20 diciembre 2025

Nació para nosotros

Nació para nosotros


En la leyenda de San Francisco, de San Buenaventura, se lee que «il poverello», para despertar la piedad pública, quiso celebrar la Natividad del Señor Jesús con la mayor solemnidad, en un barrio que llamaban «de Grecia». Y teniendo permiso del Papa, preparó una cuna, y llevó paja, y un buey, y un asno, y avisó a los frailes y al pueblo: «en el bosque resonaban los cantos, y aquella noche memorable vino a ser la más memorable que hubo nunca, y todo resplandeciente de luces». Francisco estaba cerca de la cuna, el rostro bañado por las lágrimas y el corazón lleno de alegría. Después de la santa misa, Francisco predicó a las gentes, anunciándoles el nacimiento del Rey Pobre. En la ternura de su corazón le llama «il piccolino de Belem». Y aconteció que estaba presente un caballero llamado Juan de Grecia, quien más tarde abandonó las armas del siglo, y el tal Juan aseguró haber visto en la cuna a un niño hermosísimo, dormido, y cómo Francisco lo tomaba en brazos, y lo despertaba… ¡El Rey Pobre! Y por él, pocos años después vendrá Dama Pobreza a los cantos de los poetas, de Jacopone da Todi en aquel verso hermosísimo: «¡povertade, poverella!» (pobreza, pobrecita!)… No sé por qué, leyendo en Paul Eluard aquello de «Bonjour, tristesse!… Tu n’est pas tout à fait la misère / Car les lèvres les plus pauvres te dènoncent / Par un sourire / Bonjour tristesse…», yo recordaba a los franciscanos de Dama Povertade, y hallaba que el de Jacopone y el de Eluard eran muy semejantes y dos de los versos más hermosos de todos los siglos. (Y me dolió siempre que el de Eluard haya sido usado por la Sagan como título de su primera novelucha). En fin, un Rey Pobre, y ha hecho temblar a los poderes en la noche, y con razón. Fatigados los hombres ya antes de nacer, pasamos de tiniebla a tiniebla con los ojos cerrados, pero los abrimos para ver cómo nace el Rey Pobre, y con los corazones nuestros arrodillados, retenemos la esperanza hasta el Último Día.


Álvaro Cunqueiro

El laberinto habitado

Paisaje puntillista

Largura de días eternamente

19 diciembre 2025

Treinta y tres días

Treinta y tres días

En las leyendas damascenas referentes a los Magos de Oriente —en algunas, no son reyes, sino simplemente magos, y en algunas son siete, en otras, doce, en otras, sesenta; tres lo son por una interpretación de un apócrifo recogido en el pseudo-Beda, donde se dan los nombres de Melchor, Gaspar y Baltasar, y se dice de uno que era fuscus, negro, por primera vez— se habla de que el viaje de éstos a Belén, a adorar al Niño, duró treinta y tres días, y todas contestes en que el viaje fue iniciado antes del Nacimiento de Jesús, sobresaltados los magos, cuya calidad de astrónomos y aun de astrólogos no puede ser puesta en duda, por la estrella que apareció a diestra mano. Que esto también está probado, que la estrella de guía la llevaron los señores de Oriente a mano derecha durante todo el viaje, y la estrella trabajaba muy baja en su oficio, poco más alta que las copas de las altas palmeras. Así, pues, ya están en viaje los sabios, ricos, magos, reales señores de Oriente, cuando todavía José y la dulce María, no han llegado, para el censo del señor latino de la ciudad y el mundo, a Belén de Judá, donde se apuntaban los del ramo de David. El color de la estrella ha sido estudiado por el lapidario bizantino Teodoro Angelis, de ilustre familia imperial. Teodoro, según el P. Maerckel, recogía una tradición de origen persa, zoroástrico, sobre la procedencia solar y estelar de las piedras preciosas que se encuentran en la Tierra. No se sabe bien cómo fue la cosa: si llovió del sol algo que, al aterrizar, se convirtió en diamantes, o si estallaron estrellas, rojas, azules, verdes, doradas, de donde la varia y colorada pedrería. Teodoro Angelis —por otra parte antepasado del cómico italiano Totó, como se sabe, de verdadero nombre S. A. I. príncipe Antonio Curtis Angelis Commeno— dice que la estrella era roja, y que, al terminar el divinal servicio en el que fue comprometida, se rompió en espléndida lucería, y los trozos se esparcieron por la Tierra, y son los rubíes. Todo esto Teodoro lo adoba con consejos sobre la recolección de rubíes en cuarto creciente y otras operaciones mágicas.

Louis Marin es quien ha estudiado las familias de la nobleza europea que se dicen descender de los señores orientales, ya aceptados como Reyes. Yo no he logrado leer el libro de Marin, que fue utilizado por Ernesto Hello, de quien era amigo. Marin tuvo su papel en la polémica «modernista», y era muy amigo también del abate Loisy, al que facilitaba lo que él creía errores en las Escrituras. Pero cuando saltó la Pascendi de Pío X, Marin se sometió y, en penitencia, peregrinó al Puy. Marin cuenta la historia de los Baux, de Provenza, que descienden de una sobrina de Melchor, y cita varias casa borgoñonas, flamencas y provenzales, de las cuales nobles primogénitos en los días de las Cruzadas, casaron en Antioquía, en Jerusalén, en Aleppo y en Damasco con hermosas princesas de la casa de Melchor. Los Baux cambiaron de armas y, en vez del león rampante, las lises pusieron en campo de azul una estrella de oro, «que éstas eran las armas del tres noble monsieur Melchor de Ultramar»… Los Montmorency, que llevan por lema «Dieu aide le premier chrétien», también descienden de otra sobrina de Melchor, y sostenían que fue un antepasado suyo, un tal Auren, el primer cristiano que hubo entre francos…

¡Grandes y bellas historias! Pero lo hermoso es saber que ya van los Reyes por los caminos, la estrella ante sus ojos, roja como quiere el bizantino Teodoro. ¿Tres, siete, doce, sesenta como todavía se cree entre coptos? Aceptemos que tres, y que están los tres enterrados en la Santa catedral de Colonia, donde estos días, si se acerca el oído a su sepultura, alguien inocente oirá relinchar de caballos, sonar de trompetas y parlar en lenguas extrañas. Son los señores de Oriente, poniéndose en viaje.


