GALICIA ROMÁNICA
Parece que en la
hora románica todo en Galicia estuviese en forma, desde la piedra labrada a la
canción del claro trovador; vinieron viñas nuevas con las abadías cluniacense,
traídas de las riberas del Mosela y del Reno, y al tiempo aves nunca vistas que
posaron en ellas: los malvises, por ejemplo, en Santo Estevo de Ribas de Sil,
que según la tradición llegaron de Oriente. Tan en forma estuvo Galicia en el
románico, que se dejó estar en él, y aún perduran muchas cosas románicas en la
Galicia actual, de tal modo que cualquier espectador puede preguntarse
seriamente si no es el románico la «forma» de Galicia. En pleno siglo XIX los fantasmas en Galicia son románicos: la espiritada de Leste era
visitada por «un amigo que venía del cielo», y cuando le preguntaron de qué
vestía su nocturno conversador, decía que, de nada, que era de hermosa piedra,
como un santo. Cuando llevaron a la enferma a Compostela, lo reconoció en el
Pórtico da Gloria: reconoció la dulce sonrisa de Daniel… La sombra que más
apetece el gallego es la del castaño, que es un árbol con bóvedas de medio
cañón, y en el palacio de Gelmírez, en Compostela, en los capiteles se come
pétrea empanada de lamprea, rotunda, como hoy en la Pascua, en el Padrón. En
Pacios do Miño, en un capitel, está Ovéquiz, abad, comiendo tarta de Mondoñedo,
con la punta de los dedos, como la priora en el cuento de Chaucer. Los más de
los vinos galaicos de hoy vinieron con Cluny: albariño y espadeiro, y por eso
este último tinto es el vino perfecto para las romerías a los santos patronos
auxiliadores, a Santa Marta en Ribarteme, al Santo Apóstol en Compostela, a
Santo André en Teixido, Santo André de Lonxe, a donde gallego que no fue de
vivo irá de muerto, aunque sea en figura de lagartija. El espadeiro es un vino
ancho, repantigado, el cuerpo en arcos de medio punto, que mejora peregrinando:
algo así como un don Gaiferos de Mormaltán en su cuarta peregrinación a
Santiago, en la madura edad, descansando en el frescor de un claustro con fuente
y hiedra varona, que enrojece tan irreprochablemente en estío.
He averiguado
personalmente que hay dos épocas en la matanza del cerdo en Galicia. La primera
edad, que podemos llamar celtorromana, partía el cerdo en tres grandes
provincias, destinadas las tres a la salazón; la segunda edad, o románica,
partió ya el cerdo muy bellamente, con la ciencia de las cocinas mitradas de
Samos y de Meira, y asó, empanó y embutió. Se pasó de golpe del neolítico al
románico, del tocino con golpes al jamón asado y al lacón trufado, y a la
empanada de raxo, de lomo, que es una de las
querencias más profundas del gallego agrario. La matanza casera en las pequeñas
villas antiguas del país es de una absoluta perfección formal, y de una
extraordinaria riqueza de platos, comenzando por la filloa
—hojuela, crêpe—, de sangre, cuya receta nos vino cuando vino «a Santa Orde do
Cistel», el Císter reformante. Está en el recetario de Sobrado, al lado de las
truchas hervidas en vino blanco y comidas con salsa de laurel, esa salsa de los
feudales galaicos, que los hacía a la vez bárbaros y somnolientos. La Galicia
románica es una edad en la que la cocina no tuvo más especias que el perejil y
el laurel. Aún hoy huele a perejil en las antiguas cocinas de Celanova y
Armenteira, el castillo de Lemos o de Monterrei, como huelen a vinagre de sidra
de pera las celdas de los abades mitrados, que se curaban con él sus enormes
reumas medievales. Yo entro en la cámara abacial de Oseira o de Sobrado, aunque
sea ahuyentando murciélagos, y se me pone en la nariz la sutil picazón de aquel
remedio. Pica y refresca. ¡Qué cosas! Como rapé.
