LA ESPADA DE WELAND
Los niños estaban en el teatro; representaban ante las Tres Vacas todo lo que recordaban de El sueño de una noche de verano. Su padre les había preparado un pequeño resumen de la gran obra de Shakespeare, y ellos lo habían repetido, con su madre y con él, hasta aprenderlo de memoria. Comenzaban allí donde Nick Bottom, el tejedor, aparece entre los arbustos con una cabeza de asno sobre los hombros, y encuentra dormida a Titania, Reina de las Hadas. De ahí saltaban al momento en que Bottom pide a tres pequeñas hadas que le rasquen la cabeza y le lleven miel, y deteníanse cuando Bottom se duerme en los brazos de Titania. Dan hacía los papeles de Puck y Nick Bottom, y también los de las tres hadas. Llevaba un casquete de tela de orejas puntiagudas, para representar a Puck, y una cabeza de asno de papel, procedente de uno de los navideños petardos con sorpresa —pero se rompía cuando no se tenía cuidado con ella—, para representar a Bottom. Una, en el papel de Titania, llevaba una guirnalda de ancolias y una rama de digital como varita.
El teatro se hallaba en una pradera llamada el Campo Largo. Un canalillo, que alimentaba a un molino situado a dos o tres prados de allí, rodeaba una de las esquinas, y, en medio de ellas, se encontraba un viejo Ruedo de hadas de yerba oscurecida, que hacía las veces de escena. Los bordes del canalillo, cubiertos de mimbres, de avellanos y de bolas de nieve, ofrecían cómodos rincones para esperar el instante de entrar en escena; y una persona mayor que había visto el lugar decía que el mismo Shakespeare no hubiese podido imaginar mejor cuadro para su obra. Con toda seguridad no se les hubiera permitido representar en la misma noche de San Juan, pero la víspera de esta fiesta habían bajado después del té; a la hora en que las sombras crecen, y habían llevado sus cenas: huevos duros, galletas «Bath Oliver» y sal en un paquete. Las Tres Vacas habían sido ya ordeñadas y pastaban incesantemente y el sonido que producían al arrancar la yerba podía oírse hasta el límite del prado; el ruido del molino, al trabajar, imitaba el de los pasos de unos pies descalzos sobre la hierba. Un cuco, posado sobre el montante de una puerta, cantaba su entrecortada canción de junio: «cucú», mientras un martín pescador cruzaba afanoso la pradera entre el canalillo y el arroyo. El resto no era más que una especie de calma espesa y soñolienta, perfumada de ulmarias y de yerba seca.
La obra marchaba de maravilla. Dan se acordaba de todos sus papeles, —Puck, Bottom, y las tres hadas—, y Una no olvidaba una sola palabra del de Titania, incluso el difícil pasaje en que ella dice a las hadas que habrá que alimentar a Bottom con «albaricoques, higos maduros y zarzamoras», y donde todos los versos tenían la misma rima. Los dos estaban tan contentos que la representaron tres veces, de cabo a rabo, antes de sentarse en el centro del Ruedo para comerse los huevos y las galletas «Bath Oliver». Fue entonces cuando oyeron entre los chopos del ribazo un silbido que los sobresaltó bastante.
Los arbustos se abrieron. En el mismo lugar en que Dan había representado el personaje de Puck, vieron a un pequeño ser cetrino, de anchos hombros, orejas puntiagudas, nariz roma, ojos azules y separados y en cuyo conjunto una mueca sonriente hendía el rostro cubierto de manchas rojizas. Se protegió los ojos como si mirara a Quince, Snout, Bottom y los demás en trance de repetir Piramo y Tisbe, y con una voz profunda, como la de las Tres Vacas cuando pedían ser ordeñadas, comenzó:
¿Qué rústicos bribones aquí se pavonean
tan cerca de la cuna de nuestra Hada Reina?
Se detuvo y llevó una de sus manos tras su oreja, y con la mirada chispeante de malicia continuó:
¿Es esto una comedia? Yo seré espectador
y, si veo un motivo, seré también actor.
Los niños le miraron embobados. El hombrecillo —apenas llegaría al hombro de Dan— entró tranquilamente en el Ruedo.
—Ya he perdido un poco de práctica —dijo—, pero así es cómo se representa mi papel.
Los niños no habían cesado de mirarle, desde su sombrerillo azul oscuro, semejante a una flor de ancolia, hasta sus pies descalzos y velludos. Por último él se echó a reír.
—Os ruego que no me miréis así. No es ciertamente mi defecto. ¿Qué podíais esperar de otro? —dijo.
—Nosotros no esperamos nada —repuso Dan lentamente—. Este campo es nuestro.
—¿Sí? —dijo el visitante, sentándose—. Entonces, ¿por qué, gran Dios, representáis El sueño de una noche de verano tres veces seguidas en víspera de San Juan, en medio del Ruedo y al pie sí precisamente al pie de una de las más viejas colinas que poseo en la vieja Inglaterra? La colina de Pook; la colina de Puck; la colina de Puck; la colina de Pook. Está tan claro como el agua.
