06 abril 2021

6 de abril

Cuando Arcadio Gómez Gómez salió de la cárcel, era un hombre débil y enfermo, pero aún tenía carácter. El día que tuvo que tragárselo, confiaba ya en conservarlo para siempre. La ciudad que encontró el 6 de abril de 1946 se parecía muy poco a la que recordaba y, sin embargo, pronto pudo comprobar que no se había equivocado al interpretar la ambigua alusión a los viejos amigos que contenía la primera carta de Sebas. Muchos de sus compañeros del sindicato habían muerto, y otros estaban presos todavía, pero algunos habían tenido la suerte de camuflarse a tiempo en el colosal desconcierto de la derrota. Entre ellos, la mayoría habría jurado por lo más sagrado que no le conocían de nada si hubieran tenido la mala suerte de encontrárselo por la calle, y el nuevo Arcadio, un hombre harto de sentirse solo, de pasar miedo, de tener hambre y de estar cansado, no se habría atrevido a reprochárselo. Pero quedaban unos pocos con memoria, y con esa dolorosa conciencia que limita con la rabia. Ellos habían ayudado a su mujer y a sus hijos como pudieron, antes de ayudarle a él de la única manera que sabían. Arcadio no llevaba ni un mes en la calle cuando encontró trabajo. Ya hemos pasado lo peor, le dijo a Sebas entonces, ahora todo se va a arreglar, todo, ya lo verás… A los dos les hubiera gustado cortar de un tajo cualquier conexión con los infortunios del pasado reciente, pero la disciplinada prudencia que los años de prisión habían grabado sobre la inflexible cólera del activista de antaño, aconsejaba que Sebas siguiera trabajando para doña Sara, en las mismas condiciones, durante algunos meses más. Los expresidiarios no suelen emplearse con facilidad, y los amigos que habían recurrido hasta a sus conocidos más remotos para encontrarle trabajo a un fontanero excelente, con mucha experiencia, que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha buscando una oportunidad para vivir mejor, no merecían correr ningún riesgo. Los dos jornales les permitieron, además, bajar desde la buhardilla hasta un tercer piso interior con cuatro habitaciones, donde los niños pudieron empezar a dormir separados de las niñas, aunque los dos cuartos fueran ciegos. Las cosas seguían siendo muy difíciles, pero parecían haberse estabilizado en un nivel de dificultad tolerable cuando, a mediados de septiembre, Sebas descubrió que se había vuelto a quedar embarazada. Aquella noticia les aturdió como la sentencia de una ruina inapelable. Arcadio, mudo, pasmado, incapaz de reaccionar, se limitó a sentirse culpable mientras seguía a su mujer con la mirada. Sebastiana, en cambio, no podía estarse quieta, y paseaba su amargura por toda la casa con la forzosa desesperación de una fiera enjaulada, lloriqueando y maldiciendo entre dientes, es que esto era lo que nos faltaba, justo lo que nos faltaba… El embarazo siguió adelante a pesar del desaliento de la futura madre, que no se consolaba porque hacía cuentas, y más cuentas, y las deshacía para volver a hacerlas, y sólo hallaba dos soluciones, o volver a pasarlo tan mal como cuando crió a Socorrito, llevándosela todos los días al trabajo para dejarla arrumbada en su capazo en un rincón de la cocina y oírla llorar sin poder atenderla, o sacar a su hija Sebas de la escuela con once años para dejarla en casa cuidando del recién nacido y hacer de ella, que quería ser peluquera, una desgraciada igual que su madre. Ni siquiera serviría de nada poner a trabajar a su hijo mayor, porque un jornal de aprendiz no igualaría el sueldo que ella misma dejaría de ganar si se quedaba en casa, y tampoco podían volver, siendo ya siete, a la buhardilla donde casi no cabían cuando eran sólo cinco. Había otra solución, pero ésa no se le ocurrió a Sebas, sino a doña Sara. Verás, le dijo una mañana de otoño, mientras las dos tomaban café en la mesa de la cocina, he tenido una idea, pero ante todo quiero que sepas que es sólo eso, una idea. Ya sé que estás en deuda conmigo, pero quiero que me escuches, que te lo pienses, y que decidas sin tener en cuenta la situación de tu marido, ni la tuya, ni lo que yo haya podido hacer por vosotros. Te advierto esto antes de nada, porque no quiero llevar ningún peso sobre mi conciencia…

