05 junio 2008
La novia de Cervantes por Azorín
... Suena precipitadamente un timbre lejos, con un tintineo vibrante, persistente; luego otro, más cerca, responde con un repiqueteo sonoro, clamoroso. Los grandes y redondos focos eléctricos parpadean de tarde en tarde; un momento parece que van a apagarse; después recobran de pronto su luminosidad blancuzca. Retumban, bajo la ancha cubierta de cristales, los resoplidos formidables de las máquinas; se oyen sones apagados de bocinas lejanas; las carretillas pasan con estruendo de chirridos y golpes; la voz de un vendedor de periódicos canta una dolorida melopea; vuelven a sonar los silbidos largos o breves de las locomotoras; en la lejanía, sobre el cielo negro, resaltan inmóviles los puntos rojos de los faros. Y de cuando en cuando los grandes focos blancos, redondos, tornan a parpadear en silencio, con su luz fría...
Va a partir el tren; en mi coche sube una señora enlutada; suben también con ella dos chicos, tres chicos, cuatro chicos, seis chicos. Todos son menuditos, rubios o morenos, con sus melenas cortas y sedosas, con sus mejillas encendidas. Va a partir el tren. A mi derecha, sentado, muy grave, muy modoso, está un pequeño señor de cuatro años; a mi izquierda, una pequeña dama de tres; sobre mis rodillas tengo a otro diminuto caballero de dos. Va a partir el tren; el vagón rebosa de gente. Todos charlamos; todos reímos. De pronto rasga los aires un estridente silbato; la locomotora resopla; el convoy se pone en movimiento... Atrás quedan millares de salpicaduras áureas que iluminan la gran ciudad; una bocanada de aire tibio entra por las ventanillas abiertas. El campo está negro, silencioso; brillan en el infinito las estrellas con titileos misteriosos.
Yo soy un pequeño burgués, grueso, jovial, paternal; el chico que llevo sobre mis rodillas me da palmadas en la cara con sus menudas manos carnositas. Los que van a mi derecha y a mi izquierda me preguntan cosas a gritos. Yo les cuento a todos historias extraordinarias y río; me siento satisfecho y alegre. El aire es puro y templado; las estrellas fulguran.
Yo soy un pequeño burgués que vive en un pueblo de la costa, que tiene una gran casa con salas desniveladas y una solana ancha, que cultiva un huerto umbrío con parrales y pilares blancos, que posee unos pocos libros llenos de polvo, que viaja rodeado de dos, de cuatro, de seis chicos, menuditos, rubios o morenos, reidores, curiosos, con melenitas sedosas, con manos diminutas, que todo lo piden y todo lo destrozan. La vida es fácil y dulce. Yo chillo también como estos chicos; todos gritamos. Y de pronto, entre la baraúnda, surge una voz que entona una vieja canción infantil, y todos, en coro disonante y estrepitoso, cantamos:
La viudita, la viudita,
la viudita se quiere casar
con el conde, conde de Cabra,
conde de Cabra se le dará...
El estrépito del convoy acompaña nuestra tonada.
El coche, sobre la línea desnivelada, cabecea marcadamente a un lado y a otro; viajamos en un barco. Nuestras voces se enardecen por momentos; las estaciones cruzan rápidas. Yo paso y repaso la mano por la melena suave del minúsculo señor posado en mis rodillas. Una vaga ternura satura mi espíritu ante este hombre diminuto que puede ser un héroe de la patria; por el bolsillo de mi gabán asoma formidable una botella. La vida es fácil; las estrellas fulguran en la inmensidad negra...
Y cuando más estruendoso es el bullicio, el tren para, una voz grita furiosa: «¡Yeles, un minuto!», y un profundo y doloroso estupor se apodera de mí. He de bajar. Ya no sé ni adónde voy, ni lo que quiero. ¿Por qué he bajado? ¿Por qué no he seguido? ¿Cuáles son mis propósitos? ¿Qué voy a hacer yo en esta estación solitaria? El tren se ha puesto otra vez en marcha, y se aleja con un sordo fragor por la campiña tenebrosa; un momento me quedo inmóvil, absorto, y contemplo en la lejanía cómo va perdiéndose, perdiéndose, el ojo rojo, encendido, del furgón de cola. Y entonces, algo como una vocecilla irónica, insidiosa, dice dentro de mí: «Pequeño burgués, ¿tú has dicho que la vida es fácil? Pues ahora vas a verlo.» El andén está solitario; un mozo acaba de apagar los faroles, con un gesto hosco y despiadado.
Y en este momento yo resuelvo interiormente proseguir mi peregrinación a Esquivias. Pero yo lo he resuelto muy pronto: un hombre sencillo me comunica que Esquivias dista de aquí una hora. «Pero ¿habrá carruaje para ir?», pregunto. «No , no hay carruajes a estas horas.» «Pero, entonces –torno a preguntar–, ¿podré quedarme en Yeles?» No, no puedo quedarme en Yeles. ¿Cómo se me ha ocurrido a mí este absurdo enorme de pernoctar en Yeles? Son las nueve: todos los vecinos están durmiendo: no sería posible tampoco, aunque estuvieran despiertos, encontrar posada entre ellos... Las estrellas refulgen; a lo lejos, en los confines del horizonte, aparece una claridad pálida y difusa. La luna va a surgir. Yo hago que me señalen el camino de Esquivias. Y lentamente me dirijo por él. Ya no soy el pequeño burgués que tiene un huerto con parrales y viaja con dos, con cuatro, con seis chicos rubios o morenos: ahora soy el pequeño filósofo que acepta resignado los designios ocultos e inexorables de las cosas. El camino es estrecho y de hondos relejes: serpentea a través de campos llanos, rasgados por largos surcos paralelos. A trechos aparecen los manchones hoscos de los olivos. Todo está en silencio. La luna llena asoma, tras un terrero, su faz ancha y amarillenta. Yo ando y ando. Un cuclillo canta lejano: cú–cú; otro cuclillo canta más cerca: cú–cú. Estas aves irónicas y terribles, ¿se mofan acaso de mi pequeña filosofía? Yo ando y ando. A los sembrados suceden las viñas; a las viñas suceden los olivares. Los cuclillos tocan sus flautas melancólicas; la luna va descendiendo en el cielo sereno. Yo ando y ando a través de viñedos, sembrados y olivares.
