10 junio 2022

CALABAZAS. PRIMER PREMIO, De P. G. Wodehouse: El castillo de Blandings

La custodia de la calabaza
El sol matinal descendía como una ducha dorada sobre el castillo de Blandings, iluminando con un tonificante resplandor sus muros cubiertos de hiedra, sus prados ondulantes, sus jardines, sus viviendas y sus dependencias, y aquellos de sus habitantes que en aquel momento pudieran estar tomando el aire. Bajaba sobre verdes extensiones de césped y amplias terrazas, y sobre nobles árboles y multicolores parterres. Caía sobre el desgastado asiento de los pantalones de Angus McAllister, jardinero en jefe del noveno conde de Emsworth, mientras inclinaba con recia testarudez escocesa su espalda para arrancar una babosa de sus sueños bajo la hoja de una lechuga. Caía sobre los blancos pantalones de franela del Honorable Freddie Threepwood, segundo hijo de lord Emsworth, que avanzaba a buen paso a través de los húmedos prados. Y también caía sobre el mismísimo lord Emsworth y sobre Beach, su fiel mayordomo, que se encontraban en la torrecilla que dominaba el ala oeste, el primero con un ojo aplicado a un potente telescopio y el segundo sosteniendo el sombrero que le habían enviado a buscar.
—Beach —dijo lord Emsworth.
—¿Milord?
—Me han estafado. Este maldito trasto no funciona.
—¿Su señoría no puede ver con claridad?
—No puedo ver absolutamente nada, maldita sea. Todo está negro.
El mayordomo era hombre observador.
—Acaso si yo quitase el tapón que hay en el extremo del instrumento, milord, cabría obtener unos resultados más satisfactorios.
—¿Eh? ¿Un tapón? ¿Hay un tapón? ¿O sea que es esto? Sáquelo, Beach.
—En seguida, milord.
—¡Ah!
Había satisfacción en la voz de lord Emsworth. Hizo girar y ajustó los mandos, y su satisfacción aumentó.
—Sí, esto ya está mejor. Es formidable. Beach, puedo ver una vaca.
—¿Sí, milord?
—Allá abajo, en los prados. Muy notable. Como si estuviera a un par de metros de distancia. Muy bien, Beach. Ya no le necesitaré.
—¿Y su sombrero, milord?
—Póngamelo en la cabeza.
—Muy bien, milord.
Una vez efectuado este gesto amable, el mayordomo se retiró, y lord Emsworth siguió contemplando la vaca.
El noveno conde de Emsworth era un caballero amable y de mente sencilla, con una debilidad por los juguetes nuevos. Aunque el principal interés de su vida fuese su jardín, siempre estaba dispuesto a probar una novedad, y el telescopio era la última de tales novedades. Encargado en Londres, en un momento de entusiasmo producto de la lectura de un artículo sobre astronomía en una revista mensual, había quedado instalado debidamente la tarde anterior. A lo que se procedía ahora era a su primera prueba.
Finalmente, el atractivo de la vaca para el público empezó a desvanecerse. Era una vaca de buena estampa, como suelen serlo las vacas, pero, como tantas otras vacas, carecía de un interés dramático sostenido. Hastiado al cabo de un rato por el espectáculo del animal rumiando y contemplando la nada con ojos vidriosos, lord Emsworth decidió hacer girar el aparato con la esperanza de captar algo que fuera una pizca más sensacional. Y a punto estaba de hacerlo, cuando en su radio de visión apareció el Honorable Freddie. Blanco y resplandeciente, correteaba por el césped como un pastor de Teócrito que se apresurarse a asistir a una cita con una ninfa, y una súbita arruga turbó la serenidad de la frente de lord Emsworth. Generalmente, fruncía el ceño al ver a Freddie, ya que con el paso de los años aquel joven se había convertido cada vez más en un problema para un padre angustiado.
A diferencia del bacalao macho, que de pronto, al ser padre de tres millones quinientos mil pequeños bacalaos, resuelve animosamente quererlos a todos, la aristocracia británica tiende a mirar con ojo un tanto malevolente a sus hijos más jóvenes. Y Freddie Threepwood era uno de aquellos hijos jóvenes que más invitaban a la mirada malevolente. Parecíale al cabeza de familia que no había manera de ponerle coto a aquel muchacho. Si se le permitía vivir en Londres, acumulaba deudas y se metía en líos desagradables, y cuando se le obligaba a regresar a los alrededores del castillo de Blandings, mucho más puros, se quejaba del lugar y merodeaba por él como un alma perdida.
La compañía de Hamlet en Elsinore debió de ejercer sobre su padrastro el mismo efecto que ahora producía Freddie Threepwood sobre lord Emsworth en Blandings. Y es probable que lo que inducía a este último a mantener fijo en él un ojo telescópico en aquel momento fuera el hecho de que su conducta resultara tan ostentosamente misteriosa y su porte estuviera tan intrigantemente libre de su acostumbrada y agobiante pesadumbre. Una voz interior le susurraba a lord Emsworth que a aquel jovenzuelo sonriente y retozón le movía alguna idea aviesa y que bien valía la pena vigilarle.
La voz interior acertaba de lleno, pues treinta segundos más tarde su afirmación ya no necesitó más pruebas, Apenas había tenido tiempo su señoría para desear, como invariablemente deseaba al ver a su retoño, que Freddie hubiera sido un ser totalmente diferente en carácter, moral y aspecto, y que hubiera sido hijo de alguien que viviera a considerable distancia, cuando de una pequeña arboleda cerca al final del prado salió de un brinco una muchacha. Y Freddie, después de echar una cautelosa mirada por encima del hombro, procedió inmediatamente a rodear a aquella joven con un cálido abrazo.