E indicó el declive de la colina de Pook, desnuda y cubierta de helechos, que desde el otro borde del canalillo ascendía hasta un sombrío bosque. Por encima de este terreno se elevaba unos quinientos pies, sin interrupción, hasta salir por fin en el vértice desnudo de la colina de Beacon, desde donde se veían las llanuras de Pevensey, el Canal y la mitad de las peladas lomas del Sur.
—¡Por el Roble, el Fresno y el Espino! —gritó, sin cesar de reírse—. Si esto hubiera ocurrido hace algunos siglos habríais visto a los habitantes de las colinas salir como abejas en junio.
—No sabíamos que hiciéramos nada malo —repuso Dan.
Pero el hombrecillo, estremecido de risa, dijo:
—¿Malo? Ciertamente, no, no es malo. Lo que acabáis de hacer, reyes, caballeros y sabios de tiempos pasados hubieran dado sus coronas, sus espuelas y sus libros por conseguirlo. Si Merlin en persona os hubiese ayudado, no hubiérais podido hacerlo mejor. ¡Habéis forzado las colinas…, forzado las colinas! En dos mil años, esto no había ocurrido.
—Nosotros…, nosotros no lo hemos hecho adrede —dijo Una.
—Seguramente no. Por esto lo habéis hecho. Desgraciadamente, hoy están vacías las colinas, y toda la gente que las habitaba se ha marchado. Yo soy el único que queda. Yo soy Puck, el más antiguo de los antiguos habitantes de Inglaterra, enteramente a vuestro servicio, si…, si es que os puede complacer tener relación conmigo. Si no tenéis nada más que decir, me iré en seguida.
Miró a los niños, y los niños le miraron durante un buen medio minuto. Sus ojos ya no chispeaban tanto. Estaban llenos de benevolencia, y una bondadosa sonrisa distendía sus labios.
Una le tendió la mano.
—No se marche —dijo—. Nosotros le queremos.
—¿Quiere una galleta «Bath Oliver»? —dijo Dan, ofreciéndole el grasiento envoltorio con los huevos.
—¡Por el Roble, El Fresno y el Espino! —dijo Puck, quitándose el sombrerillo azul—. También yo os quiero. Pon un poco de sal sobre la galleta, Dan, y comeré con vosotros. Eso os demostrará quien soy. Algunos de nosotros —continuó con la boca llena— no podía soportar la sal, o las herraduras sobre una puerta, o las bayas del fresno silvestre, o el agua corriente, o el hierro frío, o el sonido de las campanas de la iglesia. ¡Pero yo soy Puck!
Se sacudió cuidadosamente las migas de su jubón y les estrechó las manos.
—Dan y yo siempre hemos dicho —balbució Una— que, si esto ocurría alguna vez, nosotros sabríamos exactamente qué hacer; pero…, ahora diríase que esto es distinto.
—Ella se refiere a encontrar un hada —explicó Dan—. Yo nunca he creído en ellas después de los seis años, todo lo más.
—Yo sí —dijo Una—. Cuando menos, yo he creído la mitad, si usted quiere, hasta que aprendimos Adiós, premios. ¿Conoce usted Adiós, premios y hadas?
—Esto, quieres decir —dijo Puck. Echó hacia atrás su enorme cabeza y comenzó en el segundo verso:
Ahora las buenas amas de casa decir pueden
que las mujeres sucias manchan las lecherías
y continúan ellas haciendo ahora lo mismo.
(¡Canta conmigo, Una!).
Porque aunque se preocupen limpiando sus fogones
lo mismo que podrían hacerlo las doncellas,
¿quién decirnos podría que, por haber limpiado
dentro de sus zapatos, encontró seis peniques?
Los ecos revolotearon hasta el límite de la pradera.
—Estoy seguro de que la conoces —dijo él.
—Después viene la estrofa de los Ruedos —dijo Dan—. Cuando yo era pequeño, ella hacía que me sintiera siempre desgraciado.
—«Testigo de esos ruedos y rondoes», ¿no es eso lo que quieres decir? —refunfuñó Puck, con una voz parecida a la del órgano de una iglesia.
Los hombres aquéllos aún sobreviven,
actuaron, en tiempos de Reina María,
sobre numerosas y verdes llanuras;
mas desde la última reina Isabel
y desde que vino el último Jaime,
no se los ha visto en los matorrales
como en otro tiempo se los viera a todos.
