07 octubre 2022

El gallo de Portugal

 EL GALLO DE PORTUGAL

SIEMPRE le oí hablar a mi señor amo Merlín con mucho respeto de la antigua ciudad de Braga, de donde era nativo y en ella tenía rico aposento en un palacio de la rúa que llaman dos Confidentes, un gentil caballero portugués, de fina nobleza y muchos posibles, don Esmeraldino da Cámara Mello de Limia, vizconde de Ribeirinha. Fue este don Esmeraldino vizconde, por lo que de él oí contar a un su criado de librea y escopetero, el hombre más hermoso de Portugal en su tiempo, muy lucido de lunares y con una mirada tan triste en los grandes y negros ojos, que parecía, dicen, que cuando demoradamente os miraba era como si una niebla de oscuras caricias saliese, para envolveros, por entre la aleteante seda de las largas pestañas. Con sólo esta mirada despertaba grandes amores, pero todavía le ayudaba el que era pequeño y muy gracioso de maneras, convidador y en regalos de mérito la voluntad muy fácil; traía a Braga las modas de París, tanto de vestir y chalecos como de baile, tanto de peinar como de juegos, y aun ponía palabras de moda cuando de Francia venía, como sentimental, bombón, nenúfar, y la merde latiney le doré aux cochons, frases estas últimas para aludir a los clérigos y al arzobispo, respectivamente, y que muy vivas se me quedaron, quizá porque me animaban a ello los revuelos liberales de aquellos días insurrectos… Pero todas las delicadezas y atractivos que envasaba aquel cuerpo fidalgo sólo le servían a don Esmeraldino para contrarrestar el sexto mandamiento, en lo que estaba siempre activo y puntual, y para no perder la cuenta de las hazañas mandó clavar en la puerta de su palacio un hierro rizado, y colgó en él una tablilla de caoba en la que iba marcando los triunfos de Venus, haciendo él mismo con una navajita la señal de un aspa. Esto gustaba a los bracarenses, que en seguida se ponían a seguirle los pasos al vizconde, a discutir acerca de quién sería la dama caída, qué regalo le puso la zancadilla o si fue amor, y todos aseguraban oír serenatas secretas, y todo Braga se llenó de falsos testimonios fácilmente levantados, de doncellas deshonradas y de maridos cornudos cabalmente asentados en ellos, tal que mejor no lo hiciera escribano de número en papel sellado.

Estaba el vizconde de Ribeirinha muy feliz en su trato y boato, encumbrado por amoroso en todo Portugal, cuando vino a Braga una compañía italiana de ópera, y el mayor adorno que traía era una tal primadonna signorina Carla, rubia, desvestida y trinadora. Ya en la primera función se hizo presentar don Esmeraldino, quien tenía platea con repostero en el teatro, y aconteció que la cantante Carla era muy aficionada a las joyas. Don Esmeraldino puso a trabajar para él a todos los joyeros de Portugal, tal que signorina Carla pudo estrenar cada día un escaparate. La llevaba y traía el vizconde en su carroza, de la Fonda Suiza al teatro y del teatro a la fonda, y aun mandó forrar de verde el coche, que verdes eran los ojos de la Carla y verde su color favorito; hubo guitarradas bajo los balcones de la tiple, meriendas en los jardines del vizconde y otras muchas finezas y obsequios. Y Braga entera no dormía, yendo y viniendo a consultar la tabla de caoba, por si estaba en ella el aspa venérea ya labrada, y aún hoy se asegura, cuando este paso se cuenta, que iba a excuso el pincerna de la catedral a averiguar si tuviera buen fin la amorosa batalla, por pasarle aviso al canónigo penitenciario, quien estaba preparando un sermón de tabla contra el nuevo Tenorio. Y cantó por última vez la compañía italiana en el teatro de Braga la función que llaman El solicitante de amor y se facturó para Oporto, y acudió don Esmeraldino a despedir a la signorina Carla con besamanos y el regalo de un abanico envarillado de oro con amorcillos labrados, y estuvo el caballero en medio de la rúa diciéndole adiós con un pañuelo hasta que la diligencia dobló por el Atrio de la Canela. Seguido de sus amigos regresó lentamente y con alegre conversa don Esmeraldino a su palacio, se despidió de su séquito en la acera, y estaba media ciudad de Braga curiosa en la rúa dos Confidentes, y antes de subir a sus cámaras, el señor vizconde de Ribeirinha dándole el bastón a un criado, del bolsillo del chaleco verde, verde como los ojos de Carla cantora, sacó la navajita y grabó en la tabla de caoba un aspa más retorneada y grande que de costumbre. Y la concurrencia aplaudió como en el teatro.