Almudena Grandes
Los aires difíciles

Juan Olmedo y Sara Gómez son dos extraños que se instalan a principios de agosto en una urbanización de la costa gaditana dispuestos a reiniciar sus vidas. Pronto sabemos que ambos arrastran un pasado bien diferente en Madrid. Sin buscarlo, «abocados a convivir con los únicos supervivientes de un naufragio», intercambiarán confidencias y camaraderías gracias a la inesperada complicidad que propicia compartir una asistenta, Maribel, y el cuidado de los niños. Sara, hija de padres menesterosos, que vivió una «singular infancia de vida prestada» con su madrina en el barrio de Salamanca, sufre el estigma de quien lo tuvo todo y luego lo perdió. Juan, por su parte, huye de otras injusticias: la de una tragedia familiar y un amor secreto y torturante, que han estado a punto de arruinar su vida. Como el poniente y el levante, esos aires difíciles que soplan bonancibles o borrascosos en la costa atlántica, sus existencias parecen agitarse al dictado de un destino inhóspito, pero ellos afirman su voluntad férrea de encauzarlo a su favor.


Calles de Gijón: Exposición Sebastião Salgado

 Calles de Gijón: Exposición Sebastião Salgado

05 abril 2021

5 de abril

»El inglés Balleny zarpó para las regiones australes en 1839; descubrió las cinco islas que llevan su nombre, siguió la tierra Sabrina y, avanzando más aún, se encontró cerrado el camino por unos montes que él creyó de hielo y que más tarde Dumont d’Urville reconoció que eran montañas del continente polar, situadas en la costa Ciarle.

»En época más reciente, el inglés Wilkes y el francés Dumont d’Urville intentaron llegar al continente austral.

»Este último, que partió en 1838 con las corbetas Zeleé y Astrolabe para buscar el mar libre descubierto por Weddell, se halló detenido ante un enorme bastión de hielo; costeándolo, llegó a las Orcadas, rodeadas entonces de inmensas montañas de hielo, y luego se dirigió al Sur, corriendo el peligro, durante tres largos días, de estrellar sus buques contra los icebergs, hasta que al fin descubrió una costa, a la cual llamó Tierra de Luis Felipe y Joinville y muchas islas.

»Por haber enfermado gran parte de su tripulación retrocedió al Norte; pero al año siguiente renovó su tentativa en un punto diametralmente opuesto; descubrió una costa, y sus oficiales, en una chalupa, traspasaron la barrera de hielo que la rodeaba y desembarcados, desplegaron en aquella tierra su bandera nacional. A la región descubierta le dieron el nombre de Tierra Adelia.

»Obligado a navegar hacia el Norte en el 130° meridiano vio otra costa, a la cual llamó Tierra Clara; pero no pudo llegar a ella, y los oficiales que lo intentaron en una chalupa retrocedieron, suponiéndola un banco de hielo.

»Entretanto Wilkes, que partió de Australia, llegó al 68° de latitud después de un rápido viaje, luego al 64°, y desembarcó en la Tierra Clara, cuya existencia confirmó entonces.

»Habiendo sufrido averías uno de sus buques, lo mandó a Australia, y con el Porpoise y el Vincennes continuó las exploraciones. Al 147° de longitud encontró un mar libre de hielos; avanzó hasta el 67°, entre dos tierras que parecían formar un profundo golfo, y llegó a la Tierra Adelia.

»Asaltado por tremendas borrascas de nieve, se refugió en un canal, después descubrió el cabo Caer de la Tierra Clara y marchó luego en busca de la Tierra d’Enderley; pero la estación estaba muy avanzada y se vio obligado a retroceder.

»Llegamos a Clarke Ross, que fue el último de los exploradores del Polo Austral y el más afortunado de todos, pues se acercó al Polo más que ninguno de ellos.

—Sin descubrirlo, por supuesto —objetó Peruschi, que le escuchaba atentamente.

—Sin descubrirlo —repuso Wilkye—. Sólo llegó a seiscientas millas de él, lo cual, como veis, es muy corta distancia.

