Los paisanos armados eran ciertamente muchos; pero había muy pocos fusiles, y de estos la mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y, ¿con qué se hacían los cartuchos si no había pólvora? A esto habíamos llegado cuatro meses después de la victoria de Bailén.
COMO antes indiqué, no pude obtener licencia para salir de Madrid, porque la villa, viéndose pronto en gran aprieto, cayó en la cuenta de que necesitaba de toda su gente para defenderse. ¿Por qué no me marché? ¿Quién me lo impidió? ¿Quién torció el camino de mi resolución? ¿Quién había de ser, sino aquel que por entonces era el trastornador de todos los proyectos, el brazo izquierdo del destino, el que a los grandes y a los pequeños extendía el influjo de su invasora voluntad? Sí: el baratero de Europa, el destronador de los Borbones y fabricante de reinos nuevos, el que tenía sofocada a Inglaterra, y suspensa a la Rusia, y abatida a la Prusia, y amedrentada al Austria, y oprimida a la hermosa Italia, osó también poner la mano en mi suerte, impidiéndome pasar a otro ejército.
Es, pues, el caso, que el D. Quijote imperial y real, como algunos de nuestros paisanos le llamaban, no sin fundamento, había entrado en España a principios de Noviembre, con ánimos de instalar de nuevo en Madrid la botellesca corte. A él se le importaba poco que los españoles llamasen tuerto a su hermano; y fijo en el número y fuerza de nuestros soldados, no atendía a lo demás. Una vez puesto el pie en tierra de España, no le agradó mucho que el mariscal Lefebvre ganase la batalla de Zornosa, porque sabido es que no era de su gusto que se adquiriese gloria sin su presencia y consentimiento. Mandó, sin embargo, al mariscal Víctor que persiguiese a nuestro degraciado Blake, cuyas tropas se habían reforzado con las del marqués de la Romana, escapadas de Dinamarca, y aquí tienen Vds. la batalla de Espinosa de los Monteros, dada en los días 10 y 11, y perdida por nosotros, por más que el Gran Capitán, con más celo que buen sentido, se empeñe en negarlo. ¡Ay! Valientes oficiales perecieron en ella, y grandes apuros y privaciones pasaron todos, sin un pedazo de pan que llevar a la boca, ni una venda que poner en sus heridas.
Así sucumbió el ejército de la izquierda, cuyos restos salvándose por las fragosidades de Liébana, recalaron por tierra de Campos, para ser mandados por el marqués de la Romana. No fue más dichoso el ejército de Extremadura en Gamonal cerca de Burgos, pues Bessieres y Lasalle lo destrozaron también el mismo fatal día 10 de Noviembre, y el 12 entraba en la capital de Castilla el azote del mundo, publicando allí su traidor decreto de amnistía. Aún nos quedaba un ejército, el del Centro, que ocupaba la ribera del Ebro por Tudela: mandábalo Castaños; pero nadie confiaba que allí fuéramos más afortunados, porque una vez abierta la puerta a las calamidades, estas habían de venir unas tras otras a toda prisa, como suele suceder siempre en el pícaro mundo. También nos preparaba el cielo en el Ebro otra gran desgracia; pero a mediados de Noviembre, cuando corrieron por Madrid las tristes nuevas de Espinosa y de Gamonal, aún no se había dado la batalla de Tudela.
El pánico en Madrid era inmenso, y se creía segura la pronta presentación del corso en las inmediaciones de la capital. ¿Qué podía oponérsele? No quedaba más ejército que el del Centro, situado allá arriba a orillas del Ebro. ¿Quién detendría al invasor en su marcha terrible? La Junta se desesperaba y los madrileños creían acudir a remediar la gravedad de las circunstancias, entusiasmándose. ¡Ay! Después de mandar algunas tropas a los pasos de Somosierra y Navacerrada, ¿qué ejército de línea quedaba para defender a Madrid? Da pena el decirlo. Quinientos soldados.
Los paisanos armados eran ciertamente muchos; pero había muy pocos fusiles, y de estos la mitad eran inútiles por falta de cartuchos; y, ¿con qué se hacían los cartuchos si no había pólvora? A esto habíamos llegado cuatro meses después de la victoria de Bailén. Todo al revés. Ayer barriendo a los franceses, y hoy dejándonos barrer; ayer poderosos y temibles, hoy impotentes y desbandados. Contrastes y antítesis y viceversas, propias de la tierra, como el paño pardo, los garbanzos, el buen vino y el buen humor. ¡Oh España, cómo se te reconoce en cualquier parte de tu historia adonde se fije la vista! Y no hay disimulo que te encubra, ni máscara que te oculte, ni afeite que te desfigure, porque a donde quiera que aparezcas, allí se te conoce desde cien leguas con tu media cara de fiesta, y la otra media de miseria, con la una mano empuñando laureles, y con la otra rascándote tu lepra.
—Hola, Gabriel, ¿tú por aquí? —me dijo Pujitos en la puerta del Sol el día 20 de Noviembre—. Ya sabes que tenemos de regidor a nuestro amigo D. Juan de Mañara. Él es el encargado de la cartuchería. ¿Tienes fusil?