Y de pronto, en el silencio de la noche, oigo aullar perros. Ante mí tengo una gradería de piedra en la que se asienta una columna: es un antiguo rollo. Más lejos aparece la masa enorme de un edificio anchuroso. Estoy en Esquivias. Las calles están desiertas; las tapias de los corrales se alejan formando callejuelas angostas; los anchos colgadizos ensombrecen las puertas. Llega la canción lejana de una ronda de mozos. ¿Dónde está la posada? ¿Cómo encontrarla? Unos sencillos labriegos trasnochadores –son las diez– hacen la buena obra de guiar a un filósofo. Yo llamo a la puerta: tan, tan. Y heme aquí, tras breves explicaciones, en un blanco zaguán, sentado en un estrecho banco de pino, charlando sencillamente –con la sencillez con que lo haría Cervantes en su tiempo– con este mesonero. Sobre un mostrador lucen cacharros y botellas; en un alto vasar aparecen alineadas parrillas en cuyas panzas vidriadas pone "Encarnación", “Consuelo”, “Petra”, “Carmen”, “Emilia”, “Rosalía”. La posada es a la vez taberna; y ¿de qué se ha de hablar en Esquivias, y con un tabernero, sino de vinos? Yo ya no soy un pequeño burgués con dos, con cuatro, con seis chicos rubios o morenos; ni soy un pequeño filósofo que sabe mostrar resignación ante el hado fatal: ahora soy un pequeño comisionista en vinos. ¿De qué queréis que se hable en Esquivias, y con un tabernero, sino de vinos? «Don Hilario los tiene buenos; pero acaso no quiera venderlos», me dice el posadero. Don Andrés el Mayorazgo los tiene mejores; pero tal vez los quiera caros. Lo indudable es que no debo ir yo en persona a hacer los tratos: don Andrés el Mayorazgo, «que es un poco logrero», vería, desde luego –claro está– mi afán de compra y subiría los precios; lo mejor es que él, el posadero, entre en arreglos como quien no hace la cosa. Once campanadas suenan cercanas con graves vibraciones. Yo cojo un velón y el mesonero me guía a mi cuarto: está en el piso principal; se llega a él después de pasar por una ancha galería llena de montones de rubia. Dejo el velón sobre la mesa: la estancia es de paredes blancas, enjalbegadas; la puerta es ancha de cuarterones cuadrados y cuadrilongos; una mesita de pino está junto a la cama. Abro la ventana, la luna ilumina suavemente los tejados próximos y la campiña lejana; aúllan los perros, cerca, lejos, plañideros, furiosos; una lechuza, a intervalos, resopla…
Va a partir el tren; en mi coche sube una señora enlutada; suben también con ella dos chicos, tres chicos, cuatro chicos, seis chicos. Todos son menuditos, rubios o morenos, con sus melenas cortas y sedosas, con sus mejillas encendidas. Va a partir el tren. A mi derecha, sentado, muy grave, muy modoso, está un pequeño señor de cuatro años; a mi izquierda, una pequeña dama de tres; sobre mis rodillas tengo a otro diminuto caballero de dos. Va a partir el tren; el vagón rebosa de gente. Todos charlamos; todos reímos. De pronto rasga los aires un estridente silbato; la locomotora resopla; el convoy se pone en movimiento... Atrás quedan millares de salpicaduras áureas que iluminan la gran ciudad; una bocanada de aire tibio entra por las ventanillas abiertas. El campo está negro, silencioso; brillan en el infinito las estrellas con titileos misteriosos.
Yo soy un pequeño burgués, grueso, jovial, paternal; el chico que llevo sobre mis rodillas me da palmadas en la cara con sus menudas manos carnositas. Los que van a mi derecha y a mi izquierda me preguntan cosas a gritos. Yo les cuento a todos historias extraordinarias y río; me siento satisfecho y alegre. El aire es puro y templado; las estrellas fulguran.
Yo soy un pequeño burgués que vive en un pueblo de la costa, que tiene una gran casa con salas desniveladas y una solana ancha, que cultiva un huerto umbrío con parrales y pilares blancos, que posee unos pocos libros llenos de polvo, que viaja rodeado de dos, de cuatro, de seis chicos, menuditos, rubios o morenos, reidores, curiosos, con melenitas sedosas, con manos diminutas, que todo lo piden y todo lo destrozan. La vida es fácil y dulce. Yo chillo también como estos chicos; todos gritamos. Y de pronto, entre la baraúnda, surge una voz que entona una vieja canción infantil, y todos, en coro disonante y estrepitoso, cantamos:
La viudita, la viudita,
la viudita se quiere casar
con el conde, conde de Cabra,
conde de Cabra se le dará...
