Capítulo 1 ~ Milán en 1796
El 15 de mayo de 1796 entró en Milán el general Bonaparte al frente de aquel ejército joven que acababa de pasar el puente de Lodi y de enterar al mundo de que, al cabo de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor.
Los milagros de intrepidez y genio de que fue testigo Italia en unos meses despertaron a un pueblo dormido: todavía ocho días antes de la llegada de los franceses, los milaneses sólo veían en ellos una turba de bandoleros, acostumbrados a huir siempre ante las tropas de Su Majestad Imperial y Real: esto era al menos lo que les repetía tres veces por semana un periodiquillo del tamaño de la mano, impreso en un papel muy malo.
En la Edad Media, los lombardos republicanos dieron pruebas de ser tan valientes como los franceses y merecieron ver su ciudad enteramente arrasada por los emperadores de Alemania. Desde que se convirtieron en súbditos fieles, su gran ocupación consistía en imprimir sonetos en unos pañuelitos de tafetán rosa cada vez que se celebraba la boda de alguna joven perteneciente a una familia noble o rica. A los dos o tres años de este gran momento de su vida, esta joven tomaba un «caballero sirviente»: a veces, el nombre del acompañante elegido por la familia del marido ocupaba un lugar honorable en el contrato matrimonial. Entre estas costumbres afeminadas y las emociones profundas que produjo la imprevista llegada del ejército francés había mucha diferencia. No tardaron en surgir costumbres nuevas y apasionadas. El 15 de mayo de 1796, todo un pueblo se dio cuenta de que lo que había respetado hasta entonces era soberanamente ridículo y, a veces, odioso. La partida del último regimiento de Austria marcó la caída de las ideas antiguas: llegó a estar de moda exponer la vida. Se vio que para ser feliz después de siglos de sensaciones insípidas, era preciso amar a la patria con verdadero amor y buscar las acciones heroicas. Con la prolongación del celoso despotismo de Carlos V y de Felipe II, los lombardos, sometidos, se hundieron en una noche tenebrosa; derribaron sus estatuas y, de pronto, se encontraron inundados de luz. Desde hacía cincuenta años, y a medida que la Enciclopedia y Voltaire fueron iluminando a Francia, los trenos de los frailes predicaban al buen pueblo de Milán que aprender a leer u otra cosa cualquiera era un Librodot La Cartuja de Parma Stendhal trabajo inútil y que pagando con puntualidad el diezmo al párroco y contándole fielmente todos los pecados, se estaba casi seguro de obtener sitio en el paraíso. Para acabar de debilitar a este pueblo, antaño tan terrible y tan razonador, Austria le había vendido barato el privilegio de no suministrar soldados a su ejército.
En 1796, el ejército milanés se componía de veinticuatro bellacos vestidos de rojo, que guardaban la ciudad en connivencia con cuatro magníficos regimientos de granaderos húngaros. Las costumbres eran extraordinariamente licenciosas, pero muy raras las pasiones. Por otra parte, además del fastidio de contárselo todo a los curas, so pena de perdición, incluso en este mundo, el buen pueblo milanés estaba todavía sometido a ciertas pequeñas trabas monárquicas que no dejaban de ser vejatorias. Por ejemplo, el archiduque, que residía en Milán y gobernaba en nombre del Emperador, su primo, había tenido la lucrativa idea de comerciar en trigo. En consecuencia, prohibición absoluta a los labradores de vender sus cereales hasta que Su Alteza hubiera colmado sus almacenes.
De la “La Cartuja de Parma” por Stendhal