Monforte de Lemos
Faro de Vigo, 17 de noviembre de 1951.
También yo, por fidelidades gongorinas, tengo mi soneto a Monforte; también, como el del cordobés, con «geométricos modelos», y si en el soneto de don Luis aquel «Monte-fuerte coronado de torres convecinas a los cielos» «rayos ciñe de luz, estrellas pisa», en el mío el Cabe antiguo, «molido como trigo en las aceñas», contempla, a través de los sauces y los chopos, el claro cielo de la primavera. Para mí Monforte es la torre, la puente y el río. La torre no es sólo la lección de geometría al ancho valle, al dilatado horizonte y a las altas sierras, sino ese mismo horizonte contemplado, el país de Lemos, el Caurel y Cabeza de Meda, y el Vidral, y ahora, al ponerse el sol, esas lejanas y quietas rojas nubes, hacia el sudeste, como si en las herrerías antiguas del país de Quiroga, en el Caurel o en la Mua, gigantes vulcanos antiguos forjaron como una espada —oro, negro, rojo— el río Sil. El silencio enorme, casi táctil, de la anochecida se hace más patente cuando lo quiebra el agudo silbido de las máquinas del tren. (Agudo y melancólico. Hay toda una literatura para la que el pitido de las máquinas ferroviarias es melancólico. Hardy y Turguenieff usaron tal adjetivo, y Kierkegaard, quien lo oía como una larga y áspera rotura, un anuncio de irremediables lejanías y fugas que brotaba, agrio e irremediable, en la noche). Bajo hacia el puente viejo a acordarme para sentir pasar el río, un largo y acariciador susurro. El Cabe, molido como trigo en las aceñas, va a morir al Sil; Sil según el padre Sarmiento, quiere decir «tierra colorada». Pero donde el Cabe y el Sil confluyen, el Sil tiene el color de la pizarra. Estas aguas, pues, que oigo deslizarse en la noche, van al Sil y con el Sil al Miño. «Somos como vasos», decía Rilke, «pero no conocemos a aquellos que nos beben». Comienza a llover. Unas muchachas pasan corriendo, reidoras. Como en un poema, la tierra profunda huele a rosa y llovizna en los labios.
Manuel Hermida Balado ha escrito la vida del VII conde de Lemos y la de su esposa, doña Catalina de la Cerda y Sandoval. Manuel Hermida ha puesto al comienzo de la vida de doña Catalina un «Introito con pauta monjil», porque Hermida ha leído un manuscrito sobre la vida de doña Catalina que escribiera «una religiosa del convento». El convento es el de franciscas descalzas de Monforte, que doña Catalina fundara y en cuya religión murió. (Hermida Balado es un excelente escritor, dueño de un idioma ágil y expresivo; tiene el don de la claridad expresiva, servida con plena sumisión por el párrafo largo, tradicional en la mejor castellanía. Ha puesto mucho amor —él, monfortino cabal— en estos dos libros. Nos hace amigos de don Pedro de Castro y nos lleva a asomarnos, como a un milagro que aconteciera en jardines, a la delicada vida de doña Catalina). Me detengo ante el convento de Santa Clara. He leído y oído del relicario del convento, rico de Lignum Crucis, de espinas de la Corona del Señor, de un clavo de la crucifixión, cordón y cilicio de San Francisco… Quisiera oír a las monjas en su coro como oigo en mi Mondoñedo a las Concepcionistas. Le escribiría después a Hermida Balado que las había oído y si era verdad que, como en la historia de las canonesas de St. Vaast, se oían en el coro las voces casi infantiles de aquellas vírgenes de antaño. Por ejemplo, en Santa Clara de Monforte, la voz de aquella niña Juana de Vitoria, que allí entró a bodas con el Señor a los cinco años, o de aquella Lucrecia Antonia de Castro, que murió novicia, y a la que imaginamos los azules ojos, los dorados cabellos y no sé qué dulce melancolía:
«¡Lo que más sentía yo era la cinta del pelo!»
Ya tengo escrito más de una vez lo que me gusta, poniéndole estampas al libro de la memoria, contemplar a los gallegos en Italia. Ya tengo dicho también que a todos prefiero a don Fernando de Andrade, el caballo de oros de la milicia gallega, galopando al pie de los viñedos de Mélito con el sol de la victoria en la mano. Y mi abuelo Montenegro, canciller de Milán, y los virreyes, Monterrey y Lemos. Está bien, me digo, ver a un hombre de este muro y este monte, allá en el «rearme» napolitano, dando la ley como un romano, tal como el Giannore elogiará en la lstoria Civile; haciendo fiestas con funámbulos y montañas prodigiosas, y sirviendo con el ánimo leal la gran política de la Católica Majestad. Cuando de Capri y las sirenas, el jardín de Nápoles y la enorme caracola humeante del Vesubio tome don Pedro de Castro a Monforte, ¿se detendrá un instante en las escaleras de San Vicente del Pino a gozar de este antiguo y dilatado horizonte? Recordará, quizás, los catorce gongorinos versos, y si anochece y Venus brota sobre el Caurel y mecen el silencio las campanas de San Vicente y la Compañía, sentirá, como yo ahora siento, toda la grave y poderosa madurez de este país de Lemos. Esos pájaros que revuelan en la torre parécenme estorninos: el estornino es el ave del final del estío. El Cabe es también un río estival. Si rememoro ahora el país de Lemos veo un largo y poderoso estío bajo la bola del sol que remonta las montañas, «una fuerza irresistible armada de rayos».
Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia
Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.
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