Álvaro Cunqueiro

El laberinto habitado

Paisaje con nieblas

paisaje con nieblas

18 diciembre 2025

Una nochebuena en Miranda

Una nochebuena en Miranda

Miranda es una tierra montañosa, que nace donde terminan los llanos pastizales de la antigua Bretoña, y va a morir en estrechas vallinas en el río Eo, que es la frontera entre galaicos y astures. Me gustaría ponerme ahora mismo a contarles a ustedes de esa remota provincia del Reino de Galicia, que es el país de mi infancia, tan añorado. Comenzando por los potros bravos que nacen en gran amistad con el viento en las camposas y en las brañas, en las veranías de dulces pastos, donde el milano y el lobo se saludan; y diciendo de los grandes castañares que cubren las laderas de las rotundas colinas, de las fraguas de los herreros en Ferreira Vella, con su gran mazo junto al puente, y los fuelles cabe los hornillos, en los que tanto me gustaba tirar; y de los grandes prados en los altos, de los que se regresaba en julio en los carros colmados de oloroso heno, y de los molinos de calendas perdidos en los recodos de los claros ríos, en los que los míos tenían derecho a moler el menudo trigo montañés una vez a la semana, y de la fraga de Rioseco, una espesura habitada por el jabalí, selva virgen en mi imaginación, a cuyo pie, por angosto barranco pasaba yo a caballo, tropezando con las ramas del roble silvestre mi cabeza de pequeño jinete. Cuando, por ejemplo, en el Libro de las genealogías de Vasco de Ponte —que es el libro en que se cuenta de los gallegos condes locos medievales—, me encontraba con el caballero Pedro de Miranda y leía que llevaba con él treinta, dos de a caballo, «porque eran de tierra brava», yo me enorgullecía, poniéndome en aquel bando, porque yo también era de allí, aquel país de ásperos montes y frondosos valles amados por la niebla matinal, de aquellas ribeiras surcadas por espumeantes aguas cantoras que bajan violentas desde las cumbres para remansar en tranquilos y oscuros salones a la sombra de la tribu fluvial de los árboles: chopos, sauces, álamos, abedules. No había carreteras. Desde el paso más alto del camino de herradura se veía, lejano y verde, el Cantábrico. Un monte desnudo y roquedal, el Carracedo, decía el refrán de allí «que a todos os montes pon medo». Y como si no tuviéramos los mirandeses bastantes montes, aun inventábamos uno, el Montiral, para decir, refraneros, que del Carracedo era el igual. ¡Montiral! ¡Cuántas veces no he preguntado por él! Nadie sabe de qué banda cae, dónde levanta su cima hasta las oscuras y lentas nubes que empujan hacia tierra los vientos nacidos en el océano. Un monte de la imaginación en un país en el que la gente es gozosamente fabulante, supersticiosa, espiritual y sensual a la vez. Yo soy de aquéllos más naturales de allá.

Tendría yo nueve o diez años cuando fui a pasar la Nochebuena al pazo de Cachán, de mis abuelos maternos. Eran unos días soleados y tibios, esos días que el cristalino sur suele traer a Miranda en vísperas del solsticio invernal. Habíamos estado en la iglesia oyendo a los niños ensayar villancicos y versos, y de regreso a casa, anocheciendo, nos habíamos detenido donde dicen Moucín, porque a un primo mío, que tenía una caja de cerillas, se le había antojado un magosto de castañas con unas que nos habían dado en una casa vecina. Hicimos la pequeña hoguera, pellizcamos las castañas, y esperamos a que se asasen en el brasero. Alguna sin pellizcar —los gallegos, en el romance nuestro, decimos anozcar o penicar—, estallaba, y aventaba brasas, encendiendo el aire con oro vivo. Ninguno de los que estábamos atentos al magosto vimos acercarse al mendigo. Yo le llamo «el mendigo» por decirlo de alguna manera. Era un tipo alto, delgado, los ojos negros muy hundidos, la barba entrecana de dos semanas por lo menos, abrigado con un largo gabán verde y calzado con zuecos de media caña. Sin decir palabra se metió entre nosotros y tendió las manos al calor del magosto. Llevaba en bandolera una gran cartera roja, y el sombrero con que se cubría levantaba la ancha ala sobre la frente. Le dimos las buenas tardes y no contestó. Sacamos las primeras castañas y le ofrecimos. Tomó una, quitó la cáscara quemada, y la masticó despacio, paseándola por la boca, que debía quemarle. Bailó un poco sobre los pies, que los traería fríos, y nos miró con gran atención, uno a uno. Se pasó el dorso de la mano por la boca.

—¿Sois cristianos? —preguntó.

La voz la tenía ronca y el acento no era del país, ni tampoco de las Castillas. Le respondimos que sí, y Pedro de Noceda, que era seminarista en Mondoñedo, de los de ropón corto y beca colorada, y estaba de vacaciones, se santiguó, y lo imitamos.

—Esta noche nace en Belén —dijo el desconocido, más para sí que para nosotros.

Y levantando el cuello del raído gabán verde, echó a andar por el sendero que lleva al empalme del Marco del Álvarez, que es un descampado frío, en el que, desde octubre a junio, hay grandes charcos en los que se espeja el abedul y bebe la becada.

Yo le conté aquel encuentro, horas después, a un viejo criado de casa, Benito Anido, que fue, sin duda, el maestro que primero acarició mi imaginación, y era una feliz antología de romances, que decía muy bien, de Carlomagno y de Delgadiña, de don Tristán… Benito se me quedó mirando y me preguntó si no caía en quién era aquel vagabundo taciturno de la cartera roja. Tuve que responder que no. Benito cogió la humeante taza de la ritual compota de pera y tinto y se acercó a la ventana.

—¿No caes?

—No.

Limpió el empañado cristal y echó una mirada a la noche.

—Pues es bien conocido, y todos los años pasa. Es un criado del rey Herodes, que va hacia Fisterra, y en la cartera roja lleva en papel sellado la orden de que hay que degollar los Inocentes el día veintiocho, al alba.

Benito bebió la compota, posó la taza y pasándome un brazo por los hombros me dijo confidente:

—¡Viste lo que les es dado ver a pocos!

Siempre que voy a Riotorto y me acerco a Moucín, me acuerdo del correo del rey Herodes, que verdaderamente lo he visto al pie de nuestro magosto infantil y marchar por el atajo del Marco camino de Fisterra, portador de la terrible orden. Creo verdaderamente que lo era, y todo este siglo nuestro, tan rico y grande por una parte, y tan desesperadamente loco y sangriento por otra, me confirma con sus días oscuros que el correo de Herodes pasó y pasa, verdaderamente, por los caminos de mi país, camino del cabo final, con el decreto infanticida en la cartera.


Álvaro Cunqueiro

El laberinto habitado

Paisaje, capricho natural

paisaje

17 diciembre 2025

Dos o tres navidades

 Dos o tres navidades


No es que servidor haya estado allí donde estas fiestas se han celebrado, en el fondo de la laguna Antela, o en el alto Cebreiro, o en el Finisterre rocoso. Son noticias que uno oye a los que pasan por el camino vecino mío, que es ni más ni menos que el Camino de Santiago. Este camino, como está probado, tiene el don de lenguas, y todavía no ha cesado de vaciarse de sombras pasajeras. El otro día, un criado de los Pardo de Balmonte me contaba que había visto volar una capa roja en el puente de Leis. Fue allí, a ver quién perdiera el manto, y no halló a nadie. Podía ser la capa de don Gaiferos de Mormaltán, que pasó en el siglo XII, peregrino. Hace pocos años, cerca de Samos, en la fuente de Iris, una mujer que iba a beber vio venir por el aire un vaso de plata, que se llenó de agua y se fue a una boca invisible, que bebió sonora. En Vilar de Donas, donde son, pintadas, las damas santiaguistas que yo canté en mi lengua galaica:

Miñas donas Giocondas, en vós ollo

tódalas donas que foron no país:

unha brancas camelias, otras frores de lis,

digo que en el Vilar, en la Noche Buena, dejan pan en el camino, para los peregrinos que todavía van y vienen con sus bordones, a través de las tinieblas: el bordón es lo último que calla en el peregrino, y puede decirse que no hay bordones tácitos; cuando ya el peregrino es polvo, ceniza, nada, todavía el bordón golpea con su contera de hierro las piedras del camino. Si un peregrino irlandés muere en Compostela, su bordón se va paso a paso a la verde Erín, y la niebla se aparta para dejarle caminar. Si toman pan en Vilar de Donas en la Noche Buena, el pan se hace luminoso y se ven hogazas de oro en el camino, a cuya orilla se desnudan de las últimas hojas los abedules…

En la provincia de Ourense, en el fondo de la laguna Antela, está sumergida la ciudad que llaman Antioquía de Galicia. Pasaba José con María camino de Belén y, teniendo sed María, fue José a pedirle una jarra de agua a un zapatero remendón que tenía tienda abierta en un arrabal de la ciudad. Una ciudad amurallada, con siete puertas en la cerca. El zapatero negó el agua a José y le tiró, irado, la lezna del oficio. La lezna se clavó en el tobillo de José, y comenzó por la herida a manar agua, en tal abundancia que, en dos horas, todo el valle de Antioquía, con la ciudad en medio, quedó cubierto. Desde entonces yace en el fondo de la Antela la gran ciudad, con sus palacios, sus huertos de limoneros, sus pomaradas, su escuela de gramática, sus palomares y la catedral de la Asunción de Nuestra Señora. Antioquía está callada y desierta bajo las aguas, excepto el día de Navidad, en que sus calles se llenan de las gentes que la poblaban antaño, y resucitan los mirlos y las palomas, los niños y los gaiteros, y el rey baja de su torre a la catedral, y despierta el obispo —que está en un columpio de mimbre echando la siesta, que lo pescó allí la inundación—, y los canónigos limpian las hebillas de plata, y el campanero obliga a las campanas a cantar. El obispo dice la santa misa, y el viejo rey de Antioquía se arrodilla ante el altar. Desde la orilla de la laguna se ve brillar, en el fondo del agua, la mitra de oro del rey, y un oído atento percibe el grave son de las campanas sumergidas. Al rey le ha crecido tanto la barba allá abajo, que un ciento de sus súbditos tiene que ayudarle a llevarla. Es tan hermosa como la de Achy, Nuca Roja, aquel rey de Tara que cubría con sus barbas los campos de centeno en flor para que no los dañasen las heladas, y en las batallas, lanzándola, que era como una selva, sobre la armada enemiga, hacía que se perdiesen en la espesura las legiones contrarias y los osados campeones. Treinta años después de una batalla, estando Achy durmiendo, lo despertó un gran ruido en su barba. Es que un feniano, Teacha de Ceash, había encontrado la salida del bosque, donde había estado perdido seis lustros, y lanzaba su estrepitoso grito de guerra… En Antioquía de Galicia se sabe que han celebrado los sumergidos la Navidad del Señor, porque siempre una paloma, en loco vuelo, sale del agua para el aire y se queda en él, en los alisos y los sauces del Limia. Se conoce que son las palomas de Antioquía porque tienen en la pata izquierda un hilo de oro, seña que les ponen las infantas, reales, allá abajo. A veces, sin saber porqué, en la Antela hacen espuma las ondas. Dicen que es que están cantando villancicos las señoras princesas: ensayándose en su cámara para el día de Navidad.

En el alto Cebreiro, por donde desde el Reino de León entra a Galicia el Camino Francés, una sombra se sentó, en la Misa del Gallo, entre los señores monjes. Era una sombra larga y la cabeza rematada en punta de lanza. Se sentó en un escaño vacío que había entre el prior y el maestro de Novicios, y todos los presentes oyeron el hierro. La sombra, pues, vestía armadura. Cuando comenzó la misa, el hierro se arrodilló. Afuera silbaba el viento, y el que entraba por bajo la portalada y por las saeteras hacía estremecer a un tiempo las luces y la misteriosa sombra. El prior vio que había allí un alma en pena y pensó que quizá fuese posible oírle sus pecados en el tribunal de la santa penitencia. Requerida fue solemnemente la sombra para que dijese su nombre y condición, y para que confesase sus pecados por el amor de aquel Niño que estaba en el pesebre, a las puertas de Belén.

—Soy el ánima del conde de Acebal —dijo.

Y todos recordaron al viejo conde leproso, con la campanilla lázara por los caminos, siempre armado, ladrado por los perros y apedreado por los labriegos, muerto sin confesión en el bosque de Moucín, y dejado podrecer dentro de su armadura milanesa. La tierra lo fue cubriendo. Y ahora esta allí la terrible sombra.

—Las otras ánimas —dijo— no me admiten en la Hueste. Temen la lepra de Siria. ¡Si yo tuviese esa campanilla del altar!

El prior se la dio. La sombra, tocando con su mano diestra la campanilla, la convirtió en sombra. Se oía en el aire el repique alegre, el parloteo argentino. La sombra se fue, pero durante muchos años, por la Navidad del Señor, oían los monjes y los fieles acercarse en la noche, a la hora de la Misa del Gallo, la campanilla, que el conde de Acebal venía a los santos oficios y estaba en ellos atento a cuándo había que tocar, y lo hacía gracioso, para ser una sombra desafortunada y leprosa como era, a la manera de las campanillas de los orientales, que habría aprendido la música en Levante… Cuando se fueron los monjes, la sombra no volvió. En la Navidad del Cebreiro ya no se oye la campanilla del conde de Acebal, que subía cantando a aquellos campos de nieve, en los que el lobo y el latín litúrgico se saludan…

En el Camino de Santiago a Fisterra, con cierta frecuencia ha sido encontrado el mensajero que Herodes envía hasta aquella punta extrema de la tierra para avisar que hay que degollar a los Inocentes. Es un tipo pequeño y más bien gordo, la barba gris y rala, y el ojo derecho lo tiene rojo. Acostumbra a entrar en las posadas y pide pan y vino, y cuando lo han servido, le entran unas extrañas prisas y se va sin comer ni beber, tirando una moneda por el aire al mesonero. Es inútil que este guarde la moneda bajo siete llaves. Está allí, quieta, durante varios años: es una moneda de plata, con unas letras extrañas y la cabeza de un barbarrizada, pero un día cualquiera va el mesonero a cogerla para mostrármela mí, que llego curioso, y la moneda se ha ido… Se ha ido a completar los treinta dineros que han de necesitar para comprar a Judas, en su día. Porque en el mundo no hay más dinero que estas treinta monedas y sus intereses. Esto creen, y quizás estén en lo cierto, muchas gentes en mi país. El mensajero de Herodes asoma la cabeza por la puerta de las iglesias para ver si ya ha nacido el Niño, y corre, corre hacia Fisterra con la terrible orden sellada, en la faldriquera. Hace tantos años que viene con el mandato de Herodes, que ya habla gallego. Cuando él pasa, los lobos se apartan. Por eso, en los días de la Navidad, se puede ir desde Santiago a Fisterra sin miedo al lobo, que se ha ido a otra parte, lejos de la competencia.


