
Ciertamente no sabía a dónde ir. Cerca de la fraga se detuvo a mirar la choza de Juanita Arruallo, por cuya abierta ventana salía un delicioso olor a sardinas. Morriña se sobrepuso a la emoción que en él despertaba siempre el olor a sardinas, y siguió. Anduvo mucho tiempo y llegó a los bosques que crecen para allá de Lendoiro, desde donde se divisan más de cinco parroquias y en los que el viento puede correr una legua entre los árboles sin encontrar para sus juegos el humo de ninguna vivienda humana.
Llegó y estimó con agrado aquel sitio salvaje. Las espinas de los tejos le habían arañado alguna vez, y estaba cansado; pero prefirió, a dormir en cualquier cobijo, satisfacer cien pequeñas ansias de animal libre que se revelaban súbitamente en él. Se agazapó en las sombras, acechó un rumorcillo y se lanzó, de un salto maravilloso, sobre una hoja seca que la brisa empujaba y a la que deshizo con inédita ferocidad entre sus uñas enrojecidas por la tierra arcillosa de los caminos.
Aquella noche fue cuando cazó un topo. Lo esperó mucho tiempo al extremo de su vivienda subterránea, recogido, con la cabeza casi pegada al suelo y el bigote erizado. Y cuando lo tuvo entre sus dientes agudos se sintió magníficamente triunfador. La verdad es que jamás había cazado nada, y la única presa que hizo una vez en el pazo estaba guisada por la cocinera.
Paseó aquel cuerpecillo estremecido aún y caliente, recreándose en un maullido que salía de su propia garganta como un hervor. Y fue entonces cuando comenzaron a aparecer en torno del fugitivo, brotando silenciosamente de todos los lados del bosque, ojos verdes y ojos bermejos y ojos de oro que lo miraban con fijeza perturbadora. Morriña depositó a su víctima en tierra, puso sobre ella una garra y esperó.
—Es un hermano —maulló uno de los recién llegados, y las redondas pupilas brilladoras aproximáronse.
Primero formaron un círculo en torno de Morriña, pero surgieron más y más de las tinieblas, fueron como luciérnagas entre los matorrales y como estrellitas en las copas de los pinos. Las más lejanas iban y venían, llevadas por un afán curioso, y parecían multiplicarse. Si unos ojos humanos hubiesen podido ver tantos ojos encendidos, creerían que el bosque entero estaba invadido de animales.
«Son gatos como yo», notó perfectamente Morriña, y los saludó con un largo maullido de abundantes modulaciones.
—Bien —gruñó a su lado el que antes le había reconocido—, deja esas serenatas de tejado para otra ocasión. Estás en el clan de los Gatos Libres.
Y se acercó a frotarle la nariz.
Aquélla fue para Morriña una noche de agradables sorpresas. Cuando, a las tres de la madrugada, asomó en el cielo un trozo de luna rojo y carcomido como un queso de Chéster a medio roer por los ratones. Morriña reconoció entre sus compañeros a algunos gatos del rueiro próximo al pazo, con los que se había peleado muchas veces y que desaparecieron sin que nunca se hubiera vuelto a saber de ellos. Todos los gatos huidos de las casitas aldeanas de diez parroquias a la redonda estaban allí, en la fraga llena de misterio. Los regía un gato de piel listada, que devoró con indiferencia el topo cazado por el neófito, asegurando que de día en día la carne de los topos era de peor calidad.
Fue este gato el que, en la siguiente jornada, examinó y aleccionó a Morriña. Apoyó el pecho sobre las patitas cruzadas, entornó los ojos, que se oblicuaron asiáticamente, e inquirió:
—¿Qué hacías en el pazo?
—Comer y dormir.
—¿Nada más?
—También jugaba con los ovillos de mis amas.
—¿Qué es un ovillo? —preguntó uno de los hijos del jefe, que había nacido y vivido siempre en la fraga.
—Un ovillo —dijo su padre— es un animalito redondo que anida en el regazo de las mujeres. Cuando corre, adelgaza y se le estira el rabo. No es comestible —terminó con desprecio.
