20 noviembre 2021
19 noviembre 2021
19 de noviembre
En ella he amado la imagen de la belleza del mundo, el misterio y la belleza de la propia vida, la belleza y el destino de la raza de la que soy hijo, las imágenes de pureza y compasión espiritual en las que creí de niño.
19 de noviembre de 1909
44 Fontenoy Street, Dublín
Hoy recibí dos cartas muy amables de ella, de manera que tal vez, a pesar de todo, aún me tenga cariño. Anoche estaba totalmente desesperado cuando le escribí. Su palabra más insignificante tiene un enorme poder sobre mí. Me pide que olvide a la ignorante muchacha de Galway que se cruzó en mi vida, y dice que soy demasiado amable con ella. ¡Alocada muchacha generosa! ¿Es que no se da cuenta de que soy un inútil y loco traidor? Quizás la ciega su amor por mí.
Nunca olvidaré su breve carta de ayer que me hirió en lo más vivo. Sentí que había abusado demasiado de su bondad, y que al final ella me devolvía su sereno desprecio.
Hoy fui al hotel en el que vivía cuando la encontré por primera vez. Antes de entrar me detuve en el sombrío portal, tan excitado como estaba. Aunque no he dado mi nombre, tengo la sensación de que saben quién soy. Esta noche estaba sentado en una mesa del comedor, al final de la sala, con dos italianos a la hora de la cena. No comí nada. Una muchacha pálida esperaba en una mesa, quizás su sucesora.
El sitio es muy irlandés. He vivido tanto tiempo fuera y en tantos países, que puedo distinguir inmediatamente la voz de Irlanda en cualquier cosa. El desorden de la mesa era irlandés, el asombro de las cosas también, los ojos curiosos de la propia dueña y de su camarera. Es una tierra extraña para mí, a pesar de haber nacido en ella y llevar uno de sus antiguos apellidos.
He estado en la habitación en la que tantas veces estuvo con un extraño sueño de amor en su joven corazón. ¡Dios mío, mis ojos están llenos de lágrimas! ¿Por qué lloro? Lloro por lo triste que es pensar en ella moviéndose por esta habitación, comiendo poco, vestida con sencillez, espontánea y expectante, y llevando siempre con ella en su secreto corazón la pequeña llama que enciende las almas y los cuerpos de los hombres.
También lloro de lástima por ella, por haber elegido un amor tan pobre e innoble como el mío: y de lástima por mí mismo, por no ser digno de ser amado por ella.
Una tierra extraña, una casa extraña, unos ojos extraños, y la sombra de una muchacha extraña que permanecía silenciosa junto al fuego, o contemplaba el brumoso parque del College a través de la ventana. ¡Qué belleza tan misteriosa cubre cada uno de los lugares en que ella ha vivido!
Anoche mientras escribía estas frases brotaron sollozos de mis labios.
En ella he amado la imagen de la belleza del mundo, el misterio y la belleza de la propia vida, la belleza y el destino de la raza de la que soy hijo, las imágenes de pureza y compasión espiritual en las que creí de niño.
¡Su alma! ¡Su nombre! ¡Sus ojos! Me parecen como raras y hermosas flores silvestres azules, creciendo en algún seto enmarañado y empapado por la lluvia. Y yo he sentido temblar su alma junto a la mía, y he pronunciado suavemente su nombre en la noche; y he llorado viendo cómo la belleza del mundo pasa tras sus ojos.
James Joyce
Cartas de amor a Nora Barnacle
A juicio de Richard Ellmann, biógrafo de Joyce y editor de las Cartas, éstas «exigen respeto por su intensidad y sinceridad y porque cumplen la confesada determinación de Joyce: expresar todo lo que pensaba. Su objetivo fue lograr satisfacción sexual e inspirarla a Nora, y por momentos se adhieren voluntariamente a algunas particularidades de conducta que pueden ser técnicamente consideradas perversas. Muestran indicios de fetichismo, analidad, paranoia y masoquismo, pero antes de confinar a Joyce en tales categorías y consignarlo a su tiranía, debemos recordar que en su obra fue capaz de ridiculizarlas como engaños de Circe y convertirlas en rutinas de teatro de revista».
18 noviembre 2021
18 de noviembre
Las idas y venidas que sucedieron a esta escena son más difíciles de establecer en riguroso orden cronológico. El carabinero se adelanta hacia el hombre tendido, algo más tranquilo por la presencia del perro, un animalazo amarillo y sarnoso. Hay un farol de gas a unos ocho metros. Al pronto, el funcionario no ve nada de anormal. De repente, observa que hay un agujero en el abrigo del borracho y que por este agujero sale un líquido espeso.
Entonces corre al Hotel del Almirante. El café está casi vacío. Una mujer apoya los codos en la caja. Cerca de una mesa de mármol, dos hombres están acabando de fumarse el cigarro, recostados, con las piernas estiradas.
—¡Pronto! Se ha cometido un asesinato. No sé…
El carabinero se vuelve. El perro canelo ha entrado tras él y se ha echado a los pies de la mujer de la caja.