—Y bueno. ¿Pero todavía no se dice nada de fortificar a Madrid, ni se trata de abrir fosos y levantar parapetos y abrigos, ya que a esta villa y corte la hicieron sin murallas ni otra defensa alguna?
—Todo se va a hacer. Pero lo que más falta hace es la cartuchería y armas.
—¿Dónde hacen cartuchos?
—En varias partes. Allá junto al colegio de Niñas de la Paz hay más de sesenta personas trabajando en ello noche y día.
—Pero de nada nos sirven los cartuchos sin armas, Sr. de Pujitos —le dije—. Yo conozco muchísimos hombres valientes que no tienen sino chuzos, pedreñales y espadas llenas de orín.
—Eso será nonada, y si no nos hacen traición…
—¡Traición!
—Sí; aquí hay muchos traidores.
—Ahora como la gente anda tan exaltada, es común llamar traidores a los más mejores patriotas.
—Gabriel —dijo deteniéndose en medio de la calle y asomando por el embozo de su capa un dedo con el cual ciceronianamente acentuaba sus palabras—, cuando yo lo digo, sabido me lo tengo. ¿Te acuerdas de lo que se habló hace noches en casa del tío Mano? ¿Te acuerdas cómo se puso furioso el Sr. de Santorcaz contra los traidores? Pues hemos descubierto que ese Sr. de Santorcaz o D. Demonio, es espía del córcego. Velay por qué estaba tan enfoguetado.
—No es la primera vez que lo oigo.
—Él les escribe cartas de lo que aquí pasa, y con el dinero que le dan paga gente alborotadora, que arme querellas entre la tropa. Como este hay muchos, y se dice que señores muy alcurniados están vendidos a los franceses. Pero, Gabriel, que se nos amostacen las narices, y veremos a dónde van a parar. Hay otros que aunque no son traidores, son melindrosos, y no quieren lo que llaman Constitución, la cual se va a poner ahora pa acabar con el espotismo. ¿Sabes tú lo que es el espotismo? Pues el espotismo es una cosa muy mala, muy mala. A bien que desde que acabamos con Godoy y los lairones que con él vivían, se acabaron todas las picardías, y ahora luego que demos fin a esto del córcego, los reinos de España se van a gobernar de otra manera, y estaremos tan bien, que no nos cambiaremos por los ángeles del cielo.
Y diciendo esto, dio media vuelta y marchose lejos de mí a toda prisa. No tardé yo en acudir pronto a la formación de mi compañía.
Ante las evidentes muestras de alarma que a todas horas se observaban en Madrid, mal podía el optimismo del Gran Capitán sostenerse en las ideales regiones donde le hemos visto cernerse, como el águila de la patria a quien ni el peligro ni el miedo pueden obligar a abatir su majestuoso vuelo. Ya no era posible negar la derrota de Espinosa, ni tampoco la de Gamonal, y sólo los locos podrían suponer a Napoleón dispuesto a detenerse en su victorioso camino. Muchos días resistiose el fuerte espíritu de mi amigo a la evidencia de tantos descalabros; por muchos días sostuvo que nuestras armas victoriosas echarían a los franceses con su malhadado emperador del otro lado del Bidasoa; por muchos días continuó atribuyendo a los papeles públicos la pérfida invención de aquellos absurdos acontecimientos que no cabían en su homérica cabeza; pero al fin la muchedumbre de las noticias malas, la agitación pública, el pánico de todos, la general zozobra, y el tumulto y laberinto de los preparativos de defensa rindieron golpe tras golpe el formidable castillo de su terquedad, dando en tierra con tantas ilusiones. El héroe no aparentó desmayar con esto, antes bien se reía tomando la cosa como una fiesta. Lleno de confianza en la capital, siempre negaba que Napoleón se atreviese a ponerse delante de los madrileños, y esta fue una tenacidad que le duró contra viento y marea hasta el 25 de Noviembre, en cuya noche al retirarse a su casa, preguntole doña Gregoria, como siempre, las noticias de la tarde.
—Nada, mujer —repuso frotándose las manos, y promulgando con desdeñosas sonrisas la categórica confianza que llenaba su espíritu—. Nada, mujer: emperadorcito tenemos.
Benito Pérez Galdós
Napoleón en Chamartín
Episodios nacionales: Serie I - 05
El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles —guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares— a lo largo del agitado siglo XIX.
En Napoleón en Chamartín, de nuevo es Madrid escenario de las aventuras de Gabriel de Araceli. Su asendereada existencia y su amor por Inés lo llevan a la capital de España, a la que se aproximan los ejércitos franceses. Asiste —y con él los lectores, gracias a la viveza descriptiva del novelista— a la entrada del Emperador en la Villa y Corte. Sin embargo, por encima del hecho histórico predomina en este episodio un escenario de tipos y aspectos de la realidad cotidiana madrileña —artesanos, frailes, hombres públicos—, de cuya pintura es Galdós el gran maestro. Quinto episodio de la primera serie de los Episodios Nacionales.