21 septiembre 2022

20 septiembre 2022

De Ambrosio Merlín cuando vivió en tierras gallegas

Ahora que viejo y fatigado voy, perdido con los años el amable calor de la moza fantasía, por veces se me pone en el magín que aquellos días por mí pasados, en la flor de la juventud, en la antigua y ancha selva de misteriosas, son solamente una mentira; que por haber sido tan contada, y tan imaginada en la memoria mía, creo yo, el embustero, que en verdad aquellos días pasaron por mí, y aun me labraron sueños e inquietudes, tal como una afilada trincha en las manos de un vago y fantástico carpintero. Verdad o mentira, aquellos años de la vida o de la imaginación fueron llenando con sus hilos el huso de mi espíritu, y ahora puedo tejer el paño de estas historias, ovillo a ovillo. Cuando de obra de nueve años cumplidos por Pascua Florida, con la birreta en la mano, me acerqué a la puerta de mi amo Merlín, ¿quién diría que me la iban a llenar, la gorrilla nueva, de las más misteriosas magias, encantos, inventos, prodigios, trasiegos y hechizos? Nunca regalo como éste, digo yo, le fue hecho a un niño, y como de un cuerno maravilloso saco cinta tras cinta, cuento tras cuento, y con mis propios ojos contemplo toda aquella tropa profana que a Merlín acudía y a sus siete saberes: en Merlín se juntaban, tal los hilos de un sastre invisible, todos los caminos del trasmundo. Él, el maestro, hacía el nudo que le pedían. Ya lo veréis.

MIRANDA


1. La selva de Esmelle

Quizá mejor que decirla fuera pintarla, la selva de Esmelle, que cae a mano derecha viniendo a este reino por la banda de León. El camino que yo llevé hasta el campo de las Colmenas se adentra subiendo vuelta a vuelta por la fraga de Eirís, que es tan espesa: el camino va por la orilla del río, y cuando gana el llano, donde llaman Paradas, se mete por entre charcos lodaneros hasta donde dicen Fontigo, que es una puente baja de madera, en la que es muy sabroso oír el trote corto de los caballos de los viajeros que van y vienen, camino de Belvís. Los molinos del Fontigo son ahora dos morenas de piedra negra, en las que la hiedra prende y crece, pero yo recuerdo todavía los días en que molían el trigo vallino y el centeno montañés, y había manzanos a lo largo de las presas: el viento tiraba manzanas al agua, y siempre había una docena, verdes o coloradas, bailando en la espuma, gorda y amarillenta, junto a la reja del canal. Siempre ventea en la robleda de Mourás, tan tenebrosa, y el camino tiene prisa en pasarla y en llegar a la abierta campiña de Miranda, a la descubierta de las anchas sementeras, a los barbechos que huelgan las colinas antiguas, a los pastos del Rey… Desde Miranda se ve Esmelle todo alrededor, el castillo de Belvís, la fraga de la Sierpe, la laguna de los Cabos, y de día, casi al pie de la puerta, el humo de las herrerías del Villar. Por la noche, desde Miranda, yo me ponía a ver como se encendían las luces de Belvís en las altas y aparejadas torres, y en comparación con ellas, como posadas en el suelo, las luces del Villar: cuando corría viento de Meira, yo me tenía porque oía las batinadas del mazo de los herreros. Desde Miranda se ve todo el llano de Quintas hasta el Castro, y las eras de centeno darse en ondas, como el mar, al amor de la brisa, y el ir y venir de las mujeres a la fuente del Couso. Siempre me recordaré de la cerca de la era, de laurel romano, tan pajarero, en la que tantos nidos velé, y de la higuera ramona, tan viciosa, al pie de la casa, junto al pajar grande. Miranda era la fonda de don Merlín.