El estrépito del convoy acompaña nuestra tonada.
El coche, sobre la línea desnivelada, cabecea marcadamente a un lado y a otro; viajamos en un barco. Nuestras voces se enardecen por momentos; las estaciones cruzan rápidas. Yo paso y repaso la mano por la melena suave del minúsculo señor posado en mis rodillas. Una vaga ternura satura mi espíritu ante este hombre diminuto que puede ser un héroe de la patria; por el bolsillo de mi gabán asoma formidable una botella. La vida es fácil; las estrellas fulguran en la inmensidad negra...
Y cuando más estruendoso es el bullicio, el tren para, una voz grita furiosa: «¡Yeles, un minuto!», y un profundo y doloroso estupor se apodera de mí. He de bajar. Ya no sé ni adónde voy, ni lo que quiero. ¿Por qué he bajado? ¿Por qué no he seguido? ¿Cuáles son mis propósitos? ¿Qué voy a hacer yo en esta estación solitaria? El tren se ha puesto otra vez en marcha, y se aleja con un sordo fragor por la campiña tenebrosa; un momento me quedo inmóvil, absorto, y contemplo en la lejanía cómo va perdiéndose, perdiéndose, el ojo rojo, encendido, del furgón de cola. Y entonces, algo como una vocecilla irónica, insidiosa, dice dentro de mí: «Pequeño burgués, ¿tú has dicho que la vida es fácil? Pues ahora vas a verlo.» El andén está solitario; un mozo acaba de apagar los faroles, con un gesto hosco y despiadado.
Y en este momento yo resuelvo interiormente proseguir mi peregrinación a Esquivias. Pero yo lo he resuelto muy pronto: un hombre sencillo me comunica que Esquivias dista de aquí una hora. «Pero ¿habrá carruaje para ir?», pregunto. «No , no hay carruajes a estas horas.» «Pero, entonces –torno a preguntar–, ¿podré quedarme en Yeles?» No, no puedo quedarme en Yeles. ¿Cómo se me ha ocurrido a mí este absurdo enorme de pernoctar en Yeles? Son las nueve: todos los vecinos están durmiendo: no sería posible tampoco, aunque estuvieran despiertos, encontrar posada entre ellos... Las estrellas refulgen; a lo lejos, en los confines del horizonte, aparece una claridad pálida y difusa. La luna va a surgir. Yo hago que me señalen el camino de Esquivias. Y lentamente me dirijo por él. Ya no soy el pequeño burgués que tiene un huerto con parrales y viaja con dos, con cuatro, con seis chicos rubios o morenos: ahora soy el pequeño filósofo que acepta resignado los designios ocultos e inexorables de las cosas. El camino es estrecho y de hondos relejes: serpentea a través de campos llanos, rasgados por largos surcos paralelos. A trechos aparecen los manchones hoscos de los olivos. Todo está en silencio. La luna llena asoma, tras un terrero, su faz ancha y amarillenta. Yo ando y ando. Un cuclillo canta lejano: cú–cú; otro cuclillo canta más cerca: cú–cú. Estas aves irónicas y terribles, ¿se mofan acaso de mi pequeña filosofía? Yo ando y ando. A los sembrados suceden las viñas; a las viñas suceden los olivares. Los cuclillos tocan sus flautas melancólicas; la luna va descendiendo en el cielo sereno. Yo ando y ando a través de viñedos, sembrados y olivares.
Y de pronto, en el silencio de la noche, oigo aullar perros. Ante mí tengo una gradería de piedra en la que se asienta una columna: es un antiguo rollo. Más lejos aparece la masa enorme de un edificio anchuroso. Estoy en Esquivias. Las calles están desiertas; las tapias de los corrales se alejan formando callejuelas angostas; los anchos colgadizos ensombrecen las puertas. Llega la canción lejana de una ronda de mozos. ¿Dónde está la posada? ¿Cómo encontrarla? Unos sencillos labriegos trasnochadores –son las diez– hacen la buena obra de guiar a un filósofo. Yo llamo a la puerta: tan, tan. Y heme aquí, tras breves explicaciones, en un blanco zaguán, sentado en un estrecho banco de pino, charlando sencillamente –con la sencillez con que lo haría Cervantes en su tiempo– con este mesonero. Sobre un mostrador lucen cacharros y botellas; en un alto vasar aparecen alineadas parrillas en cuyas panzas vidriadas pone "Encarnación", “Consuelo”, “Petra”, “Carmen”, “Emilia”, “Rosalía”. La posada es a la vez taberna; y ¿de qué se ha de hablar en Esquivias, y con un tabernero, sino de vinos? Yo ya no soy un pequeño burgués con dos, con cuatro, con seis chicos rubios o morenos; ni soy un pequeño filósofo que sabe mostrar resignación ante el hado fatal: ahora soy un pequeño comisionista en vinos. ¿De qué queréis que se hable en Esquivias, y con un tabernero, sino de vinos? «Don Hilario los tiene buenos; pero acaso no quiera venderlos», me dice el posadero. Don Andrés el Mayorazgo los tiene mejores; pero tal vez los quiera caros. Lo indudable es que no debo ir yo en persona a hacer los tratos: don Andrés el Mayorazgo, «que es un poco logrero», vería, desde luego –claro está– mi afán de compra y subiría los precios; lo mejor es que él, el posadero, entre en arreglos como quien no hace la cosa. Once campanadas suenan cercanas con graves vibraciones. Yo cojo un velón y el mesonero me guía a mi cuarto: está en el piso principal; se llega a él después de pasar por una ancha galería llena de montones de rubia. Dejo el velón sobre la mesa: la estancia es de paredes blancas, enjalbegadas; la puerta es ancha de cuarterones cuadrados y cuadrilongos; una mesita de pino está junto a la cama. Abro la ventana, la luna ilumina suavemente los tejados próximos y la campiña lejana; aúllan los perros, cerca, lejos, plañideros, furiosos; una lechuza, a intervalos, resopla…
04 junio 2008
'Don Camilo' por Giovanni Guareschi. (LA PROCLAMA)
LA PROCLAMA
UNA tarde llegó a la rectoral Barchini, el papelero del pueblo, quien, poseyendo sólo dos cajas de tipos de imprenta y una minerva de 1870, había escrito en el frente de su negocio: "Tipografía". Debía de tener cosas gordas que contar porque permaneció largo rato en el pequeño despacho de don Camilo.
