18 noviembre 2021

18 de noviembre

Las idas y venidas que sucedieron a esta escena son más difíciles de establecer en riguroso orden cronológico. El carabinero se adelanta hacia el hombre tendido, algo más tranquilo por la presencia del perro, un animalazo amarillo y sarnoso. Hay un farol de gas a unos ocho metros. Al pronto, el funcionario no ve nada de anormal. De repente, observa que hay un agujero en el abrigo del borracho y que por este agujero sale un líquido espeso.
Entonces corre al Hotel del Almirante. El café está casi vacío. Una mujer apoya los codos en la caja. Cerca de una mesa de mármol, dos hombres están acabando de fumarse el cigarro, recostados, con las piernas estiradas.
—¡Pronto! Se ha cometido un asesinato. No sé…
El carabinero se vuelve. El perro canelo ha entrado tras él y se ha echado a los pies de la mujer de la caja.
Parece como si hubiera un vago espanto flotando en el aire.
—Su amigo, que acaba de salir…
Unos instantes después, son tres los que se inclinan sobre el cuerpo, que no ha cambiado de sitio. El Ayuntamiento, donde se encuentra el puesto de policía, está a dos pasos. El carabinero prefiere actuar por su cuenta. Corre a la puerta de un médico y se cuelga materialmente del cordón de la campanilla.
Y repite, sin poder librarse de esta visión:
—Ha retrocedido tambaleándose como un borracho y de esa manera ha dado por lo menos tres pasos.
Cinco hombres, seis, siete… Y por todas partes, alguna ventana que se abre, cuchicheos.
El médico, arrodillado en el barro, declara:
—Una bala en pleno vientre. Hay que operar urgentemente. Que telefoneen al hospital.
Todo el mundo ha reconocido al herido, el señor Mostaguen, el principal negociante en vinos de Concarneau, una buena persona que sólo tiene amigos.
Los dos policías de uniforme —uno de ellos no encontró su quepis— no saben por dónde empezar la investigación.
Alguien habla, el señor Pommeret, que por su aspecto y sus ademanes en seguida se nota que se trata de un notario.
—Hemos jugado juntos una partida de cartas, en el café del Almirante, con Servières y el doctor Michoux. El doctor fue el primero en marcharse, hará una media hora. Mostaguen, que teme a su mujer, nos ha dejado al dar las once.
Incidente tragicómico. Todos escuchan al señor Le Pommeret. Olvidan al herido. Y en ese momento, éste abre los ojos, trata de levantarse y murmura con una voz de asombro, tan suave, tan débil que la mujer de la recepción estalla en una risa histérico-nerviosa.
—¿Qué pasa?
Pero le sacude un espasmo. Sus labios se agitan. Los músculos del rostro se contraen mientras el médico prepara la jeringa para una inyección.
El perro canelo circula entre las piernas. Alguien se extraña.
—¿Conocen a este animal?
—Nunca lo he visto.
—Probablemente es el perro de algún barco.
En aquella atmósfera de drama, el perro tiene algo inquietante. ¿Quizá su color de un amarillo sucio? Es patilargo, muy flaco y su enorme cabeza es una mezcla de mastín y de dogo de Ulm.
A cinco metros del grupo, los policías interrogan al carabinero, único testigo del suceso.
El portal de los dos escalones es examinado minuciosamente. Es el umbral de un caserón burgués cuyas contraventanas están cerradas. A la derecha de la puerta, un cartel de la notaría anuncia la venta pública del inmueble el 18 de noviembre: «Tasada en 80.000 francos».
Un guardia municipal intenta inútilmente abrir la cerradura. Hasta que el dueño de un garaje próximo consigue hacerla saltar con un destornillador.
Llega la ambulancia. El señor Mostaguen es colocado en una camilla. A los curiosos no les queda más distracción que contemplar la casa vacía.
Está deshabitada hace un año. En el corredor reina un pesado olor de polvo y de tabaco. Una linterna de bolsillo ilumina, sobre las baldosas, cenizas de cigarrillos y rastros de barro que prueban que alguien ha permanecido bastante tiempo en acecho detrás de la puerta.
Un hombre, que sólo lleva un abrigo encima del pijama, dice a su mujer:
—¡Ven! No hay nada más que ver. Ya nos enteraremos de lo demás en el periódico de mañana. Ha venido el señor Servières.
Servières es un personajillo regordete, que se hallaba con el señor Le Pommeret en el Hotel del Almirante. Es redactor del Faro de Brest, donde todos los domingos publica entre otras cosas una crónica humorística.
Toma notas, hace indicaciones, y casi da órdenes a los dos policías.
Todas las puertas del corredor están cerradas con llave. La del fondo, que da acceso a un jardín, es la única abierta. El jardín está rodeado de un muro que no llega a tener un metro cincuenta de alto. Al otro lado del muro, hay una calleja que desemboca en el muelle del Aiguillon.
—¡El asesino ha salido por ahí! —anuncia Jean Servières.