Yo dormía en el desván, en una camareta estrecha, que tenía un ventanuco que caía mismo encima del catre. Tomé gusto, por la anochecida, de subirme a éste, y estarme más de una hora asomado. Claro que era por las luces. En Esmelle, en la noche, todo se hacía con luces. Ya no digo de las luces de Belvís, que bien las veía subir y bajar, como pájaros encendidos, por las ventanas de ambas torres; por veces, todo Belvís quedaba a oscuras, pero al poco rato se encendía una luz pequeñita, como el ojo de un mochuelo, en el balcón de la fachada de respeto, y esa luz corría por el castillo, y yo veía cómo pasaba de una cámara a otra, siguiéndola cuando se derramaba y guiñaba por ventanas y saeteras, y súbitamente hacía unas señas en lo alto de las almenas. Yo sabía que era el farol del enano del castillo, que hacía la última ronda. Ya no digo tampoco de las luces del Villar, con las que jugaban las ramas de los abedules. Hablo de las luces que andaban por los caminos, por el camino real viniendo de Meira, y por el camino de Quintas, y por el camino viejo, que se ahoga en la laguna de los Cabos, y también por la laguna. Y corrían y se cruzaban, y de cuando en cuando se juntaban tres o cuatro, que hacían como una pequeña hoguera en el corazón de la oscura noche. Caballos galopando debían de llevarlas, tal corrían. Y si alguna tomaba el camino de Miranda y venía hada mí, y hasta parecía, tan viva venía, que silbaba, prendía el miedo en mí como alfiler en el acerico, y sin desnudarme me metía en el catre, y me tapaba hasta la cabeza con la manta: una manta a fajas verdes, que por ambos lados tenía escrito en letras coloradas: DAVID. Yo tenía, en verdad, a aquel David nombrado por mi defensor, y hasta le rezaba. Pero ahora se me ocurre pensar que tales miedos me gustaban… Al alba venían a verme, formando todavía parte de mis sueños, las campanas de Quintas y el arrullo de las palomas en el tejado. Una mañana por el tiempo de la siega fue cuando vi en la laguna el barco velero, y otra de otoño, en lo alto del Castro, la viga de oro. El invierno es largo, largo, en Esmelle, y como no caiga una luna de heladas, todo él de lluvia y de nieve es. Pero el verano es dulce, y también la otoñada.
A veces, por hacer fiesta, el señor Merlín salía a la era, y en una copa de cristal llena de agua vertía dos o tres gotas del licor que él llamaba «de los países», y sonriendo, con aquella abierta sonrisa que le llenaba el franco rostro como llena el sol la mañana, nos preguntaba dé qué color queríamos ver el mundo, y siempre que a mí me tocaba responder, yo decía que de azul, y entonces don Merlín echaba aquella agua al aire, y por un segundo el mundo todo, Esmelle todo alrededor, las blancas torres de Belvís, las palomas y el perro Ney, el rubio pelo de Manueliña, la blanca barba de mi amo, el caballo tordo, los abedules de Quintas y el tojo de la corona del Castro, todo era una larga nube azul que lentamente se desvanecía. El señor Merlín sonreía mientras secaba la copa con un pañuelo negro. Esmelle, selva ancha y antigua, en la memoria la llevo yo de azul pintada, como si una enorme y tibia luna posara, en un repente, en la tierra.