Cuando Barchini se retiró, don Camilo corrió al altar a abrirse con Jesús.
–¡Importantes novedades! –exclamó–. Mañana el enemigo lanzará un manifiesto; lo imprime Barchini, que me ha traído la prueba. Y don Camilo sacó del bolsillo una hoja, con la tinta fresca aún, que leyó en voz alta:
PRIMERO Y ÚLTIMO AVISO
Otra vez anoche una vil mano anónima ha escrito un insulto agraviante en nuestra cartelera mural. Abra el ojo la mano del bellaco que aprovecha la sombra para ejecutar actos de provocación, el cual, cualesquiera que sea, si no acaba, se arrepentirá cuando sea ya irreparable.
Toda paciencia tiene un límite.
El Secretario del Comité
JOSÉ BOTTAZZI
Don Camilo rió.
–¿Qué os parece? ¿No es una obra maestra? Pensad qué jaleo mañana cuando la gente lea el manifiesto en las paredes... Pepón metiéndose a redactar proclamas. ¿No es para reventar de risa?
El Cristo no contestó y don Camilo quedó turbado.
–¿No habéis oído el estilo? ¿Queréis que lo relea?
–He comprendido, he comprendido –contestó el Cristo–. Cada cual se expresa como puede. No es lícito pretender que quien sólo ha cursado el tercer grado elemental atienda a detalles estilísticos.
–¡Señor! –exclamó don Camilo, abriendo los brazos–. ¿Vos llamáis detalles una jerigonza de esta especie?
–Don Camilo: la acción más miserable que puede cometerse en una polémica es la de aferrarse a los errores de gramática y de sintaxis del adversario. Lo que vale en la polémica son los argumentos. Más bien deberías decirme que es feísimo el tono de amenaza que tiene el manifiesto.
Don Camilo volvió la hoja al bolsillo.
–Está sobrentendido –murmuró–. Lo verdaderamente reprobable es el tono de amenaza del manifiesto, pero ¿qué otra cosa podéis esperar de esta gente? No entienden más que la violencia.
–Sin embargo –observó el Cristo–, no obstante sus intemperancias, ese Pepón no me da la impresión de ser realmente un mal sujeto.
Don Camilo se encogió de hombros.
Es como poner buen vino en una cuba podrida. Cuando uno entra en ciertos ambientes, practica ciertas ideas sacrílegas y frecuenta a cierta gentuza, termina por corromperse.
Pero el Cristo no pareció convencido.
–Yo digo que en el caso de Pepón no se debe reparar en la forma, sino indagar la sustancia. O sea, ver si Pepón se mueve empujado por un mal ánimo natural o si lo hace bajo el impulso de una provocación. ¿Contra quién apunta, a tu parecer?
Don Camilo abrió los brazos. ¿Y quién podría saberlo?
–Bastaría saber de qué especie es la ofensa –insistió el Cristo–. Él habla de un insulto que alguien ha escrito anoche en su cartel mural. Cuando tú fuiste a la cigarrería, ¿no pasaste por casualidad ante ese cartel? Procura recordarlo.
–En efecto, sí he pasado –admitió francamente don Camilo.
–Bien; ¿y no se te ha ocurrido detenerte un momento a leerlo?
–Leer verdaderamente, no; a lo sumo le eché un vistazo. ¿Hice mal?
–De ningún modo, don Camilo. Es necesario estar siempre al corriente de lo que dice, escribe y posiblemente piensa nuestra grey. Te preguntaba solamente para saber si no has notado alguna escritura extraña en el cartel, cuando te detuviste a leerla.
Don Camilo meneó la cabeza.
–Puedo asegurar que cuando me detuve no advertí nada extraño.
El Cristo quedose un rato meditando.
–¿Y cuando te retiraste, don Camilo, no viste tampoco alguna escritura extraña al manifiesto?
Don Camilo se reconcentró.
–¡Ah, sí! –dijo–. Haciendo memoria, me parece que cuando me retiraba vi en la hoja algo garabateado con lápiz rojo... Con permiso... Creo que hay gente en la parroquia.
Don Camilo se inclinó rapidísimamente y por salir del aprieto quiso escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo paró:
–¡Don Camilo!
Don Camilo retrocedió lentamente y se detuvo enfurruñado ante el altar.
–¿Y entonces? –preguntó el Cristo.
