Claro y agradable estaba el cielo, perfumado el
aire y hermoso el aspecto de todas las cosas en torno, cuando el señor Pickwick
se inclinó sobre la balaustrada del puente de Rochester, contemplando la
naturaleza y esperando la hora del desayuno. La escena, en efecto, podía muy
bien haber hechizado una mente mucho menos reflexiva que aquella ante la cual
se presentaba.
A la izquierda del
espectador quedaba la muralla ruinosa, rota en muchos puntos y, en algunos,
dominando la estrecha ribera con sus rudas y pesadas masas. Grandes matas de
hierbajos pendían entre las melladas y puntiagudas piedras, temblando a cada
soplo del viento, y la verde hiedra trepaba lúgubremente en torno a las almenas
sombrías y derruidas. Tras de estas se elevaba el viejo castillo con sus torres
sin tejados y sus macizas paredes desmigajándose, pero hablándonos orgullosamente
de su antiguo poder y fuerza, cuando, setecientos años antes, resonaba con el
entrechocar de las armas o retumbaba con el ruido de los festines y orgías. A
un lado o a otro, las riberas de Medway, cubiertas de campos de trigo y pastos,
con algún molino de viento acá y allá, o una iglesia lejana, se extendían en
todo lo que alcanzaba la mirada, presentando un paisaje rico y variado,
embellecido aún por las sombras cambiantes que pasaban rápidamente sobre él al
alejarse y deshacerse las leves nubes a medio formar bajo la luz del sol
mañanero. El río, reflejando el claro azul del cielo, brillaba y resplandecía
en su corriente sin ruido; y los remos de los pescadores se sumergían en el
agua con un ruido claro y límpido, mientras sus barcas, pesadas pero
pintorescas, se deslizaban lentamente río abajo. (Cap.V)
Charles Dickens
Los papeles póstumos del Club Pickwick
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