26 enero 2023

TRECE LINEAS (más o menos). 15 de 365

 El mayor de los tesoros de Aarón, además de su mujer —Esther—, era su hijo: un muchacho que jugaba sobre las alfombras, un muchacho de redondos y negros ojos que estaba provisto de toda la belleza oriental de su estirpe. Este muchacho era Abdías, quien más tarde sería un hombre desdichado, pero que ahora era todavía una tierna y bella flor que había brotado del seno de Esther. Sobre estas dos riquezas acumulaba Aarón todo lo que pensaba que podría hacerles afortunados: bienes de los que él sabía que los poderosos de la tierra, los sultanes y los antiguos reyes de su pueblo, habían luchado por conseguir como los más preciados de la vida. Bien es verdad que algunas veces él vislumbraba, en horas de aislamiento, que podría haber otra dicha que se hallase en el espíritu y en el corazón; pero, no llegando a comprender su fugaz sentimiento, tuvo esto por una especie de dolor que había que alejar. El único provecho que sacó de semejantes pensamientos fue el propósito de coger un día a su hijo, cuando fuese mayor, y montarle en un camello para conducirle a Kahira a trabajar junto a un médico, para que así fuese más sabio —como en tiempos hicieron los antiguos profetas de su estirpe—. Pero fuera de eso nada más, porque ese sentimiento cayó de nuevo en el olvido; así que el muchacho no tenía nada en lo que su espíritu pudiera desarrollarse, salvo el ancho cielo sobre sí, que él tenía por el manto de Jehová: el Dios que había creado las montañas, las nubes y todo lo demás, y cuyos hijos se reunirían con él algún día para la gloria eterna. Vamos a pasar de largo su infancia y adolescencia, puesto que no hay otra cosa que decir que se crio en la opulencia del reino y que vivió bajo el excesivo amor de sus padres.

Pero por fin llegó el día en el que también Abdías tuvo que introducirse en su destino, lo mismo que ese destino, bueno o malo, había quedado dispuesto desde hacía siglos para su pueblo; ¡y sabe Dios el tiempo que todavía lo seguirá disponiendo! A partir de ese día, el padre, Aarón, le condujo fuera, haciéndole pasar de los más ricos aposentos de los que había gozado hasta entonces a los más pobres, ya que le puso un andrajoso caftán y le dijo: «Abdías, hijo, ve por el mundo y, dado que el hombre no posee nada sino lo que puede conseguir por sí mismo, y que a cada momento tiene que volver de nuevo a obtener, y dado que este no puede asegurarse nada sino solamente la aptitud para esta obtención, así marcha y apréndela tú; aquí te doy un camello y una moneda de oro porque hasta que no hayas logrado por ti mismo tanto como para que un solo hombre pueda subsistir en la vida, no te daré nada más; si fueses un haragán, entonces no recibirías nada tras mi muerte. Visítanos a tu madre y a mí con frecuencia, y regresa cuando tengas tanto como para que un ser humano pueda vivir. Te daré entonces tanto como para que pueda vivir una segunda persona contigo: puedes traerte una esposa; intentaremos alojaros y buscaros un lugar en nuestra choza para vivir allí dentro y gozar de la felicidad con la que Jehová os bendiga. Pero ahora, sin embargo, querido hijo Abdías, yo te bendigo. Tienes que marcharte y no seas desleal al nido en el que te has alimentado».


Adalbert Stifter

Abdías

Título original: Abdias

Adalbert Stifter, 1853

Traducción: Carlos d’Ors Führer

El libro nos cuenta, con el carácter y la forma de las narraciones bíblicas proféticas, las desventuras del judío Abdías. Increíbles saltos en el tiempo de la historia generan lo lapidario y lo lacónico de esta narración en torno a un personaje que inequívocamente reproduce la figura bíblica de Job. A pesar de ello, Abdías no es ningún Job moderno. Es una persona que sufre, que aguanta y soporta, y no porque sea un pecador, sino precisamente por lo contrario, porque es un hombre piadoso y honesto.
Esta nouvelle ha sido considerada una de las más hermosas de la literatura en lengua alemana y Thomas Mann llegó a decir que su autor era «uno de los narradores más singulares, más enigmáticos, más discretamente osados, más curiosos y más seductores de la literatura mundial».

Ikebana

Ikebana

25 enero 2023

TRECE LINEAS (más o menos). 14 de 365

LA HISTORIA DEL NÁUFRAGO
(c. 1995-1965 a. C.)

Además de los textos oficiales o funerarios de carácter religioso, muy poco se conoce de la propiamente literatura egipcia. Gracias a que eran copiados para atender el gusto popular, se conservan algunos papiros con cuentos, poemas y reflexiones morales. Uno de los cuentos más famosos, la Historia de Sinué —demasiado extenso para incluirle en esta obra—, refiere las aventuras de un egipcio que, temeroso de un castigo, se interna por tierras asiáticas, llega a Siria, se convierte en jefe de una tribu de beduinos y, al fin, regresa a su patria para reanudar su vida y su inmutable destino. Otro de estos cuentos populares del Imperio Medio como el de Sinué, es La historia del náufrago, cuento fantástico en el que es notable la inesperada generosidad del monstruo marino que el náufrago encuentra en la isla. «El optimismo y la gentileza —observa Pierre Gilbert— del cuento egipcio, en que el monstruo no descansa hasta devolver al náufrago a su patria cargado de regalos, son características de la mentalidad egipcia».