Parece como si hubiera un vago espanto flotando en el aire.
—Su amigo, que acaba de salir…
Unos instantes después, son tres los que se inclinan sobre el cuerpo, que no ha cambiado de sitio. El Ayuntamiento, donde se encuentra el puesto de policía, está a dos pasos. El carabinero prefiere actuar por su cuenta. Corre a la puerta de un médico y se cuelga materialmente del cordón de la campanilla.
Y repite, sin poder librarse de esta visión:
—Ha retrocedido tambaleándose como un borracho y de esa manera ha dado por lo menos tres pasos.
Cinco hombres, seis, siete… Y por todas partes, alguna ventana que se abre, cuchicheos.
El médico, arrodillado en el barro, declara:
—Una bala en pleno vientre. Hay que operar urgentemente. Que telefoneen al hospital.
Todo el mundo ha reconocido al herido, el señor Mostaguen, el principal negociante en vinos de Concarneau, una buena persona que sólo tiene amigos.
Los dos policías de uniforme —uno de ellos no encontró su quepis— no saben por dónde empezar la investigación.
Alguien habla, el señor Pommeret, que por su aspecto y sus ademanes en seguida se nota que se trata de un notario.
—Hemos jugado juntos una partida de cartas, en el café del Almirante, con Servières y el doctor Michoux. El doctor fue el primero en marcharse, hará una media hora. Mostaguen, que teme a su mujer, nos ha dejado al dar las once.
Incidente tragicómico. Todos escuchan al señor Le Pommeret. Olvidan al herido. Y en ese momento, éste abre los ojos, trata de levantarse y murmura con una voz de asombro, tan suave, tan débil que la mujer de la recepción estalla en una risa histérico-nerviosa.
—¿Qué pasa?
Pero le sacude un espasmo. Sus labios se agitan. Los músculos del rostro se contraen mientras el médico prepara la jeringa para una inyección.
El perro canelo circula entre las piernas. Alguien se extraña.
—¿Conocen a este animal?
—Nunca lo he visto.
—Probablemente es el perro de algún barco.
En aquella atmósfera de drama, el perro tiene algo inquietante. ¿Quizá su color de un amarillo sucio? Es patilargo, muy flaco y su enorme cabeza es una mezcla de mastín y de dogo de Ulm.
A cinco metros del grupo, los policías interrogan al carabinero, único testigo del suceso.
El portal de los dos escalones es examinado minuciosamente. Es el umbral de un caserón burgués cuyas contraventanas están cerradas. A la derecha de la puerta, un cartel de la notaría anuncia la venta pública del inmueble el 18 de noviembre: «Tasada en 80.000 francos».
Un guardia municipal intenta inútilmente abrir la cerradura. Hasta que el dueño de un garaje próximo consigue hacerla saltar con un destornillador.
Llega la ambulancia. El señor Mostaguen es colocado en una camilla. A los curiosos no les queda más distracción que contemplar la casa vacía.
Está deshabitada hace un año. En el corredor reina un pesado olor de polvo y de tabaco. Una linterna de bolsillo ilumina, sobre las baldosas, cenizas de cigarrillos y rastros de barro que prueban que alguien ha permanecido bastante tiempo en acecho detrás de la puerta.
Un hombre, que sólo lleva un abrigo encima del pijama, dice a su mujer:
—¡Ven! No hay nada más que ver. Ya nos enteraremos de lo demás en el periódico de mañana. Ha venido el señor Servières.
Servières es un personajillo regordete, que se hallaba con el señor Le Pommeret en el Hotel del Almirante. Es redactor del Faro de Brest, donde todos los domingos publica entre otras cosas una crónica humorística.
Toma notas, hace indicaciones, y casi da órdenes a los dos policías.
Todas las puertas del corredor están cerradas con llave. La del fondo, que da acceso a un jardín, es la única abierta. El jardín está rodeado de un muro que no llega a tener un metro cincuenta de alto. Al otro lado del muro, hay una calleja que desemboca en el muelle del Aiguillon.
—¡El asesino ha salido por ahí! —anuncia Jean Servières.
Georges Simenon
Maigret y el perro canelo
Comisario Maigret - 6
Maigret trabaja en la brigada móvil de Rennes y es destinado a la localidad costera de Concarneau para descubrir qué se esconde tras una serie de misteriosos sucesos. En la ciudad se están produciendo una serie de atentados de los que un perro vagabundo parece ser el testigo final.
17 noviembre 2021
17 de noviembre
Monforte de Lemos
Faro de Vigo, 17 de noviembre de 1951.