Lord Emsworth consideró haber visto bastante. Como un hombre deshecho, se alejó del telescopio. Uno de sus sueños favoritos era el de una muchacha agradable, elegible, perteneciente a una buena familia y poseedora de algún dinero propio, que se presentara un buen día y arrancara a Freddie de sus manos, pero aquella voz interior, más confiada ahora que nunca, le dijo que no era aquélla. No. Sólo había una explicación. En su reclusión, enclaustrado en Blandings, lejos de la Metrópolis con todas sus facilidades para esta clase de cosas, Freddie se las había arreglado para liarse. Temblando de ira, lord Emsworth bajó presuroso la escalera y salió a la terraza. Una vez allí, se puso al acecho como un leopardo ya veterano que esperase la hora de la pitanza, hasta que a su debido momento hubo un destello blanco entre los árboles que flanqueaban el camino y un alegre silbido anunció la proximidad del culpable.
Esta aproximación de su hijo fue observada por lord Emsworth con una mirada tan agria como hostil. Se ajustó sus quevedos y, con su ayuda, pudo percibir que una fatua sonrisa de satisfacción iluminaba el rostro del joven, dándole el aspecto de una oveja radiante. En el ojal del joven destacaba un ramillete de simples florecillas silvestres que, mientras caminaba, acariciaba de vez en cuando con mano amorosa.
—¡Frederick! —rugió su señoría.
El villano de la función se detuvo bruscamente. Sumido en un trance rosado, no había observado la presencia de su padre, pero tal era la dicha que le embargaba que ni siquiera este encuentro pudo empañarla y siguió avanzando haciendo cabriolas.
—¡Hola, jefe! —canturreó y registró su mente en pos de un tema agradable de conversación, cosa siempre un tanto difícil en tales ocasiones—. Hermoso día, ¿verdad?
Su señoría no iba a dejarse desviar hacia una discusión sobre el tiempo. Dio un paso adelante, con todo el aspecto del hombre que se cargó a los pequeños príncipes en la Torre de Londres.
—Frederick —inquirió—, ¿quién era aquella chica?
El Honorable Frederick tuvo un sobresalto convulsivo. Pareció tragarse con dificultad algo de gran tamaño y bordes mellados.
—¿Chica? —tartamudeó—. ¿Chica? ¿Chica, jefe?
—Aquella chica a la que te he visto besar hace diez minutos, en el prado.
—¡Ah! —exclamó el Honorable Freddie. Hizo un pausa—. ¡Oh, ah! —dijo antes de hacer otra pausa—. ¡Oh, ah, sí! Tenía la intención de hablarte de ello, jefe.
—¿De veras?
—Todo perfectamente correcto, ¿sabes? ¡Ya lo creo! ¡Todo de lo más correcto! Quiero decir que nada turbio, ni nada por el estilo. Es mi novia.
Lord Emsworth profirió un aullido, como si una de las abejas que zumbaban sobre las matas de espliego hubiera aprovechado la oportunidad para picarle en el cogote.
—¿Quién es ella? —rugió—. ¿Quién es esa mujer?
—Se llama Donaldson.
—¿Quién es?
—Aggie Donaldson. Aggie es una abreviatura de Niágara. Según me ha contado, sus padres pasaron la luna de miel en las cataratas. Es americana, ¿sabes? Muy curiosos los nombres que les ponen a los críos en América —continuó Freddie con falsa jovialidad—. ¡Imagínate! ¡Niágara! ¿Qué te parece?
—¿Quién es ella?
—Has de saber que es una chica enormemente inteligente. Y con el riñón bien cubierto. Te gustará, palabra.
—¿Quién es?
—Y sabe tocar el saxofón.
—¿Quién es ella? —preguntó lord Emsworth por sexta vez—. ¿Y dónde la conociste?
Freddie tosió. Advertía que no era posible ocultar por más tiempo la información y sabía perfectamente que no iba a ser una de aquellas que producen grandes raptos de dicha.
—Bueno, en realidad, jefe, es una especie de prima de Angus McAllister. Ha venido a Inglaterra para visitarle y ahora pasa una temporada con el viejo, ¿sabes? Y así fue cómo me topé con ella.
Lord Emsworth emitió un leve gorgoteo mientras sus ojos amenazaban con salirse de sus órbitas. Había tenido muchas visiones desagradables relacionadas con el futuro de su hijo, pero jamás una que le representara dirigiéndose hacia el altar con una especie de prima de su jardinero en jefe.
—¡Ah! —dijo—. ¿Ah, sí?
—Tal viene a ser la esencia del asunto, jefe.
Lord Emsworth alzó los brazos como si pidiera al cielo que presenciara la desdicha que perseguía a un buen hombre, echó a andar a través de la terraza con un trote rápido, y tras explorar el terreno durante unos minutos, descubrió a su presa junto a la entrada de la avenida de los tejos.
El jardinero jefe se volvió al oír el rumor de sus pasos. Era un hombre robusto y de estatura mediana, con sus cejas que hubieran encajado en una frente más ancha. Éstas, con la adición de una barba rojiza e hirsuta, le conferían una expresión enérgica e inflexible. La cara de Angus McAllister reflejaba honradez en abundancia, así como inteligencia, pero era un tanto pobre en dulzura y jovialidad.
—McAllister —dijo su señoría, adentrándose sin preámbulos en el núcleo del discurso—. Esa chica. Debe usted alejarla. Una expresión de pasmo nubló aquellas facciones del señor McAllister que no quedaban ocultas detrás de su barba y sus cejas.
—¿Chica?
—Esa chica que vive en su casa. ¡Debe marcharse!
—¿Marcharse a dónde?
Lord Emsworth no estaba dispuesto a mostrarse remilgado en lo referente a los detalles.
—A cualquier parte —contestó—. No quiero tenerla aquí ni un día más.
—¿Y por qué? —inquirió el señor McAllister, partidario de dejar las cosas bien en claro.
—No importa el porqué. Debe usted facturarla inmediatamente.
El señor McAllister mencionó entonces una objeción insuperable.
—Me paga dos libras por semana —explicó con sencillez.