—Ha pasado algún tiempo desde que la oí cantar, pero es inútil que argumentemos sobre esto. Toda la gente de las colinas se ha marchado. La vi llegar a la vieja Inglaterra, y la vi partir. Gigantes, enanos, duendecillos, genios, trasgos y diablejos; espíritus de los bosques, de los árboles, de los ribazos, de las aguas; gentes de los eriales, veladores de colinas, guardianes de tesoros, buenas personas, personajillos, pigmeos, augures, jinetes de la noche, hadas, ogros, gnomos, y los demás… se fueron, ¡se fueron! Yo vine a Inglaterra con el Roble, el Fresno y el Espino, y cuando el Roble, el Fresno y el Espino no existan, me iré también.
Dan miró en torno a la pradera. Miró al roble de Una, cerca de la puerta de abajo, a la hilera de fresnos que se desplomaban en el estanque de las Nutrias, donde el canalillo se vertía cuando ya no servía para el molino, y al viejo y nudoso espino blanco donde las Tres Vacas se rascaban el cuello.
—Perfectamente —dijo, y añadió—: Voy a plantar una cantidad de bellotas este otoño.
—Pero ¿no eres terriblemente viejo? —preguntó Una.
—No, viejo, no; pero tampoco soy tan joven como por aquí se dice. Veamos. Mis amigos venían de noche a traerme la escudilla de crema cuando Stonehenge aún era reciente. Sí, antes que los hombres que tallaban el pedernal hubiesen cavado el Defipond bajo Chanctonbury.
Una cerró las manos, exclamando: «¡Oh!», e inclinando la cabeza.
—Ella tiene una idea —explicó Dan—. Siempre que tiene una idea hace esto.
—Estoy pensando que si guardáramos un poco de nuestro porridge[2] y lo dejáramos para usted en la buhardilla… Se descubriría si lo dejásemos en el cuarto de los niños.
—Cuarto de estudio —corrigió Dan vivamente, y Una enrojeció, porque el verano anterior habían convenido, en pacto solemne, no llamar «cuarto de los niños» al cuarto de estudio.
—¡Bendito sea tu corazón de oro! —dijo Puck—. Tú llegarás a ser una muchacha despabilada, un día u otro, en el mercado. Realmente, no tengo necesidad de que me guardéis un tazón; pero si alguna vez quiero comer un poco, os lo diré, estad seguros.
Y se tendió cuan largo era sobre la yerba seca, y los niños se tendieron a su lado, moviendo alegremente las piernas en el aire. Sabían perfectamente que nunca hubieran tenido miedo de él como de su amigo íntimo Hobden, el viejo constructor de setos. Él no les hacía preguntas enojosas de persona mayor, y no se burlaba de la cabeza de asno, sino, siempre tendido, sonreía para sí con una actitud muy juiciosa.
—¿Tenéis un cuchillo? —preguntó por último.
Dan le entregó su gran navaja de una hoja, y Puck se puso a segar un trozo de césped en medio del Ruedo.
—¿Por qué hace esto? ¿Por Magia? —preguntó Una, mientras él cortaba un trozo de barro de color de chocolate tan fácilmente como un queso.
—Sí, una de mis pequeñas Magias —dijo, cortando otro cuadrado—. Comprenderéis que yo no puedo haceros entrar en las colinas porque la gente de las colinas haya partido; pero, si queréis tomar posesión yo puedo mostraros cosas que se ven raramente en el mundo de los hombres. Seguramente lo merecéis.
—¿Qué es tomar posesión? —inquirió Dan con prudencia.
—Es una vieja costumbre de los que compraban y vendían tierras. Solían cortar un trozo de ella y se lo entregaban al comprador, y vosotros no tomaréis realmente posesión de vuestra tierra (verdaderamente, no os pertenece) hasta que el otro os entregue efectivamente un pedazo como éste.
—Pero éste es nuestro prado —dijo Dan, retrocediendo—. ¿Va usted a hacerlo desaparecer mágicamente?
Puck se echó a reír.
—Sé muy bien que es vuestro prado, pero en él hay muchas más cosas de las que vosotros o vuestros padres hayan adivinado jamás. ¡Intentadlo!
—Yo quiero —dijo Una.
Dan siguió también su ejemplo.
—Ahora, vosotros dos estáis en posesión legítima de la vieja Inglaterra —comenzó a decir Puck con una voz cantarina—. Por el derecho del Roble, del Fresno y del Espino, vosotros sois libres de ir y de venir, de ver y de saber, por donde yo os guíe o por donde queráis. Veréis lo que veréis, y oiréis lo que oiréis, de tres mil años a esta parte; y no conoceréis ni espanto ni temor. ¡Firmes! Sostened con firmeza esto que os doy.
Los niños cerraron los ojos, pero no ocurrió nada.
—¿Y bien? —dijo Una, chasqueada, abriéndolos—. Me parece que habrá dragones.
—Esto ocurrió hace tres mil años —dijo Puck, contando con los dedos—. No, yo creo que no se encontraban dragones hace tres mil años.
—Pero no ha ocurrido nada —dijo Dan.
—Esperad un poco —dijo Puck—. Es necesario mucho tiempo para que crezca un roble…, y la vieja Inglaterra es más vieja que veinte robles. Sentémonos y reflexionemos. Yo puedo hacerlo por un siglo en un momento.