Álvaro Cunqueiro

El laberinto habitado

Retrato

retrato

16 diciembre 2025

Lo que se sabe del lobo

Lo que se sabe del lobo

Todos los días leemos en los periódicos gallegos que anda por ahí el lobo. Pasa a dos leguas de la Casa de la Cultura y del Jardín de San Carlos, en A Coruña, y a otras tantas del Pórtico da Gloria y de la cátedra de Derecho Civil de la universidad, en Santiago de Compostela. Pasa muy cerca, demasiado cerca, tanto que no sé cómo no andamos todos repelucados… La tribu luparia ha aumentado prodigiosamente estos años en Galicia, y por doquier asoma su ojo hostil. Don Víctor López Seoane, escribiendo en 1861 sus Mamíferos de Galicia, da por muy mermados los escuadrones lobunos en el país, y dice que es raro que entren en las aldeas. ¡Menuda sorpresa se llevaría si resucitase! El lobo está ahí al lado, osado como nunca, inquieto carnicero. Aquí no llega a la manada, que anda suelto, individualista, y cada lobo tiene su parcela de caza, minifundistas como propios galaicos, y con sentido de la propiedad del campo venatorio, y así hay el lobo de Rececende y el de Labrada, el de Romariz y el de Guizán, verbigracia, que no dejan la parroquia y la lobean incansables, y el diente hambrón. Yo tengo para mí que entre los lobos de una parroquia y los de otras es posible que haya disgustos por servidumbres de paso, como entre los paisanos más naturales. El lobo audaz baja entre las casas, come perro y gato cuando no hay ternero u oveja, y las noches aldeanas se alertan de ladridos, y en la cuadra, con el peluco, relincha el caballo. Un viajero que descienda del avión en Santiago puede ver el lobo cruzar el campo de Lavacolla.

Soy de comarca gallega en la que se sabe mucho de lobos, y varias veces he intentado explicar ordenadamente la ciencia lupárica de mis coterráneos. Probado que el animal más antiguo en mi país es el zorro, poco después aparece el lobo. El lobo es animal sin memoria, y con frecuencia se pierde y equivoca. Palabra que aprende, la olvida a la media hora. Lo que a los lobos de Galicia, les acontece a los de la India. Por eso los Rakshas de Ceilán, cuyo jefe raptó a la hermosa y siempre fiel Sita, la esposa de Rama, osaban tomar cualquier forma animal, desde la del elefante a la del ciervo de las ancas de oro, pero no la de lobo, porque convirtiéndose en lobos temían olvidar las palabras mágicas que les permitían retornar a su humano natural. Unos opinan que el lobo no logró nunca aprender el idioma gallego, y por eso puede hablarse de él, aunque esté muy próximo, que no se entera, pero otros sostienen que al lobo harto le gusta la conversación de los humanos, especialmente si es de comer o del calor que hace en las Américas. Está uno hablando de La Habana o de Caracas, y el lobo escondido entre las altas ginestas, sin moverse. Al lobo también, opinan estos mismos, le gusta oír leer el periódico. Como los labriegos hablan en gallego y el periódico está en castellano, hay que suponer en los lobos un bilingüismo natural, como el mío. En la Teseida de Boccaccio, los lobos hablan en latín, y en octavas ABABABCC, que se dicen de origen provenzal. Acaso la lobada sepa también latín en Galicia —¡oh las «divinas palabras»!—, o sean así trilingües los ásperos vagabundos de nuestros montes más oscuros. Hay poetas, como Racine, que pueden reducir a número el aullido del lobo. No sé dónde leí que Racine, para componer los coros de Athalie, se inspiró en los aullidos de los lobos, devorando, en la noche y en la nieve, los restos de un ejército en los bosques de La Ferté…

Hay una muerte que teme el lobo: la muerte en horca. Esto explica lo que un correo de Tui le contaba a López Seoane: haber traído al lobo un par de leguas, sin que osase embestir, «porque ataba la faja a la silla del caballo, lo que, figurándose el lobo que era un lazo, lo temía y no se atrevía a dar el golpe». Cuando un lobo sigue a un hombre va mirando para sus pies, hasta que lo cansa; el hombre cansado se sienta, y adormila, y el lobo lo devora. Si el lobo encuentra a un hombre dormido en el monte, se tumba a su lado y se mide con él; si el hombre es más pequeño, el lobo ataca. Si en un cruce de caminos el lobo se encuentra con el jabalí, le cede el paso. El lobo nunca atacó a un sacerdote que viajase de noche con los Sacramentos. Si un lobo ataca a un hombre y éste es un pobre de pedir y lleva en su zurrón carne y pan recibidos de limosna, el lobo comerá al hombre, pero no tocará ni al pan ni a la carne. Está probado.

Conozco gente que ha quedado señalada por el lobo. Por ejemplo, a uno que le llaman el Pizpaz de Marquide, meteorólogo y afilador, que quedó tieso de párpados, que nunca más los pudo cerrar, por haber estado media hora junto a un puente mirando para los ojos a un lobo viejo. Dicen que los lobos, en la noche, tienen ojos dorados. Nunca he estado tan cerca de ellos en las horas nocturnas que pudiera apreciar esta belleza… Todo idioma, incluso el gallego y el catalán, tienen siete palabras que, dichas en alta voz, ahuyentan al lobo. Eso se cree en Galicia y en Ucrania. Lo malo es que no se sabe qué siete palabras sean ésas. Un monje bizantino que viajaba por Ucrania fue cercado en una cabaña, en el campo nevado, por una manada de lobos. Como llevaba en el bolsillo un vocabulario greco-eslavo, comenzó a leerlo, y cuando llegó a pi, ya los lobos se habían ido. Había dicho las siete palabras fatales. Todo lo que se sabe es que dicen esas palabras antes de llegar a pi…

Aún ayer vi el lobo, subiendo desde el mar de Vigo a A Cañiza, en un lugar que llaman Fonfría, que es voz romancera. Cruzó la carretera y se detuvo junto a la cuneta. Nos apeamos del coche y yo palmeé y grité: «¡lobo, lobo!». No nos hizo caso y se marchó lentamente por el brezal, la cabeza levantada. No quisiera soñar con él, porque dicen en mi país que si el que ha visto el lobo sueña siete veces con él, a la séptima noche el lobo aparece junto a la cama. Sí, con los ojos dorados. Lo primero que muerde es el rostro del hombre, dicen que porque no quiere que le vean comer carne humana. Te ciega para devorarte. Quizá no sirviera el lobo, por este detalle, para alguna de las políticas de este siglo…

A la hora de entre lusco y fusco, por el silencio de la hora serótina, va vagante y silencioso el lobo por los hondos caminos solitarios de mi país.


Álvaro Cunqueiro

El laberinto habitado

Los paisajes de otoño como me gustan

Los paisajes de otoño como me gustan

12 diciembre 2025

en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer ermitas,

 3. Éramos tres hermanas y nueve hermanos. Todos parecieron a sus padres, por la bondad de Dios, en ser virtuosos, si no fui yo, aunque era la más querida de mi padre. Y antes que comenzase a ofender a Dios, parece tenía alguna razón; porque yo he lástima cuando me acuerdo las buenas inclinaciones que el Señor me había dado y cuán mal me supe aprovechar de ellas.

