18 diciembre 2020
17 diciembre 2020
17 de diciembre
El héroe de esta novela lleva ganado un día sobre los demás hombres porque ha hecho el viaje de occidente a oriente, al revés que nosotros. Los pasajeros del Franconia vamos de oriente a occidente, o sea siguiendo el aparente curso del sol. Pero como éste viaja más aprisa que nosotros, cada día perdemos una hora.
Ya llevamos perdidas, con arreglo al meridiano inglés de Greenwich, que es el que rige la vida del mar, unas doce horas desde que emprendimos nuestro viaje, y de continuar así, al haber dado la vuelta entera a la tierra, nos ocurriría lo que a Sebastián Elcano y sus compañeros en la primera circunnavegación del planeta. Cuando hambrientos y con la nave destrozada tocaron estos héroes en las islas de Cabo Verde, vieron con asombro que los habitantes del país vivían en un jueves, cuando ellos, según el diario de a bordo, estaban todavía en un miércoles.
En igual confusión nos veríamos nosotros, si las leyes modernas que regulan la vida marítima no hubiesen establecido una costumbre para corregir tal desarreglo. Cuando en las cercanías de Hawai se llega al meridiano 180, antípoda del meridiano de Greenwich, si el buque va hacia Asia los tripulantes suprimen un día, y si viene hacia América, o sea en dirección contraria, viven un mismo día dos veces.
Por eso yo tengo en mi existencia un día que no he vivido, una semana que careció de lunes. El 17 de diciembre de 1923 fue una realidad para todos los habitantes del planeta, menos para los que íbamos en el Franconia. Saltamos del domingo 16 al martes 18, arrancando de una sola vez dos hojas del almanaque.
En verdad pasamos el meridiano 180 el día 16, pero dicha fecha era domingo, y está admitida una pequeña superchería geográfica en los buques, para que no se perjudique la religiosidad dominical. El domingo es el único día de la semana exento de supresión, evitando de tal modo que los navegantes se vean privados de servicio religioso.
Al principio no se pensó en esto, y según cuentan las gentes de mar, tal omisión dio motivo a incidentes graciosos. A veces iba en el buque algún reverendo misionero que preparaba cuidadosamente un sermón para el próximo domingo, con el noble propósito de convertir a muchos pecadores y pecadoras, compañeros suyos de viaje. Y al levantarse en la mañana de dicha fecha, se enteraba con asombro de que no había domingo, por haber saltado todos, tripulantes y pasajeros, de un sábado a un lunes, y tenía que guardarse su sermón.
Según nos aproximamos a las costas japonesas va enfriándose la temperatura y se agranda en mi interior una inquietud que viene acompañándome desde Europa.
Vicente Blasco Ibáñez
La vuelta al mundo de un novelista
16 diciembre 2020
16 de diciembre
De Madrid me mandaron me partiese para Nápoles, donde era Virrey el Conde mi señor y, en llegando, me mandó tomase una compañía de infantería española. Díjele cómo yo lo había sido ya cuatro veces; porfióme y toméla, con la cual entré de guarda a su persona. Y de allí a dos meses me envió de presidio a la ciudad de Nola. Y estando allí quieto, una mañana, martes 16 de diciembre, amaneció un gran penacho de humo sobre la montaña de Soma, que otros llaman el Vesubio, y entrando el día comenzó a oscurecerse el sol, y a tronar, y llover ceniza; advierto que Nola está debajo casi del monte, cuatro millas y menos. La gente comenzó a temer, viendo el día noche y llover ceniza, con lo cual comenzaron a huirse de la tierra. Y esa noche fue tan horrenda que me parece no puede haber otra semejante el día del juicio, porque, demás de la ceniza, llovía tierra y piedras de fuego como las escorias que sacan los herreros de las fraguas, y tan grandes como una mano, y mayores y menores; y tras todo esto había un temblor de tierra continuo, que esa noche se cayeron treinta y siete casas, y se sentía desgajar los cipreses y naranjos como si los partiesen con un hacha de hierro. Todos gritaban «¡Misericordia!», que era terror oírlo. El miércoles no hubo día casi, que era menester tener luz encendida. Yo salté en campaña con una escuadra de soldados y traje siete cargas de harina y mandé cocer pan, con lo cual se remediaron muchos de los que estaban fuera de la tierra por no estar debajo de techado. Había en este lugar dos conventos de monjas, las cuales no quisieron salir fuera aunque el Vicario les dio licencia para ello antes que se fuera; los cuales conventos se cayeron y no hizo mal a nadie, porque estaban en el cuerpo de la iglesia rogando a Dios.