—No es comestible —corroboró Morriña—; pero yo jugaba con él tan graciosamente que mis amas me daban doble ración de hígado de vaca.
—También nosotros comeremos vaca muy pronto —afirmó con fiereza el jefe.
Y explicó. Los Gatos Libres habían reflexionado mucho acerca de su condición. Era verdad que existían gatos depauperados que se avenían a llevar un lazo y hasta un cascabel: pero verdaderamente un gato no se deja domesticar como un caballo o un perro. El gato es una fiera: ésta es la realidad. Una fiera emparentada con el tigre y con el león. El clan de los Gatos Libres se preocupaba de restituir y cultivar esta fiereza, de devolver al gato a su natural condición.
—Hemos dejado de ser gatos. La sola palabra «gato» es un insulto entre nosotros.
—¿Qué somos, pues? —preguntó Morriña.
—Panteritas…, panteras peso pluma —respondió gravemente su maestro—. Cuida en lo sucesivo de portarte como tal.
Oculto en un maizal, Morriña oyó sin conmoverse los gritos de las dos damas que le llamaban con voces donde los diminutivos cariñosos temblaban de afán. Sábela, la criada, le requirió también, ásperamente; pero Morriña apenas se movió más que para darle un zarpazo a un abejorro y para oliscar una hoja que le acariciaba cerca del hocico rosado. Después, cuando la oscuridad se hizo más densa, Morriña emprendió su caminata con mayor serenidad de la que podría esperarse de un gato que hace su primera salida.
Ciertamente no sabía a dónde ir. Cerca de la fraga se detuvo a mirar la choza de Juanita Arruallo, por cuya abierta ventana salía un delicioso olor a sardinas. Morriña se sobrepuso a la emoción que en él despertaba siempre el olor a sardinas, y siguió. Anduvo mucho tiempo y llegó a los bosques que crecen para allá de Lendoiro, desde donde se divisan más de cinco parroquias y en los que el viento puede correr una legua entre los árboles sin encontrar para sus juegos el humo de ninguna vivienda humana.
Llegó y estimó con agrado aquel sitio salvaje. Las espinas de los tejos le habían arañado alguna vez, y estaba cansado; pero prefirió, a dormir en cualquier cobijo, satisfacer cien pequeñas ansias de animal libre que se revelaban súbitamente en él. Se agazapó en las sombras, acechó un rumorcillo y se lanzó, de un salto maravilloso, sobre una hoja seca que la brisa empujaba y a la que deshizo con inédita ferocidad entre sus uñas enrojecidas por la tierra arcillosa de los caminos.
Aquella noche fue cuando cazó un topo. Lo esperó mucho tiempo al extremo de su vivienda subterránea, recogido, con la cabeza casi pegada al suelo y el bigote erizado. Y cuando lo tuvo entre sus dientes agudos se sintió magníficamente triunfador. La verdad es que jamás había cazado nada, y la única presa que hizo una vez en el pazo estaba guisada por la cocinera.
Paseó aquel cuerpecillo estremecido aún y caliente, recreándose en un maullido que salía de su propia garganta como un hervor. Y fue entonces cuando comenzaron a aparecer en torno del fugitivo, brotando silenciosamente de todos los lados del bosque, ojos verdes y ojos bermejos y ojos de oro que lo miraban con fijeza perturbadora. Morriña depositó a su víctima en tierra, puso sobre ella una garra y esperó.
—Es un hermano —maulló uno de los recién llegados, y las redondas pupilas brilladoras aproximáronse.
Primero formaron un círculo en torno de Morriña, pero surgieron más y más de las tinieblas, fueron como luciérnagas entre los matorrales y como estrellitas en las copas de los pinos. Las más lejanas iban y venían, llevadas por un afán curioso, y parecían multiplicarse. Si unos ojos humanos hubiesen podido ver tantos ojos encendidos, creerían que el bosque entero estaba invadido de animales.
«Son gatos como yo», notó perfectamente Morriña, y los saludó con un largo maullido de abundantes modulaciones.
—Bien —gruñó a su lado el que antes le había reconocido—, deja esas serenatas de tejado para otra ocasión. Estás en el clan de los Gatos Libres.