—¡Ah, pero usted viene del país de las hadas! —dijo Dan.
—¿Me habéis oído pronunciar alguna vez este nombre? —preguntó vivamente Puck.
—No. Usted ha hablado de las gentes de las colinas, pero jamás ha nombrado a las hadas —dijo Una—, y no sé por qué. ¿No le gusta esta palabra?
—¿Os gustaría que constantemente os llamaran «mortales», o «seres humanos», o «hijos de Adán», o «hijas de Eva»? —dijo Puck.
—No, no nos gustaría —dijo Dan—. Así hablan los Djinns y los Afrits de Las mil y una noches.
—Bien, pues ése es el efecto que me produce a mí esa palabra…, que nunca pronuncio. Además, vosotros oís por ahí hablar de seres imaginarios, de los cuales las gentes de las colinas jamás oyeron hablar…, pequeños moscardones con alas de mariposa y enaguas de gasa, con estrellas brillando en sus cabellos y una varita parecida a la que usan los maestros de escuela para castigar a los niños malos y recompensar a los buenos. ¡Las conozco!
—No nos referimos a esos seres —dijo Dan—. Nosotros también los detestamos.
—Muy bien —dijo Puck—. ¿Cómo puede sorprenderos que a las gentes de las colinas no les agrade ser confundidas con esa banda de impostores de alas pintarrajeadas, que mueven sus varitas y hacen arrumacos con un aire dulzón? ¡Alas de mariposa! Yo he visto a Sir Huon, en el castillo de Tintagel, marchar de viaje hacia Hy-Brasil con un montón de gente, afrontando una tempestad de viento Sudoeste, cuando la espuma volaba sobre el castillo y los Caballos de la Colina estaban enloquecidos por el terror. Avanzaban durante un recalmón, chillando como gaviotas, y luego fueron rechazados cinco buenas millas hacia el interior antes de poder de nuevo alzar la cabeza al viento. ¡Alas de mariposa! Fue cosa de Magia…, de la Magia tan negra de que era capaz Merlin; y todo el mar no era más que fuego verde y blanca espuma donde cantaban las sirenas. Y los Caballos de la Colina escogieron un camino de una ola a otra a la luz de las llamas. Así fue como ocurrieron las cosas en los viejos días.
—¡Magnífico! —dijo Dan. Pero Una se estremeció.
—Entonces, estoy muy contenta de que se hayan ido —dijo—. Pero ¿qué es lo que hizo marchar a las gentes de las colinas?
—Muchas cosas. Os contaré una algún día, una que pudo más que todas —dijo Puck—. Pero todos no se marcharon al mismo tiempo. Desaparecieron, uno a uno, a través de los siglos. La mayoría estaba constituida por extranjeros, que no resistieron nuestro clima. Ésos se marcharon pronto.
—¿Cuándo? —preguntó Dan.
—Hace dos mil años, o más. De hecho, se fueron primero los dioses. Los fenicios se llevaron a alguno, al venir en busca de estaño; y los galos, los jutos, los daneses, los afrisios y los anglos desembarcaron a otros con ellos. En esta época no cesaban de desembarcar, cuando no se hallaban descansando a bordo de sus naves, y siempre traían a sus dioses consigo. Inglaterra no es un buen país para los dioses. Por lo que a mi respecta, adopté inmediatamente las costumbres que tuve buen cuidado de guardar; un tazón de porridge, una escudilla de leche y unas inocentes bromas gastadas a los campesinos en los senderos me bastaron en aquel momento, como en éste. Como veis, he formado parte del país, y no he cesado durante toda mi vida de estar mezclado a los humanos. Pero la mayor parte de los otros han querido a toda costa ser dioses, y tener templos, y altares, y sacerdotes, y sacrificios, para ellos solos.
—Gentes quemadas en cestas de mimbre, como nos cuenta Miss Blake, ¿no es cierto? —preguntó Dan.
—Toda suerte de sacrificios —dijo Puck—. Si no eran hombres, eran caballos, ganado, cerdos, hidromiel (especie de cerveza dulce y pringosa; jamás me ha gustado). Estos viejos seres formaban allí una extravagante banda de ídolos. Realmente, exageraban un poco. ¿Y cuál fue el resultado? Incluso cuando todo iba bien, por otra parte, a la gente no le agradaba servir de víctima; a ellos no les gustaba sacrificar sus percherones. Al cabo de algún tiempo, la gente dejó de prestar atención a aquellos viejos, los techos de cuyos templos se derrumbaron, y los viejos tuvieron que emigrar y cuidar de sus vidas como pudieron. Algunos se pusieron a dar vueltas en torno a los árboles, a esconderse en las tumbas y a gemir en la noche. Gimiendo muy fuerte y largo rato, persuadían una que otra vez a algún pobre campesino asustado a sacrificar una gallina, o a depositar para ellos una libra de mantequilla. Me acuerdo de una de estas diosas llamada Belisama. Terminó completamente mojada, como una simple ondina, en algún lago de Lancashire. Y lo mismo he visto que les ocurrió a centenares de amigos míos. En un principio fueron dioses. Luego, gentes de las colinas, y, por último, tuvieron que marcharse hacia otros lugares, porque no se entendían bien con los ingleses, por una razón o por otra. Sólo uno de estos viejos, que yo recuerde, trabajó honradamente para vivir, después de haber tenido desventuras. Se llamaba Weland, y trabajaba como forjador para algunos dioses. He olvidado sus nombres, pero forjaba para ellos espadas y picas. Creo que se decía pariente de Thor, dios escandinavo.