Lord Emsworth no rechinó los dientes, porque no era proclive a esta forma de manifestar una emoción, pero pegó un salto de un palmo que ocasionó el desprendimiento de sus quevedos. Y, aunque normalmente era hombre justo y razonable, sabedor de que los nobles modernos deben pesarlo dos veces antes de aplicar la doctrina feudal a sus employés, ahora adoptó la rotunda truculencia de un gran terrateniente del primer período normando en el momento de fustigar a un siervo.
—¡Escuche, McAllister! ¡Escúcheme! O hace que esa chica se largue hoy mismo o puede largarse usted. ¡Y hablo muy en serio!
Una curiosa expresión apareció en el rostro de Angus McAllister… siempre exceptuados los territorios ocupados. Era la mirada del hombre que no ha olvidado Bannockburn, un hombre consciente de pertenecer al país de William Wallace y de Robert the Bruce. Elaboró unos sonidos escoceses en el fondo de su gaznate.
—Su señoría aceptará mi dimisión —dijo, con formal dignidad.
—Le pagaré un mes de sueldo en vez de darle las dos semanas y se irá esta misma tarde —replicó lord Emsworth con saña.
—¡Hummmf! —hizo el señor McAllister.
Lord Emsworth abandonó el campo de batalla con una sensación de puro júbilo, dominado aún por la furia animal del conflicto. Pensar que Angus McAllister le había servido fielmente durante diez años no le inspiraba el menor remordimiento, y tampoco pasó por su mente la idea de que pudiera echar de menos a McAllister.
Pero aquella noche, mientras fumaba sentado su cigarrillo de después de la cena, la Razón, tan violentamente expulsada, volvió a aproximarse tímidamente a su trono, y pareció como si una mano helada se posara de pronto sobre el corazón de lord Emsworth.
Sin la presencia de Angus McAllister, ¿qué sería de la calabaza?
La importancia de esta calabaza en la vida del conde de Emsworth tal vez requiera unas palabras de explicación. Toda familia antigua de Inglaterra tiene algún pequeño hueco en su lista de honores, y la de lord Emsworth no constituía una excepción. En las generaciones precedentes, sus antepasados habían realizado notables hazañas, y del castillo de Blandings habían salido estadistas y guerreros, gobernadores y líderes políticos, pero, en opinión del actual poseedor del título; no habían conseguido un triunfo rotundo. Por espléndido que pudiera parecer a primera vista el palmarés familiar, lo cierto era que ningún conde de Emsworth había ganado nunca un primer premio para calabazas en la Exposición de Shrewsbury. Para rosas, sí. Para tulipanes, ciertamente. Para cebollas primaverales, sin la menor duda. Pero no para calabazas, y lord Emsworth lo sentía en lo más hondo de su ser.
Durante más de un verano, había pugnado infatigablemente para eliminar este borrón en el escudo familiar, sólo para ver frustradas sus esperanzas. Pero este año la victoria había parecido estar a la vista, pues se había criado en Blandings una concursante de tan impresionante volumen que su señoría, que la había visto crecer prácticamente a partir de una pepita, no admitía la posibilidad de una derrota. Con toda seguridad, se decía mientras contemplaba su dorada rotundidad, ni siquiera sir Gregory Parsloe-Parsloe, de Matchingham Hall, vencedor por tres años sucesivos, podría producir jamás algo capaz de medirse con tan soberbio vegetal.
Y era esta suprema calabaza cuyo bienestar tanto le preocupaba lo que él había puesto en peligro al despedir a Angus McAllister, ya que éste era su entrenador oficial. Comprendía a la calabaza. De hecho, a su manera escocesa y por tanto reservada, incluso parecía amarla. Y sin Angus, ¿cuál sería la cosecha?
Tales eran las meditaciones de lord Emsworth al revisar la situación actual. Y aunque, al transcurrir los días, trató de convencerse de que Angus McAllister no era el único hombre del mundo que entendiera en calabazas, y de que tenía toda la confianza, la más completa e inamovible confianza, en Robert Barker, hasta fecha reciente lugarteniente de Angus y ahora ascendido al cargo de jardinero en jefe y custodio de la Esperanza de Blandings, sabía que todo ello no era sino una vana actitud retadora. Cuando uno es un propietario de calabazas con un gran ganador en su establo, uno juzga a los hombres según un rasero muy estricto, y cada día resultaba más evidente que Robert Barker no era más que un apaño provisional. Pasada una semana, lord echaba de menos a Angus McAllister.
Tal vez fuera pura imaginación, mas para su excitada fantasía también la calabaza parecía echar de menos a Angus. Daba la impresión de desmejorarse y perder peso, y lord Emsworth no podía librarse de la horrible idea de que se estaba encogiendo. Y la décima noche después de la partida de McAllister, tuvo un sueño extraño. Había ido con el rey Jorge a ver la calabaza, prometiendo a Su Graciosa Majestad un espectáculo inolvidable, y cuando llegaron, allí, en un rincón, había una cosa marchita del tamaño de un guisante. Despertó bañado en sudor, con los gritos de su decepcionado soberano resonando en sus oídos, y entonces el Orgullo dio su último coletazo y se derrumbó. Reinstaurar a Angus sería una rendición, pero debía hacerse.
—Beach —dijo aquella mañana, mientras desayunaba—, ¿sabe usted por casualidad la… ejem… las señas de McAllister?
—Sí, señoría —replicó el mayordomo—. Se encuentra en Londres y reside en el número once de Buxton Crescent.
—¿Buxton Crescent? Nunca he oído hablar de ese lugar.
—Tengo entendido, señoría, que se trata de una pensión o establecimiento de este estilo junto a Cromwell Road. McAllister se había acostumbrado a alojarse allí siempre que visitaba la Metrópolis, a causa de su proximidad con los jardines de Kensington. Le agrada —completó Beach con respetuoso reproche, pues Angus había sido amigo suyo durante nueve años— estar cerca de las flores, señoría.
