07 mayo 2021
06 mayo 2021
6 de mayo
María de Alzueta, otra niña de unos trece años, acusó por su parte de modo concreto a María de Echagaray, francesa, mujer de un soldado, de haber realizado con ella un rapto parecido, para llevarla a una junta que se celebró en un prado junto a las ermitas de San Felipe y Santiago. La descripción del aquelarre casi es igual a la que hizo la anterior. En vista de semejantes acusaciones, las autoridades de Fuenterrabía mandaron prender a las mujeres citadas en ellas. Una vez puestas ante sus jueces María de Garro, de Mendionde, de sesenta años, casada con el soldado Joanes de Lizardi; Inesa de Gaxen, mujer de Pedro de Sanza, de cuarenta y cinco años poco más o menos, natural de Labastide Clairance; María de Marra, de Oyarzun, de sesenta y nueve y María de Echagaray, de Hasparren y de cuarenta años, negaron. Inesa parece que tenía algunos antecedentes, que había sido procesada en Francia, pero que, como demostró con documentos, fue absuelta. Era mujer enérgica por lo que se ve. Mas he aquí que después de haberse tomado todas estas declaraciones negativas, María de Marra pidió que se le tomara otra y en ella confesó que, en efecto, era bruja. Esto a 6 de mayo de 1611. Fue instigada por distintas
05 mayo 2021
5 de Mayo
5 de Mayo. Esta mañana he sido causa y víctima de un accidente que me ha herido levemente una rodilla y me tiene aún enajenado. He salido de mi casa para acudir a la de uno de mis discípulos con el disgusto de que se me había hecho tarde. Al llegar a la calle las bandas vocingleras de los colegios cercanos y los grupos de obreros presurosos me han hecho más patente mi retraso. Eran dadas las doce y mi cita era a las doce en punto. Me molesta más en mí que en los demás la descortesía de la falta de puntualidad y mi malhumor ha crecido en proporción a la conciencia de mi falta irremediable. Con este ánimo he tomado puesto en la parada del tranvía. El primer coche que ha llegado venía lleno —lleno a la manera madrileña, es decir, lleno por dentro y por fuera— y no se ha detenido. Esta contrariedad ha acabado de descomponerme en tal forma que, cuando ha aparecido el siguiente y me he dado cuenta de que tampoco pensaba detenerse, sin dármela de lo que hacía, me he apercibido para engancharme en él por las buenas o las malas. La operación tiene dos partes: una, la primera, asirse t on las manos a las barras verticales mientras se corre a la velocidad del tranvía; la otra, conseguir que los pies, siquiera uno, alcance el estribo. La primera parte me ha salido bien, pero cuando he intentado poner en práctica la segunda, he tenido, después de unos tanteos desesperados, la conciencia de lo imposible. Entonces con un supremo esfuerzo de voluntad para librar a mis piernas de las ruedas o de ser arrastradas contra el pavimento, he hecho flexión con ellas y con los brazos y, de esta manera prendido, he salvado el peligro más inmediato. Le había hecho un quiebro a la muerte, entrevista clarísimamente por mí en los segundos que había durado mi salto, pe ro la muerte seguía allí, acechante, dispuesta a devorarme en cuanto flaquearan mis músculos. Porque el coche seguía corriendo vertiginoso y los viajeros de la plataforma me miraban con curiosidad sin que a ninguno se le ocurriera hacer sonar el timbre que detuviera mi martirio y mi riesgo.