Se corrió por todo Portugal la novedad, y era en toda parte alabada la cortesía lusitana de don Esmeraldino, quien esperó a que la Carla se fuese para propalar que había habido lo que el señor juez de Abadín llamaba retracto de colindantes.

Y reunido en sesión el Estamento Noble se acordó hacer homenaje a tanta cortés caballería, digna de tiempo más antiguo, y fue una diputación de Lisboa a Braga, presidida por un marqués que en Evora, entre andaluzas y portuguesas, tallaba casi lo que don Esmeraldino en Braga, y aunque la vieja señoría de Braga no quiso, por no alarmar, asistir al homenaje, estaban los populares de fiesta por rúas y plazas.

Y aconteció que don Esmeraldino obsequió a los pares con un refresco, y aplaudía el pueblo en la calle, y acordaron los titulados salir al balcón a agradecer los vivas, y don Esmeraldino estaba pálido con la emoción, y el marqués de Evora, pareciéndole que era justo ceder el paso ante el vizconde, quitándose la chistera de tres hebillas gritó:

—¡Por Braga dos veces primada! ¡Aquí está el gallo de Portugal!

Y en aquel mismo instante don Esmeraldino se puso rojo, azul, amarillo, rompió como cohete, y se convirtió en gallo: en un gallo muy hermoso y logrado de cresta y rabilargo, que voló de un balcón a otro y terminó posándose en el hierro donde, como anuncio de mesón inglés, colgaba la tabla en que estaban las aspas mil, de las amorosas lides índice completo. Pasmó el Estamento Noble, gritaron y corrieron los populares, se desmayaron las mujeres, un franciscano clamó que era justo castigo a tanta fantasía y tanto pecado, y un sobrino de don Esmeraldino tuvo arte para sujetar el gallo y enjaularlo. El penitenciario adelantó un mes el sermón para poner muy aparente el pago que aguarda a los fanáticos del libre fornicio, y puede decirse, me aseguraba el criado de librea y escopetero de don Esmeraldino, que Portugal quedó triste, escasearon las serenatas, y amustiáronse las mujeres. Baste decir que sólo en Braga tuvieron que cerrar dos perfumerías.

Puesto don Esmeraldino en una jaula muy pintada, vinieron médicos a verlo, el exorcista de Viseu también vino, y no hubo consulta que no se hiciese, y el único que pareció acertar en algo fue el sastre de Quintadinha, que es gran componedor de huesos, y que dispuso que para mantener al gallo vivo y alegre mientras se celebraban las opiniones, se pusiese a don Esmeraldino en una jaula más grande y se colgase en ella, como balancín, la tabla de caoba con las aspas. Tenía don Esmeraldino un primo jerónimo, en el severo convento que estos penitentes disfrutan en Lisboa, y era hombre de muchas lecturas, y foliando un tomo antiguo leyó en él que dos casos se tenían ya dados de verse ave quien fuera hombre, y que quedaba el remedio de la peregrinación a Santiago, donde era notorio que aquellos emplumados de antaño volvieron a la natural forma. Acordó la familia ofrecer don Esmeraldino al Apóstol, y así fue cómo un día aparecieron en Termar el señor jerónimo en su mula, el criado de librea y escopetero en un alazán muy nervioso, y en una litera la jaula, y aún venían, amén de los pajes de litera, dos criados de repuesto, y para dar testimonio de lo acontecido en la peregrinación, venía el don Fiscal Eclesiástico de Braga por escribano puesto: nunca vi hombre tan alto en mula tan pequeña, tal que mientras la cabalgaba podía jugar a la pelota con las piedras del camino.