—¿El Thor que figura en Los héroes de Asgard? —preguntó Una, que había leído el libro.
—Quizá —respondió Puck—. Sin embargo, cuando llegaron los malos días, ni mendigó ni robó: se puso a trabajar. Y yo tuve la suerte de prestarle algún servicio.
—Cuéntenos eso —dijo Dan—. Me gustaría mucho oír hablar de esos viejos.
Se instalaron de nuevo cómodamente, masticando yerba cada uno de ellos. Puck, apoyado sobre uno de sus vigorosos brazos, continuó:
—Dejadme pensar. Encontré a Weland por primera vez en una tarde de noviembre, en medio de una tempestad de granizo, en Pevensey…
—¿Pevensey? ¿Detrás de la colina? —preguntó Dan, señalando el Sur.
—Sí. Pero en ese tiempo era un lodazal, tan lejano como Horsebridge y Hydeneye. Yo me hallaba sobre la colina de Beacon, que entonces se llamaba Brunanburgh, cuando vi la llama pálida de la barda que ardía, y bajé a ver. Algunos piratas (debían de ser hombres de Peofn, según creo) habían incendiado una aldea en la llanura, y la imagen de Weland…, una grande y negra cosa de madera con rosarios de ámbar en torno al cuello, yacía ante una galera negra de treinta y dos remos, que acababa de atracar. ¡Qué terrible frío hacía! Pendían carámbanos del puente; los remos estaban cubiertos de hielo, y había hielo también en los labios de Weland. Al verme entonó en su idioma una larga melopea, diciéndome cómo iba a dominar a Inglaterra y cómo aspiraría yo el humo de sus altares desde Lincolnshire a la isla de Wight. Me tenía sin cuidado. Había visto demasiados dioses irrumpir en la vieja Inglaterra para que un espectáculo así me emocionara. Le dejé desgañitarse mientras sus gentes prendían fuego a la aldea, y entonces le dije (ignoro cómo se me ocurrió): «Forjador de los dioses, tiempo llegará en que te encuentres ofreciendo tus servicios al borde de los caminos».
—¿Y qué dijo Weland? —preguntó Una—. ¿Se enfadó?
—Me injurió, girando los ojos, y yo partí para despertar a las gentes del interior. Pero los piratas conquistaron el país, y durante siglos fue Weland un dios muy importante. Tenía templos por doquier, de Lincolnshire a la isla de Wight, como había dicho, y se le hacían sacrificios francamente escandalosos. Seamos justos: él prefería los caballos a los hombres; pero, hombres o caballos, yo sabía que no tardaría en volver al mundo, como los otros dioses. Yo le había dado mucho, mucho tiempo, alrededor de mil años, y al cabo de este tiempo entré en uno de sus templos, cerca de Andover, para ver cómo iban sus cosas. Allí estaba su altar, así como su imagen, sus sacerdotes y sus fieles, y todo el mundo parecía encontrarse muy a gusto, excepto Weland y los sacerdotes. Al principio, los fieles estaban descontentos, hasta que los sacerdotes elegían sus víctimas. Vosotros también lo hubierais estado. Pero cuando el servicio comenzó se precipitó un sacerdote arrastrando a un hombre hasta el altar y pretendiendo herirle en la cabeza con una pequeña hacha de oro; entonces el hombre cayó y se hizo el muerto. En aquel momento todo el mundo comenzó a gritar: «¡Sacrificio a Weland! ¡Sacrificio a Weland!».
—¿Y el hombre estaba realmente muerto? —preguntó Una.