4. Pues mis hermanos ninguna cosa me desayudaban a servir a Dios. Tenía uno casi de mi edad, juntábamonos entrambos a leer vidas de Santos, que era el que yo más quería, aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí. Como veía los martirios que por Dios las santas pasaban, parecíame compraban muy barato el ir a gozar de Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo, y juntábame con este mi hermano a tratar qué medio habría para esto. Concertábamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen. Y paréceme que nos daba el Señor ánimo en tan tierna edad, si viéramos algún medio, sino que el tener padres nos parecía el mayor embarazo.

Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre, en lo que leíamos. Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto y gustábamos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre! En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad.


5. De que vi que era imposible ir a donde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños; y en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer ermitas, poniendo unas piedrecillas que luego se nos caían, y así no hallábamos remedio en nada para nuestro deseo; que ahora me pone devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi culpa.


Santa Teresa de Jesús

Libro de la vida

Zorro

Usted disimule!

11 diciembre 2025

y pasó la vida con grandes enfermedades,

 2. Mi madre también tenía muchas virtudes y pasó la vida con grandes enfermedades. Grandísima honestidad. Con ser de harta hermosura, jamás se entendió que diese ocasión a que ella hacía caso de ella, porque con morir de treinta y tres años, ya su traje era como de persona de mucha edad. Muy apacible y de harto entendimiento. Fueron grandes los trabajos que pasaron el tiempo que vivió. Murió muy cristianamente.

Santa Teresa de Jesús

Libro de la vida

Lobo

lobo

10 diciembre 2025

Era mi padre hombre de mucha caridad

 1. El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía, para ser buena. Era mi padre aficionado a leer buenos libros y así los tenía de romance para que leyesen sus hijos. Esto, con el cuidado que mi madre tenía de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos, comenzó a despertarme de edad, a mi parecer, de seis o siete años. Ayudábame no ver en mis padres favor sino para la virtud. Tenían muchas.

Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piedad con los enfermos y aun con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran piedad, y estando una vez en casa una de un su hermano, la regalaba como a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piedad. Era de gran verdad. Jamás nadie le vio jurar ni murmurar. Muy honesto en gran manera.


Santa Teresa de Jesús

Libro de la vida

Venus


Venus

09 diciembre 2025

Sea bendito por siempre

 2. Sea bendito por siempre, que tanto me esperó, a quien con todo mi corazón suplico me dé gracia para que con toda claridad y verdad yo haga esta relación que mis confesores me mandan (y aun el Señor sé yo lo quiere muchos días ha, sino que yo no me he atrevido) y que sea para gloria y alabanza suya y para que de aquí adelante, conociéndome ellos mejor, ayuden a mi flaqueza para que pueda servir algo de lo que debo al Señor, a quien siempre alaben todas las cosas, amén.

Santa Teresa de Jesús

Libro de la vida

En Avalon

En Ávalon

08 diciembre 2025

Diérame gran consuelo

 1. Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho, me la dieran para que muy por menudo y con claridad dijera mis grandes pecados y ruin vida. Diérame gran consuelo. Mas no han querido, antes atádome mucho en este caso. Y por esto pido, por amor del Señor, tenga delante de los ojos quien este discurso de mi vida leyere, que ha sido tan ruin que no he hallado santo de los que se tornaron a Dios con quien me consolar. Porque considero que, después que el Señor los llamaba, no le tornaban a ofender. Yo no sólo tornaba a ser peor, sino que parece traía estudio a resistir las mercedes que Su Majestad me hacía, como quien se veía obligada a servir más y entendía de sí no podía pagar lo menos de lo que debía.

Santa Teresa de Jesús

Libro de la vida

Vigilantes nocturnos

 owls

06 diciembre 2025

EL VIOLIN DE CREMONA. (5 y final). E. T. A. HOFFMANN - Cuentos Fantásticos

 V

Las reflexiones del profesor avivaron todavía las sospechas que me habían hecho concebir las relaciones de Antonia con el consejero, de tal modo que hasta llegué a imaginar que la muerte de la joven, debía pesar terriblemente sobre la conciencia de Crespel.

Tomé, pues, la resolución de no ausentarme de H… sin antes echarle en cara el crimen de que le creía culpable, conmoviéndole hasta el fondo del alma y arrancándole así una confesión explícita de su crimen. Cuanto más iba reflexionando, se me hacía más evidente que Crespel, era un malvado, de modo que la imprecación que pensaba dirigirle, tomaba a cada punto un carácter más vehemente y caluroso, acabando por ser una obra maestra de oratoria.

Así animado y lleno de fogosas ideas volé a casa del consejero y le hallé ocupado torneando algunos juguetes, con la tranquilidad en el semblante y la sonrisa en los labios.

—¡Cómo podéis gozar un momento de reposo —fue lo primero que le dije— debiendo el remordimiento de una monstruosa acción mortificaros de continuo!…

Miróme lleno de sorpresa y dejó a un lado lo que tenía entre manos.

—¿Qué queréis decir con esto, amigo mío? —me preguntó—. Tened la bondad de tomar asiento.

Enardeciéndome por momentos, le acusé de haber ocasionado la muerte de Antonia, y le amenacé con la venganza del cielo. Orgulloso de mi nueva calidad de togado, le afirmé que nada dejaría para remover hasta descubrir las huellas de su crimen y entregarlo a los tribunales de justicia. No obstante, no puedo explicar hasta qué punto me sentí desconcertado, cuando al terminar mi pomposa arenga, vi que el consejero me estaba mirando con la mayor tranquilidad del mundo, como si esperara que continuase hablando todavía: no hay que decir que probé de hacerlo; pero lo poco que dijo era tan incoherente y hasta ridículo, que no tuve valor para seguir adelante. Crespel parecía deleitarse en mi turbación, pues vagaba por sus labios una maliciosa sonrisa. Por último, recobrando la gravedad, me dijo con voz imponente:

—Joven: aunque me tengas por loco o insensato, te perdono, en gracia a residir entrambos en el mismo manicomio, y ya sé que tu enojo procede de que yo me crea ser el Dios padre, mientras que tú te miras como el Dios hijo. ¿Pero con qué derecho te atreves a querer penetrar en los recónditos repliegues de una existencia que no te corresponde? Pero ¡bah! Antonia no existe, y el secreto no tiene ya razón de ser…

Al decir esto se levantó, recorrió en silencio el aposento, lanzóme una mirada prolongada, y tomándome de la mano me condujo a una ventana que abrió de par en par, y luego apoyado en el antepecho y vagando sus ojos por el jardín, me contó su historia, y ésta me impresionó de tal modo que al dejarle me retiré admirado y confuso.

He aquí en pocas palabras lo concerniente a Antonia.

Hacía ya entonces unos veinte años, poco más, poco menos, que el deseo de adquirir buenos violines de los antiguos maestros, llevó al consejero a Italia, siendo de advertir que no soñaba todavía en construirlos ni menos en desmontarlos. Hallándose en Venecia tuvo ocasión de oír a la famosa cantatriz Angela, que ejecutaba entonces los primeros papeles un el teatro de San Benedetto, y no sólo por su talento, sino también por la extraordinaria belleza de la signora, sintió el consejero un entusiasmo sin límites. Buscó el mejor modo de trabar conocimiento con ella y a pesar de la rudeza de sus modales, por su excelente manejo del violín, encontró al poco tiempo la más distinguida correspondencia en la joven actriz, hasta el extremo de contraer a las pocas semanas matrimonio con él con la condición expresa de que había de permanecer secreto, pues Angela no se avenía a retirarse de la escena, ni menos a abandonar un nombre que se había hecho célebre, para tomar el prosaico de su esposo.