Georges Simenon
Maigret y el perro canelo
Comisario Maigret - 6

Maigret trabaja en la brigada móvil de Rennes y es destinado a la localidad costera de Concarneau para descubrir qué se esconde tras una serie de misteriosos sucesos. En la ciudad se están produciendo una serie de atentados de los que un perro vagabundo parece ser el testigo final.

Chopos

 chopos

17 noviembre 2021

17 de noviembre

 Monforte de Lemos

Faro de Vigo, 17 de noviembre de 1951.
También yo, por fidelidades gongorinas, tengo mi soneto a Monforte; también, como el del cordobés, con «geométricos modelos», y si en el soneto de don Luis aquel «Monte-fuerte coronado de torres convecinas a los cielos» «rayos ciñe de luz, estrellas pisa», en el mío el Cabe antiguo, «molido como trigo en las aceñas», contempla, a través de los sauces y los chopos, el claro cielo de la primavera. Para mí Monforte es la torre, la puente y el río. La torre no es sólo la lección de geometría al ancho valle, al dilatado horizonte y a las altas sierras, sino ese mismo horizonte contemplado, el país de Lemos, el Caurel y Cabeza de Meda, y el Vidral, y ahora, al ponerse el sol, esas lejanas y quietas rojas nubes, hacia el sudeste, como si en las herrerías antiguas del país de Quiroga, en el Caurel o en la Mua, gigantes vulcanos antiguos forjaron como una espada —oro, negro, rojo— el río Sil. El silencio enorme, casi táctil, de la anochecida se hace más patente cuando lo quiebra el agudo silbido de las máquinas del tren. (Agudo y melancólico. Hay toda una literatura para la que el pitido de las máquinas ferroviarias es melancólico. Hardy y Turguenieff usaron tal adjetivo, y Kierkegaard, quien lo oía como una larga y áspera rotura, un anuncio de irremediables lejanías y fugas que brotaba, agrio e irremediable, en la noche). Bajo hacia el puente viejo a acordarme para sentir pasar el río, un largo y acariciador susurro. El Cabe, molido como trigo en las aceñas, va a morir al Sil; Sil según el padre Sarmiento, quiere decir «tierra colorada». Pero donde el Cabe y el Sil confluyen, el Sil tiene el color de la pizarra. Estas aguas, pues, que oigo deslizarse en la noche, van al Sil y con el Sil al Miño. «Somos como vasos», decía Rilke, «pero no conocemos a aquellos que nos beben». Comienza a llover. Unas muchachas pasan corriendo, reidoras. Como en un poema, la tierra profunda huele a rosa y llovizna en los labios.
Manuel Hermida Balado ha escrito la vida del VII conde de Lemos y la de su esposa, doña Catalina de la Cerda y Sandoval. Manuel Hermida ha puesto al comienzo de la vida de doña Catalina un «Introito con pauta monjil», porque Hermida ha leído un manuscrito sobre la vida de doña Catalina que escribiera «una religiosa del convento». El convento es el de franciscas descalzas de Monforte, que doña Catalina fundara y en cuya religión murió. (Hermida Balado es un excelente escritor, dueño de un idioma ágil y expresivo; tiene el don de la claridad expresiva, servida con plena sumisión por el párrafo largo, tradicional en la mejor castellanía. Ha puesto mucho amor —él, monfortino cabal— en estos dos libros. Nos hace amigos de don Pedro de Castro y nos lleva a asomarnos, como a un milagro que aconteciera en jardines, a la delicada vida de doña Catalina). Me detengo ante el convento de Santa Clara. He leído y oído del relicario del convento, rico de Lignum Crucis, de espinas de la Corona del Señor, de un clavo de la crucifixión, cordón y cilicio de San Francisco… Quisiera oír a las monjas en su coro como oigo en mi Mondoñedo a las Concepcionistas. Le escribiría después a Hermida Balado que las había oído y si era verdad que, como en la historia de las canonesas de St. Vaast, se oían en el coro las voces casi infantiles de aquellas vírgenes de antaño. Por ejemplo, en Santa Clara de Monforte, la voz de aquella niña Juana de Vitoria, que allí entró a bodas con el Señor a los cinco años, o de aquella Lucrecia Antonia de Castro, que murió novicia, y a la que imaginamos los azules ojos, los dorados cabellos y no sé qué dulce melancolía:
«¡Lo que más sentía yo era la cinta del pelo!»
Ya tengo escrito más de una vez lo que me gusta, poniéndole estampas al libro de la memoria, contemplar a los gallegos en Italia. Ya tengo dicho también que a todos prefiero a don Fernando de Andrade, el caballo de oros de la milicia gallega, galopando al pie de los viñedos de Mélito con el sol de la victoria en la mano. Y mi abuelo Montenegro, canciller de Milán, y los virreyes, Monterrey y Lemos. Está bien, me digo, ver a un hombre de este muro y este monte, allá en el «rearme» napolitano, dando la ley como un romano, tal como el Giannore elogiará en la lstoria Civile; haciendo fiestas con funámbulos y montañas prodigiosas, y sirviendo con el ánimo leal la gran política de la Católica Majestad. Cuando de Capri y las sirenas, el jardín de Nápoles y la enorme caracola humeante del Vesubio tome don Pedro de Castro a Monforte, ¿se detendrá un instante en las escaleras de San Vicente del Pino a gozar de este antiguo y dilatado horizonte? Recordará, quizás, los catorce gongorinos versos, y si anochece y Venus brota sobre el Caurel y mecen el silencio las campanas de San Vicente y la Compañía, sentirá, como yo ahora siento, toda la grave y poderosa madurez de este país de Lemos. Esos pájaros que revuelan en la torre parécenme estorninos: el estornino es el ave del final del estío. El Cabe es también un río estival. Si rememoro ahora el país de Lemos veo un largo y poderoso estío bajo la bola del sol que remonta las montañas, «una fuerza irresistible armada de rayos».