–Ahora –masculló don Camilo– recuerdo que se me escapó escribir alguna cosa. Se me fue la mano y estampé: "Pepón asno"... Si hubierais leído esa circular, estoy seguro de que vos también...
–¡Don Camilo! ¿No sabes lo que haces y pretendes saber lo que haría el hijo de Dios?
–Disculpadme; he cometido una tontería, lo reconozco. Pero ahora Pepón comete otra publicando manifiestos con amenazas y así quedamos a mano.
–¿Cómo que a mano? –exclamó el Cristo–. Pepón ha sido ayer blanco del "asno" tuyo y todavía mañana le dirán asno en todo el pueblo. Figúrate la gente que lloverá aquí de todas partes para reírse a carcajadas de los disparates del caudillo Pepón, a quien todos temen. Y será por tu culpa. ¿Te parece lindo? Don Camilo se recobró.
–De acuerdo... Pero a los fines políticos generales...
–No me interesan los fines políticos generales. A los fines de la caridad cristiana ofrecer motivos de risa a la gente, a costillas de un hombre porque ese hombre no pasó del tercer grado, es una gran porquería, don Camilo.
–Señor –suspiró don Camilo–, decidme: ¿qué debo hacer?
–No fui yo el que escribió "Pepón asno". Quien cometió el pecado sufra la penitencia. Arréglatelas, don Camilo.
Don Camilo se refugió en su casa y se puso a caminar de arriba abajo por la habitación. Ya le parecía oír las carcajadas de la gente parada ante el manifiesto de Pepón.
–¡Imbéciles! –exclamó con rabia, y se volvió a la estatuilla de la Virgen–. Señora –le rogó– ¡ayudadme!
–Es una cuestión de estricta incumbencia de mi hijo –susurró la Virgencita–. No puedo intervenir.
–Al menos dadle un buen consejo.
–Ensayaré.
Y he aquí que de improviso entró Pepón.
–Oiga –dijo Pepón–, no me traen asuntos políticos. Se trata de un cristiano que se encuentra en apuros y viene a pedir consejo a un sacerdote. ¿Puedo fiar en él?
–Conozco mi deber. ¿A quién has asesinado?
–Yo no mato, don Camilo –replicó Pepón–. Yo, en todo caso, cuando alguno me pisa demasiado los callos, hago volar fulminantes bofetadas.
–¿Cómo está tu Libre Camilo Lenin? –preguntó con sorna don Camilo.
Entonces Pepón se acordó de la cepillada que había recibido el día del bautismo, y se encogió de hombros.
–Sabemos lo que suele pasar –refunfuño–. Las trompadas son mercancía que viaja; trompadas van y trompadas vienen. De todos modos ésta es otra cuestión. En fin, sucede que ahora hay en el pueblo un pillo, un bellaco redomado, un Judas Iscariote de dientes venenosos, que todas las veces que pegamos en la cartelera un escrito con mi firma de secretario se divierte escribiéndole encima: "Pepón asno".
–¿Eso es todo? –preguntó don Camilo–. No me parece una gran tragedia.
–Me gustaría ver si usted razonaría lo mismo cuando durante doce semanas seguidas encontrase escrito en la cartelera de la parroquia: "Don Camilo asno".
Don Camilo dijo que esa comparación no tenía base. Una cosa es la cartelera de una iglesia y otra la de un comité de partido. Una cosa es llamar burro a un sacerdote de Dios y otra llamar así al jefe de unos cuantos locos sueltos.
–¿No barruntas quién pueda ser? –preguntó finalmente.
–Es mejor que no lo sospeche –contestó torvo Pepón–. Si llego a adivinar, ese barrabás andaría ahora con los ojos negros como su alma. Son ya doce veces que me hace esa burla el asaltante y estoy seguro de que siempre es el mismo. Quisiera ahora advertirle que la cosa ha llegado al extremo; que sepa refrenarse, porque si lo agarro, sucederá el terremoto de Mesina. Haré imprimir un manifiesto y lo mandaré pegar en todas las esquinas para que se enteren él y los de su banda.
Don Camilo se encogió de hombros.
–Yo no soy impresor –dijo– y nada tengo que ver en el asunto. Dirígete a una imprenta.
–Ya lo hice –explicó Pepón–. Pero como no me resulta hacer la figura de asno, quiero que usted le eche una mirada a la prueba, antes de que Barchini imprima el manifiesto.
–Barchini no es un ignorante y si hubiera visto algo incorrecto, te lo habría dicho.
–¡Figúrese! –dijo riendo Pepón–. Barchini es un clerizonte. Quiero decir un negro reaccionario, tan negro como su alma asquerosa, y aunque notara que he escrito corazón con s, no lo diría con tal de verme hacer una mala figura.
–Pero tienes tus hombres –replicó don Camilo.
–¡Ya!.. . ¡Voy a rebajarme haciendo corregir mis escritos por mis subalternos! ¡Valientes colaboradores! Entre todos juntos no podrían escribir la mitad del alfabeto.
–Veamos –dijo don Camilo.
Pepón le alcanzó la hoja y don Camilo recorrió lentamente las líneas impresas.
–¡Hum!... Dislates aparte, como tono me parece demasiado fuerte.
–¿Fuerte? –gritó Pepón–. Para decirle todo lo que se merece esa maldita canalla, ese pícaro, semejante bandido provocador, harían falta dos vocabularios.
Don Camilo tomó el lápiz y corrigió atentamente la prueba.
–Ahora pasa en tinta las correcciones –dijo cuando hubo terminado.