»Este audaz navegante, que después había de distinguirse en el Polo Norte, partió de la tierra de Wan Diemen con los buques Erebus y Terror, después de haber obtenido una carta geográfica de la región austral, hecha por Wilkes. El 11 de febrero de 1841 descubría una costa montuosa que llamó Tierra Victoria, desembarcando en un islote, al cual puso el nombre de Posesión.

»No hallando vestigios de vegetación bajó al Sur, y a 78° 7’ de latitud y 168° 12’ de longitud descubría la isla Franklin, y luego el volcán Erebo, de 4000 metros de altitud y en plena actividad. Después vio el volcán Terror, ya extinguido, y, por último, se vio detenido ante una inmensa barrera de hielo, cuando esperaba llegar al 80° de latitud.

»Buscó un lugar adecuado para invernar, a 78° 4’ de latitud, a fin de poder llegar al Polo magnético, del que sólo le separaban 90 kilómetros; pero se vio obligado a retroceder al Norte. Buscó entonces una tierra que Wilkes decía haber visto, pero no la encontró, y después de cinco meses de ausencia volvió a Wan Diemen.

»Vuelto a partir en enero de 1842, estuvo bloqueado durante tres semanas por los hielos errantes, y luego, libertado por una terrible tempestad, pudo llegar al 78° 9’ 30” de latitud, o sea al punto más cercano al Polo tocado hasta entonces. El 5 de abril regresaba al Norte e invernaba en Falkland. Más tarde, siguiendo el 55° de longitud, descubría la Tierra de Joinville por el lado Norte, y luego una montaña, a la cual llamó Etna por su parecido con el volcán siciliano, y comprobó que la pretendida Tierra de Joinville no era más que una isla.

»Luego descubrió la isla del Peligro y la de Cookburn, hasta que, en el 71° 30’ de latitud, asaltado por los hielos, se vio obligado a huir, y el 4 de septiembre anclaba en la bahía de Folkestone. Ahora, amigos míos, bebed el último vaso y procuremos descansar, pues mañana partiremos para la costa.

Emilio Salgari
Al polo austral

Aun en los actuales días, en que los casquetes polares son sobrevolados con absoluta seguridad, el hombre sigue sometido a la sugestión que en él ejercen dichas regiones extremas del planeta, sobrecogedores escenarios de heroísmos y tragedias que están en la memoria de todos.

Quedó ya atrás la época gloriosa de las esforzadas y románticas gestas de los exploradores de los polos terrestres. El misterio que los envolvía fue desvelado. Pero siempre se leerán con delectación los relatos verídicos o novelescos protagonizados por el Polo.

Salgari desarrolla en este libro el tema polar con mano maestra. Nada falta en estas páginas: ni el rigor científico ni el amplio vuelo de la fantasía.

Exposición de Sebastião Salgado en la calle

 Exposición de Sebastião Salgado en la calle

04 abril 2021

4 de abril

LAS BALAS SILBAN EN TORNO A KOLDEWEY

En el año 1878, un arquitecto de Boston llamado Francis H. Bacon, de veintiún años de edad, y su amigo Clarke emprendieron viaje hacia Grecia y Turquía. Clarke preparaba un trabajo histórico sobre la arquitectura dórica, y Bacon se disponía a hacer las ilustraciones.

Además de una modesta subvención de la Sociedad de Arquitectos de Boston, cada uno de ellos llevaba quinientos dólares.

«Cuando hacíamos la travesía hacia Inglaterra —escribe Bacon más tarde—, calculamos los gastos a que ascendía todo lo proyectado y observamos que no teníamos bastante dinero para realizar nuestro viaje como era debido, en vista de lo cual decidimos comprar en Inglaterra una embarcación que nos sirviera de medio de locomoción y a la vez de hotel. Dado su modesto tonelaje, nuestro itinerario quedó fijado como sigue: atravesar el canal de la Mancha, remontar el Rin, luego seguir el Danubio hasta el mar Negro, y de allí, pasando por Constantinopla y los Dardanelos, visitar el archipiélago helénico y la península. Y así lo hicimos».

Tres años más tarde, estos emprendedores jóvenes arqueólogos hacían su segundo viaje y se dirigían a Aso, en la costa meridional de la Tróade. Hombres de ciencia, pero jóvenes, traían también en su bagaje gran acopio de buen humor.