Crespel me describió con cáustica ironía todas las torturas que la signora Angela le hizo sufrir, así que fue su esposa. «Figuraos —me dijo— todos los caprichos e impertinencias de todas las primas donnas, reunidas en el cuerpecillo de Angela». Si un día, cansado de tanta humillación, concebía la idea de imponerse y echar el gallo, sin perder momento le enviaba Angela una legión de abbati, maestri y academici, quienes ignorando sus derechos conyugales, le trataban como a amante descortés e insoportable.

Ocurrió una vez, que tras de un ataque tempestuoso y para ponerse a cubierto de tanto engorro, se refugió Crespel en la quinta de Angela, deseoso de olvidar los sinsabores y disgustos de la jornada, ejecutando diversas fantasías en su violín de Cremona. A los pocos momentos de haber llegado, llega asimismo la signora, a quien le había dado entonces por mostrarse tierna, por lo que, después de darle un abrazo, y de contemplarle con languidez, descansó su cabeza sobre los hombros del consejero, pero éste sin distraerse de su tarea, envuelto en el torbellino de acordes que brotaban de su instrumento, inadvertidamente dio con el arco en la cabeza de la signora, y ésta enderezándose furiosa y a los gritos de Bestia tedesca!, le arrancó el violín de las manos y le hizo trizas sobre el mármol de una mesa contigua. En el primer momento quedó el consejero como petrificado, y luego cual si despertara de un sueño, cogió a la signora entre sus brazos, la arrojó por la ventana, y sin mirar las consecuencias de su arrebato, ni cuidarse de otra cosa, tomó el camino de Alemania.

Algún tiempo después ni siquiera se atrevía a darse cuenta de su violencia, y aun cuando recordaba que la ventana tenía apenas cinco pies de elevación y que sólo por un movimiento irresistible había obrado de aquel modo, perseguíale una cruel inquietud, que subía de grado al recordar que la signora pocos días antes le había hecho concebir la esperanza de hacerle padre. A la sola idea de adquirir informes, temblaba como un azocado; es por lo mismo sumamente natural la sorpresa que tuvo a los ocho meses de este incidente, recibiendo una carta, sumamente tierna, de su cara mitad, en la cual, sin que hiciera mención alguna de lo ocurrido en la quinta, le anunciaba que había dado a luz a una hermosa niña, suplicando encarecidamente al mérito amato e padre felicissimo, que lo más pronto posible se pusiera en camino para Venecia.

Crespel antes de contestar, escribió a algunos amigos rogándoles se sirvieran enterarle de todo lo ocurrido desde su partida, y supo que la signora al traspasar la ventana, había caído sobre el césped, ligera como un pajarillo, sin que esta caída hubiera tenido desfavorables consecuencias, antes al contrario, el proceder de Crespel la había curado de sus habituales caprichos, sin que desde aquel día se hubiese notado en ella una sola de aquellas ideas extrañas que constituyeron el fondo de su carácter. Tanto era así que el maestro que aquel año se había encargado de las funciones de Carnaval, se tenía por el más feliz de los mortales, supuesto que la signora se había prestado a cantar su parte librándole de las mil variaciones, que antes exigía.

Conmovido el consejero por tan completa transformación, pidió sin reflexionar que engancharan un carruaje, y al ir a subir:

—¡Alto —exclamó—, no sea caso que mi sola presencia le haga volver a las andadas, y que de nuevo me vea obligado a echarla por la ventana!

Y volviendo a entrar en casa le escribió una carta llena de ternura, expresándole el gozo que le había causado el saber que la recién nacida tenía lo mismo que él un lunar detrás de la oreja; y después de jurarle que la amaba entrañablemente, afirmaba que sus ocupaciones le retenían en Alemania. Continuó la correspondencia bajo el mismo patrón: protestas de amor, súplicas y ruegos, deseos y expresiones de pesar por no poder cumplirlos, volaban a granel desde Venecia a H… desde H… a Venecia, hasta que por fin Angela pasó a Alemania contratada como prima donna, y en el teatro de F… obtuvo una ovación entusiasta, pues si bien ya no era joven, tenía su canto un atractivo irresistible, y su voz conservaba aún la frescura de sus primeros años. En tanto, Antonia iba creciendo y su madre no se cansaba de escribir al consejero, que su hija prometía llegar a ser una cantatriz de primer orden.

Un día los amigos que tenía Crespel en F…, ignorando completamente el matrimonio del consejero, le escribieron que dos célebres cantatrices formaban la admiración de aquel teatro instándole vivamente a que fuera a oírlas. Pero aun cuando el consejero tenía vehementes deseos de ver a su hija, con sólo pensar en su esposa, le sobrecogía una nube de tristes pensamientos, lo que lo obligó a no moverse de casa y no abandonar un sólo instante sus violines desmontados.

Un joven compositor muy celebrado se enamoró perdidamente de Antonia y esta correspondió a su afecto. Angela no tenía por qué oponerse a su enlace, y el mismo consejero lo aprobó de muy buen grado, pues las obras del joven artista le habían gustado mucho, a pesar de la severidad de su criterio. De día en día aguardaba Crespel la noticia de haberse realizado el matrimonio; pero en vez de la próspera nueva que ansiaba, recibió una carta de luto, cuya dirección iba escrita por mano extraña. Era del Doctor R… quien le anunciaba que Angela al salir del teatro había cogido una pulmonía, de cuyas resultas acababa de fallecer, precisamente la misma víspera del enlace de Antonia. El doctor añadía que Angela le había confiado estar casada con el consejero, a quien recomendaba la suerte de su hija.

El mismo día Crespel se puso en camino para F… Fuérame imposible describir lo patético de sus palabras, cuando me reseñó la primera entrevista que tuvo con su hija, pues en la misma extravagancia de sus expresiones resaltaba una fuerza indescriptible. Estaba adornada Antonia de todas las gracias de su madre, sin ninguno de sus defectos. Al llegar, la encontró junto a su novio y, enterada de los sentimientos internos de su padre, se puso a cantar una canción del gran Martini, que sabía que su madre le cantaba siempre, durante sus amoríos. Se deshizo Crespel en un torrente de lágrimas, pues nunca la voz de su esposa había vibrado con tanta fuerza y expresión en sus oídos. El canto de Antonia tenía un carácter particular, y ya se asemejaba los suspiros de un arpa eólica, y a las mágicas modulaciones del ruiseñor, pareciendo imposible que tanta variedad de tonos cupiera en un pecho humano. Antonia, radiante de amor y alegría, cantó lo mejor de su repertorio, acompañándola su novio en el piano, arrebatado de entusiasmo. Crespel extasiado en un principio, se puso luego triste y meditabundo, y levantándose de súbito la estrechó contra su pecho, y le dijo con voz abobada:

—¡Si me amas, hija mía, no cantes más!… ¡Tu canto me destroza el alma!… ¡Me pongo ansioso!… No cantes más, por Jesucristo…

—No —decía al día siguiente al doctor R…—, cuando, mientras cantaba, aparecieron en sus pálidas mejillas dos manchas coloradas, no era aquello ciertamente un aire de familia… sino un signo de mal agüero.