—¡Qué va! Todo aquello no era más que una comedia, como una comidita de muñecas. Inmediatamente fue llevado allí un magnífico caballo blanco, y el sacerdote cortó algunas crines y pelos de su cola y los quemó ante el altar, murmurando: «¡Sacrificio!». Esto venía a ser como si el hombre y el caballo hubiesen sido muertos. Yo veía el rostro de Weland a través del humo, y no podía evitar la risa. Parecía estar muy contento y tener mucha hambre, y para contentarse sólo disponía de un horrible olor a crin quemada. Un verdadero té de muñecas. Pensé que, de momento, era preferible no decir nada (hubiera sido cruel), y cuando pasé de nuevo por Andover, algunos centenares de años más tarde, Weland y su templo habían desaparecido; en su lugar había un obispo cristiano en una iglesia. Nadie, entre las gentes de las colinas, pudo decirme nada de Weland, y supuse que había abandonado Inglaterra. —Puck dio media vuelta y se apoyó sobre el otro codo y reflexionó largamente—. Dejadme pensar un poco —dijo, por último—. Esto debió de ocurrir pocos años más tarde, uno o dos antes de la conquista, según creo. Fue cuando regresé aquí, a la colina de Pook, y oí una noche hablar al viejo Hobden acerca del esguazo de Weland.
—Si se refiere usted al viejo Hobden, tiene sólo setenta y dos años. Él mismo me lo dijo —afirmó Dan—. Es íntimo amigo nuestro, y con él pasamos muchos ratos.
—Tienes toda la razón —repuso Puck—. Yo me refería a su antepasado en noveno grado. Era un hombre libre que fabricaba carbón de madera en estos alrededores. He conocido largo tiempo a la familia, de padres a hijos, y me pierdo algunas veces. Hob, el danés, era el nombre de mi Hobden, y vivía en la cabaña de la Forja. Naturalmente, agucé el oído al oír hablar de Weland, y corrí a través del bosque hasta el esguazo que se encuentra allí abajo, detrás del bosque de los Pantanos.
Con un movimiento de cabeza señaló hacia el Oeste, donde el valle se encasillaba entre colinas selváticas y campos de lúpulo.
—¿Cómo? ¡Pero si eso es el puente de Willingford! —dijo Una—. Nosotros llegamos hasta allí con frecuencia cuando vamos de paseo. Hay un martín pescador.
—En ese tiempo, querida, estaba allí el esguazo de Weland. De Beacon, que está en lo alto de la colina, descendía hasta allí un camino. ¡Qué camino más abominable! Y toda la colina no era más que un bosque de robles, denso y lleno de gamos. Ninguna huella de Weland. Pero no tardé en ver a un viejo campesino, a caballo, que descendía de Beacon bajo los árboles. Su caballo había perdido una herradura en el barro. Al llegar al esguazo echó pie a tierra, sacó una moneda de su bolso, la dejó sobre una piedra, ató el viejo caballo a un roble y gritó: «¡Forjador, forjador! ¡Trabajo para ti!». Después se sentó y se quedó dormido. Vosotros no podéis imaginar mis sentimientos al ver a un viejo herrero, canoso, barbudo, encorvado, con mandil de cuero, surgir tras el roble y ponerse a herrar al caballo. Era Weland en persona. Sorprendido, salí de mi escondrijo y le pregunté: «¿Qué diablos haces aquí, Weland?».
—¡Pobre Weland! —suspiró Una.
—Echó hacia atrás sus largos cabellos, sin reconocerme de pronto. Después dijo: «Tú bien debes de saberlo. Lo predijiste, viejo mío. Hierro caballos para ganar dinero. Ya no soy ni siquiera Weland. Me llaman… el forjador de Wayland», explicó.
—¡Pobre chico! —Dijo Dan—. ¿Qué contestó usted?
—¿Qué podía contestar? Levantó los ojos, sosteniendo la pata del caballo sobre su regazo, y dijo sonriendo:
»—Me acuerdo del tiempo en que yo no hubiera querido a este viejo esqueleto en sacrificio. Y ahora estoy contentísimo de herrarlo por un penique.
»Yo le dije:
»—¿No tienes miedo alguno de ir al Valhalla, o al lugar de donde has venido?
»—¡Ay, no lo creo! —me respondió, sin dejar de rebajar el casco. Sabía a maravilla tratar a los caballos. La bestia relinchaba con la cabeza apoyada en su hombro—. Tú recordarás tal vez que yo no era un dios tolerante en el tiempo de mi grandeza y de mi poderío. No podía ser liberado hasta el día en que un ser humano me deseara sinceramente buena suerte.
»—Seguramente, este campesino no puede hacer más por ti. Tú hierras el caballo honradamente.
»—Sí, y mis clavos clavan herraduras de una luna llena a otra —dijo—. Pero los campesinos, como la arcilla de nuestros bosques, son extraordinariamente fríos y ásperos.
»¿Creeréis que cuando este campesino se despertó y halló herrado a su caballo, le espoleó sin una palabra de agradecimiento? Me enfurecí tanto que hice dar al caballo media vuelta y retroceder tres millas de camino hasta Beacon, con el único objeto de enseñar educación a aquel viejo cerdo.
—¿Era usted invisible? —preguntó Una.
