02 febrero 2022

Sobre el cuco (23) - y tuvo el canto del cuclillo por un feliz augurio para su embajada

 La edad de oro

Me refiero a la edad de oro de la diplomacia, que tal es el título de un libro de Philippe Amigüet, publicado en París, y que lleva por subtítulo Maquiavelo y los venecianos. En una faja verde que lo ciñe se define en gruesas letras rojas: «l’Ambassadeur est un espion honorable…». Realmente, la frase no parece que pueda aplicarse con mucho acierto ni al señor Maquiavelo y sus embajadas en Francia, ni a los embajadores venecianos con cuyas «relaciones» a la Serenísima se ha podido escribir media historia de Europa de los siglos XVI y XVII. Maquiavelo, que unas veces fue secretario de las embajadas de Florencia y otras veces él mismo nuncio u orador, cuenta a la Señoría florentina lo que ve en Francia, cómo es aquella Corona, rentas, soldados, costumbres, y al mismo tiempo hace política, pretendiendo llevar al Cristianísimo a las opiniones de Florencia, al único designio de aquellos complejos días: durar en libertad. Francia es la aliada de Florencia, pero es una aliada demasiado poderosa. El secretario florentino probará cien veces su inteligencia excepcional, su capacidad dialéctica, su visión objetiva de los sucesos, la excelencia de sus artes suasorias… Pero no puede llamársele espía, por mucho que se matice el término, porque haya pretendido profundizar en la situación política y económica de Francia y averiguar lo que llevaban dentro aquellos de quienes dependía la acción francesa en Italia. De las cartas de Maquiavelo a Florencia, cuando sus estancias gálicas, brota para el lector una enorme seducción. Tenacidad, paciencia, imaginación, don de profecía, saber de historia política y del alma humana… ¡Frágil y constante araña, tejiendo sin desaliento! Y todo por aquella pequeña y lejana ciudad, llena de miedo y de discordias, mezquina y celosa, pero cuyas torres en el horizonte toscano y el dulce río, Arno al fin claro como los ojos de Beatrice, son amados como ninguna otra cosa en el mundo. En una de las cartas de micer Nicolás Maquiavelo cuenta este que yendo hacia Blois, en la feliz Turena, donde posaba por unos días la nómada corte de los Valois, desde unos abedules a mano diestra del camino fue saludado, pues era mayo, por el cuco. El corazón de Maquiavelo sonrió, pese a la aspereza de los días, y tuvo el canto del cuclillo por un feliz augurio para su embajada y su patria… Cómo sonreiría mi propio corazón si yo fuese embajador de Mondoñedo en lejana corte, y mi ciudad natal tuviese filo de espada enemiga enfriándole el cuello.
Maquiavelo ha tenido muy mala prensa. En la Inglaterra del XVI —en El judío de Malta de Marlowe, por ejemplo—, pasa por abogado de toda traición y crimen. Los venecianos eran más complejos y, además, tenían la manía de que en todas partes se conspiraba contra Venecia, lo que, a su vez, llevaba a Venecia a conspirar. Los suizos, que entonces eran gente crédula, beoda y con la manía de cobrar puntualmente en las guerras para las que se alquilaban, aceptaban que los nuncios venecianos que iban a los cantones a levantar banderas, dejaban enterrados aquí y acullá unos homúnculos todo boca y orejas, nacidos de los amores de la mandrágora con un elixir antiguo, que oían todo lo que se murmuraba entre helvéticos y lo repetían después al Dogo, cuando eran llevados a Venecia. Éstos sí eran espías, pero no los señores Giustinian, Correre, Dalavisi, Loredano, Giusti…, siempre tan vestidos de seda, dueños de la lengua latina, perfumados con secante de lirio, buenos bailarines, alguno poeta y en los temas del amor y odio, avaricia y lujuria, apetito de poder, etcétera, vivos en el humano corazón, tan sabios como Shakespeare.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Hacia el patio de los naranjos

Córdoba, tres días de un octubre

01 febrero 2022

Sobre el cuco (22) - el tordavisco va a donde durmió el cuco y aprovecha el nido viejo o la rama que dejó caliente