Dos telegramas que pasaron por ella en el curso de las doce horas siguientes causaron ciertas habladurías en la oficina de correos del pueblecillo de Market Blandings. El primero rezaba:
McALLISTER
11 BUXTON CRESCENT
CROMWELL ROAD
LONDRES
REGRESE INMEDIATAMENTE. EMSWORTH
Y el segundo:
LORD EMSWORTH
BLANDINGS CASTLE
SHROPSHIRE
ME NIEGO. McALLISTER
Lord Emsworth tenía una de esas mentes capaces de acomodar un solo pensamiento cada vez… como máximo, y la posibilidad de que Angus McAllister pudiera negarse a regresar no se le había ocurrido. Le fue difícil ajustarse al nuevo problema, pero finalmente lo consiguió. Antes de que cayera la noche, habla tomado su decisión. Robert Barker, aquel individuo poco fiable, bien podía seguir al frente un día más, y entretanto él iría a Londres y contratarla un verdadero jardinero en jefe, el mejor jardinero en jefe que pudiera conseguir el dinero.
El doctor Johnson era de la opinión de que hay en Londres todo cuanto pueda proporcionar la vida, y sostenía que un hombre cansado de Londres era un hombre cansado de la propia vida. De haber conocido tales afirmaciones, lord Emsworth las hubiera combatido enérgicamente. Él odiaba a Londres. Aborrecía sus multitudes, sus olores y sus ruidos, sus autobuses, sus taxis y sus duros pavimentos. Y, además de todos sus otros defectos, aquella miserable ciudad no parecía capaz de producir ni un solo jardinero en jefe digno de este nombre. Fue de una agencia a otra, entrevistando a candidatos, y ni uno de ellos se aproximó siquiera a cumplir los requisitos. Era duro decirlo acerca de cualquier hombre, pero dudaba seriamente de que el mejor de ellos pudiera compararse siquiera con Robert Barker.
Le invadía, por tanto, un negro y agrio malhumor cuando su señoría, tras haber almorzado frugalmente en el Senior Conservative Club, el tercer día de su visita, se detuvo en la entrada, bajo el sol, preguntándose dónde iba a pasar la tarde. Había empleado la mañana rechazando jardineros en jefe, y la siguiente remesa no estaría preparada hasta el día siguiente. Y aparte de rechazar jardineros en jefe, ¿qué podía hacer con su tiempo un hombre de aficiones razonables, en aquella desdichada ciudad?
Y entonces acudió a su mente una observación que Beach, el mayordomo, había hecho ante la mesa del desayuno acerca de las flores en los jardines de Kensington. Podía ir a los jardines de Kensington y contemplar las flores.
Ya estaba a punto de llamar un taxi de la hilera que había a lo largo de la calle, cuando de pronto salió un joven del Hotel Magnificient, enclavado en la acera opuesta. Aquel joven procedió a cruzar la calle y, al acercarse, le pareció a lord Emsworth que en su apariencia habla algo extrañamente familiar. Le miró durante un largo momento antes de poder dar crédito a sus ojos, y acto seguido, con un grito inarticulado, bajó los escalones de la entrada del club precisamente cuando el otro empezaba a subirlos.
—¡Hombre! ¡Hola, jefe! —exclamó el Honorable Freddie, visiblemente sobresaltado.
—¿Qué… qué estás haciendo aquí? —quiso saber lord Emsworth.
Habló con calor, y no sin razón. Londres, como resultado de varias movidas escapadas que todavía danzaban en la cabeza de un padre que habla tenido que pagar las facturas, era territorio prohibido para Freddie.
Era evidente que el joven no se sentía a sus anchas. Tenía todo el aspecto de quien se ve empujado hacia una maquinaria peligrosa en la que puede quedar enganchado. Por un momento, restregó los pies contra el suelo, y después alzó su zapato izquierdo y con él se frotó la parte posterior de su pantorrilla derecha.
—Lo cierto es, jefe…
—Ya sabes que tienes prohibido venir a Londres.
—Desde luego, jefe, pero lo cierto es…
—¿Y por qué razón cualquiera que no sea un imbécil puede querer venir a Londres cuando podría estar en Blandings…?
—Ya lo sé, jefe, pero lo cierto es… —y aquí Freddie, tras haber puesto de nuevo sobre la acera su pie viajero, alzó el otro y se frotó la parte posterior de su pantorrilla izquierda—. Quería verte —dijo—. Sí. Muy en particular, quería verte.
Esto no era estrictamente preciso. La última cosa en el mundo que deseaba el Honorable Freddie era ver a su progenitor. Iba al Senior Conservative Club con la intención de dejar allí una nota cuidadosamente redactada y, después de haberla entregado, su intención había sido la de huir con la celeridad de un conejo. Pero aquel encuentro imprevisto había frustrado sus planes.
—¿Verme? —dijo lord Emsworth—. ¿Y por qué?
—Tenía que… decirte algo. Una noticia.
—Supongo que será de la suficiente importancia para justificar tu venida a Londres contra mi expresa voluntad.
—¡Oh, sí! ¡Oh, sí, ya lo creo que sí! Desde luego. Es de lo más importante. Sí, no es exagerado decir que es importantísima. Vamos a ver, jefe, ¿estás en forma para soportar una cierta impresión?
Pasó por la mente de lord Emsworth un siniestro pensamiento. La misteriosa llegada de Freddie… su curiosa actitud… aquella inquietud Y aquel extraño titubeo… ¿no podían significar…? Febrilmente, apretó el brazo del joven.
—¡Habla, Frederick! ¡Dímelo! ¿La han dañado los gatos?