Y se acercó a frotarle la nariz.
Aquélla fue para Morriña una noche de agradables sorpresas. Cuando, a las tres de la madrugada, asomó en el cielo un trozo de luna rojo y carcomido como un queso de Chéster a medio roer por los ratones. Morriña reconoció entre sus compañeros a algunos gatos del rueiro próximo al pazo, con los que se había peleado muchas veces y que desaparecieron sin que nunca se hubiera vuelto a saber de ellos. Todos los gatos huidos de las casitas aldeanas de diez parroquias a la redonda estaban allí, en la fraga llena de misterio. Los regía un gato de piel listada, que devoró con indiferencia el topo cazado por el neófito, asegurando que de día en día la carne de los topos era de peor calidad.
Fue este gato el que, en la siguiente jornada, examinó y aleccionó a Morriña. Apoyó el pecho sobre las patitas cruzadas, entornó los ojos, que se oblicuaron asiáticamente, e inquirió:
—¿Qué hacías en el pazo?
—Comer y dormir.
—¿Nada más?
—También jugaba con los ovillos de mis amas.
—¿Qué es un ovillo? —preguntó uno de los hijos del jefe, que había nacido y vivido siempre en la fraga.
—Un ovillo —dijo su padre— es un animalito redondo que anida en el regazo de las mujeres. Cuando corre, adelgaza y se le estira el rabo. No es comestible —terminó con desprecio.
—No es comestible —corroboró Morriña—; pero yo jugaba con él tan graciosamente que mis amas me daban doble ración de hígado de vaca.
—También nosotros comeremos vaca muy pronto —afirmó con fiereza el jefe.
Y explicó. Los Gatos Libres habían reflexionado mucho acerca de su condición. Era verdad que existían gatos depauperados que se avenían a llevar un lazo y hasta un cascabel: pero verdaderamente un gato no se deja domesticar como un caballo o un perro. El gato es una fiera: ésta es la realidad. Una fiera emparentada con el tigre y con el león. El clan de los Gatos Libres se preocupaba de restituir y cultivar esta fiereza, de devolver al gato a su natural condición.
—Hemos dejado de ser gatos. La sola palabra «gato» es un insulto entre nosotros.
—¿Qué somos, pues? —preguntó Morriña.
—Panteritas…, panteras peso pluma —respondió gravemente su maestro—. Cuida en lo sucesivo de portarte como tal.
Wenceslao Fernández Flórez
El bosque animado
Publicada en 1943, cuando el autor estaba próximo a los sesenta años, «El bosque animado» constituye un homenaje a la fraga de San Salvador de Cecebre, lugar próximo a La Coruña, donde Fernández Flórez veraneó desde 1913 hasta los últimos años de su vida. En ese bosque animado, lleno de almas, de las ánimas de todos los seres vivos (hombres, vegetales y animales), se cruzan y se entrelazan pequeñas historias, en las que, a veces, da la sensación de que apenas pasa nada, pero que en su estructura profunda revelan la complejidad de las relaciones humanas. En definitiva, son fragmentos de vidas que dejan entrever los temas esenciales de nuestra existencia: el sufrimiento, la desesperanza, la soledad, la incomunicación. El relato destaca por sus magníficas descripciones y por su estilo, lleno de lirismo y toques de humor, que preludian el realismo mágico. La intervención de los personajes principales en varias de las Estancias le da cohesión al texto, al igual que la presencia continuada de la fraga que marca las coordenadas espaciales de la novela. Realmente, la fraga, con todos sus elementos, se alza como auténtica protagonista de la obra, que pretende mostrarnos el renacer continuo de la naturaleza, de los hombres, de la vida.
16 noviembre 2022
Barcas y el zorro
Barcas y el zorro
Barcas de Moure es un zuequero de Loboso, que en septiembre y octubre recorre la mayor parte de la pastoriza luguesa y de la Tierra de Miranda, zuequeando por las casas, y lo mismo hace zuecas remontadas que madreñas y chinelas, y suelas de zuecos. Barcas, zuequeando en Vilares del Santo, se sentó en un cepo a liar cigarro, y mirando distraído para un montón de viruta, se sorprendió de que se moviera, como si alguien respirase debajo, en un sueño profundo y tranquilo. El montón de viruta era pequeño, y Barcas pensó en perrillo, en un palleiro amarillo, de los que alarman con sus ladridos en los caminos del país.
