01 junio 2022
31 mayo 2022
Hoy unas palabras de un clásico. De Esquilo: Orestíada
Esquilo
Orestíada
30 mayo 2022
HOY, la vida de un aventurero liberal. De Pío Baroja: El aprendiz de conspirador
VARIAS veces mi tía Úrsula me habló de un pariente nuestro, intrigante y conspirador, enredador y libelista.
Mi tía Úrsula, cuya idea acerca de la Historia era un tanto caprichosa, afirmaba que nuestro pariente había figurado en muchos enredos políticos, afirmación un tanto vaga, puesto que no sabía concretar en qué asuntos había intervenido ni definir qué entendía por enredos políticos.
Yo supongo que para mi tía Úrsula, tan enredo político era la Revolución francesa como la riña de dos aldeanos borrachos a la puerta de una taberna un día de mercado.
Aseguraba siempre mi tía, con gran convicción, que nuestro pariente era hombre de talento despejado —esta era su palabra favorita—, de mala intención, astuto y maquiavélico como pocos.
Yo, que he tenido la preocupación de pensar en el presente y en el porvenir más que en el pasado, cosa absurda en España, en donde, por ahora, lo que menos hay es presente y porvenir, oía con indiferencia estos relatos de cosas viejas que, por mi tendencia antihistórica y antiliteraria, o por incapacidad mental, no me interesaban.
Hace unos años, pocos días después de la muerte del exministro don Pedro de Leguía y Gaztelumendi, a quien se le conocía en el pueblo por Leguía Zarra, Leguía el viejo, una mañana, mi tía Úrsula, que venía de la iglesia, vestida de la cabeza hasta los pies de negro, con una cerilla enroscada, un rosario y el libro de misa en la mano, se me acercó con apresuramiento:
—Oye, Shanti —me dijo.
—¿Qué hay?
—¿Sabes que Leguía Zarra ha dejado muchos papeles al morir?
—No sabía nada.
—Pues entre esos papeles están las Memorias de nuestro pariente Eugenio de Aviraneta. Pídeselas a Joshepa Iñashi, la Cerora, que se ha quedado con las llaves de la casa, y te las dará, porque sabe dónde están.
29 mayo 2022
Hoy una novela de difícil lectura. De Günter Grass: El tambor de hojalata
Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules.
Por eso mi enfermero no puede ser mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón de detrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo de soltarle algún embuste, él, para darse a su vez a conocer, me muestra su última creación de cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa, y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja que se solidifiquen y las atraviesa con agujas de tejer que clava a unas peanas de madera.
Con frecuencia le tienta la idea de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama metálica esmaltada en blanco y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimir a su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona sus proyectos colorísticos.
Mi cama metálica esmaltada en blanco sirve así de término de comparación. Y para mí es todavía más: mi cama es la meta finalmente alcanzada, es mi consuelo, y hasta podría ser mi credo si la dirección del establecimiento consintiera en hacerle algunos cambios: quisiera que le subieran un poco más la barandilla, para evitar definitivamente que nadie se me acerque demasiado.
Una vez por semana, el día de visita viene a interrumpir el silencio que tejo entre los barrotes de metal blanco. Vienen entonces los que se empeñan en salvarme, los que encuentran divertido quererme, los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a sí mismos. Tan ciegos, nerviosos y mal educados que son. Con sus tijeras de uñas raspan los barrotes esmaltados en blanco de mi cama, con sus bolígrafos o con sus lapiceros azules garrapatean en el esmalte unos indecentes monigotes alargados. Cada vez que con su ¡hola! atronador irrumpe en el cuarto, mi abogado planta invariablemente su sombrero de nylon en el poste izquierdo del pie de mi cama. Mientras dura su visita —y los abogados tienen siempre mucho que contar— este acto de violencia me priva de mi equilibrio y mi serenidad.