Se reunió en Termar media compañía de bernardos de Meira y toda la de los caseros y criados por ver el gallo don Esmeraldino, que era una hermosura de cantaclaro, brillante y variopinto de pluma, las más de ellas de un dorado viejo soleado, rico en espolones, la cresta sanguínea de las cinco puntas levantadas, y el canto lo tenía fácil y continuo. Y del techo de la jaula colgaba, como columpio, la tabla de caoba con las aspas, y los más jóvenes de los monjes se pusieron a contarlas y el gallo las numeraba con ellos a quiquiriquí lanzado. Uno de los pajes se puso a mudarle el agua y a servirle un huevo rallado, y levantó la trampilla más de la cuenta, lo que el gallo aprovechó, y no se vieron flechas más súbitas ni en la batalla de Solferino, para salirse de los mimbres pintados, volar a la viga del comedor, saltar de ella al lomo de la mula de don Fiscal, y de la mula a buscar campo. Todos los presentes corríamos a la caza del gallo, levantando los monjes las sayas, un lego haciendo los cacareos de la gallina, el jerónimo rezando, don Fiscal dándose aire con el sombrero hongo, y los caseros, criados y yo, riendo la aventura y sorpresos de tanta novedad. El gallo tomó la vía de la abadía de Meira, voló las bardas del corral viejo, y cuando se dio con él, estaba entre las gallinas por galán, más soldanero que el turco de Constantinopla en su harem, y si fuera posible que un gallo tuviese navajilla en chaleco y supiese hacer aspas de Borgoña en tabla de caoba, estaría don Esmeraldino al trabajo, no se le escurriese de la memoria el número… Cazado el gallo, volvió a su jaula, y siguió la procesión del encanto a Compostela, y las noticias que se tuvieron en Meira y en Termar, fue que en Mellid le entró un catarro a don Esmeraldino y le salieron dos lobanillos como cebollas de Verín en el papo, dispensando, y se le puso fiebre sabatina, que lo consumió en una fonda en Santiago, donde dio el alma. Dicen los más que lo enterraron allí mismo, con la tabla de caoba por asiento. Y hay ahora en Meira y en la Azúmara una casta de gallinas doradas, muy ponedoras y también buenas para pepitoria, que dieron en llamar portuguesas, y son, a lo que parece, el fruto de la breve hora de don Esmeraldino en el corral viejo de la Siempre Ilustre Abadía de Santa María la Real de Meira. ¡Mucho le hubiese gustado a mi don Merlín encontrarse por maestro en este caso!


MERLÍN Y FAMILIA
Álvaro Cunqueiro

Cenero, camino rural

Cenero, mundo rural asturiano

06 octubre 2022

Al chico le resultó chocante unir los conceptos «muerte» y «placidez» en una misma frase, y quizá eso fue lo único que lo turbó en ese momento.