Y Puck afirmó gravemente:
—En aquella época, el fuego de Beacon estaba siempre dispuesto a encenderse para el caso en que los franceses desembarcaran en Pevensey. Yo no cesé de pasear al caballo por aquellos contornos durante aquella noche de verano. El campesino se creyó embrujado (¡ah, seguramente lo estaba!), y se puso a rezar y a gritar. ¡Cómo me divertí! En cualquier feria de condado no se hubiera encontrado mejor cristiano que él, y hacia las cuatro de la mañana llegó un joven novicio del monasterio, que se hallaba entonces en la colina de Beacon.
—¿Qué es novicio? —preguntó Dan.
—En realidad, es un hombre que comienza a ser monje. Pero, en aquellos tiempos, las gentes enviaban sus hijos a los monasterios como si fuesen a una escuela. Aquel muchacho pasaba cada año algunos meses en un monasterio de Francia, y terminaba sus estudios en otro que se encontraba por aquí, cerca de su casa. Se llamaba Hugh, y se había levantado para pescar en estos parajes. Todo el valle pertenecía a su familia. Hugh oyó los gritos del campesino y le preguntó qué diablos quería. El viejo le contó una asombrosa historia de hadas, de trasgos y de brujas; y, sin embargo, yo sabía perfectamente que él no había visto nada en toda la noche, excepto conejos y ciervos. (Los habitantes de las colinas son como las nutrias, que aparecen cuando quieren). Pero este novicio no era un tonto. Miró las patas del caballo y vio que las nuevas herraduras estaban claveteadas como sólo Weland sabía hacerlo (Weland tenía una manera de clavar los clavos que se llamaba «martillazo de forjador»).
»—¡Hum! —dijo el novicio—. ¿Dónde te han herrado el caballo?
»Al principio, el campesino no quiso decírselo todo, porque a los sacerdotes no les gusta nunca que sus fieles tengan negocios con los antiguos personajes. Por último, confesó que el herrador lo había hecho.
»—¿Cuánto le has pagado? —preguntó el novicio.
»—Un penique —contestó el campesino, con tono desabrido.
»—Un cristiano te hubiera aventajado —dijo el novicio—. Espero que le hayas dado las gracias por lo que ha hecho.
»—No —dijo el campesino—. El forjador de Wayland es pagano.
»—Pagano o no —dijo el novicio—, tú has aceptado su ayuda, y todo trabajo requiere agradecimiento.
»—¿Cómo? —dijo el campesino. Se encontraba fuera de sí, porque yo no había cesado de hacer dar vueltas al viejo caballo—. ¿Cómo, joven mequetrefe? Entonces, según usted, ¿debería yo darle gracias a Satán si me ayudaba?
»—Acaba de hacer el tonto sobre el animal y déjate de historias —dijo el novicio—. Vuelve al esguazo y dale las gracias al forjador o, de lo contrario, te arrepentirás.
»¡Y el forjador hubo de volver! Yo llevaba al caballo sin que me vieran, y el novicio marchaba a nuestro lado barriendo con su traje el brillante rocío y llevando sobre los hombros, a manera de lanza, la caña de pescar. Cuando llegamos al esguazo (eran las cinco y todavía había niebla bajo los robles), el campesino se negó en redondo a dar las gracias. Dijo que contaría al abate que el novicio quería hacerle adorar a los dioses paganos. Entonces, Hugh, el novicio, perdió la paciencia. Gritó solamente: “¡A tierra!”, le asió de una de sus gruesas piernas y lo tiró de la silla sobre el césped, y antes de que pudiera levantarse le cogió por el cuello y le sacudió como un ratón, hasta que el campesino gruñó: “Gracias, forjador de Wayland”.
—¿Y Weland vio todo aquello? —preguntó Dan.
—¡Oh, sí! Y lanzó su antiguo grito de guerra, cuando el campesino cayó patas arriba sobre la hierba. Estaba encantado. Entonces, el novicio se volvió hacia el roble y dijo:
»—¡Hola, forjador de los dioses! Me avergüenzo de este rudo campesino; pero, en virtud de los servicios que tú has prestado a nuestras gentes con caridad y benevolencia, te doy las gracias y te deseo buena suerte.
»Después cogió su caña de pescar (tenía más que nunca el aspecto de una larga lanza) y se alejó a lo largo de nuestro valle.
—¿Y qué hizo el pobre Weland? —preguntó Una.
—Se puso a reír y a gritar de alegría, porque al fin estaba libre y podía marcharse. Pero aquel viejo era honrado. Había trabajado para vivir, y pagó sus deudas antes de marcharse.
»—Haré un regalo a ese novicio —dijo Weland—. Un regalo que le servirá para todo el mundo, y para la vieja Inglaterra después de él. Cuida del fuego, viejo, mientras voy a buscar el hierro que ha de servir para mi último trabajo.
»Entonces fabricó una espada (una espada gris oscura, con líneas sinuosas), y yo soplaba el fuego mientras él martilleaba. ¡Por el Roble, el Fresno y el Espino os lo digo! ¡Weland era un forjador divino! Templó dos veces la espada en el agua corriente, y la tercera al sereno; la expuso al claro de luna, pronunció las Runas (es decir, los encantamientos) y las grabó proféticamente sobre la hoja.
