LA HISTORIA DEL NÁUFRAGO
(c. 1995-1965 a. C.)
Además de los textos oficiales o funerarios de carácter religioso, muy poco se conoce de la propiamente literatura egipcia. Gracias a que eran copiados para atender el gusto popular, se conservan algunos papiros con cuentos, poemas y reflexiones morales. Uno de los cuentos más famosos, la Historia de Sinué —demasiado extenso para incluirle en esta obra—, refiere las aventuras de un egipcio que, temeroso de un castigo, se interna por tierras asiáticas, llega a Siria, se convierte en jefe de una tribu de beduinos y, al fin, regresa a su patria para reanudar su vida y su inmutable destino. Otro de estos cuentos populares del Imperio Medio como el de Sinué, es La historia del náufrago, cuento fantástico en el que es notable la inesperada generosidad del monstruo marino que el náufrago encuentra en la isla. «El optimismo y la gentileza —observa Pierre Gilbert— del cuento egipcio, en que el monstruo no descansa hasta devolver al náufrago a su patria cargado de regalos, son características de la mentalidad egipcia».
Un servidor experto dijo: «Regocíjate, príncipe; hemos llegado a la tierra de Egipto. Se ha cogido el machote, se ha clavado el poste y la amarra está en tierra. Se cantan las alabanzas de Dios y se le dan gracias, y cada cual abraza a su camarada. Nuestra marinería ha llegado sin daño alguno y nuestros soldados no han experimentado pérdidas. Hemos llegado hasta el fin del país del Wawat, pasando por delante de Senmet, y hemos aquí vuelto felizmente a nuestro país. Escúchame, príncipe, que yo no exagero. Lávate y vierte agua sobre tus dedos y luego responde cuando te inviten a hablar. Háblale al rey según tu corazón y no vaciles al responder. La boca del hombre es la que le salva, y su palabra la que hace que sea condescendiente con él. Pero, de todos modos, harás lo que quieras. Se cansa uno de aconsejarte.
Quiero contarte ahora una aventura análoga que me ocurrió a mí cuando fui enviado a una mina del soberano y descendí al mar con un barco de ciento veinte varas de largo y cuarenta de ancho, en el que navegaban ciento veinte marineros de los mejores de Egipto. Miraban al cielo y a la tierra, y los presagios llenaban de valor su corazón. Anunciaban una tormenta antes de que hubiera llegado; preveían una marejada antes de producirse.
Al sobrevenir la tormenta nos hallábamos en el mar, sin que hubiéramos tomado aún tierra; sopló el viento y levantó una ola de más de ocho varas de alto. Yo pude asirme a una tabla. Se hundió el barco y no quedó con vida ninguno de los que lo tripulaban. Gracias a una ola del mar fui arrojado a una isla, donde pasé tres días solo, sin otro compañero que mi corazón. Me acostaba en el hueco de un árbol y abrazaba las sombras. Por el día estiraba mis piernas en busca de algo que pudiera meter en la boca. Hallé higos y uvas y todo género de frutas magníficas. Había también peces y pájaros; no hay nada que allí no se encontrase. Me sacié y dejé abandonado lo que mis manos no podían transportar. Me fabriqué un encendedor, encendí fuego e hice un holocausto.