El doctor, cuyo semblante, desde el principio de la observación del consejero se había llenado de inquietud, le contestó:

—Es en efecto, muy posible que, ya provenga de un grande esfuerzo, ya de un vicio de constitución, sufra Antonia una afección en el pecho, que será precisamente lo que presta a su voz esas vibraciones sonoras y sobrenaturales. Si es así, cuidad que no cante más pues de continuar como hasta aquí, no le garantizo la vida por seis meses.

Las palabras del doctor hicieron en el consejero el efecto de una puñalada asestada en mitad del corazón: parecíale ver un árbol frondoso, cubierto de opulentos frutos y destinado no reverdecer, a no florecer jamás, a ser arrancado de cuajo. Poco tardó en tomar una resolución definitiva, y después de revelar a Antonia sus temores, la dejó escoger entre seguir a su amante y abandonarse a las seducciones del mundo, comprando este placer con la existencia, o consolar los últimos días de su padre, creándole una felicidad que nunca había conocido, y recibiendo en premio la conservación de la vida. La joven hizo comprender a su padre el cruento dolor que la martirizaba, arrojándose a sus brazos sollozante. Dirigióse enseguida al novio, y aun cuando éste le aseguró que no permitiría que nunca más saliera de sus labios de su amada una sola nota, creyó el consejero que no podría resistir al placer de verla ejecutar principalmente las piezas que brotaran de su numen, y acompañado de su hija y sin despedirse de nadie, salió de F… con intento de retirarse a H… Pero desesperado el amante por tan súbita partida, se puso a seguirles, y llegó a aquella ciudad al mismo tiempo que ellos.

—¡Verle una sola vez, y después morir! —decía Antonia ahogando un profundo gemido.

—¡Morir! ¿Cómo se entiende morir? —exclamaba el consejero lleno de cólera, mientras que un estremecimiento glacial le helaba el corazón.

¡Su hija! Este ser adorado, el único en el mundo que le revelaba una dicha desconocida, el único que le reconciliaba con la existencia. ¡Huir de su regazo!… ¡ah!, era imposible. Resolvió, pues, someterla a una terrible prueba. Sentóse el amante al piano, Antonia cantó, y Crespel tocó alegremente el violín, hasta que viendo aparecer en las mejillas de la joven, las dos fatales manchas, interrumpió el concierto. El músico entonces se despidió de Antonia, y ésta cayó desvanecida sobre el pavimento, lanzando un agudo grito.

—Creí en verdad —me decía Crespel—, que tal como lo tenía previsto, había muerto, que había muerto sin remisión; pero resignado a lo peor que pudiera sucederme, permanecí tranquilo, y cogiendo al profesor por los hombros, le dije: «Ya que habéis querido, dignísimo pianista, asesinar a vuestra amada, podéis dejarme en paz, a no ser que prefiráis esperar a que os sepulte en el corazón ese cuchillo de monte, enrojeciendo así las pálidas mejillas de mi hija, con vuestra preciosa sangre. ¡Ea, pues! ¡Fuera de aquí al momento, o no respondo de mis acciones!».

Terrible había de ser su ademán, al pronunciar estas palabras; tomó la puerta escape y bajó de un brinco la escalera.

Algo lejos de su alcance estaría ya, cuando Antonia que yacía en el suelo sin sentido, abrió los ojos, que la muerte parecía querer cerrar al mismo tiempo. Crespel lanzó un aullido, y el médico que había ido a buscar el ama de gobierno, calificó de grave, mas no de peligroso, el estado de la joven; y en efecto, se restableció mucho más pronto de lo que esperaba el mismo consejero. Desde entonces consagróse a su padre con indecible ternura, abandonándose a todas sus preocupaciones y extravagancias, ayudándole a desmontar violines y construirlos nuevos.

—No quiero ya cantar más, y sólo vivir por ti —le decía con frecuencia, sonriendo, y cuando alguien le invitaba a hacerlo, se negaba a ello obstinadamente. Pero el consejero, procuraba evitar todas las ocasiones, y sólo a pesar suyo la acompañaba a una que otra reunión, pero a ninguna absolutamente en que se diera concierto o se hablara de música, pues no dejaba de comprender cuán doloroso era el sacrificio de su hija, renunciando a un arte, que había elevado a tan alto grado de perfección.

Cuando compró aquel maravilloso violín que sepultó con ella, se preparaba a desmontarlo como a los demás; pero Antonia le miró con melancolía, y le dijo con triste acento:

—¡Cómo! ¿Este también? —El mismo consejero no acertaba a descifrar la oculta influencia que le arrastraba a dejarlo intacto y a tañerlo. Apenas hubo arrancado de él las primeras notas, exclamó la joven llena de alborozo:

—¡Padre, padre: yo canto todavía! —En efecto, los puros y argentinos sones de aquel violín parecía que brotaban de un pecho humano.

Conmovido Crespel hasta lo más profundo del alma, esmeraba por momentos la ejecución y cuando con atrevida fuerza recorría todos los tonos de la gama, Antonia palmeteaba, exclamando con arrebato:

—¡Ah! ¡Muy bien lo he hecho… Muy bien!

Desde aquel entonces recobró la alegría y tranquilidad, y cuando le decía al consejero: «Padre mío, quisiera cantar algo», éste descolgaba el violín de la pared, ejecutaba los trozos favoritos de su hija, y ésta experimentaba un alborozo inmenso.

Poco tiempo antes de mi regreso a H… el consejero creyó oír una noche en el aposento contiguo los acordes del piano, y en el preludio reconoció distintamente la ejecución del antiguo amante de su hija. Quiso levantarse; pero le pareció que un peso enorme lo oprimía y que fuertes cadenas de hierro le sujetaban en la cama. Algunos momentos después reconoció la voz de Antonia, exhalándose en un principio suave cual el aura, y subiendo gradualmente hasta alcanzar un fortíssimo vibrante: distinguió por último los acentos de una melodía conmovedora que en otros tiempos el joven profesor había compuesto para Antonia, inspirándose en el estilo sacro de los antiguos maestros. Me confesó Crespel que en tales momentos experimentaba una agitación espantosa, pues sentía a la vez una horrible agonía y un deleite inefable.

De repente le hiere una luz deslumbradora, en medio de la cual percibe a ambos amantes abrazados con transporte: la melodía resuena aún, sin que Antonia cante, ni su amante toque el piano. Entonces cayó el consejero en un profundo letargo y todo huyó de su presencia; el concierto y la aparición.

Al despertar todavía le Agitaba la terrible impresión de este funesto sueño: corrió volando al aposento de Antonia y la encontró tendida en el sofá, con las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos entornados y una sonrisa en los labios, cual si durmiera, arrullada por celestiales ensueños.

 

¡Había muerto!


