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17 septiembre 2008

Cartas desde mi molino - 2 -: La diligencia de Beaucaire

Era el día de mi llegada aquí. Había tomado la diligencia de Beaucaire, una gran carraca vieja que no tiene que recorrer mucho camino para volverse a casa, pero que se pasea despacio a todo lo largo de la carretera para darse pisto, por la noche, de que viene de muy lejos. Íbamos cinco en la baca, sin contar el conductor.
En primer término un guarda de Camargue, hombrecillo rechoncho y velludo, trascendiendo a montaraz, con ojos saltones inyectados de sangre y con aretes de plata en las orejas, después dos boquereuses, un panadero y su yerno, ambos muy rojos, con mucho jadeo, pero de magníficos perfiles, dos medallas romanas con la efigie de Vitelio. Por último, en la delantera y junto al conductor, un hombre... no, un gorro, un enorme gorro de piel de conejo, quien no decía cosa mayor y miraba el camino con aspecto de tristeza.
Todas aquellas gentes conocíanse entre sí y hablaban de sus asuntos en voz alta, con mucha libertad. El camargués contaba que volvía de Nimes, citado por el juez de instrucción con motivo de un garrotazo dado a un pastor. En Camargue tienen sangre viva. ¿Pues y en Beaucaire? ¿No querían degollarse nuestros dos boquereuses a propósito de la Virgen Santísima? Parece ser que el panadero era de una parroquia dedicada de mucho tiempo atrás a Nuestra Señora, a la que los provenzales llaman la Buena Madre y que lleva en brazos al Niño Jesús; el yerno, por el contrario, cantaba ante el facistol de una iglesia nuevecita consagrada a la Inmaculada Concepción, esa hermosa imagen risueña a la cual representase con los brazos colgantes y brotando rayos de luz las manos. De ahí procedía la inquina.
Era de ver cómo se trataban esos dos buenos católicos y cómo ponían a sus celestiales patronas:
–¡Bonita está tu Inmaculada!
–¡Pues anda, que tu Santa Madre!
–¡Buenas las tomó la tuya en Palestina!
–¡Y la tuya, fea! ¿Quién sabe lo que habrá hecho? Pregúntaselo si no a San José.
Para creerse en el puerto de Nápoles, no faltaba más que ver relucir las facas, y a fe mía, creo que en efecto la teológica disputa hubiera parado en ello, a no haber intervenido el conductor.
–Dejadnos en paz con vuestras vírgenes –dijo riéndose a los boquereuses –todo eso son chismes de mujeres, y los hombres no deben meterse en ellos.
Al concluir hizo restallar la tralla con un mohín escéptico que afilió al parecer suyo todo el mundo.
La discusión había terminado, pero, disparado ya el panadero, tenía necesidad de descargarse con alguien, y dirigiéndose al infeliz del gorro, silencioso y triste en su rincón, le dijo con aire truanesco:
–¿Y tu mujer, amolador? ¿Por qué parroquia está? Es de suponer que esta frase tendría una intención muy cómica, puesto que en la baca todo el mundo soltó el trapo a reír. El amolador no se reía.
Viendo esto, el panadero dirigióse a mí.
–¿No conoce usted, caballero, a la mujer de éste? ¡Vaya con la picaruela de la feligresa! No hay dos como ella en Beaucaire.
Redobláronse las risas. El amolador no se movió, y se limitó a decir en voz baja, sin levantar la cabeza: –Cállate, panadero.
Pero a ese demonio de panadero no le daba la gana de callarse, y prosiguió más terne:
–¡Córcholis! No puede quejarse el camarada de tener una mujer así. No hay medio de aburrirse con ella un momento. ¡Figúrese usted! Una hermosa que se hace raptar cada seis meses, siempre tendrá algo que contar a la vuelta. Es lo mismo. ¡Bonito hogar doméstico! Imagínese usted, señor, que no llevaban un año de matrimonio, cuando ¡paf! va la mujer y se larga a España con un vendedor de chocolate. El marido se queda solito en la casa llorando y bebiendo. Estaba como loco. Al cabo de algún tiempo volvió al país la hermosa, vestida de española, con una pandereta de sonajas. Todos le decíamos:
–Escóndete, te va a matar.
Que si quieres, ¡matar! Se reunieron muy tranquilos, y ella le ha enseñado a tocar la pandereta.
Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantar la cabeza, volvió a murmurar otra vez el amolador desde su rincón:
–Cállate, panadero.
El panadero no hizo caso, y continuó:
–¿Creerá usted, señor, que tal vez a su regreso de España se estuvo quieta la hermosa? ¡Quiá! ¡Que si quieres! ¡Su marido había tomado aquello tan a buenas! Eso le dio ganas de volver a las andadas. Después del español, hubo un oficial, luego un marinero del Ródano, más tarde un músico, después, ¡qué sé yo! Y lo bueno, que cada vez la misma comedia. La mujer se las lía, el marido llora que se las pela, vuelve ella, consuélase él. Y siempre se la llevan, y siempre la recobra. ¡Ya ve usted si tendrá paciencia ese marido! Debe también decirse que la amoladora es descaradamente guapa... un verdadero bocado de cardenal, pizpireta, muy nona, bien formada Y además blanca de piel y con ojos de color de avellana que siempre miran a los hombres riéndose. ¡A fe, parisiense mío, que si alguna vez pasa usted por Beaucaire!...
–¡Oh, calla, panadero, te lo suplico! –exclamó una vez más el pobre amolador con voz desgarradora.
En ese momento detúvose la diligencia. Estábamos en la masía de los Anglores. Allí se apearon los dos boquereuses, y juro a ustedes que no los retuve. ¡Farsante de panadero! Estaba ya dentro del patio del cortijo, y aún se le oía reír.
Cuando salió la gente, pareció quedarse vacía la baca. El camargués habíase quedado en Arlés el conductor iba a pie por la carretera, junto a los caballos. El amolador y yo, cada cual en su respectivo rincón, nos quedamos solos allá arriba, sin chistar.
Hacía calor, abrasaba el cuero de la baca. Por momentos sentí cerrárseme los ojos y que la cabeza se me ponía pesada, pero, imposible dormir. Continuaba sin cesar zumbándome en los oídos aquel «cállate, te lo suplico», tan tétrico y tan dulce. Tampoco dormía el pobre hombre. Desde atrás veía yo estremecerse sus cuadrados hombros, y su mano (una mano paliducha y vasta) temblar sobre el respaldo de la banqueta, como la mano de un viejo.
Lloraba.
–Ya está usted en casi, señor parisiense –me gritó de pronto el cochero, y con la fusta apuntaba a mi verde colina, con el molino clavado en la cúspide como una gran mariposa.
Me apresuré a bajar. De paso junto al amolador, intenté mirar más abajo de su gorro, hubiese querido verlo antes de partir. Como si hubiera comprendido mi pensamiento, el infeliz levantó bruscamente la cabeza, y clavando la vista en mis ojos, me dijo con voz sorda:
–Míreme bien, amigo, y si cualquier día de estos oye usted decir que ha ocurrido una desgracia en Beaucaire, podrá decir usted que conoce al autor de ella.
Era su rostro apagado y triste, con ojos pequeños y mustios.
Si en los ojos tenía lágrimas, en aquella voz había odio. ¡El odio es la cólera de los débiles! Si yo fuese la amoladora, no las tendría todas conmigo.