Para lord Emsworth, era una idea fija, que ningún argumento le hubiera inducido a abandonar, la de que los gatos tenían el poder de cometer alguna atroz fechoría contra su calabaza y que continuamente acechaban la oportunidad para ponerla en práctica, y su conducta en la ocasión en que uno de los gatos más sociables de la finca, al errar por el jardín de la cocina y encontrarle contemplando la Esperanza de Blandings, se frotó cariñosamente contra su pierna, todavía era un recuerdo persistente en la memoria del pobre animal.
Freddie le miró boquiabierto.
—¿Gatos? ¿Por qué? ¿Dónde? ¿Cuáles? ¿Qué gatos?
—¡Frederick! ¿Le ha pasado algo malo a la calabaza?
En un mundo grosero y materialista es inevitable que haya, diseminados aquí y allí, unos pocos seres en los que las calabazas no pulsen cuerda alguna. El Honorable Freddie Threepwood era uno de ellos. Estaba acostumbrado a hablar burlonamente de todas las calabazas, e incluso había llegado al punto de aludir a la Esperanza de Blandings con el nombre de «Percy». Por consiguiente, la ansiedad de su padre sólo provocó en él una risita.
—Que yo sepa, no —dijo.
—Entonces ¿a qué te refieres? —rugió lord Emsworth, molesto por la risita—. ¿Qué significa esto de venir aquí, señorito, Y alarmarme —¡darme un susto de muerte, por todos los diablos!— con esa estupidez de que vas a causarme una impresión?
El Honorable Freddie miró atentamente a su indignado progenitor. Sus dedos se deslizaron en su bolsillo Y se cerraron sobre la nota que ocultaba allí. Después la extrajo.
—Mira, jefe —dijo nerviosamente—, creo que lo mejor sería que leas esto. Tenía la intención de dejártelo en manos del portero del club. Es… bueno, ya le echarás un vistazo. Adiós, jefe. Tengo que ver a un tipo.
Y metiendo la nota en la mano de su padre, el Honorable Freddie dio media vuelta y se alejó. Lord Emsworth, perplejo y disgustado, le vio atravesar la calle y meterse en un taxi. Hervía de cólera, pero se sentía impotente. Casi cualquier conducta por parte de su hijo Frederick tenía la virtud de irritarle, pero en aquellos casos en que se mostraba vago, misterioso e incoherente era cuando más le irritaba el joven.
Miró la carta que tenía en la mano, le dio vuelta y la palpó. A continuación —pues de pronto se le ocurrió que, si deseaba conocer su contenido, lo mejor que podía hacer era leerla— abrió el sobre. La nota era breve, pero no le faltaba buen material de lectura.
Querido jefe:
Lo siento mucho y todo eso que se dice, pero ya no podía aguantar más. Me he plantado en Londres con el dos plazas y Aggie y yo nos hemos emparejado esta mañana. Parecía al principio que había algunos inconvenientes, pero el jefe de Aggie, que ha llegado de América, se las arregló para solucionarlo obteniendo una licencia especial o algo por el estilo. Es un fulano muy capaz. Ha venido para verte a ti. Desea tener una larga charla contigo acerca de todo ese asunto. Te agradeceré que me lo trates con toda la hospitalidad, porque en realidad es un buen tipo y sé que te gustará.
Bueno, adiós.
Tu hijo que te quiere, Freddie.
P. S. — ¿No te importa, verdad, que me haya agenciado el dos plazas por algún tiempo? Puede sernos útil para la luna de miel.
El Senior Conservative Club es un edificio sólido, macizo, pero, al levantar lord Emsworth unos ojos desorbitados, tras haber leído atentamente esta carta, le pareció que estaba ejecutando una danza vertiginosa. De hecho, pareció como si toda la vecindad inmediata bailara desenfrenadamente en medio de una espesa niebla. Se sentía profundamente afectado y no es exagerado decir que se habían estremecido sus mismísimas entrañas. A ningún padre le agrada verse burlado y desafiado por su propio hijo, ni es razonable esperar que tenga una visión alegre de la vida el hombre que se enfrenta a la perspectiva de sustentar el resto de sus años un hijo joven, la esposa del hijo joven y, posiblemente, los nietos que le den ambos.
Durante un apreciable espació de tiempo permaneció en medio de la acera, como si hubiera echado raíces allí. Los transeúntes chocaban con él o verificaban détours entre gruñidos para evitar una colisión. Los perros husmeaban sus tobillos. Individuos de aspecto menesteroso trataron de llamar su atención a fin de hablarle de sus asuntos financieros. Pero lord Emsworth no hizo caso a ninguno de ellos. Se quedó plantado donde estaba, abriendo la boca como un pez, hasta que de pronto pareció recuperar sus facultades.
Una necesidad imperiosa de flores y de árboles verdes acometió a lord Emsworth. El ruido del tráfico y el calor del sol en el pavimento de piedra le afligían como una pesadilla. Con un gesto enérgico, detuvo un taxi.
—Kensington Gardens —dijo, mientras se arrellanaba en la almohadilla del asiento.
Algo que remotamente se asemejaba a la paz se infiltró en el alma de su señoría mientras pagaba al taxista y después se adentraba en la fresca sombra de los jardines. Ya desde la calle había captado una breve visión de estimulantes rojos y amarillos, y al avanzar por el camino de asfalto y dar la vuelta a la esquina, los parterres florales surgieron ante él con toda su gloria consoladora.
—¡Ah! —aspiró lord Emsworth entusiasmado, y se detuvo ante una vistosa alfombra de tulipanes.
Un hombre de aspecto oficial, con uniforme y gorra de plato, se detuvo al oír esta exclamación y le miró con aprobación, incluso con afecto.
—Estamos teniendo muy buen tiempo —observó.
Lord Emsworth no contestó. No había oído nada. Hay en un parterre de flores bien cuidado un algo que actúa como una droga sobre los hombres que aman sus jardines, y él se encontraba en una especie de trance. Ya había olvidado por completo dónde se encontraba y le parecía haber vuelto a su paraíso de Blandings. Se acercó un paso más al parterre, husmeando como un perro setter.
