Oculto en un maizal, Morriña oyó sin conmoverse los gritos de las dos damas que le llamaban con voces donde los diminutivos cariñosos temblaban de afán. Sábela, la criada, le requirió también, ásperamente; pero Morriña apenas se movió más que para darle un zarpazo a un abejorro y para oliscar una hoja que le acariciaba cerca del hocico rosado. Después, cuando la oscuridad se hizo más densa, Morriña emprendió su caminata con mayor serenidad de la que podría esperarse de un gato que hace su primera salida.
Ciertamente no sabía a dónde ir. Cerca de la fraga se detuvo a mirar la choza de Juanita Arruallo, por cuya abierta ventana salía un delicioso olor a sardinas. Morriña se sobrepuso a la emoción que en él despertaba siempre el olor a sardinas, y siguió. Anduvo mucho tiempo y llegó a los bosques que crecen para allá de Lendoiro, desde donde se divisan más de cinco parroquias y en los que el viento puede correr una legua entre los árboles sin encontrar para sus juegos el humo de ninguna vivienda humana.
Llegó y estimó con agrado aquel sitio salvaje. Las espinas de los tejos le habían arañado alguna vez, y estaba cansado; pero prefirió, a dormir en cualquier cobijo, satisfacer cien pequeñas ansias de animal libre que se revelaban súbitamente en él. Se agazapó en las sombras, acechó un rumorcillo y se lanzó, de un salto maravilloso, sobre una hoja seca que la brisa empujaba y a la que deshizo con inédita ferocidad entre sus uñas enrojecidas por la tierra arcillosa de los caminos.
Aquella noche fue cuando cazó un topo. Lo esperó mucho tiempo al extremo de su vivienda subterránea, recogido, con la cabeza casi pegada al suelo y el bigote erizado. Y cuando lo tuvo entre sus dientes agudos se sintió magníficamente triunfador. La verdad es que jamás había cazado nada, y la única presa que hizo una vez en el pazo estaba guisada por la cocinera.
Paseó aquel cuerpecillo estremecido aún y caliente, recreándose en un maullido que salía de su propia garganta como un hervor. Y fue entonces cuando comenzaron a aparecer en torno del fugitivo, brotando silenciosamente de todos los lados del bosque, ojos verdes y ojos bermejos y ojos de oro que lo miraban con fijeza perturbadora. Morriña depositó a su víctima en tierra, puso sobre ella una garra y esperó.
—Es un hermano —maulló uno de los recién llegados, y las redondas pupilas brilladoras aproximáronse.
Primero formaron un círculo en torno de Morriña, pero surgieron más y más de las tinieblas, fueron como luciérnagas entre los matorrales y como estrellitas en las copas de los pinos. Las más lejanas iban y venían, llevadas por un afán curioso, y parecían multiplicarse. Si unos ojos humanos hubiesen podido ver tantos ojos encendidos, creerían que el bosque entero estaba invadido de animales.
«Son gatos como yo», notó perfectamente Morriña, y los saludó con un largo maullido de abundantes modulaciones.
—Bien —gruñó a su lado el que antes le había reconocido—, deja esas serenatas de tejado para otra ocasión. Estás en el clan de los Gatos Libres.
Y se acercó a frotarle la nariz.
Aquélla fue para Morriña una noche de agradables sorpresas. Cuando, a las tres de la madrugada, asomó en el cielo un trozo de luna rojo y carcomido como un queso de Chéster a medio roer por los ratones. Morriña reconoció entre sus compañeros a algunos gatos del rueiro próximo al pazo, con los que se había peleado muchas veces y que desaparecieron sin que nunca se hubiera vuelto a saber de ellos. Todos los gatos huidos de las casitas aldeanas de diez parroquias a la redonda estaban allí, en la fraga llena de misterio. Los regía un gato de piel listada, que devoró con indiferencia el topo cazado por el neófito, asegurando que de día en día la carne de los topos era de peor calidad.
Fue este gato el que, en la siguiente jornada, examinó y aleccionó a Morriña. Apoyó el pecho sobre las patitas cruzadas, entornó los ojos, que se oblicuaron asiáticamente, e inquirió:
—¿Qué hacías en el pazo?
—Comer y dormir.
—¿Nada más?
—También jugaba con los ovillos de mis amas.
—¿Qué es un ovillo? —preguntó uno de los hijos del jefe, que había nacido y vivido siempre en la fraga.
—Un ovillo —dijo su padre— es un animalito redondo que anida en el regazo de las mujeres. Cuando corre, adelgaza y se le estira el rabo. No es comestible —terminó con desprecio.
—No es comestible —corroboró Morriña—; pero yo jugaba con él tan graciosamente que mis amas me daban doble ración de hígado de vaca.
—También nosotros comeremos vaca muy pronto —afirmó con fiereza el jefe.
Y explicó. Los Gatos Libres habían reflexionado mucho acerca de su condición. Era verdad que existían gatos depauperados que se avenían a llevar un lazo y hasta un cascabel: pero verdaderamente un gato no se deja domesticar como un caballo o un perro. El gato es una fiera: ésta es la realidad. Una fiera emparentada con el tigre y con el león. El clan de los Gatos Libres se preocupaba de restituir y cultivar esta fiereza, de devolver al gato a su natural condición.
—Hemos dejado de ser gatos. La sola palabra «gato» es un insulto entre nosotros.
—¿Qué somos, pues? —preguntó Morriña.
—Panteritas…, panteras peso pluma —respondió gravemente su maestro—. Cuida en lo sucesivo de portarte como tal.
Wenceslao Fernández Flórez