Los soldados de mi compañía casi se levantaron contra mí en esta forma: hicieron su consejo entre ellos, diciendo que viniesen juntos a forzarme saliese de allí, porque el fuego llegaba cerca. Topélos juntos en una calle, que venían a lo dicho, y yo, como los vi, les dije «¿Dónde, caballeros?». Respondió uno «Señor…»; y antes que dijese más, dije yo «Señores, el que se quisiere ir, váyase, que yo no he de salir de aquí hasta que me queme las pantorrillas, que, cuando llegue a ese término, la bandera poco pesa y me la llevaré yo». Con esto no hubo nadie que respondiese. Pasamos este día, unas veces de noche y otras con poco día. Las lástimas eran tantas que no se pueden decir ni exagerar, porque ver la poca gente que había quedado, desmelenadas las mujeres, y las criaturas sin saber dónde meterse y aguardando la noche natural, y que allí caían dos casas, allí otra se quemaba, se deja considerar; y por cualquiera parte que quisiera salir era imposible, porque se hundía en la ceniza y tierra que cayó el jueves por la mañana. Trabajó el elemento del agua, aunque no cesaba el fuego y llover ceniza y tierra, porque nació un río tan caudaloso de la montaña que sólo el ruido ponía terror; un pedazo de él se encaminaba a la vuelta de Nola, y yo tomé treinta soldados y gente de la tierra, con zapas y palos, e hice una cortadura, de suerte que se encaminó por otra parte y dio en dos lugarejos que se los llevó como hormigas, con todo el ganado y bestias mayores que no se pudieron salvar, con que consideré si, cuando los soldados venían a que me fuese, me voy, se anega la tierra.
Alonso de Contreras
Vida de este capitán
15 diciembre 2020
15 de diciembre
15 de diciembre.
Ayer, a las dos, fui a pasear por los Campos Elíseos y al Bosque de Bolonia, en uno de esos días de otoño que tanto hemos admirado a orillas del Loira. Así, pues, he tenido ocasión de ver París. El aspecto de la Plaza de Luis XV es realmente bello, pero con esa belleza que crean los hombres. Yo iba muy arreglada, y melancólica, aunque bien dispuesta para la risa, con el semblante tranquilo bajo un sombrero encantador, y con los brazos cruzados. No he cosechado la más mínima sonrisa, no he conseguido que se detuviese un solo joven para contemplarme, nadie ha vuelto la cabeza para mirarme y, sin embargo, el coche iba con una lentitud muy en armonía con mi postura. Me equivoco: un duque encantador que pasaba hizo volver bruscamente su caballo. Este hombre, que ante el público ha puesto a salvo mi vanidad, era mi padre, cuyo orgullo, según he sabido, acababa de ser agradablemente halagado. He encontrado a mi madre, la cual, con el dedo, me ha enviado un pequeño saludo que parecía un beso. Mi buena Griffith, que no desconfiaba de nadie, miraba a diestro y siniestro. Me parece que una joven debe saber siempre dónde fija la mirada. Yo estaba furiosa. Un hombre ha examinado gravemente mi coche sin fijarse en mí. Este adulador era, probablemente, un carrocero. Me equivoqué al evaluar mis fuerzas: la belleza, ese raro privilegio que sólo Dios otorga, es algo mucho más común en París de lo que yo creía. Estúpidas melindrosas han sido graciosamente saludadas. Mi madre fue admirada de un modo extraordinario. Este enigma debe tener una clave y yo la buscaré. Los hombres, querida, me han parecido en general muy feos. Los que son guapos se parecen a nosotras, pero mal.
No sé qué espíritu maligno habrá sido el que ha inventado su modo de vestir. Sorprende por su fealdad cuando se le compara con el de los siglos precedentes. Carece de belleza, de color y de poesía; no se dirige a los sentidos, ni a la inteligencia, ni a la vista y debe resultar incómodo; es ancho y corto. Sobre todo, me ha sorprendido el sombrero; es como un fragmento de columna y no se adapta a la forma de la cabeza; pero me han dicho que es más fácil provocar una revolución que hacer elegantes los sombreros. ¡Luego dirán que los franceses son ligeros! Los hombres resultan, por otro lado, completamente horribles, sea cual fuere el sombrero que lleven. No he visto más que semblantes fatigados y duros, en los que no hay calma ni tranquilidad; las líneas son poco armoniosas y las arrugas anuncian ambiciones frustradas, tristes vanidades. Es raro encontrar una bella frente.
—¡Ah, he ahí a los parisienses! —le dije a miss Griffith.
—Unos hombres muy amables e ingeniosos —me respondió.
Me he callado. Se trata de una solterona de treinta y cinco años, cuyo corazón está lleno de indulgencia.
Honoré de Balzac
La casa del gato que juega a la pelota & otras historias
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