Con el pie fue apartando virutas, hasta que descubrió lo oculto. Era un zorro. Barcas cerró la puerta de la cabaña, y con una vara despertó al dormido. El zorro abrió el ojo derecho, bostezó dos veces, se estiró y finalmente sonrió.
—¡Sí, hombre, me echó una sonrisada!
Era un zorro muy pequeño, muy lucido de pelo, el rabo casi mayor que el cuerpo.
—¡Eres bien pequeño! —le dijo Barcas.
—¡Es que soy enano, Barcas, y además nacido tresmesino!
El zorro, raposo o golpe, como le decimos los gallegos, hablaba muy bien nuestra lengua, y con el acento de aquella misma comarca, donde dicen autro por outro, otro, y aira por eira, era. Barcas es muy hablador, y le gustó la conversación con el zorro, que sin duda era la primera que tenía con el rabilargo un vecino de Loboso.
En el paso de la tertulia, el zorro, que dijo llamarse Anís…
—¿Anís? —le preguntaba yo a Barcas.
—¡Sí, señor, Anís! Me lo dijo bien claro seis o siete veces.
Pues Anís le preguntó a Barcas si quería hacerle unas zuecas subidas, que tuviesen el pico de punta bien salido.
—¡Nunca se vio zorro con zuecas! —le dijo Barcas a Anís.
—¡Bien se ve que nunca fuiste a Monfero!
En Monfero, según le explicó Anís a Barcas, hay un zorro viejo y reumático, muy sabio, que gasta zuecos soldados, unos zuecos que encontró en la carretera.
—Últimamente les puso una sobresuela de llanta, para no hacer ruido. Le gusta mucho acercarse a Curtis, para ver pasar el tren.
Barcas, a ratos perdidos, le hizo a Anís cuatro pares, y el golpe estrenó las zuecas en la cabaña, y andaba gracioso, aunque torcía de vez en cuando, especialmente de las patas traseras. Anís le pidió a Barcas que, por favor, que le envolviese las zuecas con paja y papel, que las iba a guardar hasta que las necesitase. Cuando Barcas regresó desde Vilares a su Loboso nativo, en el camino le hizo compañía el zorro enano Anís. Al despedirse ambos amigos en lo alto de Ventos, Anís le preguntó a Barcas:
—¿Quién manda en Francia?
—¡Un tal de Gaulle! ¿Para qué quieres saberlo?
—Es que un zorro que hay en Meira, cuando vamos de caza entre varios, se echa siempre a la gallina más grande, y poniéndose encima de ella grita: ¿Quién manda en Francia?
Barcas nunca más volvió a ver a Anís, zorro enano y tresmesino. Me lo dice con cierta tristeza.
—¿Qué trabajo le costaba salirme alguna vez al camino?
Álvaro Cunqueiro
La otra gente
Áncora & Delfín - 470
15 noviembre 2022
¿Leyó Frankenstein alguna vez el Quijote?
¿Leyó Frankenstein alguna vez el Quijote? Vayamos paso a paso.
Era el verano de 1816. Mary Shelley y su esposo, el también escritor Percy Bysshe Shelley, acudieron a Suiza, a una hermosa casa en las montañas que su amigo lord Byron tenía en aquel lugar. Allí disfrutaban todos los invitados de un maravilloso verano alpino henchido de bosques, valles y senderos por los que a menudo caminaban para ejercitarse, al tiempo que así admiraban los espectaculares paisajes de aquel territorio. Pero un día, en uno de esos frecuentes cambios meteorológicos propios de las zonas montañosas, las nubes taparon el sol y las lluvias interrumpieron sus excursiones. Y no sólo por una jornada o dos, sino que la lluvia pareció encontrarse cómoda entre aquellas laderas verdes y decidió instalarse por un largo período. Byron, el matrimonio Shelley y el resto de los invitados optaron entonces por reunirse a la luz de una hoguera que ardía en una gran chimenea de la casa en la que se habían instalado y allí, entre copa y copa de vino, deleitarse en la lectura en voz alta que Percy Shelley realizaba de diferentes clásicos de la literatura universal.