 Rintaro Natsuki era un estudiante de secundaria como cualquier otro.
Era más bien bajito, llevaba unas gafas bastante gruesas, tenía la tez clara y no hablaba demasiado. No era un muchacho atlético, no sobresalía en ninguna asignatura en particular y no le gustaba ningún deporte. En resumen, era un adolescente de lo más normal.
Sus padres se habían divorciado cuando era muy pequeño; después, su madre pasó a mejor vida aún joven, y cuando Rintaro comenzó la primaria su abuelo se hizo cargo de él. Desde entonces, siempre habían vivido juntos, los dos solos. Y si bien esa circunstancia peculiar debería haber hecho que se sintiera diferente, Rintaro la consideraba tan solo un aspecto más de su anodina existencia.
Pero la repentina muerte del abuelo, tan inesperada, complicaba un poco las cosas.
Una mañana de invierno especialmente fría, a Rintaro le extrañó no ver en la cocina a su abuelo, que solía levantarse temprano. Así que asomó la cabeza a la habitación de estilo tradicional, en penumbra, y lo encontró en el futón, ya sin respirar. Parecía una estatua durmiente, sin rastro alguno de sufrimiento, y el médico del barrio que acudió a la casa informó a Rintaro de que lo más probable era que el anciano hubiera fallecido a causa de un paro cardíaco súbito que no le había provocado sufrimiento alguno.
—Ha tenido una muerte plácida —dijo.
Al chico le resultó chocante unir los conceptos «muerte» y «placidez» en una misma frase, y quizá eso fue lo único que lo turbó en ese momento.
En realidad, el médico se hizo cargo de la difícil situación, tanto psicológica como práctica, en la que Rintaro se encontraba, y poco después apareció, como surgida de la nada, una parienta del chico, llegada de un lugar lejano, que dijo ser su tía. Resultó ser una mujer de buen carácter, y fue ella quien, con eficacia y diligencia, se ocupó de realizar todos los trámites, desde la obtención del certificado de defunción hasta la organización del funeral y el resto de las ceremonias.
Rintaro, que se mantenía al margen como si no acabara de asimilar la muerte de su abuelo, pensó que al menos debía mostrar un semblante triste. No obstante, la imagen de él angustiado derramando lágrimas delante de la fotografía del difunto le parecía artificial. Ridícula y falsa. Más aún, tenía claro que si el abuelo pudiera verlo esbozaría una sonrisa irónica desde el ataúd y le pediría que lo dejara estar.
Por eso Rintaro lo acompañó en silencio hasta el final.
Y, acabado el funeral, lo único que tenía delante, aparte de esa tía que lo miraba con cara de preocupación, era una tienda.
No era que el negocio acarreara deudas, pero tampoco podía decirse que fuera una herencia de valor.
Se trataba de una pequeña librería de viejo, llamada Natsuki, que estaba en un rincón apartado de la ciudad.

Sosuke Natsukawa
El gato que amaba los libros
2017
Traducción: Marta Morros Serret

Cenero, mundo rural asturiano. Fuente y lavadero

 Cenero, mundo rural asturiano

05 octubre 2022

El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea

El Tajo es más bello que el río que corre por mi aldea,
o el Tajo no es más bello que el río que corre por mi aldea
porque el Tajo no es el río que corre por mi aldea.

El Tajo tiene grandes navíos
y todavía navega en él,
para quienes en todo ven lo que ya no existe,
la memoria de las naos.

El Tajo baja de España
y el Tajo entra en el mar en Portugal.
Todo el mundo lo sabe.
Pero pocos saben cuál es el río de mi aldea
y para dónde va
y de qué sitio viene.
Y por eso, porque pertenece a menos gente,
es más libre y mayor el río de mi aldea.

Por el Tajo se va al Mundo.
Más allá del Tajo está América
y la fortuna de quienes la encuentran.
Nadie ha pensado nunca en lo que hay más allá del río de mi aldea.

El río de mi aldea no hace pensar en nada.
Quien se encuentra a su lado, sólo a su lado está.

Fernando Pessoa
POEMAS DE ALBERTO CAEIRO

Cenero, mundo rural asturiano

Cenero, mundo rural asturiano

04 octubre 2022

BLANCA DE CASTILLA

 BLANCA DE CASTILLA

La royne Blanche, comme ung lys,
qui chantoit à voix de sereine…


GENTIL era, y rubia; tenía los ojos claros de su tío Juan Sin Tierra; sería menuda y graciosa, como lo eran las leonesas, y sabía toda la cortesía de la vieja, rica y gótica León, que no la gastaban mayor los papas de Roma.
Blanca, ya lo dice Villon, era blanca como un lirio, y cantar cantaba con voz de sirena. Sobre la voz de las sirenas, desde el viejo y alegre Homero, se ha escrito mucho. Blanca tendría la voz grave y acariciadora de las sirenas atlánticas, y con ella cantaría los romances castellanos, los amores del conde Olinos, o aquel que comienza:
De Francia partió la niña,
de Francia la bien guarnida…

Como en el romance, cuando iba a bodas con el delfín de Francia:
A las puertas de París
la niña se sonreía.