»—Viejo —dijo, enjugándose la frente—, he aquí la mejor hoja que Weland ha hecho jamás. Ni el que se sirva de ella sabrá nunca lo buena que es. Vente al monasterio.
»Entramos en el dormitorio de los monjes. Vimos al novicio profundamente dormido en su catre, y Weland le puso la espada en la mano; recuerdo que el joven la empuñó mientras dormía. Después, Weland, a grandes zancadas, se aventuró a entrar en la capilla y abandonó todas sus herramientas de herrero (martillos, tenazas y limas), en señal de que no haría ya nunca uso de ellas. Se hubiera dicho que el sonido que produjeron era de armaduras, y los monjes, soñolientos, echaron a correr, porque creyeron que los franceses atacaban el monasterio. El novicio llegó el primero, blandiendo su nueva espada y lanzando sajones gritos de guerra. Cuando vieron las herramientas se quedaron completamente aturdidos, hasta que el novicio pidió permiso para hablar y contar lo que había hecho al campesino y dicho al forjador de Wayland, y cómo, a pesar de que la lámpara del dormitorio no había cesado de arder, había hallado en su colchoneta aquella maravillosa espada grabada con runas.
«Entonces fabricó una espada»
»El abate inclinó la cabeza, se echó a reír y dijo al novicio:
»—Hugh, hijo mío, la señal enviada por un dios pagano no es necesaria para probarme que tú no serás monje jamás. Toma tu espada, y guarda tu espada, y parte con tu espada, y sé tan generoso como fuerte eres y cortés. Nosotros colgaremos ante el altar las herramientas del forjador, porque, a pesar de todo lo que el forjador de los dioses pudo hacer en los antiguos tiempos, sabemos que él trabajaba honradamente para vivir y había hecho donaciones a nuestra Madre Iglesia.
»Entonces, todos volvieron a acostarse, excepto el novicio, que se quedó en el recinto jugando con su espada. Entonces, Weland me dijo en los establos:
»—Adiós, viejo amigo; tenías razón. Tú me has visto desembarcar en Inglaterra, y tú me ves partir. Adiós.
»Bajó la colina a paso largo hasta el rincón de los Grandes Bosques (el rincón de los Bosques, como le llamáis hoy), el mismo lugar donde él había desembarcado por primera vez, y durante un rato le oí avanzar a través de las espesuras del lado de Horsebridge; poco a poco, y después nada. Así ocurrió esto. Yo lo vi.
Los dos niños respiraron profundamente.
—¿Y qué fue de Hugh, el novicio? —preguntó Una.
—¿Y la espada? —inquirió Dan.
Puck paseó su mirada sobre la pradera, que reposaba, fresca y tranquila, a la sombra de la colina de Pook. Un totoposte, sobre las retamas, lanzó un grito a las altas yerbas vecinas, y las pequeñas truchas del arroyo comenzaron a saltar. Una gran falena blanca voló torpemente sobre los alisos y abatió las alas en torno a la cabeza de los niños, y una sombra de niebla de agua se levantó del arroyo.
—¿De verdad? ¿Es que queréis saberlo? —preguntó Puck.
—¡Sí, oh, sí! —gritaron los niños.
—Muy bien. Os he prometido que veríais lo que veréis y oiríais lo que oiréis. Ocurrirá esto tres mil años atrás; por el momento, me parece que si no volvéis a vuestras casas comenzarán a buscaros. Yo os acompañaré hasta la puerta.
—¿Estará usted aquí cuando volvamos? —preguntaron ellos.
—Naturalmente, na-tu-ral-men-te —dijo Puck—. Hace ya tiempo que vivo por aquí. Pero antes, un minuto, por favor.
Les dio a cada uno tres hojas: una de Roble, otra de Fresno y otra de Espino.
—Mordedlas —dijo—. De otro modo, podríais hablar encasa de lo que habéis oído y visto (yo conozco bien a los hombres), y enviarían en busca del médico. Mordedlas.
Ellos las mordieron fuertemente y se encontraron luego caminando hacia la puerta. Su padre estaba allí.
—¿Cómo ha ido vuestra representación? —preguntó.
—¡Oh, magníficamente! —dijo Dan—. Me parece, no obstante, que nos quedamos dormidos en seguida. Hacía mucho calor y todo estaba quieto. ¿Lo recuerdas, Una?
Ella sacudió la cabeza sin decir nada.
—Comprendo —dijo su padre:
Kilmeny regresa muy tarde a su casa,
mas ella no puede decir dónde estuvo
ni puede tampoco decir lo que ha visto.
—Pero ¿por qué masticas todavía hojas a tu edad, hija mía? ¿Por entretenerte?
—No. Era por algo, pero no puedo acordarme exactamente —dijo Una.
Y ninguno de los dos pudo hasta que…
Rudyard Kipling
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