Ahora que viejo y fatigado voy, perdido con los años el amable calor de la moza fantasía, por veces se me pone en el magín que aquellos días por mí pasados, en la flor de la juventud, en la antigua y ancha selva de misteriosas, son solamente una mentira; que por haber sido tan contada, y tan imaginada en la memoria mía, creo yo, el embustero, que en verdad aquellos días pasaron por mí, y aun me labraron sueños e inquietudes, tal como una afilada trincha en las manos de un vago y fantástico carpintero. Verdad o mentira, aquellos años de la vida o de la imaginación fueron llenando con sus hilos el huso de mi espíritu, y ahora puedo tejer el paño de estas historias, ovillo a ovillo. Cuando de obra de nueve años cumplidos por Pascua Florida, con la birreta en la mano, me acerqué a la puerta de mi amo Merlín, ¿quién diría que me la iban a llenar, la gorrilla nueva, de las más misteriosas magias, encantos, inventos, prodigios, trasiegos y hechizos? Nunca regalo como éste, digo yo, le fue hecho a un niño, y como de un cuerno maravilloso saco cinta tras cinta, cuento tras cuento, y con mis propios ojos contemplo toda aquella tropa profana que a Merlín acudía y a sus siete saberes: en Merlín se juntaban, tal los hilos de un sastre invisible, todos los caminos del trasmundo. Él, el maestro, hacía el nudo que le pedían. Ya lo veréis.
MIRANDA
1. La selva de Esmelle
Quizá mejor que decirla fuera pintarla, la selva de Esmelle, que cae a mano derecha viniendo a este reino por la banda de León. El camino que yo llevé hasta el campo de las Colmenas se adentra subiendo vuelta a vuelta por la fraga de Eirís, que es tan espesa: el camino va por la orilla del río, y cuando gana el llano, donde llaman Paradas, se mete por entre charcos lodaneros hasta donde dicen Fontigo, que es una puente baja de madera, en la que es muy sabroso oír el trote corto de los caballos de los viajeros que van y vienen, camino de Belvís. Los molinos del Fontigo son ahora dos morenas de piedra negra, en las que la hiedra prende y crece, pero yo recuerdo todavía los días en que molían el trigo vallino y el centeno montañés, y había manzanos a lo largo de las presas: el viento tiraba manzanas al agua, y siempre había una docena, verdes o coloradas, bailando en la espuma, gorda y amarillenta, junto a la reja del canal. Siempre ventea en la robleda de Mourás, tan tenebrosa, y el camino tiene prisa en pasarla y en llegar a la abierta campiña de Miranda, a la descubierta de las anchas sementeras, a los barbechos que huelgan las colinas antiguas, a los pastos del Rey… Desde Miranda se ve Esmelle todo alrededor, el castillo de Belvís, la fraga de la Sierpe, la laguna de los Cabos, y de día, casi al pie de la puerta, el humo de las herrerías del Villar. Por la noche, desde Miranda, yo me ponía a ver como se encendían las luces de Belvís en las altas y aparejadas torres, y en comparación con ellas, como posadas en el suelo, las luces del Villar: cuando corría viento de Meira, yo me tenía porque oía las batinadas del mazo de los herreros. Desde Miranda se ve todo el llano de Quintas hasta el Castro, y las eras de centeno darse en ondas, como el mar, al amor de la brisa, y el ir y venir de las mujeres a la fuente del Couso. Siempre me recordaré de la cerca de la era, de laurel romano, tan pajarero, en la que tantos nidos velé, y de la higuera ramona, tan viciosa, al pie de la casa, junto al pajar grande. Miranda era la fonda de don Merlín.
Yo dormía en el desván, en una camareta estrecha, que tenía un ventanuco que caía mismo encima del catre. Tomé gusto, por la anochecida, de subirme a éste, y estarme más de una hora asomado. Claro que era por las luces. En Esmelle, en la noche, todo se hacía con luces. Ya no digo de las luces de Belvís, que bien las veía subir y bajar, como pájaros encendidos, por las ventanas de ambas torres; por veces, todo Belvís quedaba a oscuras, pero al poco rato se encendía una luz pequeñita, como el ojo de un mochuelo, en el balcón de la fachada de respeto, y esa luz corría por el castillo, y yo veía cómo pasaba de una cámara a otra, siguiéndola cuando se derramaba y guiñaba por ventanas y saeteras, y súbitamente hacía unas señas en lo alto de las almenas. Yo sabía que era el farol del enano del castillo, que hacía la última ronda. Ya no digo tampoco de las luces del Villar, con las que jugaban las ramas de los abedules. Hablo de las luces que andaban por los caminos, por el camino real viniendo de Meira, y por el camino de Quintas, y por el camino viejo, que se ahoga en la laguna de los Cabos, y también por la laguna. Y corrían y se cruzaban, y de cuando en cuando se juntaban tres o cuatro, que hacían como una pequeña hoguera en el corazón de la oscura noche. Caballos galopando debían de llevarlas, tal corrían. Y si alguna tomaba el camino de Miranda y venía hada mí, y hasta parecía, tan viva venía, que silbaba, prendía el miedo en mí como alfiler en el acerico, y sin desnudarme me metía en el catre, y me tapaba hasta la cabeza con la manta: una manta a fajas verdes, que por ambos lados tenía escrito en letras coloradas: DAVID. Yo tenía, en verdad, a aquel David nombrado por mi defensor, y hasta le rezaba. Pero ahora se me ocurre pensar que tales miedos me gustaban… Al alba venían a verme, formando todavía parte de mis sueños, las campanas de Quintas y el arrullo de las palomas en el tejado. Una mañana por el tiempo de la siega fue cuando vi en la laguna el barco velero, y otra de otoño, en lo alto del Castro, la viga de oro. El invierno es largo, largo, en Esmelle, y como no caiga una luna de heladas, todo él de lluvia y de nieve es. Pero el verano es dulce, y también la otoñada.
A veces, por hacer fiesta, el señor Merlín salía a la era, y en una copa de cristal llena de agua vertía dos o tres gotas del licor que él llamaba «de los países», y sonriendo, con aquella abierta sonrisa que le llenaba el franco rostro como llena el sol la mañana, nos preguntaba dé qué color queríamos ver el mundo, y siempre que a mí me tocaba responder, yo decía que de azul, y entonces don Merlín echaba aquella agua al aire, y por un segundo el mundo todo, Esmelle todo alrededor, las blancas torres de Belvís, las palomas y el perro Ney, el rubio pelo de Manueliña, la blanca barba de mi amo, el caballo tordo, los abedules de Quintas y el tojo de la corona del Castro, todo era una larga nube azul que lentamente se desvanecía. El señor Merlín sonreía mientras secaba la copa con un pañuelo negro. Esmelle, selva ancha y antigua, en la memoria la llevo yo de azul pintada, como si una enorme y tibia luna posara, en un repente, en la tierra.
Álvaro Cunqueiro
Merlín y familia