Percy Shelley era un reconocido poeta que, como Byron, había tenido que escapar de Inglaterra por el revolucionario tono de muchos de sus poemas contra el gobierno conservador británico que se oponía, entre otras cosas, a cambios en una vetusta ley electoral que impedía que los barrios obreros tuvieran los mismos representantes parlamentarios que las zonas rurales más conservadoras. El caso es que Percy sabía leer en público o declamar de modo que agitaba los corazones o despertaba la imaginación de quien le escuchara.
Lo sabemos con detalle porque todo esto nos lo cuenta la propia Mary Shelley, su esposa: por un lado, en el prólogo a su obra Frankenstein y, por otro, en su propio diario personal, en donde, día a día, la intrépida autora se tomaba la molestia de dejar constancia de todo aquello que había hecho cada jornada: unos escritos que ahora constituyen una pequeña gran joya para críticos literarios y curiosos de toda condición (entre los que me incluyo). Así, Mary nos describe cómo lord Byron, uno de esos interminables días de tormenta veraniega, sin posibilidad de poder salir a la montaña o realizar cualquier otra actividad en el exterior de la casa, se levantó y lanzó un gran reto. Como no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta a muchos de los allí presentes, se trataba de un reto literario.
—Os propongo un concurso.
—¿Qué tipo de concurso? —preguntó Percy intrigado y poniendo palabras a la curiosidad de todos los presentes.
Era el verano de 1816. Mary Shelley y su esposo, el también escritor Percy Bysshe Shelley, acudieron a Suiza, a una hermosa casa en las montañas que su amigo lord Byron tenía en aquel lugar. Allí disfrutaban todos los invitados de un maravilloso verano alpino henchido de bosques, valles y senderos por los que a menudo caminaban para ejercitarse, al tiempo que así admiraban los espectaculares paisajes de aquel territorio. Pero un día, en uno de esos frecuentes cambios meteorológicos propios de las zonas montañosas, las nubes taparon el sol y las lluvias interrumpieron sus excursiones. Y no sólo por una jornada o dos, sino que la lluvia pareció encontrarse cómoda entre aquellas laderas verdes y decidió instalarse por un largo período. Byron, el matrimonio Shelley y el resto de los invitados optaron entonces por reunirse a la luz de una hoguera que ardía en una gran chimenea de la casa en la que se habían instalado y allí, entre copa y copa de vino, deleitarse en la lectura en voz alta que Percy Shelley realizaba de diferentes clásicos de la literatura universal.
Percy Shelley era un reconocido poeta que, como Byron, había tenido que escapar de Inglaterra por el revolucionario tono de muchos de sus poemas contra el gobierno conservador británico que se oponía, entre otras cosas, a cambios en una vetusta ley electoral que impedía que los barrios obreros tuvieran los mismos representantes parlamentarios que las zonas rurales más conservadoras. El caso es que Percy sabía leer en público o declamar de modo que agitaba los corazones o despertaba la imaginación de quien le escuchara.
Lo sabemos con detalle porque todo esto nos lo cuenta la propia Mary Shelley, su esposa: por un lado, en el prólogo a su obra Frankenstein y, por otro, en su propio diario personal, en donde, día a día, la intrépida autora se tomaba la molestia de dejar constancia de todo aquello que había hecho cada jornada: unos escritos que ahora constituyen una pequeña gran joya para críticos literarios y curiosos de toda condición (entre los que me incluyo). Así, Mary nos describe cómo lord Byron, uno de esos interminables días de tormenta veraniega, sin posibilidad de poder salir a la montaña o realizar cualquier otra actividad en el exterior de la casa, se levantó y lanzó un gran reto. Como no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta a muchos de los allí presentes, se trataba de un reto literario.
—Os propongo un concurso.
—¿Qué tipo de concurso? —preguntó Percy intrigado y poniendo palabras a la curiosidad de todos los presentes.
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