 El tordavisco

Yo le había contado a un niño muy amigo mío del pájaro llamado «tordavisco», y que forma parte de nuestra zoología fantástica. La piedra de afilar las agujas con la que los sastres se burlan de los aprendices que salieron algo tontos, no es tal piedra, que es un huevo del pájaro tordavisco. El tordavisco es como un gallo en miniatura, y no hay quien logre verlo, que de día en el bosque es verde, de noche es negro y si nieva blanco es. Es uno de los pájaros más listos que hay, más que el cuco, porque, cuando este despierta por las mañanas y se va a ganar la vida, el tordavisco va a donde durmió el cuco y aprovecha el nido viejo o la rama que dejó caliente. El huevo del tordavisco es verde, y habla. Cuando un niño que anda vigilando nidos —en gallego decimos «velar niñadas»— se acerca, el huevo grita, para asustarlo, con voz de trueno:
—¿Quién anda ahí?
Pues el niño, mi amigo, a quien le conté lo del tordavisco, me asegura que lo ha visto y que me lo va a pintar. Para la próxima primavera.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Calles de Córdoba

Córdoba, tres días de un octubre

31 enero 2022

Sobre el cuco (21) - le di los buenos días a un cuco que alborotaba en una pequeña robleda

 La saya de Carolina y otros apuntes para retratos de hermosas

La Bella Otero
Cuando paso por Valga, camino de Caldas a Padrón y Santiago, sin darme cuenta me pongo a tararear aquello de:
A saia de Carolina
ten un lagarto pintado:
cando Carolina baila,
o lagarto dálle ao rabo.
Valga está estos días con sus manzanos estrenando las verdes hojas nuevas, y los cerezos en flor. Felices prados, en los que la abubilla saluda a don abril. Yendo hacia Raxoi —apellido de arzobispo compostelano—, le di los buenos días a un cuco que alborotaba en una pequeña robleda. Tengo amigos muy eruditos en carolinogía, algunos del Ullán, a los que tengo que preguntar dónde fue que el zapatero Venancio Romero, alias Conainas —mote que predestinaba a violentar el sexto—, se echó sobre la niña. Por el mes era de julio, siegas hechas, uvas pintando, romerías. La niña se llamaba Agustina Otero Iglesias y tenía once años. El Conainas tenía veinticinco y una flor en la oreja. La niña, a lo que dicen, parecía de quince, lo que es una atenuante. El Conainas, que trashumaba como solador de zuecos y remendón, ya había cambiado sonrisas con la rapaceta. A lo mejor, le había ofrecido unos zapatos nuevos. Unos zapatos para que Agustina Otero, luego Carolina, pudiese lucir en el San Roque de Caldas de Reis, en la Pascua de Padrón o en los Milagros de Amil. O en el Apóstol, en la propia Compostela, hecha de hermosura eso que aún dice la gente, comparando con la reina de Castilla, «una Berenguela». En el silencioso atardecer valgués en el surco hondo de un maizal, o en un pinar, allí fue la cosa. Pero no debió de haber zapatos, o los hubo a plazos, y la madre denunció al juez de Caldas la violación de la niña. Se conserva el proceso. Poco después, la muchacha saldrá a servir. A Santiago. Y tras largas y oscuras peripecias, que Piñeiro Ares o Manuel de la Fuente, biógrafos de la Bella Otero, pondrán un día en puntual literario, la de Valga aparecerá en París, sabiendo abanicarse deliciosamente, preguntando en francés si va a llover, bañándose todos los días, y apasionada por los helados tutti-frutti. ¡Carolina Otero! Me gustaría saber quién fue el primero que en Valga dio la noticia de que Agustina Otero Iglesias era aquella Carolina Otero que sacaba perlas de los bigotes de los grandes duques rusos, y diamantes de las orejas de los marqueses y los banqueros de Francia, tras bailar endemoniadamente un andaluz de propia minerva. Y lo del juego, si había hecho saltar la banca de Montecarlo, y si era cierto que Guillermo II escribía para ella la letra de una opereta. Ya se había puesto la saya de Carolina, la saya con el lagarto pintado, que dice la canción gallega. Acaso el primer sorprendido fuese el Conainas, que la tuvo en el campo. Corrían noticias de que galanes franceses rechazados por Carolina se habían suicidado. Los ojos se abrían, porque en Galicia no había galán francés conocido más que don Gaiferos de Mormaltán de mozo, vestido de color violeta. Y los únicos que en el país sabían algo de la vida nocturna de París eran los señoritos de Ourense, quienes ponían telegramas a los íntimos, detallando sus éxitos venéreos. Se corrió que Carolina estaba preñada del zar de Rusia, y que viajaba en colchón de pluma, no se malograse el fruto. Y cuando estalló la guerra del 14, se afirmó en las tertulias de Pontevedra que Carolina Otero había empeñado sus joyas en favor de la apisonadora zarista. Algo había de verdad. La moza de Valga, acaso llevada por los recuerdos de su estancia en San Petersburgo, había metido todo su dinero en el famoso empréstito ruso. Cuando muere en Niza, en la miseria, todavía estarán allí, en la maleta, los famosos bonos, amarillos, azules, verdes, blancos… Resoñando los días gloriosos, más de una vez, en las largas noches de invierno, sentada junto a la pequeña estufa, las piernas envueltas en una manta, Carolina habrá abierto la maleta y habrá recontado y acariciado aquellos papeles, en los que estaban escondidas las jornadas gloriosas, los amores grandes y pequeños, las horas locas de la ruleta, los brillantes reventando de luz, un río de champagne, dos o tres vizcondes muertos, relucientes monedas de oro, y la saya, la endemoniada saya con el lagarto pintado, que fue el gran secreto de Carolina: cuando Carolina baila, el lagarto le da al rabo.
Y Venancio Romero, alias Conainas, zapatero remendón de oficio, pasando la subela por el pelo entre puntada y puntada, levantaba la vista hacia el retrato de Carolina, arrancado de una revista ilustrada y pegado con engrudo en la pared; un retrato en el que Carolina, enseñando la pierna, sonríe golosona. Pero casi no la ve. El Conainas a quien ve, en la curva del camino, es a aquella amapola de un lejano mes de julio, en un cómaro.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