También yo, por fidelidades gongorinas, tengo mi soneto a Monforte; también, como el del cordobés, con «geométricos modelos», y si en el soneto de don Luis aquel «Monte-fuerte coronado de torres convecinas a los cielos» «rayos ciñe de luz, estrellas pisa», en el mío el Cabe antiguo, «molido como trigo en las aceñas», contempla, a través de los sauces y los chopos, el claro cielo de la primavera. Para mí Monforte es la torre, la puente y el río. La torre no es sólo la lección de geometría al ancho valle, al dilatado horizonte y a las altas sierras, sino ese mismo horizonte contemplado, el país de Lemos, el Caurel y Cabeza de Meda, y el Vidral, y ahora, al ponerse el sol, esas lejanas y quietas rojas nubes, hacia el sudeste, como si en las herrerías antiguas del país de Quiroga, en el Caurel o en la Mua, gigantes vulcanos antiguos forjaron como una espada —oro, negro, rojo— el río Sil. El silencio enorme, casi táctil, de la anochecida se hace más patente cuando lo quiebra el agudo silbido de las máquinas del tren. (Agudo y melancólico. Hay toda una literatura para la que el pitido de las máquinas ferroviarias es melancólico. Hardy y Turguenieff usaron tal adjetivo, y Kierkegaard, quien lo oía como una larga y áspera rotura, un anuncio de irremediables lejanías y fugas que brotaba, agrio e irremediable, en la noche). Bajo hacia el puente viejo a acordarme para sentir pasar el río, un largo y acariciador susurro. El Cabe, molido como trigo en las aceñas, va a morir al Sil; Sil según el padre Sarmiento, quiere decir «tierra colorada». Pero donde el Cabe y el Sil confluyen, el Sil tiene el color de la pizarra. Estas aguas, pues, que oigo deslizarse en la noche, van al Sil y con el Sil al Miño. «Somos como vasos», decía Rilke, «pero no conocemos a aquellos que nos beben». Comienza a llover. Unas muchachas pasan corriendo, reidoras. Como en un poema, la tierra profunda huele a rosa y llovizna en los labios.
Manuel Hermida Balado ha escrito la vida del VII conde de Lemos y la de su esposa, doña Catalina de la Cerda y Sandoval. Manuel Hermida ha puesto al comienzo de la vida de doña Catalina un «Introito con pauta monjil», porque Hermida ha leído un manuscrito sobre la vida de doña Catalina que escribiera «una religiosa del convento». El convento es el de franciscas descalzas de Monforte, que doña Catalina fundara y en cuya religión murió. (Hermida Balado es un excelente escritor, dueño de un idioma ágil y expresivo; tiene el don de la claridad expresiva, servida con plena sumisión por el párrafo largo, tradicional en la mejor castellanía. Ha puesto mucho amor —él, monfortino cabal— en estos dos libros. Nos hace amigos de don Pedro de Castro y nos lleva a asomarnos, como a un milagro que aconteciera en jardines, a la delicada vida de doña Catalina). Me detengo ante el convento de Santa Clara. He leído y oído del relicario del convento, rico de Lignum Crucis, de espinas de la Corona del Señor, de un clavo de la crucifixión, cordón y cilicio de San Francisco… Quisiera oír a las monjas en su coro como oigo en mi Mondoñedo a las Concepcionistas. Le escribiría después a Hermida Balado que las había oído y si era verdad que, como en la historia de las canonesas de St. Vaast, se oían en el coro las voces casi infantiles de aquellas vírgenes de antaño. Por ejemplo, en Santa Clara de Monforte, la voz de aquella niña Juana de Vitoria, que allí entró a bodas con el Señor a los cinco años, o de aquella Lucrecia Antonia de Castro, que murió novicia, y a la que imaginamos los azules ojos, los dorados cabellos y no sé qué dulce melancolía:
«¡Lo que más sentía yo era la cinta del pelo!»
Ya tengo escrito más de una vez lo que me gusta, poniéndole estampas al libro de la memoria, contemplar a los gallegos en Italia. Ya tengo dicho también que a todos prefiero a don Fernando de Andrade, el caballo de oros de la milicia gallega, galopando al pie de los viñedos de Mélito con el sol de la victoria en la mano. Y mi abuelo Montenegro, canciller de Milán, y los virreyes, Monterrey y Lemos. Está bien, me digo, ver a un hombre de este muro y este monte, allá en el «rearme» napolitano, dando la ley como un romano, tal como el Giannore elogiará en la lstoria Civile; haciendo fiestas con funámbulos y montañas prodigiosas, y sirviendo con el ánimo leal la gran política de la Católica Majestad. Cuando de Capri y las sirenas, el jardín de Nápoles y la enorme caracola humeante del Vesubio tome don Pedro de Castro a Monforte, ¿se detendrá un instante en las escaleras de San Vicente del Pino a gozar de este antiguo y dilatado horizonte? Recordará, quizás, los catorce gongorinos versos, y si anochece y Venus brota sobre el Caurel y mecen el silencio las campanas de San Vicente y la Compañía, sentirá, como yo ahora siento, toda la grave y poderosa madurez de este país de Lemos. Esos pájaros que revuelan en la torre parécenme estorninos: el estornino es el ave del final del estío. El Cabe es también un río estival. Si rememoro ahora el país de Lemos veo un largo y poderoso estío bajo la bola del sol que remonta las montañas, «una fuerza irresistible armada de rayos».
Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia
Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.
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