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

del magnolio

flores

16 noviembre 2021

16 de noviembre

Aún hacia 1946, habían andado pidiendo dinero por cortijos y caseríos algunos hombres armados. Fueron famosos, por entonces, tres hermanos, de los cuales, el que hacía de jefe, era conocido por «El Cubiles». Los cambios en todo, de 1930 a 1949, habían sido lentos. La idea de contemplar una Andalucía con mucho rasgo antiguo, con «color local», era imaginable, aunque trajes, transportes, etcétera, eran ya distintos a los del XIX romántico. Dejando detalles técnicos a un lado, recuerdo que de Bujalance fuimos a Porcuna y que allí conocimos a un hombre original: un cantero y lapidario que llevaba dieciocho años construyéndose una casa de piedra, de arenisca dorada, con bóvedas, escaleras, ventanas, etc., en donde para nada entraba la madera, el ladrillo, el yeso, y en donde, sin embargo, se simulaba el empleo de estos materiales. Hasta las mesas y las sillas eran de piedra y la mesa principal la constituía un bloque de siete toneladas. La casa de piedra daba una impresión rara de poca utilidad, y los vecinos de su constructor le tenían por hombre al que no sabían si había que admirar o si había que burlarse de él. Era como de algo más de cincuenta años, rubicundo, nervudo, con una mirada gris, algo extraviada a veces. Hablaba de su empresa, en la que pensaba invertir aún cinco años, con tono humorístico. Pero en el fondo se veía que creía que había hecho algo notable y por hacerlo había luchado, incluso, con las autoridades.
Sentí cierta simpatía por este enemigo técnico de Le Corbusier, aunque la casa no me gustara mucho. Me hizo reflexionar más sobre la arquitectura popular también: pero donde tuve más revelaciones a este respecto fue poco después, en Los Pedroches. Andábamos por Pozoblanco el día 16 de noviembre y paramos en el hotel Damián. A la hora de la comida del mediodía se organizó una conversación muy animada entre varios huéspedes y unos comisionistas. El tema era de los secuestros y casos de bandolerismo acaecidos en Sierra Morena, también entre Marbella y Estepona y en Bélmez, hacía poco. Los secuestros de niños, ancianos ricos y personas del régimen hacían pensar en los relatos de Zugasti, de la época del 68. Pero saliendo de este ámbito y por otro motivo quedé muy prendido de interés por los pueblos del valle de Los Pedroches, como La Añora y El Guijo. Me chocó un tipo de casa hecho a base de bovedillas de arista o crucero. Me chocaron otros varios elementos del arte popular, de un goticismo retardado, los esgrafiados, las cruces ovifilas que encontré, hechas de varios modos, con fin decorativo y un sin fin de peculiaridades de las que no tenía ni la idea más remota.
Me sorprendí, en fin, de lo poco que, en realidad, se sabe de Andalucía, pese a la cantidad de viajeros, ensayistas y otra clase de escritores que han dejado páginas y páginas sobre aquella tierra atractiva: acaso más para el turista que para muchos de los que viven en ella. Pensé en escribir algo, ya desde esta primera ocasión y durante el resto del viaje agucé la vista y el oído con este objeto.