Álvaro Cunqueiro

Merlín y familia

Madrid, tejados, terrazas, azoteas y remates

Madrid, tejados, terrazas, azoteas y remates

19 septiembre 2022

La ciudad de Gotinga, célebre por sus salchichas y su universidad,

 La ciudad de Gotinga, célebre por sus salchichas y su universidad, pertenece al rey de Hannover y comprende 999 hogares, varias iglesias, una casa de maternidad, un observatorio astronómico, un calabozo, una biblioteca y una taberna municipal cuya cerveza, por cierto, es realmente buena. El arroyo que la atraviesa se llama Leine y sirve para el baño durante el verano. Su agua es muy fría y en algunos lugares se hace tan ancho que Lüder tuvo que coger gran impulso para saltarlo. En sí misma, la ciudad es bonita, aunque cuando más agradable resulta es cuando uno la abandona. Debió de alzarse ya hace mucho tiempo, pues recuerdo que hace cinco años, cuando me matriculé en su universidad y poco después fui expulsado, ya tenía el mismo aspecto gris y resabiado y estaba plenamente surtida de bofia, caniches, disertaciones, lavanderas, Theedansants, compendios, asado de paloma, güelfos, carruajes de graduados, cazoletas de pipa, consejeros áulicos, consejeros ministeriales, consejeros de legación, bufones, archibufones y demás archimandritas. Algunos sostienen incluso que la ciudad se erigió en los tiempos de la invasión de los bárbaros y que cada una de las tribus germánicas dejó allí en aquel entonces un ejemplar suelto de sus miembros. De ellos provienen todos los vándalos, frisones, suabos, teutones, sajones, turingios, etc., que en Gotinga todavía a día de hoy, en tropel y separados por los colores de sus gorros y de la guarnición de sus pipas, pasean por la Weenderstraβe, andan eternamente a golpes entre ellos en las sangrientas asambleas electorales de Rasenmühle, de Ritschenkrug y de Bovden; viven aún según los usos y costumbres de los tiempos de la invasión de los bárbaros y gobiernan, en parte a través de sus duces o condotieros, llamados «gallos principales», en parte a través de su vetusto código de leyes, denominado Comment, y que bien merece un lugar en las legibus barbarorum.
En general, los habitantes de Gotinga se agrupan en estudiantes, profesores, filisteos y ganado, cuatro estamentos estos que están rigurosamente separados. El estamento pecuario es el de mayor trascendencia. Enumerar aquí los nombres de todos los estudiantes y de todos los profesores, ordinarios y desordenados, sería demasiado prolijo; tampoco recuerdo en este instante el nombre de todos los estudiantes, y, entre los profesores, hay quienes incluso carecen aún de él. La cifra de filisteos de Gotinga debe de ser numerosa como la arena o, mejor dicho, como la porquería en la orilla del mar; ciertamente, cuando los veía por la mañana, con sus sucias caras y sus blancas cuentas, plantados ante los portones del Tribunal Académico, apenas podía comprender cómo Dios había podido crear tal atajo de gentuza.
Para obtener mayor minuciosidad acerca de la ciudad de Gotinga, se puede consultar fácilmente la topografía de la misma de K. F. H. Marx. Aunque con el autor, que fue médico mío y me manifestó mucho afecto, tenga contraída la más sacrosanta de las obligaciones, no puedo recomendar su obra de forma incondicional, y debo reprender el hecho de que no contradiga con severidad suficiente la falsa opinión de que las ciudadanas de Gotinga tienen los pies demasiado grandes. Sí, desde hace mucho tiempo me he dedicado con absoluta seriedad a refutar esta opinión; por eso asistí como oyente a clases de anatomía comparada, seleccioné las obras más raras de la biblioteca, estudié durante horas en la Weenderstraβe los pies de las damas que por allí pasaban y, en el doctísimo tratado donde se recogen los resultados de estos estudios, hablo: 1.º de los pies en general; 2.º de los pies entre las personas mayores; 3.º de los pies de los elefantes; 4.º de los pies de las ciudadanas de Gotinga; 5.º recopilo todo lo que ya se ha dicho sobre estos pies en el Ullrichs Garten; 6.º considero los mismos en su contexto y aprovecho para hacer un excurso sobre las pantorrillas, rodillas y más arriba y, por fin, 7.º si soy capaz de conseguir papel de tamaño suficiente, le añado aún algunas placas de cobre con el facsímil de los pies de las damas de Gotinga.
Todavía era muy temprano cuando dejé Gotinga. El erudito *** estaba seguramente todavía en su cama y soñaba, como de costumbre, que caminaba por un hermoso jardín en cuyos arriates crecían puros y blancos papelillos que, escritos con citas, brillaban deliciosos bajo la luz del sol, y los cuales iba cogiendo aquí y allá y, con esfuerzo, trasplantando a un nuevo arriate, mientras los ruiseñores regocijaban su viejo corazón con los más dulces tonos.
Ante el Weender Tor me encontré con dos pequeños escolares oriundos, uno de los cuales dijo al otro: «No quiero volver a tratar con Theodor, es un bribón, ayer ni siquiera sabía cuál es el genitivo de mensa». Pese a lo insignificantes que suenan tales palabras, debo, sin embargo, repetirlas; sí, querría escribirlas justo sobre la puerta como lema de la ciudad; pues los jóvenes pían, así como los ancianos silban, y esas palabras indican perfectamente el estrecho, seco y puntilloso orgullo de la eruditísima Universidad Georgia Augusta.

 

Heinrich Heine

CUADROS DE VIAJE

VIAJE AL HARZ

 

Iglesia de san José, Madrid

 Iglesia de san José, Madrid

18 septiembre 2022

La ley de Herodes de Jorge Ibargüengoitia

 La ley de Herodes

Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.
No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó y también la aceptó. ¿Y qué?
Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico… No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito justicia. La exijo. Así que adelante…
La Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.
No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexicanos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra… no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesio y que nos presentáramos a las nueve de la mañana siguiente con las «muestras obtenidas» de nuestras dos funciones.
¡Ah, qué humillación! ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creencias personales.)
Cuando estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer notar que la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el sulfato de magnesio) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en pequeñas gotas en las paredes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.
Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando contra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es independiente de mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues había tenido cierta dificultad en obtener una de las muestras. Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego, yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.
Desde el primer momento comprendí que la intención del doctor Philbrick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física y mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuntó mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo; él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: «Desvístase.» Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.
—Hínquese sobre la mesa —me dijo.
Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:
—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.
El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente «úlceras en el recto»; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.
—Apoye los codos sobre la mesa.
Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo, diciendo: «Vístase.»
Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.
—Me metieron el dedo. Dos dedos.
—¿Por dónde?
—¿Por dónde crees, tonta?
Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.

Jorge Ibargüengoitia

La ley de Herodes

Serie: azulejos