«El 4 de abril de 1881 —escribe Bacon—, después de mucho regatear, por ocho libras compramos una embarcación como las que se usan en el puerto de Esmirna; la remolcamos desde la popa del vapor, y dejando atrás el muelle y a muchas personas ávidas de hachisch pusimos rumbo a Mitilene. Un suave viento del norte nos detuvo. Aprovechamos la parada para limpiar y pintar nuestra barca. Discutimos sobre el nombre que debíamos darle, y como no pudimos ponernos de acuerdo sobre si llamarla Anón, Safo o cualquier otro ilustre nombre clásico, la bautizamos con el de Meschitra, vocablo que quiere decir “queso fresco”».

El 1 de abril de 1882 se les unió un tercero, el alemán Robert Koldewey, que veinte años después sería uno de los más famosos arqueólogos de nuestro siglo.

Entonces contaba veintisiete años de edad. El 27 de abril de 1882 decía Bacon de él: «Koldewey produce mejor impresión cuanto más se le conoce, y es precisamente el hombre que nos conviene a Clarke y a mí». Ésta es la primera referencia que tenemos de Koldewey, transmitida por un compañero suyo de profesión.

Y, después de este preámbulo, dejemos a Clarke y a Bacon, que en el orden de los grandes descubridores arqueológicos quedan muy por debajo de este gran investigador a quien un día permitieron participar en su expedición.

Robert Koldewey nació en 1855, en Blankemburgo, Alemania. Estudió arquitectura, arqueología e historia del arte en Berlín, Munich y Viena. Antes de cumplir treinta años hizo algunos trabajos de excavaciones en Aso y en la isla de Lesbos. En 1887 trabajó en Babilonia, en Surgal y El-Hibba; después, en Siria, en el sur de Italia y en Sicilia y, en 1894, nuevamente en Siria.

Durante tres años, de los cuarenta a los cuarenta y tres, fue profesor de la Escuela de Arquitectura en Görlitz, tarea que no debía satisfacerle demasiado, cuando de pronto, en el año 1898, empezó la excavación de las ruinas de la bíblica Babel o Babilonia.

Koldewey era una personalidad extraordinaria, como hombre y como científico, sobre todo si le comparamos con sus compañeros de profesión. La arqueología suele tratarse en las publicaciones especializadas de la manera más fría y aburrida. En cambio, para Koldewey, su amor por las excavaciones y los restos de la Antigüedad no le impedía observar el país que pisaba y sus habitantes, los mil acontecimientos divertidos que la vida cotidiana brindaba. Nada podía vencer en él su desbordante buen humor.

C. W. Ceram
Dioses, tumbas y sabios
La gran aventura de la arqueología

«Cómo lograr que la arqueología resulte emocionante». Ese es el secreto que descubrió C. W. Ceram y que nos revela en su libro Dioses, tumbas y sabios. Como si de las aventuras de Indiana Jones se tratara, el autor nos narra los descubrimientos arqueológicos más importantes de la historia: nos lleva a las pirámides de Egipto (y al desciframiento de la piedra de Rosetta), a Nínive (y al desciframiento de la escritura cuneiforme), a la enterrada Pompeya, a Troya, incluso a los imperios azteca y maya. Ceram consigue que las ruinas hablen de su historia, y más aún, hace que la aventura que supuso descubrirlas sea más interesante que cualquier película.

La lectura aúna el interés científico con la aventura de forma tal, que aprendes Historia sin darte cuenta, porque en este libro (para todos los públicos, tanto para jóvenes como para adultos) lo importante es divertirse y emocionarse con los desafíos de la arqueología.


Exposición de Sebastião Salgado en la calle

 Exposición de Sebastião Salgado en la calle

03 abril 2021

3 de abril

Salió de la habitación. Yo miraba, a mis pies, los charcos de luz que formaban los rayos del sol en la alfombra de lana blanca. Luego, las tablas de la tarima, y la mesa rectangular, y el maniquí viejo que había sido de «Denise». ¿Será posible que acabe uno por no reconocer un sitio en el que ha vivido?

Volvía con algo en la mano. Dos libros. Una agenda.