Pepón miró tristemente la hoja llena de enmiendas y tachaduras.
–¡Y pensar que ese miserable de Barchini me había dicho que todo estaba bien! . . ¿Cuánto le debo?
–Nada. Ve y cuida de tener cerrada la boca. No quiero que sepan que trabajo para la Agitación y Propaganda.
–Le mandaré unos huevos.
Pepón se marchó y don Camilo antes de meterse en cama dirigióse a saludar al Cristo.
–Gracias por haberle sugerido que viniera a verme.
–Es lo menos que podía hacer –contestó el Cristo sonriendo–. ¿Cómo salió?
–Un poco difícil, pero bien. No sospecha de mí ni de lejos.
–En cambio lo sabe perfectamente. Sabe que fuiste tú, siempre tú, las doce veces. Hasta te ha visto dos noches, don Camilo. Pero atención, piensa siete veces antes de escribir una más "Pepón asno".
–Cuando salga dejaré en casa el lápiz –prometió solemnemente don Camilo.
–Amén –concluyó el Cristo sonriendo.
UNA tarde llegó a la rectoral Barchini, el papelero del pueblo, quien, poseyendo sólo dos cajas de tipos de imprenta y una minerva de 1870, había escrito en el frente de su negocio: "Tipografía". Debía de tener cosas gordas que contar porque permaneció largo rato en el pequeño despacho de don Camilo.
Cuando Barchini se retiró, don Camilo corrió al altar a abrirse con Jesús.
–¡Importantes novedades! –exclamó–. Mañana el enemigo lanzará un manifiesto; lo imprime Barchini, que me ha traído la prueba. Y don Camilo sacó del bolsillo una hoja, con la tinta fresca aún, que leyó en voz alta:
PRIMERO Y ÚLTIMO AVISO
Otra vez anoche una vil mano anónima ha escrito un insulto agraviante en nuestra cartelera mural. Abra el ojo la mano del bellaco que aprovecha la sombra para ejecutar actos de provocación, el cual, cualesquiera que sea, si no acaba, se arrepentirá cuando sea ya irreparable.
Toda paciencia tiene un límite.
El Secretario del Comité
JOSÉ BOTTAZZI
Don Camilo rió.
–¿Qué os parece? ¿No es una obra maestra? Pensad qué jaleo mañana cuando la gente lea el manifiesto en las paredes... Pepón metiéndose a redactar proclamas. ¿No es para reventar de risa?
El Cristo no contestó y don Camilo quedó turbado.
–¿No habéis oído el estilo? ¿Queréis que lo relea?
–He comprendido, he comprendido –contestó el Cristo–. Cada cual se expresa como puede. No es lícito pretender que quien sólo ha cursado el tercer grado elemental atienda a detalles estilísticos.
–¡Señor! –exclamó don Camilo, abriendo los brazos–. ¿Vos llamáis detalles una jerigonza de esta especie?
–Don Camilo: la acción más miserable que puede cometerse en una polémica es la de aferrarse a los errores de gramática y de sintaxis del adversario. Lo que vale en la polémica son los argumentos. Más bien deberías decirme que es feísimo el tono de amenaza que tiene el manifiesto.
Don Camilo volvió la hoja al bolsillo.
–Está sobrentendido –murmuró–. Lo verdaderamente reprobable es el tono de amenaza del manifiesto, pero ¿qué otra cosa podéis esperar de esta gente? No entienden más que la violencia.
–Sin embargo –observó el Cristo–, no obstante sus intemperancias, ese Pepón no me da la impresión de ser realmente un mal sujeto.
Don Camilo se encogió de hombros.
Es como poner buen vino en una cuba podrida. Cuando uno entra en ciertos ambientes, practica ciertas ideas sacrílegas y frecuenta a cierta gentuza, termina por corromperse.
Pero el Cristo no pareció convencido.
–Yo digo que en el caso de Pepón no se debe reparar en la forma, sino indagar la sustancia. O sea, ver si Pepón se mueve empujado por un mal ánimo natural o si lo hace bajo el impulso de una provocación. ¿Contra quién apunta, a tu parecer?
Don Camilo abrió los brazos. ¿Y quién podría saberlo?
–Bastaría saber de qué especie es la ofensa –insistió el Cristo–. Él habla de un insulto que alguien ha escrito anoche en su cartel mural. Cuando tú fuiste a la cigarrería, ¿no pasaste por casualidad ante ese cartel? Procura recordarlo.
–En efecto, sí he pasado –admitió francamente don Camilo.
–Bien; ¿y no se te ha ocurrido detenerte un momento a leerlo?
–Leer verdaderamente, no; a lo sumo le eché un vistazo. ¿Hice mal?
–De ningún modo, don Camilo. Es necesario estar siempre al corriente de lo que dice, escribe y posiblemente piensa nuestra grey. Te preguntaba solamente para saber si no has notado alguna escritura extraña en el cartel, cuando te detuviste a leerla.
Don Camilo meneó la cabeza.
–Puedo asegurar que cuando me detuve no advertí nada extraño.
El Cristo quedose un rato meditando.
–¿Y cuando te retiraste, don Camilo, no viste tampoco alguna escritura extraña al manifiesto?
Don Camilo se reconcentró.
–¡Ah, sí! –dijo–. Haciendo memoria, me parece que cuando me retiraba vi en la hoja algo garabateado con lápiz rojo... Con permiso... Creo que hay gente en la parroquia.