Hay grandes trozos
de camino compostelano perdido por las colinas y los valles del país: el camino
tiene tendencia a tomar las curvas de las bocarribeiras,
y cuando alcanza la meseta central gallega, y pudiera tirar recto hacia
Santiago por las llanas donde medra el abedul y la perdiz saluda la alba
ginesta, se pone sinuoso, buscando las fuentes y las iglesias campesinas, las
más románicas, con redondos ábsides y felices rosetones, y entonces el camino,
con estas posadas y estas umbrías, es verdaderamente románico, un camino del XII, el de los peregrinos y el de los reyes, que andaban también romeros:
Ven
a Santiago en romería
El
Rei, madre, e prazme de corazón,
ca
verei El Rei que nunca vi,
e
meu amigo, que ven con él y.
¡El amigo! ¡Cómo se
enamoraron las gallegas, so el avellano y oyendo el estornino, en el siglo de
los trovadores! La gallega románica tiene los ojos celestes y la piel blanca, y
es un elogio decirle «corpo delgado».
El camino anda:
ésta es la gracia del Camino Francés que va lentamente, como un río, hacia
Compostela y pasa las venas fluviales por estrechos puentes, él que es río de
tierra, polvo molido por los pies penitentes. En muchos lugares del camino, en
Triacastela y Hospital y el Santo Cebreiro, en las nieblas matinales, de
ofrecidos, ilustres viudas de Maguncia, canónigos de Salzburgo, duques de
Borgoña, húngaros con gorros de piel, flamencos que aún espectros conservan la
tez rosada. El año 1772, en Temple de O Cebreiro, una mujer encontró a un
príncipe de Francia que hacía quinientos años que intentaba llegar a Compostela
y lo detenían varios demonios, engañándolo con caminos traveseros y
distrayéndolo con gulas y lujurias; la mujer le puso al gálico un cirio bendito
en la mano, y en el acto el vagante halló paz, que se convirtió en polvo la
carne y la colorada ropa preciosa, y quedó en el camino el esqueleto, al que
dieron camposanto allí… El camino tiene el don de lenguas y aún en este siglo
el poeta francés Germain Nouveau, viniendo a Compostela mendigando, leía sus
versos a los gallegos, en Pedrafita, y todos los entendían. Como en el 1200 a
los alemanes y a los panonios.
Con estas notas lo
que he intentado decir es que en Galicia lo románico pertenece al aire que se
respira, y que es uno de nuestros paisajes naturales. El retrato del gallego
tiene el románico al fondo. La lengua, el pan, la columna, el vino, la canción,
los caminos, las romerías, los fantasmas, los atardeceres. Y la capacidad para
vivir el misterio con vivacidad y ásistir al milagro con los ojos abiertos. Ese
aire antiguo, celeste, que enredoma por veces mi lejano país, se conserva sobre
la tierra nuestra desde un atardecer del siglo XIII, cuando un
copista de los «fechos» apostólicos sacudió la pluma de ganso que la acababa de
mojar en el asombro azul de los ojos que contemplaban un milagro de Jacobo.
Destino, número 1260, 30 de septiembre de 1961: p. 37
Álvaro CunqueiroEl laberinto habitado
Álvaro Cunqueiro
(Mondoñedo, 1911- Vigo, 1981) ejerció en gallego y en castellano el periodismo
y las artes literarias en sus más variadas formas y fue, sin duda, uno de los
mejores cultivadores del realismo fantástico en España. Se dio a conocer muy
pronto como poeta y libros como Mar ao Norde, Poemas do si e non, Cantiga nova
que se chama Riveira fluctúan entre el surrealismo y las reminiscencias
trovadorescas. Su obra en prosa en muy extensa y en ella destacan títulos como
Merlín e familia, Crónicas del Sochantre, Un hombre que se parecía a Orestes
(Premio Nadal 1968), Si o vello Sinbad volvese ás illas, Vida y fugas de Fanto
Fantini della Gherardesca, Tertulia de boticas prodigiosas y Escuela de
curanderos, Fábulas y leyendas de la mar y El pasajero en Galicia, entre otras.
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