—A Denise se le olvidó llevarse esto cuando se fue… Tenga, se lo doy…

Me sorprendía que no hubiera metido esos recuerdos en una caja, igual que Stioppa de Djagoriew y el ex jardinero de la madre de Freddie. En resumidas cuentas, era la primera vez, durante aquella investigación mía, en que no me daban una caja. Me hizo reír ese pensamiento.

—¿Qué le hace gracia?

—Nada.

Miraba las tapas de los libros. En una, la cara de un chino con bigote y sombrero hongo asomaba entre una bruma azul. Un título: Charlie Chan. La otra tapa era amarilla y, en la parte de abajo, me llamó la atención un antifaz en que estaba pinchada una pluma de ganso. El libro se llamaba Anónimos.

—La de novelas policíacas que leía Denise —me dijo—. También está esto…

Y me alargó una agendita de cocodrilo.

—Gracias.

La abrí y la hojeé. No había nada escrito: ni nombres ni citas. En la agenda venían los días y los meses, pero no el año. Acabé por descubrir, entre las páginas, un papel que desdoblé:

República Francesa

Prefectura del departamento del Sena

Extracto del registro de partidas de nacimiento del distrito XIII de París

Año 1917

21 de diciembre de mil novecientos diecisiete

Nacimiento a las quince horas en el 19 del muelle de Austerlitz de Denise Yvette Coudreuse, mujer, hija de Paul Coudreuse, y de Henriette Bogaerts, sus labores, domiciliados en la dirección antedicha

Contrajo matrimonio el 3 de abril de 1939 en París (distrito XVII) con Jimmy Pedro Stern.

Extracto certificado.

París, a dieciséis de junio de 1939

—¿Ha visto esto? —dije.

Lanzó una mirada sorprendida a aquella partida de nacimiento.

—¿Conoció a su marido? ¿A ese… Jimmy Pedro Stern?

—Denise no me dijo nunca que estuviera casada… ¿Usted lo sabía?

—No.

Me metí la agenda y la partida de nacimiento en el bolsillo interior de la chaqueta, junto con el sobre en el que estaban las fotos y, no sé por qué, me cruzó una idea por la cabeza: la de ocultar dentro del forro, en cuanto me fuera posible, todos estos tesoros.

—Gracias por haberme dado estos recuerdos.

—No hay de qué, señor McEvoy.

Me supuso un alivio que repitiera mi apellido porque no lo había oído demasiado bien cuando lo dijo la primera vez. Me hubiera gustado apuntarlo allí mismo, en el acto, pero no estaba seguro de cómo se escribía.

—Me gusta cómo pronuncia usted mi apellido —le dije—. Resulta difícil para una francesa… Pero ¿cómo lo escribe? Todo el mundo lo escribe mal…

Lo dije con tono travieso. Sonrió.

—M… C… E mayúscula, V… O… Y —deletreó.

—¿En una sola palabra? ¿Está segura?

—Completamente segura —me dijo como si estuviese desactivando una trampa que le tendía yo.

Así que era McEvoy.

—Bravo —le dije.

—Nunca hago faltas de ortografía.

—Pedro McEvoy… Menudo nombre raro el mío, ¿no le parece? Aún me cuesta acostumbrarme a veces.

Patrick Modiano
Calle de las Tiendas Oscuras
Premio Goncourt

Guy Roland es un hombre sin pasado y sin memoria. Ha trabajado durante ocho años en la agencia de detectives del barón Constantin von Hutte, que acaba de jubilarse, y emprende ahora, en esta novela de misterio, un apasionante viaje al pasado tras la pista de su propia identidad perdida. Paso a paso Guy Roland va a reconstruir su historia incierta, cuyas piezas se dispersan por Bora Bora, Nueva York, Vichy o Roma, y cuyos testigos habitan un París que muestra las heridas de su historia reciente. Una novela que nos sitúa ante un yo evanescente, un espectro que trata de volverse corpóreo en un viaje de retorno a un tiempo olvidado. Pero esta búsqueda es también una poderosa reflexión sobre los mecanismos de la ficción, y Calle de las Tiendas Oscuras es una novela sobre la fragilidad de la memoria que, sin duda, perdurará en el recuerdo.

Serie: azulejos