Trece años, trece brisas de abril en los altos álamos de Castilla, en los chopos de las riberas del Duero, del Pisuerga, del Arlanzón; trece brisas de abril, trece rosas, trece jilgueros en el corazón. Trece años tenía la novia.
¿De qué vos reís, señora?
¿De qué vos reís, mi vida?

Cuando visita los feudos de Issoudun y Graçay que Juan Sin Tierra le regala, todo el Berry es primavera; pero la primavera en el Berry es melancólica para las princesas. Quizás Blanca de Castilla tomó del pálido cielo del Berry, para sus ojos claros, una sombra nostálgica.
Luis VIII la quiso bien. Luis VIII el León era político, soldado y ambicioso. Gustaba de los quesos picantes del Nivernais y del vino tinto de Burdeos, que por aquellos días lo bebían los coléricos ingleses. Tuvieron doce hijos: uno de ellos fue Luis el Santo, el cruzado. Luis el León guerreó toda su vida contra el inglés y contra el hereje, y Blanca pasó años enteros sin verlo, cuidando su nidada en su palacio de París. Así pasaron, largos o breves, alegres o tristes, veintiséis años. Luis murió lejos de Blanca, en el Languedoc, con la espada desenvainada contra el albigense. Dicen que cuando la fiebre que diezmaba su ejército se llevó su último aliento, ya tenía Luis en su cabeza gusanos verdiblancos que asomaban por la maraña de la blanca y laica cabellera.
Muerto Luis el León, Blanca de Castilla reinó en Francia por la minoridad de su hijo Luis IX.
—Hijo, prefiero verte muerto que en pecado mortal —dijo Blanca a Luis.
Así educaba la reina al rey.
Luis IX hallóse un día con la muerte en la cabecera de su lecho, y aunque por sí no le tomó miedo a la guadaña, tomóselo por su reino y sus hijos y se ofreció cruzado si Dios lo libraba. Y un día de agosto del 1248 Luis IX embarcaba para Tierra Santa, y Blanca de Castilla, por segunda vez, gobernaba Francia. Hay que decir cómo la gobernaba: con generoso corazón y mano dura, a manera de madre. Ella unió el Languedoc a Francia y fue, en ímpetu, paciencia y visión, una Capeto más.
Peleaba Luis IX contra el sarraceno en Levante por la libertad del Santo Sepulcro, cuando Blanca murió. Blanca vistió hábito benito e hizo votos meses antes de morir. Había fundado la abadía de Maubuisson, de la regla de Cister, con el nombre de Santa María la Real. La abadesa de Maubuisson nada tenía que envidiar a la de las Huelgas de Burgos, de la que se dijo un día que si el papa hubiera de casar no encontraría mejor partido en toda la redonda cristiandad. Allí, en la iglesia de Maubuisson está enterrada Blanca. Cerca del huerto de la Abadía, vicioso de manzanos bernardinos, corre el Oise. Entre Creil y Pontoise el Oise es como un río de Castilla, como Duero caudal, Arlanzón o Pisuerga. Los álamos son lanzas verdeplata que crecen hasta las nubes para ver las torres de París. El río, turbio y manso, canta de molino en molino. Molinos trigueros como molinos castellanos. Blanca, blanca como un lirio que cantaba con voz de sirena, duerme allí. No penséis en madama la reina pensad en una niña de trece años que un día, por Roncesvalles, de Castilla pasó a Francia. Como en un romance, la niña se sonreía. Menuda, graciosa, rubia, los ojos claros, trece años en la cintura, en la boca, en las mejillas.
A las puertas de París
la niña se sonreía
¿De qué vos reís, señora?
¿De qué vos reís, mi vida?

Pensad en esta sonrisa; os aseguro que era libre como mariposa y dulce como miel. En las puertas de París, a caballo, está el delfín. Blanca, de oro y rosa, le hace la más grave y pausada reverencia de la cortesía de León.

BALADA DE LAS DAMAS DEL TIEMPO PASADO
Álvaro Cunqueiro

22 de noviembre

  Deirdre frunció el entrecejo. —No al «Traiga y Compre» de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior… al de la Fiesta de la Cosecha. —La Fiesta de...