Don Camilo se inclinó rapidísimamente y por salir del aprieto quiso escurrirse en la sacristía, pero la voz del Cristo lo paró:
–¡Don Camilo!
Don Camilo retrocedió lentamente y se detuvo enfurruñado ante el altar.
–¿Y entonces? –preguntó el Cristo.
–Ahora –masculló don Camilo– recuerdo que se me escapó escribir alguna cosa. Se me fue la mano y estampé: "Pepón asno"... Si hubierais leído esa circular, estoy seguro de que vos también...
–¡Don Camilo! ¿No sabes lo que haces y pretendes saber lo que haría el hijo de Dios?
–Disculpadme; he cometido una tontería, lo reconozco. Pero ahora Pepón comete otra publicando manifiestos con amenazas y así quedamos a mano.
–¿Cómo que a mano? –exclamó el Cristo–. Pepón ha sido ayer blanco del "asno" tuyo y todavía mañana le dirán asno en todo el pueblo. Figúrate la gente que lloverá aquí de todas partes para reírse a carcajadas de los disparates del caudillo Pepón, a quien todos temen. Y será por tu culpa. ¿Te parece lindo? Don Camilo se recobró.
–De acuerdo... Pero a los fines políticos generales...
–No me interesan los fines políticos generales. A los fines de la caridad cristiana ofrecer motivos de risa a la gente, a costillas de un hombre porque ese hombre no pasó del tercer grado, es una gran porquería, don Camilo.
–Señor –suspiró don Camilo–, decidme: ¿qué debo hacer?
–No fui yo el que escribió "Pepón asno". Quien cometió el pecado sufra la penitencia. Arréglatelas, don Camilo.
Don Camilo se refugió en su casa y se puso a caminar de arriba abajo por la habitación. Ya le parecía oír las carcajadas de la gente parada ante el manifiesto de Pepón.
–¡Imbéciles! –exclamó con rabia, y se volvió a la estatuilla de la Virgen–. Señora –le rogó– ¡ayudadme!
–Es una cuestión de estricta incumbencia de mi hijo –susurró la Virgencita–. No puedo intervenir.
–Al menos dadle un buen consejo.
–Ensayaré.
Y he aquí que de improviso entró Pepón.
–Oiga –dijo Pepón–, no me traen asuntos políticos. Se trata de un cristiano que se encuentra en apuros y viene a pedir consejo a un sacerdote. ¿Puedo fiar en él?
–Conozco mi deber. ¿A quién has asesinado?
–Yo no mato, don Camilo –replicó Pepón–. Yo, en todo caso, cuando alguno me pisa demasiado los callos, hago volar fulminantes bofetadas.
–¿Cómo está tu Libre Camilo Lenin? –preguntó con sorna don Camilo.
Entonces Pepón se acordó de la cepillada que había recibido el día del bautismo, y se encogió de hombros.
–Sabemos lo que suele pasar –refunfuño–. Las trompadas son mercancía que viaja; trompadas van y trompadas vienen. De todos modos ésta es otra cuestión. En fin, sucede que ahora hay en el pueblo un pillo, un bellaco redomado, un Judas Iscariote de dientes venenosos, que todas las veces que pegamos en la cartelera un escrito con mi firma de secretario se divierte escribiéndole encima: "Pepón asno".
–¿Eso es todo? –preguntó don Camilo–. No me parece una gran tragedia.
–Me gustaría ver si usted razonaría lo mismo cuando durante doce semanas seguidas encontrase escrito en la cartelera de la parroquia: "Don Camilo asno".
Don Camilo dijo que esa comparación no tenía base. Una cosa es la cartelera de una iglesia y otra la de un comité de partido. Una cosa es llamar burro a un sacerdote de Dios y otra llamar así al jefe de unos cuantos locos sueltos.
–¿No barruntas quién pueda ser? –preguntó finalmente.
–Es mejor que no lo sospeche –contestó torvo Pepón–. Si llego a adivinar, ese barrabás andaría ahora con los ojos negros como su alma. Son ya doce veces que me hace esa burla el asaltante y estoy seguro de que siempre es el mismo. Quisiera ahora advertirle que la cosa ha llegado al extremo; que sepa refrenarse, porque si lo agarro, sucederá el terremoto de Mesina. Haré imprimir un manifiesto y lo mandaré pegar en todas las esquinas para que se enteren él y los de su banda.
Don Camilo se encogió de hombros.
–Yo no soy impresor –dijo– y nada tengo que ver en el asunto. Dirígete a una imprenta.
–Ya lo hice –explicó Pepón–. Pero como no me resulta hacer la figura de asno, quiero que usted le eche una mirada a la prueba, antes de que Barchini imprima el manifiesto.
–Barchini no es un ignorante y si hubiera visto algo incorrecto, te lo habría dicho.
–¡Figúrese! –dijo riendo Pepón–. Barchini es un clerizonte. Quiero decir un negro reaccionario, tan negro como su alma asquerosa, y aunque notara que he escrito corazón con s, no lo diría con tal de verme hacer una mala figura.
–Pero tienes tus hombres –replicó don Camilo.
–¡Ya!.. . ¡Voy a rebajarme haciendo corregir mis escritos por mis subalternos! ¡Valientes colaboradores! Entre todos juntos no podrían escribir la mitad del alfabeto.
–Veamos –dijo don Camilo.
Pepón le alcanzó la hoja y don Camilo recorrió lentamente las líneas impresas.
–¡Hum!... Dislates aparte, como tono me parece demasiado fuerte.