Cuando, sin embargo, aproveché o empecé a aprovechar más, fue poco después, al llevar a cabo otro recorrido por la Andalucía occidental: de la sierra de Cádiz a Huelva. El contraste entre la campiña y la sierra y entre la costa y los pueblos del interior de Huelva era fortísimo, y durante el viaje tuvimos ocasión de tratar a mucha gente interesante y de distinto carácter. El 24 y 25 de noviembre andábamos por Grazalema, y en la ribera fuimos huéspedes de Julián Pitt-Rivers, al que encontré allí por vez primera, en trance de preparar su tesis. Parte de ella apareció después con el título de The people of the Sierra y dedicada a mí. Esto supuso y supone una de las mayores recompensas en mi vida profesional. Porque resultó posible que un historiador y etnógrafo sirviera de algo a un antropólogo social de la escuela de Oxford. Partíamos de intereses distintos, acaso de ideas distintas, y Foster, Pitt-Rivers y yo constituíamos un triángulo: el punto de vista inglés y el americano lo representaban muy bien cada uno de los dos. No puede decirse que el mío era el español, puesto que en 1949 no había ninguna escuela por aquí. Mi cabeza funcionaba de modo distinto, por lo mismo que mi formación no era angloamericana en total, sino medio alemana, medio francesa también. La estancia en Grazalema fue como la estancia en un laboratorio. Mas con independencia de esto, recuerdo las horas de la ribera y como muy placenteras. Despejaron algunas de mis dudas y gocé de la amistad y del paisaje con delicia. La bajada a Cádiz fue agridulce, por lo mismo que dejábamos algo excepcional en nuestros recorridos. De todas formas, también en Cádiz encontramos gente amiga y amable. Gessa, Aramburu, don Álvaro Picardo y otros nos informaron sobre muchos aspectos de la vida en la capital y en la provincia. Allí, con Arcadio de Larrea, nos metimos por vez primera en los ámbitos musicales, nos introdujeron en los misterios del «cante grande» y el «liviano» o «chico». También escuchamos desarrollar una serie de especulaciones sobre sus orígenes y cambios, que daban lugar a serias controversias.

Julio Caro Baroja
Los Baroja
Memorias familares

Un prodigioso libro de memorias, que es a la vez un certero retrato de un país, la España de antes y después de la guerra; de una fascinante familia de intelectuales, escritores y artistas, los Baroja, y del itinerario vital e intelectual de su autor. Los Baroja se divide en dos partes, la primera, titulada Los personajes, se centra en la infancia del autor, y allí aparece un niño con unas dotes de observación dignas del mejor novelista; asoman prodigiosamente recreados los personajes familiares que lo envolvían, sus abuelos, sus padres —el editor Rafael Caro Raggio y Carmen Baroja— y sus ilustres tíos —el escritor Pío y el pintor Ricardo—; se describen los espacios en los que habitaba, el mundo rural y austero de Vera de Bidasoa y el agitado Madrid de la llegada de la República; y aparecen también las primeras lecturas que le abren a ese niño inquieto y curioso nuevos horizontes… La segunda parte, que cubre los años que van de 1936 a 1956, retrata la España desolada de la posguerra y la evolución profesional del autor, interesado por la antropología, el folclore, la historia y la lingüística, su interés por la inquisición y la brujería, sus viajes por África y América.

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Serie: azulejos