Un servidor experto dijo: «Regocíjate, príncipe; hemos llegado a la tierra de Egipto. Se ha cogido el machote, se ha clavado el poste y la amarra está en tierra. Se cantan las alabanzas de Dios y se le dan gracias, y cada cual abraza a su camarada. Nuestra marinería ha llegado sin daño alguno y nuestros soldados no han experimentado pérdidas. Hemos llegado hasta el fin del país del Wawat, pasando por delante de Senmet, y hemos aquí vuelto felizmente a nuestro país. Escúchame, príncipe, que yo no exagero. Lávate y vierte agua sobre tus dedos y luego responde cuando te inviten a hablar. Háblale al rey según tu corazón y no vaciles al responder. La boca del hombre es la que le salva, y su palabra la que hace que sea condescendiente con él. Pero, de todos modos, harás lo que quieras. Se cansa uno de aconsejarte.
Quiero contarte ahora una aventura análoga que me ocurrió a mí cuando fui enviado a una mina del soberano y descendí al mar con un barco de ciento veinte varas de largo y cuarenta de ancho, en el que navegaban ciento veinte marineros de los mejores de Egipto. Miraban al cielo y a la tierra, y los presagios llenaban de valor su corazón. Anunciaban una tormenta antes de que hubiera llegado; preveían una marejada antes de producirse.
Al sobrevenir la tormenta nos hallábamos en el mar, sin que hubiéramos tomado aún tierra; sopló el viento y levantó una ola de más de ocho varas de alto. Yo pude asirme a una tabla. Se hundió el barco y no quedó con vida ninguno de los que lo tripulaban. Gracias a una ola del mar fui arrojado a una isla, donde pasé tres días solo, sin otro compañero que mi corazón. Me acostaba en el hueco de un árbol y abrazaba las sombras. Por el día estiraba mis piernas en busca de algo que pudiera meter en la boca. Hallé higos y uvas y todo género de frutas magníficas. Había también peces y pájaros; no hay nada que allí no se encontrase. Me sacié y dejé abandonado lo que mis manos no podían transportar. Me fabriqué un encendedor, encendí fuego e hice un holocausto.

Ikebana

Ikebana

24 enero 2023

TRECE LINEAS (más o menos). 13 de 365

Su perro favorito llevaba unos días enfermo y no le había llegado ningún informe durante aquella mañana. Abrió la puerta que había cerca de la chimenea y que conducía, a través de un pequeño pasillo encelado, a su tocador.
—¡Isabel! —gritó—. ¿Cómo está Tommie?
Una voz fresca y joven contestó desde detrás de la cortina que cerraba el otro extremo del corredor.
—No está mejor, milady.
Un tenue ladrido siguió a la joven voz, que añadió (en el lenguaje de los perros):
—¡Mucho peor, milady, mucho peor!
Lady Lydiard volvió a cerrar la puerta con muestras de compasión por Tommie, y paseó lentamente de un lado para otro por el espacioso salón, esperando la vuelta del administrador.
Correctamente descrita, la viuda de Lord Lydiard era baja y gorda, peligrosamente cerca de su sexagésimo aniversario. Pero puede decirse tranquilamente, y sin que sea un cumplido, que aparentaba ser más joven, como, por lo menos, unos diez años menos. Su complexión era de ese tipo de delicado tono rosado que se observa algunas veces en las ancianas que conservan bien sus facciones. Sus ojos (también excelentemente conservados) eran de ese azul claro y brillante que sienta tan bien y que no se descolora con la prueba de las lágrimas. A todo ello se le había de añadir una nariz pequeña, rellenas mejillas que desafiaban las arrugas. El blanco cabello iba peinado con duros y consistentes rizos pequeños; y, si una muñeca pudiera envejecer, Lady Lydiard hubiera sido la imagen viviente de la misma, tomándose la vida con tranquilidad en su camino hacia la más bella de las tumbas, en un cementerio donde los mirtos y las rosas crecen todo el año.
Si aquéllas eran las virtudes personales de Su Señoría, la historia imparcial deberá reconocer la lista de sus defectos: una completa falta de tacto y gusto en el atavío. El lapso de tiempo transcurrido desde la muerte de Lord Lydiard le había dado la libertad para vestirse como le gustaba. Arreglaba su baja y regordeta figura con colores que resultaban demasiado chillones para una mujer de su edad. Sus vestidos, mal elegidos, al igual que su colorido, puede que no estuvieran mal confeccionados, pero, con certeza, estaban mal llevados. Moral y físicamente debe decirse que su aspecto exterior era el peor. Las anomalías en su vestimenta armonizaban con las de su carácter. Había momentos en los que se sentía y hablaba como corresponde a una dama de su rango; y había otros momentos en los que se comportaba y hablaba como si fuera una cocinera en la cocina. Tras estas superficiales inconsistencias, su grandeza de corazón y lo esencialmente sincero y generoso de la naturaleza de la mujer, sólo esperaban la ocasión precisa para que salieran por sí mismos.

Wilkie Collins (Londres, 8 de enero de 1824 - ib., 23 de septiembre de 1889) - El dinero de Milady

Título original: Milady’s Money
Wilkie Collins, 1879
Traducción: Francisco Arellano Selma


Ikebana

Ikebana

Enriketa ve un fantasma