–¿Fuerte? –gritó Pepón–. Para decirle todo lo que se merece esa maldita canalla, ese pícaro, semejante bandido provocador, harían falta dos vocabularios.
Don Camilo tomó el lápiz y corrigió atentamente la prueba.
–Ahora pasa en tinta las correcciones –dijo cuando hubo terminado.
Pepón miró tristemente la hoja llena de enmiendas y tachaduras.
–¡Y pensar que ese miserable de Barchini me había dicho que todo estaba bien! . . ¿Cuánto le debo?
–Nada. Ve y cuida de tener cerrada la boca. No quiero que sepan que trabajo para la Agitación y Propaganda.
–Le mandaré unos huevos.
Pepón se marchó y don Camilo antes de meterse en cama dirigióse a saludar al Cristo.
–Gracias por haberle sugerido que viniera a verme.
–Es lo menos que podía hacer –contestó el Cristo sonriendo–. ¿Cómo salió?
–Un poco difícil, pero bien. No sospecha de mí ni de lejos.
–En cambio lo sabe perfectamente. Sabe que fuiste tú, siempre tú, las doce veces. Hasta te ha visto dos noches, don Camilo. Pero atención, piensa siete veces antes de escribir una más "Pepón asno".
–Cuando salga dejaré en casa el lápiz –prometió solemnemente don Camilo.
–Amén –concluyó el Cristo sonriendo.
03 junio 2008
Cómo Un Criado Trajo Al Rey Las Nuevas De La Espada Del Escalón
LA DEMANDA DEL SANTO GRAAL - Cómo Un Criado Trajo Al Rey Las Nuevas De La Espada Del Escalón (5/...)
Mientras hablaban así entró un criado, que dijo al rey: «Señor, os traigo noticias muy maravillosas.» «¿Cuáles?, pregunta el rey; dímelas pronto.» «Señor, ahí abajo, al pie de vuestro palacio, hay un gran escalón y he visto cómo flotaba por encima del agua. Venid a verlo, pues sé que es éste un acontecimiento sorprendente.» Desciende el rey para contemplar esta maravilla y lo mismo hacen todos los demás. Al llegar al río, se encuentran el escalón de mármol rojo sobre el agua; encima del escalón estaba clavada una espada que parecía muy hermosa y rica y en cuya cruz, que estaba hecha con una piedra preciosa, había algo escrito con letras de oro y con gran perfección. Los nobles miraron las letras que decían: «NADIE ME SACARA DE AQUI, A NO SER AQUEL DE CUYO COSTADO DEBO COLGAR. ESE SERA EL MEJOR CABALLERO DEL MUNDO».
Cuando el rey ve estas letras dice a Lanzarote: «Buen señor, en legítima justicia, esta espada os corresponde, pues bien sé que sois el mejor caballero del mundo.» Avergonzado, responde: «Ciertamente, señor, ni ella me corresponde ni yo tendría el valor ni el atrevimiento de tocarla, pues de ninguna forma soy digno ni merecedor de tomarla; por eso; me abstendré y no la tocaré: sería una locura si pretendiera hacerme con ella.» «De todas formas -dice el rey-, intentaréis sacarla.» «Señor -contesta-, no lo haré: bien sé que cualquiera que intente hacerlo y no lo logre será castigado con alguna herida.» «Y vos, ¿qué sabéis?» -le dice el rey-. «Señor -le vuelve a responder-, bien lo sé, y, además, os digo otra cosa: quiero que sepáis que en el día de hoy comenzarán las grandes aventuras y las grandes maravillas del Santo Graal.»
Mientras hablaban así entró un criado, que dijo al rey: «Señor, os traigo noticias muy maravillosas.» «¿Cuáles?, pregunta el rey; dímelas pronto.» «Señor, ahí abajo, al pie de vuestro palacio, hay un gran escalón y he visto cómo flotaba por encima del agua. Venid a verlo, pues sé que es éste un acontecimiento sorprendente.» Desciende el rey para contemplar esta maravilla y lo mismo hacen todos los demás. Al llegar al río, se encuentran el escalón de mármol rojo sobre el agua; encima del escalón estaba clavada una espada que parecía muy hermosa y rica y en cuya cruz, que estaba hecha con una piedra preciosa, había algo escrito con letras de oro y con gran perfección. Los nobles miraron las letras que decían: «NADIE ME SACARA DE AQUI, A NO SER AQUEL DE CUYO COSTADO DEBO COLGAR. ESE SERA EL MEJOR CABALLERO DEL MUNDO».
Cuando el rey ve estas letras dice a Lanzarote: «Buen señor, en legítima justicia, esta espada os corresponde, pues bien sé que sois el mejor caballero del mundo.» Avergonzado, responde: «Ciertamente, señor, ni ella me corresponde ni yo tendría el valor ni el atrevimiento de tocarla, pues de ninguna forma soy digno ni merecedor de tomarla; por eso; me abstendré y no la tocaré: sería una locura si pretendiera hacerme con ella.» «De todas formas -dice el rey-, intentaréis sacarla.» «Señor -contesta-, no lo haré: bien sé que cualquiera que intente hacerlo y no lo logre será castigado con alguna herida.» «Y vos, ¿qué sabéis?» -le dice el rey-. «Señor -le vuelve a responder-, bien lo sé, y, además, os digo otra cosa: quiero que sepáis que en el día de hoy comenzarán las grandes aventuras y las grandes maravillas del Santo Graal.»
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