La aprobación del hombre de aspecto oficial se acentuó. Ese hombre de gorra de plato era el guardián del parque, que detentaba los derechos de la alta, la baja y la mediana justicia sobre aquella sección de los jardines. También él adoraba aquellos parterres, y le parecía ver en lord Emsworth un alma gemela. El público en general tendía a pasar de largo, absorto cada uno en sus asuntos, y esto hería a menudo al vigilante del parque, pero en lord Emsworth creyó haber reconocido a una persona de buena ley.
—Un tiempo… —empezó a decir.
Se interrumpió con un grito agudo. Si no lo hubiera visto con sus propios ojos, no lo habría creído, pero, por desgracia, no había ninguna posibilidad de error. Con una impresión más que desagradable, comprendió que se habla dejado engañar por aquel desconocido de buen aspecto. Decente aunque descuidadamente vestido, pulcro y respetable a primera vista, el desconocido era en realidad un criminal peligroso, el ejemplar más nefasto de delincuente en la lista del guardián del parque. Era un ladrón de flores del parque de Kensington.
Pues, en el preciso momento en que él articulaba las palabras «Un tiempo», el hombre había saltado ágilmente por encima de la barandilla, había avanzado a través de la franja de césped y, sin darle tiempo siquiera para decir «muy bueno», se entregó a su indigna tarea. En el breve instante en que las cuerdas vocales del guardián del parque se negaron a obedecer a éste, llevaba ya dos tulipanes de ventaja en la partida y se agachaba para arrancar el tercero.
—¡Oiga! —rugió el guardián, recuperando el habla de pronto—. ¡¡¡Oiga, usted!!!
Lord Emsworth se volvió, sobresaltado.
—¡Pobre de mí! —murmuró con un tono de reproche.
De nuevo en plena posesión de sus sentidos, comprendía ahora la enormidad de su conducta. Contrito, volvió al camino asfaltado.
—Mi buen amigo… —empezó a decir, arrepentido.
A su vez, es guardián del parque comenzó a hablar con rapidez y volubilidad. De vez en cuando, lord Emsworth movía los labios y hacía gestos de desaprobación, pero no le era posible atajar la verborrea del otro. El guardián adquirió un tono más alto y más retórico, al tiempo que los espectadores, cada vez más numerosos, formaban un grupo más denso y más interesado. Y entonces, a través del chorro de palabras, habló otra voz.
—¿Qué ocurre aquí?
La Fuerza se había materializado en forma de un corpulento y sólido agente de policía.
El guardián del parque pareció comprender que acababa de ser desbancado. Siguió hablando, pero ya no como el padre que riñe a un hijo descarriado. Su actitud era ahora más bien la del hermano mayor que clama justicia contra un benjamín lanzado a la delincuencia. Con unas frases emotivas, explicó el caso.
—Él Dice —observó el agente con aire judicial, hablando lentamente y con mayúsculas, como si se dirigiera a un extranjero indocto—. Él Dice Que Estaba Usted Hurtando Las Flores.
—Le he visto. Estaba yo tan cerca de él como ahora lo estoy de usted.
—Él Le Vio —interpretó el policía—. Se Encontraba A Su Lado.
Lord Emsworth se sentía débil y acorralado. Sin la menor idea de molestar o causar daño a nadie, parecía haber desencadenado las tremendas pasiones de una Revolución Francesa, y le invadió la idea de la injusticia que representaba el hecho de que semejante cosa le estuviera ocurriendo a él, precisamente a él, un hombre que ya se tambaleaba bajo el peso de unas contrariedades dignas de Job.
—Tengo que pedirle su nombre y sus señas —dijo el agente, más secamente, y un grueso lápiz se introdujo por un momento en su enérgica boca y, debidamente humedecido, se cernió sobre la página virgen de su libreta de notas… aquella temible libreta ante la cual los taxistas se encogen y los más endurecidos conductores de autobús tiemblan.
—Pues yo… vamos a ver, buen hombre… quiero decir guardia…, yo soy el conde de Emsworth.
Mucho se ha escrito sobre la psicología de las multitudes, con la intención de mostrar hasta qué punto llega a ser extraordinaria e inexplicable, pero en su mayor parte estos textos son exagerados. Una multitud suele comportarse de un modo perfectamente natural e inteligible. Cuando, por ejemplo, ve a un hombre con un traje de tweed cuyas hechuras tienen mucho que desear y con un sombrero del que debiera avergonzarse, severamente interrogado por arrancar flores en el Parque, y este hombre dice que es un conde, se echa a reír. Y esa multitud se rió.
—¿Sí? —El agente no se rebajó hasta el punto de sumarse al regocijo de la chusma, pero su labio se retorció en una mueca sarcástica—. ¿Tiene usted una tarjeta, señoría?
Nadie que tuviera una amistad íntima con lord Emsworth hubiera formulado tan absurda pregunta. Su tarjetero era lo que siempre perdía en segundo lugar cuando visitaba Londres, inmediatamente después de perder su paraguas.
—Pues no… mucho me temo que…
—¡Ajá! —dijo el agente, y la multitud lanzó otra risotada de satisfacción, una risotada semejante a la de una hiena y tan intensamente heridora que su señoría alzó su inclinada cabeza y encontró ánimos suficientes para dirigirle una mirada preñada de indignación.
Y, al hacerlo, aquella expresión propia de un ser acosado, se extinguió en sus ojos.
—¡McAllister! —gritó.
Dos nuevos recién llegados acababan de unirse a la muchedumbre y, gracias a su físico vigoroso y contundente, se habían abierto paso hasta los asientos de pista. Uno era un caballero alto y apuesto, bien rasurado y de aspecto autoritario, que, de no haber llevado unas gafas sin montura, hubiera parecido un emperador romano. El otro era un hombre más bajo y macizo, con una hirsuta barba rojiza.
—¡McAllister! —gimió lastimosamente su señoría—. McAllister, mi querido amigo, dígale a este hombre, por favor, quién soy yo.