E. T. A. HOFFMANN
Cuentos Fantásticos

E. T. A. Hoffmann (1776–1822) fue un escritor, jurista, dibujante, pintor, músico y compositor prusiano, considerado una de las figuras más influyentes del Romanticismo alemán. Su obra literaria, especialmente los cuentos fantásticos, dejó una huella profunda en la literatura europea y en la música posterior. (WIKIPEDIA)

Posible peligro

sospecho que alguno está en peligro

05 diciembre 2025

EL VIOLIN DE CREMONA. (4 de varios). E. T. A. HOFFMANN - Cuentos Fantásticos

 IV

Hacía como unos dos años que me había establecido en B… cuando emprendí un viaje por el Mediodía de Alemania. Al caer de la tarde, un día vi destacarse entre el purpúreo crepúsculo las torres de la ciudad de H… y a medida que me iba acercando, se apoderaba de mí un penoso sentimiento de ansiedad; y como se me puso un peso en el pecho que me ahogaba, tuve precisión de apearme del coche para respirar el aire libre. Pronto, no obstante, el abatimiento moral convirtióse en dolor físico, pareciéndome que el aire me traía los acentos de un solemne canto. Hiciéronse los sonidos cada vez más perceptibles y no tardó en notar que era aquello un sagrado cántico.

—¿Qué será? —exclamé con tono dolorido.

—¿No lo estáis viendo? —díjome el postillón—; es que en el cementerio de allá abajo encierran a alguien.

En efecto, teníamos un cementerio a la vista, y distinguí perfectamente en él a varios hombres enlutados formando corro entorno de una fosa. Se me vinieron las lágrimas a los ojos y me pareció que allí estaban enterrando todos los goces y felicidades de mi existencia. Bajé la colina, perdí la vista del cementerio, cesaron los cantos y junto a la puerta de la ciudad encontré a una comitiva que volvía del entierro. El profesor, llevando al lado a su sobrina pasó junto a mi sin notarme siquiera; ésta se enjugaba los ojos con un pañuelo, y sollozaba amargamente.

Desde entonces no pude resolverme a entrar en la ciudad, envié al criado con el coche a la posada, y empecé a recorrer aquellos sitios que me eran tan conocidos, deseoso de recobrarme de una emoción dolorosa, la cual provenía quizás de las fatigas del viaje o de otra causa física cualquiera. Al llegar a una avenida que conducía a unos jardines públicos, presencié un espectáculo extraordinario. El consejero Crespel, conducido por dos hombres enlutados, de quienes quería huir dando extraordinarios saltos, llevaba su acostumbrado traje pardo, de extraña hechura, un sombrero tricornio descansando marcialmente sobre la oreja izquierda, del cual pendía una enorme gasa que flotaba a merced del viento, y el negro cinturón del que colgaba en vez de espada un arco de violín. Un súbito escalofrío que me sobrecogió al verle, hizo extremecer todos mis miembros. «¡Si se habrá vuelto loco!», dije para mí, siguiéndole lentamente. Sus acompañantes dejáronlo en su casa, donde él les despidió abrazándoles y riendo a carcajadas. Libre de ellos, fijó en mí sus miradas, y después de contemplarme un rato de hito en hito, díjome con voz apagada:

—Sed muy bienvenido, señor estudiante, comprenderéis sin duda que…

Y sin continuar su idea me cogió del brazo y me condujo al aposento en que tenía colgados sus violines todos los cuales se hallaban cubiertos de un negro crespón: sólo el interesante violín de Cremona había sido sustituido por una corona de fúnebre ciprés. Entonces comprendí lo que había pasado.

—¡Antonia! ¡Antonia! —exclamé con desesperación. El consejero permaneció inmóvil a mi lado, con los brazos cruzados, y cuando señalé con el dedo la fúnebre corona, me dijo con solemnidad:

—Al morir la pobre, rompióse el arco y saltó hecha trizas el alma de ese violín. El fiel instrumento sólo podía vivir con ella y por ella; por esto está sepultado en su misma tumba.

Profundamente conmovido caí en un sillón, y el consejero entonó con voz ronca una canción alegre: era un espectáculo doloroso el verle al mismo tiempo saltar a pie juntillas, mientras la gasa de su sombrero rozaba, siguiéndole en sus movimientos, todos los violines, suspendidos en la pared. Escapóse de mis labios un grito de espanto, cuando en una rápida vuelta que dio el consejero, cayó el crespón sobre mi cara, pues me hizo la impresión de que iba a envolverme entre los fúnebres velos de la locura. Crespel paró en seco de bailar, y cuadrándoseme delante, exclamó:

—¡Muchacho, muchacho! ¿Por qué gritas de este modo? ¿Se te ha aparecido acaso el ángel de la muerte, que preside siempre las ceremonias de esta especie?

Adelantóse enseguida hasta el centro del aposento, cogió el arco de violín que llevaba pendiente del cinto, lo levantó con entrambas manos por encima de su cabeza y lo rompió con tanta fuerza que saltó en astillas. El consejero soltó una carcajada y exclamó con voz fuerte:

—Ahora que acaba de romperse la varilla mágica, ¿no es cierto que soy libre… completamente libre?… ¡Sí! ¡Viva la libertad! ¡No más violines!… ¡Se acabaron los violines!… —Y con un tono todavía más terrible púsose a cantar nuevamente una risueña melodía, corriendo y saltando de nuevo a pie juntillas. Esta escena me llenaba de espanto, por lo que hice ademán de huir; empero agarrándome por el brazo, me dijo con la mayor tranquilidad:

—No os mováis, por Dios, señor estudiante, y no toméis por locura la explosión del dolor que me asesina; pues todo esto me sucede, porque últimamente mandé que me hicieran una bata con la cual quería aparentar ser yo el destino… el mismo Dios.

Y así continuó soltando toda suerte de despropósitos, hasta que por fin cayó rendido y sin conocimiento. Llamé a la vieja criada, y al salir de aquella casa me pareció que respiraba.

No me cabía duda alguna de que Crespel se había vuelto loco; no obstante, el profesor sostenía lo contrario, diciendo:

—Existen ciertos hombres a quienes la naturaleza o una circunstancia particular cualquiera les despojan del velo, bajo el cual nosotros cometemos locuras, sin que se nos adviertan y se parecen a esos insectos, a través de cuya transparente piel se descubre todo el juego de sus músculos. Lo que en nosotros permanece en el fondo del pensamiento, se traduce en acción en Crespel, quien con las contorsiones de su extravagante bailoteo expresa tan sólo la amarga ironía que le inspira la suerte que tantas veces se ha burlado de él en este mundo. Pero precisamente un esto estriba su salvación, pues sabe devolver a la tierra lo que de la tierra proviene, guardando intacto lo que reconoce un principio divino. Por esto no dudéis que aun en medio de sus ruidosas locuras, ha conservado siempre el principio de sí mismo, a pesar de que la muerte repentina de Antonia lo ha postrado, apuesto a que mañana mismo habrá recobrado ya sus antiguos hábitos.

Efectivamente: al pie de la letra pasó la predicción del profesor; el consejero reapareció al día siguiente, cual sí nada le hubiese pasado: únicamente declaró que no haría más violines, ni tocaría nunca más este instrumento.

Más tarde supe que había cumplido su palabra.


E. T. A. HOFFMANN
Cuentos Fantásticos

E. T. A. Hoffmann (1776–1822) fue un escritor, jurista, dibujante, pintor, músico y compositor prusiano, considerado una de las figuras más influyentes del Romanticismo alemán. Su obra literaria, especialmente los cuentos fantásticos, dejó una huella profunda en la literatura europea y en la música posterior. (WIKIPEDIA)