04 mayo 2021
4 de mayo
En 1878, mi padre, que era el capitán más antiguo de su regimiento, consiguió un permiso de doce meses y volvió a Inglaterra. Me puso un telegrama desde Londres, diciendo que había llegado sin contratiempos y pidiéndome que fuera a verlo cuanto antes, dando como dirección el hotel Langham. Su mensaje, tal como yo lo recuerdo, rebosaba amor y cariño. En cuanto llegué a Londres me dirigí al Langham, y allí me dijeron que el capitán Morstan se alojaba allí, pero que había salido la noche anterior y no había regresado. Esperé todo el día sin tener noticias suyas. Aquella noche, por consejo del director del hotel, me puse en contacto con la policía, y al día siguiente pusimos anuncios en todos los periódicos. Nuestras investigaciones no dieron ningún resultado. Y desde entonces hasta hoy no hemos vuelto a saber nacía de mi pobre padre. Llegó a su país con el corazón lleno de esperanza, buscando paz y reposo, y en lugar de eso… Se llevó la mano a la garganta y un sollozo ahogado interrumpió sus palabras. —¿Fecha? —preguntó Holmes, abriendo su cuaderno de notas. —Desapareció el 3 de diciembre de 1878…, hace casi diez años. —¿Y su equipaje? —Se quedó en el hotel. No encontramos nada que nos diera una pista. Algo de ropa, unos cuantos libros y gran cantidad de curiosidades de las islas Andaman. Estuvo allí como oficial de la guardia del presidio. —¿Tenía amigos en Londres? —Sólo sabemos de uno: el mayor Sholto, de su mismo regimiento, el trigésimo cuarto de Infantería de Bombay. El mayor se había retirado algún tiempo antes, y vivía en Upper Norwood. Como es natural, nos pusimos en contacto con él, pero ni siquiera sabía que su camarada hubiera regresado a Inglaterra. —Curioso caso —comentó Holmes. —Aún no le he contado la parte más extraña. Hace unos seis años…, para ser más exactos, el 4 de mayo de 1882, apareció un anuncio en el Times, interesándose por la dirección de la señorita Mary Morstan y asegurando que le convenía mucho presentarse. No se incluía ningún nombre ni dirección. Por aquel entonces, yo acababa de entrar al servicio de la señora de Cecil Forrester como institutriz. Siguiendo su consejo, publiqué mi dirección en la columna de anuncios personales. Aquel mismo día, me llegó por correo una cajita de cartón, que resultó contener una perla muy grande y brillante. Nada más, ni una palabra escrita. Y desde entonces, cada año, por la misma fecha, siempre me llega una caja similar, conteniendo una perla similar, sin el menor dato de quien las envía. Un experto ha dictaminado que son de una variedad rara y tienen un gran valor. Vean por sí mismos que son bellísimas. Diciendo esto, abrió una caja plana y me mostró seis de las perlas más hermosas que he visto en mi vida. —Su historia es la mar de interesante —dijo Sherlock Holmes—. ¿Le ha ocurrido algo más? —Pues sí, y precisamente hoy. Por eso he acudido a usted. Esta mañana he recibido esta carta; tal vez prefiera leerla usted mismo. —Gracias —dijo Holmes—. El sobre también, por favor. Matasellos de Londres, Sudoeste… Fecha, 7 de julio. ¡Hum! Huella de un pulgar de hombre en la esquina…, probablemente, del cartero. Papel de la mejor calidad. Sobre de los de seis peniques el paquete. Curiosos gustos los de este hombre en cuestión de papelería. No hay dirección. «Acuda esta noche, a las siete, a la puerta del teatro Lyceum, tercera columna de la izquierda. Si no se fía, traiga un par de amigos. Ha sido usted perjudicada y se le hará justicia. No avise a la policía. Si lo hace, todo será en vano. Su amigo desconocido.» Vaya, vaya. Pues sí que tenemos un pequeño misterio. ¿Qué se propone hacer, señorita Morstan? —Eso es precisamente lo que he venido a consultarle.
Arthur Conan Doyle
El signo de los cuatro
La segunda aparición de Sherlock Holmes en las prensas ocurrió poco después de que el doctor Watson hubiera publicado «un pequeño folleto, con el título algo fantástico de Estudio en Escarlata», que por cierto no mereció los elogios del detective. Y, aunque el contumaz narrador empleara en El signo de los cuatro la misma reprobada técnica que en la primera, gracias a «la prueba del reloj» supimos que el doctor Watson tuvo un hermano, pudimos gozar una vez más del envidiable ingenio de Holmes, y atisbamos algunas de las complejas características de su cerebro: encaminado a combatir el crimen, también en él «había material para un buen hombre y un rufián».
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