IV El romano
Algunos de los que iban aquella noche en el grupo de pastores hasta el establo que estaba un poco lejos del pueblo, y mucho más cerca de donde estaban las majadas, divisaron enseguida a un hombre muy alto, que luego vieron que tenía el pelo muy blanco según relucía a la luz de las antorchas que llevaban. Estaba como paseando con un farol en una mano, de arriba abajo, a lo largo del caminillo, o como esperando a alguien, a pesar de que la noche era más bien fría, aunque también vieron luego que llevaba una buena pelliza de pieles hasta los pies; y se preguntaban señalándole con un movimiento de barbilla:
Y ese ¿quién es?
—Ése es uno de ellos, un romano, el que apunta los nombres de la lista de todos nosotros y de los forasteros, que ha mandado hacer quien manda en Roma —dijo un jovencito que apenas tenía esbozo de una barba rubia.
—Pues ése no es quien estaba allí, cuando yo me fui a apuntar; no era tan alto —dijo otro miembro de bastante edad del grupo de pastores.
—Porque ése es el jefe de los que apuntan, y el peor de todos, que ha venido de parte del César de Roma, que es el que está ocupando esta tierra nuestra, como todos sabéis.
—Tú estás muy politizado, chaval. ¡Olvídate! ¡Tanto me dan a mí los de allí como los de aquí, Moshé! Tú eres muy joven, y tienen muchas imaginaciones y vericuetos en la cabeza. Ahora vamos a ver a un niño nuestro, que es mucho más importante. ¡Déjate de política!
Y el mocito se calló de mala gana, e incluso parecía que iba a contestar, pero el forastero se acercó entonces al grupo, cuando pasaban precisamente junto a él, y preguntó:
—¿Es por aquí por donde se va al establo?
—Sí señor —contestaron casi todos a la vez.
—¿Y ustedes van a ese establo?
—Sí señor.
—¿Y ustedes tendrían entonces algún inconveniente en que yo me uniera a ustedes?
Y hubo en este momento un silencio, mientras los unos se miraban a los otros, y había también quienes bajaban los ojos o miraban a la oscuridad; pero al final dijo uno del grupo:
—Con mucho gusto, pero es que nosotros somos pastores que estábamos en la majada, y nos han avisado.
—¿Y de que les han avisado? si puede decirse.
Y le contestaron como pudieron, pero con mucho cuidado de que no se les fuese la lengua, aunque diciendo claramente que lo que les habían dicho los mensajeros era que les había nacido un niño.
—¡Un Niño! «Puer natus est nobis, filius datus est nobis», y, como decía el dulce Virgilio: «Iam nova progenies caelo demittitur alto!».
Ellos quedaron como alelados con la boca abierta, pero sonriendo como si adivinasen que eso significaba algo bueno, y que por eso lo decía muy contento.
—Pero ¿qué dice? Nosotros no entendemos el romano, señor.
—Ni queremos —añadió el jovenzuelo politizado.
—¡Pues tú te lo pierdes, hijo! Nunca conocerás al dulce Virgilio —dijo el forastero.
Y luego explicó a todos que lo que había dicho era repetir en su lengua que «Nos ha nacido un Niño; se nos ha dado un Hijo», y que el poeta Virgilio decía, en el verso que les había recitado, que había descendido del cielo una nueva clase y familia de hombres.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —contestaron todos maravillados
Y luego uno de los ancianos dijo:
—¿Y qué hace por estas tierras el buen hombre, si es que se puede preguntar sin ofender?
Él contestó que, aunque era romano, porque había nacido allí, en Roma, siempre había vivido por estas tierras del Oriente, y que su mujer era parienta y descendiente de la Reina de Saba que había visitado a Salomón.
—El mundo es un pañuelo —comentó otro pastor anciano.
Y dijo luego al forastero que seguramente sabía que Salomón era hijo de David, y que David y la casa de David arrancaban de este pueblo de Belén.
Continuaron a seguido hablando de que, cuando les habían invitado a ellos los mensajeros, les habían informado de que el Niño que iban a ver también era de esta familia; y hablando luego del tiempo, y concretamente de la noche clara que había quedado desde que habían visto los resplandores de los mensajeros que les habían invitado, llegaron ya al establo donde había ya otros pastores y dos o tres mujeres que se afanaban por allí, una asnilla y un buey, muy despabilados y que parecían atender a las conversaciones; y el Niño con sus padres, aunque el Niño estaba dormido, y nadie hablaba, y todos se decían las cosas por señas. Sobre todo, para señalar al romano con aquella pelliza tan calentita que enseguida se la quitó y se la echó encima al Niño.
Estuvo mucho rato parado allí, y a lo mejor era porque era corto de vista, y, como se acercó mucho a ver si se rebullía el Niño, y, como tenía aquel hombre una nariz muy larga al igual que el pico de los loros, y mucho más en curva que las narices de los judíos, se la cogió el Niño con la mano bien fuertemente, y el forastero se rio, y todos vieron que el Niño también se reía.
Y luego ya llegaron sus padres que estaban avivando una lumbrecilla en un rincón, y tomando un caldo caliente su madre, y el forastero se puso a hablar con ellos con una ceremonia de palabras y de acciones con las manos, como si hablara con reyes antiguos. Pero entonces el joven que estaba politizado les contó a quienes allí estaban quien era aquel forastero, y algunos dijeron:
—Pues este viene a por el Niño y se lo lleva envuelto en la pelliza con que le ha arropado para disimular, porque los romanos son capaces de todo.
—Sí, de eso y de mucho más —comenzó a decir ahora de nuevo el joven, pero como tartamudeando.
Y continuó a seguido:
—Pe-pe-pero, eés-éste no, eéste no.
—Éste no ¿qué? —le urgían todos— ¡Acaba de decir las cosas de una vez!
Y, por fin, repitió a derechas tres veces que ya no quería ser político, y dijo que este señor romano, de tan bueno como era, seguro que cuando el Niño le cogió con la mano la nariz, seguro que se la hubiera cortado y dejado allí para que jugase con ella, o a lo mejor hasta se quedaba el allí en el establo para que, cada vez que le viese el Niño, se riese. Y ya le había dado su pelliza de pelo de camello, ¿no?
Y que, además, la mujer del romano era parienta de la reina de Saba.
—¡Pues menuda peje de lista que era esta, como dice la Escritura! —añadió la señora Marta que estaba, en ese momento, dando unas puntadas en un lienzo—. Mucho más que Salomón; cien veces por lo menos.
Y el rapaz seguía como escuchando muy atento, y sonriéndose, mientras contaban cosas de la Reina de Saba.
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