12 septiembre 2008

Cartas desde mi molino -1-: Instalación

Instalación
¡Lo que se han asustado los conejos! Al cabo de ver tanto tiempo cerrada la puerta del molino, las paredes y la plataforma invadidas por la hierba, habían acabado por creer extinta la raza de los molineros, y hallando buena la plaza, habíanla convertido en algo así como una especie de cuartel general, un centro de operaciones estratégicas, el molino de Jemmapes de los conejos. La noche de mi llegada, sin mentir, había lo menos veinte sentados en corro alrededor de la plataforma, calentándose las patas delanteras en un rayo de luna. Al tiempo de abrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale pitando y se cuelan por la espesura, enseñando las blancas posaderas y rabo al aire. Espero que volverán.
Otro que al verme se queda muy extrañado, es el vecino del piso primero, un viejo búho, de siniestra catadura y cara de pensador, el cual habita en el molino hace ya más de veinte años.
Lo he encontrado en la cámara del sobradillo, inmóvil y tieso encima del árbol de cama, en medio del cascote y las tejas que se han desprendido. Me ha mirado un momento con mis redondos ojos; luego, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y se puso a sacudir trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué demonio de pensadores, nunca se cepillan! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada mucho más que otro cualquiera, y no me corre prisa desahuciarlo.
Conserva, como en lo pasado, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado, yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, de bóveda rebajada como el refectorio de un convento.
Os escribo desde ella, con la puerta de par en par, y un sol espléndido.
Un lindo bosque de pino, chispeante de luces, baja ante mí hasta el pie del repecho. En el horizonte destácanse las agudas cresterías de los Alpilles. No se oye ruido alguno. A lo más, de tarde en tarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, un collarón de mulas en el camino. Todo ese hermoso paisaje provenzal sólo vive por la luz.
Y ahora, ¿cómo queréis que eche de menos vuestro París ruidoso y obscuro? ¡Estoy también en mi molino! Este es el rinconcito que yo buscaba, un rinconcito aromático y cálido, á mil leguas de los periódicos, de los coches de alquiler, de la niebla. ¡Y cuántas cosas bonitas en torno mío! No hace más de una semana que estoy aquí instalado, y tengo llena ya la cabeza de impresiones y recuerdos. Sin más, ayer tarde presencié la vuelta de los rebaños a una masía que está al pie de la cuesta, y os juro que no cambiaría ese espectáculo por todos los estrenos que hayáis tenido en esta semana en París. Y si no, juzgad.
Habéis de saber que en Provenza es costumbre enviar el ganado a los Alpes cuando llegan los calores. Brutos y personas pasan allí arriba cinco o seis meses, alojados al sereno, con hierba hasta la altura del vientre; luego, al primer frescor del otoño, vuelta a bajar a la masía, y vuelta a rumiar burguesmente los grises altonazos que aromatiza el romero. Quedábamos en que ayer tarde regresaban los rebaños.
Desde por la mañana esperaba el zaguán, de par en par abierto, y los apriscos tenían el suelo alfombrado de paja fresca. De hora en hora exclamaba la gente: «Ahora están en Eyguières, ahora en el Paradón. Luego, de pronto, al atardecer, un grito general de ¡ahí están! y allá abajo, en lontananza, veíamos avanzar el rebaño entre un grandísimo nimbo de polvo. Todo el camino parece andar con él. Los viejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuernos hacia delante y aspecto montaraz; detrás, el grueso de los carneros, las ovejas un poco cansadas y los corderos entre las patas de sus madres, las mulas con perendengues rojos, llevando en serones los lechales de un día, a quienes mecen al andar; después los perros, chorreando de sudor y con la lengua colgante hasta el suelo, y dos grandísimos tunos de rabadanes envueltos en mantas encarnadas, que les caen a modo de capas hasta los talones.
Todo esto desfila ante nosotros alegremente y se precipita en el zaguán, pateando con un ruido de, chaparrón. Es cosa de ver qué movimiento de asombro en toda la casa. Los grandes pavos reales de color verde y oro, de cresta de tul, desde lo alto de sus perchas han conocido a los que llegan y los acogen con una estridente, trompetería. Las aves de corral, recién dormidas, se despiertan con sobresalto. Todo el mundo está en pie: palomas, patos, pavos, pintadas. El corral está como loco, las gallinas hablan de pasar en vela la noche. Diríase que cada carnero ha traído entre la lana, a la vez que un silvestre aroma de los Alpes, un poco de ese aire vivo de las montañas que embriaga y hace bailar.
En medio de ese barullo, el rebaño penetra en su yacija. Nada tan hechicero como esa instalación.
Los borregos viejos enternécense al volver a contemplar sus pesebres. Los corderos, los lechales, los que han nacido durante el viaje y nunca vieron la granja, miran en torno suyo con extrañeza.
Pero lo más conmovedor aun, es ver los perros, esos valientes perros de pastor, atareadísimos tras de sus bestias y sin ver otra cosa sino ellas en la masía. Por más que el perro de guarda los llama desde el fondo de su nicho, y que el cubo del pozo, rebosando de agua fresca, les hace señas, ellos no quieren ver ni oír nada, antes de que el ganado esté recogido, pasada la tranca tras de la puertecilla con postigo, y los pastores puestos a la mesa en la sala baja. Sólo entonces consienten en irse a la perrera, y allí, mientras lamen su gamella de sopa, cuentan a sus compañeros de la granja lo que han hecho en lo alto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lobos y grandes digitales purpúreas llenas de rocío hasta el borde de sus Corolas.
Alfonso Daudet

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