Después de lo ocurrido entre él y su expatrono, un hombre de menor talla que Angus McAllister tal vez hubiera visto en los apuros de lord Emsworth un mero ajuste de cuentas. Un hombre de escasa magnanimidad hubiera creído que se le devolvía un poco de su propia medicina.
No así aquel espléndido hijo de Glasgow.
—Sí —dijo con su acento escocés—. Es lorrud Emsworruth.
—¿Y usted quién es? —inquirió el policía.
—Yo era el jardinero en jefe de su castillo.
—Exactamente —baló lord Emsworth—. Precisamente. Mi jardinero en jefe.
El agente estaba impresionado. Cabía que lord Emsworth no tuviera el menor aspecto de conde, pero no era posible soslayar el hecho de que el de Angus McAllister fuese, supremamente, el de un jardinero en jefe. Y el policía, firme admirador de la aristocracia, percibió que el celo le había impulsado a cometer una plancha.
En esta crisis, sin embargo, supo comportarse con un tacto magistral. Se dirigió, con semblante ceñudo, a la interesada congregación.
—Circulen, por favor. ¡Circulen! —ordenó austeramente—. Deberían saber que no se puede bloquear la vía pública. ¡Circulen, he dicho!
Y también él se movió, empujando a la grey ante él. El emperador romano con gafas sin montura avanzó hacia lord Emsworth, extendiendo una ancha manaza.
—Me alegra conocerle por fin —dijo—. Mi nombre es Donaldson, lord Emsworth.
Por unos momentos, el nombre nada significó para su señoría, pero después llegó hasta él su significado y entonces se envaró con altivez.
—Excúsanos, Angus —dijo el señor Donaldson—. Ya era hora de que usted y yo pudiéramos charlar un poco, lord Emsworth.
Lord Emsworth se disponía a hablar cuando captó la mirada del otro. Era la de unos ojos grises enérgicos, agudos y honestos, con un curioso vigor que le hizo sentirse extrañamente inferior. Hay todos los motivos para suponer que el señor Donaldson se había suscrito durante años a aquellos cursos de personalidad que, anunciados en las revistas, garantizan impartir al alumno que tome diez lecciones por correspondencia capacidad para mirar a su jefe cara a cara y hacerle vacilar. El señor Donaldson miró a lord Emsworth cara a cara, y lord Emsworth vaciló.
—¿Cómo está usted? —dijo con voz débil.
—Vamos a ver, lord Emsworth —empezó el señor Donaldson—. No es lógico que haya resquemores entre miembros de una familia. Doy por supuesto que a estas horas se habrá enterado ya de que su chico y mi hija se han liado la manta a la cabeza y han contraído matrimonio. Personalmente, yo estoy encantado. Ese muchacho es de le mejorcito que corre per ahí.
Lord Emsworth parpadeó.
—¿Habla usted de mi hijo Frederick? —preguntó con incredulidad.
—De su hijo. Frederick. No me cabe duda de que ahora, de momento, se siente usted algo irritado, y no se lo reprocho. Tiene usted perfecto derecho a sentirse más irritado que un flemón. Pero debe recordar… que cuando la sangre es joven, ¿eh? Estoy convencido de que esto le causaría mucha pena a ese espléndido muchacho…
—¿Sigue usted hablando de mi hijo Frederick?
—De Frederick, sí. Y digo que le causaría mucha pena saber que le ha ocasionado un disgusto a usted. Debe perdonarle, lord Emsworth. Él ha de tener todo su apoyo.
—Supongo que sí maldita sea —rezongó su señoría—. Tampoco puedo dejar que se muera de hambre.
Con un gesto ampuloso, la mano del señor Donaldson describió un amplio círculo.
—No se preocupe por esto. Yo me ocuparé de este extremo. No soy un hombre rico…
—¡Ah! —exclamó lord Emsworth no sin tristeza, pues en la actitud de su interlocutor había habido algo que le había inducido a alimentar esperanzas.
—Dudo —prosiguió el señor Donaldson francamente, pues era hombre partidario de la franqueza en estos asuntos— de que, todo bien contado, llegué a tener en este mundo diez millones de dólares.
Lord Emsworth osciló como un arbolillo movido por la brisa.
—¿Diez millones? ¿Diez millones? ¿Ha dicho que tiene diez millones de dólares?
—Entre nueve y diez, creo yo. No más. Debe usted recordar —dijo el señor Donaldson con un tono de excusa— que, últimamente, las cosas han cambiado mucho en América. Hemos pasado por tiempos duros, unos tiempos durísimos. Muchos de mis amigos se han visto todavía más afectados que yo. Pero las cosas empiezan a mejorar. Sí, señor, se nota una mejora. Yo creo firmemente en el presidente Roosevelt y en el New Deal. Bajo el New Deal, el perro americano ya empieza a comer más galletas. Y éste —debí mencionarlo antes— es mi renglón. Soy Donaldson, de las Galletas Donaldson para Perros.
—¿Las Galletas Donaldson para Perros? ¿De veras? ¡Es extraordinario!
—¿Ha oído hablar de las Galletas Donaldson para Perros? —preguntó con avidez su propietario.
—Nunca —respondió lord Emsworth cordialmente.
—Bien, pues éste soy yo. Y, como le digo, el negocio empieza a ir viento en popa después del bajón. En todo el país, nuestros vendedores informan de que, una vez más, el perro americano se vuelve exigente respecto a las galletas. Y por tanto, me encuentro en condiciones, con su aprobación, de ofrecer a Frederick un empleo seguro y posiblemente lucrativo. Me propongo —siempre con el consentimiento de usted, desde luego— enviarle a Long Island City para que empiece a aprender el negocio. No me cabe la menor duda de que, con el tiempo, demostrará ser un valioso puntal para la firma.
