25 enero 2023

TRECE LINEAS (más o menos). 14 de 365

LA HISTORIA DEL NÁUFRAGO
(c. 1995-1965 a. C.)

Además de los textos oficiales o funerarios de carácter religioso, muy poco se conoce de la propiamente literatura egipcia. Gracias a que eran copiados para atender el gusto popular, se conservan algunos papiros con cuentos, poemas y reflexiones morales. Uno de los cuentos más famosos, la Historia de Sinué —demasiado extenso para incluirle en esta obra—, refiere las aventuras de un egipcio que, temeroso de un castigo, se interna por tierras asiáticas, llega a Siria, se convierte en jefe de una tribu de beduinos y, al fin, regresa a su patria para reanudar su vida y su inmutable destino. Otro de estos cuentos populares del Imperio Medio como el de Sinué, es La historia del náufrago, cuento fantástico en el que es notable la inesperada generosidad del monstruo marino que el náufrago encuentra en la isla. «El optimismo y la gentileza —observa Pierre Gilbert— del cuento egipcio, en que el monstruo no descansa hasta devolver al náufrago a su patria cargado de regalos, son características de la mentalidad egipcia».


Un servidor experto dijo: «Regocíjate, príncipe; hemos llegado a la tierra de Egipto. Se ha cogido el machote, se ha clavado el poste y la amarra está en tierra. Se cantan las alabanzas de Dios y se le dan gracias, y cada cual abraza a su camarada. Nuestra marinería ha llegado sin daño alguno y nuestros soldados no han experimentado pérdidas. Hemos llegado hasta el fin del país del Wawat, pasando por delante de Senmet, y hemos aquí vuelto felizmente a nuestro país. Escúchame, príncipe, que yo no exagero. Lávate y vierte agua sobre tus dedos y luego responde cuando te inviten a hablar. Háblale al rey según tu corazón y no vaciles al responder. La boca del hombre es la que le salva, y su palabra la que hace que sea condescendiente con él. Pero, de todos modos, harás lo que quieras. Se cansa uno de aconsejarte.
Quiero contarte ahora una aventura análoga que me ocurrió a mí cuando fui enviado a una mina del soberano y descendí al mar con un barco de ciento veinte varas de largo y cuarenta de ancho, en el que navegaban ciento veinte marineros de los mejores de Egipto. Miraban al cielo y a la tierra, y los presagios llenaban de valor su corazón. Anunciaban una tormenta antes de que hubiera llegado; preveían una marejada antes de producirse.
Al sobrevenir la tormenta nos hallábamos en el mar, sin que hubiéramos tomado aún tierra; sopló el viento y levantó una ola de más de ocho varas de alto. Yo pude asirme a una tabla. Se hundió el barco y no quedó con vida ninguno de los que lo tripulaban. Gracias a una ola del mar fui arrojado a una isla, donde pasé tres días solo, sin otro compañero que mi corazón. Me acostaba en el hueco de un árbol y abrazaba las sombras. Por el día estiraba mis piernas en busca de algo que pudiera meter en la boca. Hallé higos y uvas y todo género de frutas magníficas. Había también peces y pájaros; no hay nada que allí no se encontrase. Me sacié y dejé abandonado lo que mis manos no podían transportar. Me fabriqué un encendedor, encendí fuego e hice un holocausto.

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24 enero 2023

TRECE LINEAS (más o menos). 13 de 365

Su perro favorito llevaba unos días enfermo y no le había llegado ningún informe durante aquella mañana. Abrió la puerta que había cerca de la chimenea y que conducía, a través de un pequeño pasillo encelado, a su tocador.
—¡Isabel! —gritó—. ¿Cómo está Tommie?
Una voz fresca y joven contestó desde detrás de la cortina que cerraba el otro extremo del corredor.
—No está mejor, milady.
Un tenue ladrido siguió a la joven voz, que añadió (en el lenguaje de los perros):
—¡Mucho peor, milady, mucho peor!
Lady Lydiard volvió a cerrar la puerta con muestras de compasión por Tommie, y paseó lentamente de un lado para otro por el espacioso salón, esperando la vuelta del administrador.
Correctamente descrita, la viuda de Lord Lydiard era baja y gorda, peligrosamente cerca de su sexagésimo aniversario. Pero puede decirse tranquilamente, y sin que sea un cumplido, que aparentaba ser más joven, como, por lo menos, unos diez años menos. Su complexión era de ese tipo de delicado tono rosado que se observa algunas veces en las ancianas que conservan bien sus facciones. Sus ojos (también excelentemente conservados) eran de ese azul claro y brillante que sienta tan bien y que no se descolora con la prueba de las lágrimas. A todo ello se le había de añadir una nariz pequeña, rellenas mejillas que desafiaban las arrugas. El blanco cabello iba peinado con duros y consistentes rizos pequeños; y, si una muñeca pudiera envejecer, Lady Lydiard hubiera sido la imagen viviente de la misma, tomándose la vida con tranquilidad en su camino hacia la más bella de las tumbas, en un cementerio donde los mirtos y las rosas crecen todo el año.
Si aquéllas eran las virtudes personales de Su Señoría, la historia imparcial deberá reconocer la lista de sus defectos: una completa falta de tacto y gusto en el atavío. El lapso de tiempo transcurrido desde la muerte de Lord Lydiard le había dado la libertad para vestirse como le gustaba. Arreglaba su baja y regordeta figura con colores que resultaban demasiado chillones para una mujer de su edad. Sus vestidos, mal elegidos, al igual que su colorido, puede que no estuvieran mal confeccionados, pero, con certeza, estaban mal llevados. Moral y físicamente debe decirse que su aspecto exterior era el peor. Las anomalías en su vestimenta armonizaban con las de su carácter. Había momentos en los que se sentía y hablaba como corresponde a una dama de su rango; y había otros momentos en los que se comportaba y hablaba como si fuera una cocinera en la cocina. Tras estas superficiales inconsistencias, su grandeza de corazón y lo esencialmente sincero y generoso de la naturaleza de la mujer, sólo esperaban la ocasión precisa para que salieran por sí mismos.

Wilkie Collins (Londres, 8 de enero de 1824 - ib., 23 de septiembre de 1889) - El dinero de Milady

Título original: Milady’s Money
Wilkie Collins, 1879
Traducción: Francisco Arellano Selma


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