Patio de los naranjos

Córdoba, tres días de un octubre

30 enero 2022

Sobre el cuco (20) - «cuco rei, rabo de escoba, cantos días faltan para a miña boda?»

 Cantando el cuco

Ya he escuchado, matinal, la solfa primera del polígamo augur, del cuco que anuncia el alegre tiempo. Todavía en mi valle natal pasarán algunas semanas antes de que se le oiga, al contador partidor de los amores, y pueda la niña que anda con un hato de ovejas pardas en el pastizal dialogar con él aquello de «cuco rei, rabo de escoba, cantos días faltan para a miña boda?». Y a contar el canto del cuco, como quien deshoja una margarita que dice la hora en que llega el galán, «se será por Pascoa ou pola Trindá». Este cuco que escuché ayer mismo en una arboleda del valle Miñor parecía sorprenderse de sorprender la mañana con su voz. Al gallego le preocupó lo de si el cuco emigraba, o echaba aquí escondido los largos inviernos. En un valle cercano al mío —en el Valadouro, que preside A Frouseira, una cumbre oscura en la que tuvo almenas el mariscal Pero Pardo, degollado por la justicia de los Reyes Católicos—, se comprobó que el cuco hiberna en el país. Habían echado al fuego un cachopo de roble, un toro de un tronco hueco, y ya prendían en él las alegres llamas —iba a escribir «las alegres mariposas», que lo son las llamas azules, rojas, doradas—, cuando de su escondite en el hueco salió el cuco, que fue a posarse en la campana de la chimenea. Despertando presto, dicen que comentó en voz alta:
—Axiña se foi este ano o inverno!
¡Que pronto se fue este año el invierno! Creía el cuco que el fuego era el sol de abril o mayo, y le sabían a poco las jornadas de sueño en su camarote. Hace algunos años, diez o doce, preocupó también en ambas riberas de la ría de Vigo el que se oyese al cuco por las noches, y hubo más de un arúspice y más de una meiga que anunciaron catástrofes, cometa o monstruo, como aquellos que en vísperas de que César pasase el Rubicón —léase en la Farsalia—, vio Arrunx de Luca, en mántico etrusco, nacidos de la propia tierra, sin necesidad de semilla. Yo le dirigí por entonces dos cartas sobre el asunto a José María Castroviejo, quien andaba muy inquisidor, preguntando y preguntándose qué iba a pasar con la nocturnidad canora del cuclillo. Le citaba al doctor Johnson, quien sostiene que hay animales que sueñan y otros no, y al cuco podía despertarlo una pesadilla. Frobenius o Blaise Cendrars, que no recuerdo bien, hablan de un ave africana que sueña que arde la selva, y aterrada se precipita a las aguas de los grandes ríos, donde muere ahogada. Yo quise tranquilizar a las gentes, diciéndoles que el cantar por las noches el cuco quizá fuese por productividad, y que si anunciaba algo todo lo más sería una epidemia de peladas barberas, cosa que siempre se supo por aves…
Pero el cuco que escuché la pasada mañana llena de sol, más allá de las camelias en flor del huerto de un pazo hacia los álamos que se cubren de hojillas nuevas, estaba despreocupado de agüeros, simplemente feliz porque su anuncio de alegre tiempo era irrefutable.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado

¡A volar!