A lord Emsworth le era imposible concebir que Freddie llegara a tener el menor valor en una empresa de galletas para perros, excepto tal vez como catador, pero se abstuvo de decirle nada para no aguarle el entusiasmo a su interlocutor. De todos modos, la idea de que el joven se ganara por fin la vida, y de que lo hiciera a cinco mil kilómetros del castillo de Blandings, probablemente le aconsejó enmudecer.
—Parece lleno de entusiasme, pero, en mi opinión, para que pueda rendir al máximo y llevar la galleta Donaldson allí donde merece llegar, debe ser que cuenta con su apoyo moral, lord Emsworth… Sin el apoyo moral de su padre…
—Sí, sí, sí —repuso lord Emsworth de todo corazón. Le estaba invadiendo un sentimiento de positiva adoración inspirado por el señor Donaldson. Librarle de Freddie, cosa que él había sido incapaz de conseguir en veintiséis años, lo había logrado aquel bendito fabricante de galletas para perro en menos de una semana. ¡Qué hombre!, pensó lord Emsworth—. ¡Sí, sí, ya le creo que sí! —exclamó—. Sí, no faltaría más. Decididamente.
—Su barco zarpa él miércoles.
—¡Formidable!
—A primera hora de la mañana.
—¡Espléndido!
—¿Puedo darles un mensaje amistoso de su parte? ¿Un mensaje paternal y de perdón?
—Ciertamente, ciertamente, ciertamente. Informe a Frederick de que cuenta con mis mejores deseos.
—Lo haré.
—Mencione que seguiré con un interés considerable sus futuros progresos.
—Exactamente.
—Dígale que espero que trabaje firme y que se haga un renombre.
—Así será.
—Y —concluyó lord Emsworth, hablando con una solicitud paternal muy a tono con aquel momento solemne— dígale que… que no tenga prisa en volver a casa.
Estrechó la mane del señor Donaldson con un sentimiento demasiado profundo para permitirle seguir hablando, y después trotó velozmente hacia el lugar donde Angus McAllister meditaba ante los tulipanes.
—¡McAllister!
La barba del jardinero se movió amenazadora y el hombre dirigió una fría mirada a su expatrono. Nunca resulta difícil distinguir entre un escocés enojado y un rayo de sol, y lord Emsworth, al contemplar a aquel hombre ceñudo, pudo ver en seguida a qué categoría pertenecía McAllister. Su lengua parecía pegada al paladar, pero con un esfuerzo se obligó a hablar.
—McAllister… deseo que… me pregunto si…
—¿Y bien?
—Me pregunto si… deseo que… Lo que quiero decir —murmuró lord Emsworth humildemente y con voz temblorosa— es si ha aceptado ya algún otro empleo.
—Estoy considerando dos.
—¡Vuelva conmigo! —imploró su señoría con la voz quebrada—. Robert Barker es menos que un inútil. ¡Vuelva conmigo!
Impertérrito, Angus McAllister contempló los tulipanes.
—¿Sí? —dijo por fin.
—¿Vendrás? —gritó lord Emsworth, radiante de dicha—. ¡Espléndido! ¡Formidable! ¡Excelente!
—Yo no he dicho que viniera.
—Creí que decía que sí —musitó su señoría, desorientado.
—Yo no he dicho «Sí»; yo he dicho «¿Sí?» —explicó el señor McAllister muy serio—. Con el sentido de tal vez sí, o tal vez no.
Lord Emsworth apoyó una mano temblorosa en su hombro.
—McAllister, le aumentaré el sueldo.
La barba tembló.
—¡Se lo doblaré, maldita sea!
Las cejas oscilaron.
—McAllister… Angus… —dijo lord Emsworth en voz baja—. ¡Vuelva!, la calabaza le necesita.
En una época de prisas y precipitaciones como la actual, una época en la que el tiempo de cada uno es objeto de innumerables exigencias, es posible que aquí y allá, entre las filas de quienes hayan leído esta crónica, haya unos pocos que, por diversas razones, no hayan podido asistir a la última Exposición Agrícola en Shrewsbury. Para éstos, es preciso añadir unas breves palabras.
Sir Gregory Parsloe-Parsloe, de Matchingham Hall, estaba presente, desde luego, pero a un observador agudo no se le hubiera escapado el detalle de que a su porte le faltaba parte de la altiva arrogancia que lo había caracterizado en otros años. De vez en cuando, mientras recorría la tienda destinada a la exhibición de hortalizas, se le pudo ver morderse el labio, y en sus ojos había algo de aquella mirada melancólica que Napoleón debió de mostrar en Waterloo.
Pero había buena madera en sir Gregory, que era un caballero y un deportista. En la tradición Parsloe no figuraban pequeñeces ni mezquindades. En medio de la tienda se detuvo y, con un gesto rápido y viril, tendió la mano.
—Le felicito, Emsworth —dijo con voz ronca.
Lord Emsworth levantó la vista, sobresaltado, pues había estado absorto en sus pensamientos.
—¿Qué? ¡Oh, gracias! Gracias, mi querido amigo, muchas gracias. Se lo agradezco de veras. —Titubeó un momento—. Claro… no podíamos ganar los dos, ¿verdad?
Sir Gregory examinó esta eventualidad y vio que el otro tenía razón.
—No —dijo—. No. Comprendo lo que quiere decir. No podemos ganar los dos. Es algo que no tiene escapatoria.
Saludó con la cabeza y siguió su camino, mientras quién sabía cuántos buitres le picoteaban su amplio pecho. Y lord Emsworth —con Angus McAllister, que había sido un silencioso y barbudo testigo de la escena, a su lado— se volvió una vez más para contemplar reverentemente lo que yacía en el fondo cubierto de paja de una de las cajas de embalaje más grandes jamás vistas en Shrewsbury.
Habían fijado una cartulina al exterior de la caja. Ostentaba la simple leyenda:
CALABAZAS. PRIMER PREMIO

P. G. Wodehouse

El castillo de Blandings

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