Alfonso Daudet en 'Cartas desde mi molino'

12 septiembre 2008

Cartas desde mi molino -1-: Instalación

Instalación
¡Lo que se han asustado los conejos! Al cabo de ver tanto tiempo cerrada la puerta del molino, las paredes y la plataforma invadidas por la hierba, habían acabado por creer extinta la raza de los molineros, y hallando buena la plaza, habíanla convertido en algo así como una especie de cuartel general, un centro de operaciones estratégicas, el molino de Jemmapes de los conejos. La noche de mi llegada, sin mentir, había lo menos veinte sentados en corro alrededor de la plataforma, calentándose las patas delanteras en un rayo de luna. Al tiempo de abrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale pitando y se cuelan por la espesura, enseñando las blancas posaderas y rabo al aire. Espero que volverán.
Otro que al verme se queda muy extrañado, es el vecino del piso primero, un viejo búho, de siniestra catadura y cara de pensador, el cual habita en el molino hace ya más de veinte años.
Lo he encontrado en la cámara del sobradillo, inmóvil y tieso encima del árbol de cama, en medio del cascote y las tejas que se han desprendido. Me ha mirado un momento con mis redondos ojos; luego, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y se puso a sacudir trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué demonio de pensadores, nunca se cepillan! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada mucho más que otro cualquiera, y no me corre prisa desahuciarlo.
Conserva, como en lo pasado, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado, yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, de bóveda rebajada como el refectorio de un convento.
Os escribo desde ella, con la puerta de par en par, y un sol espléndido.
Un lindo bosque de pino, chispeante de luces, baja ante mí hasta el pie del repecho. En el horizonte destácanse las agudas cresterías de los Alpilles. No se oye ruido alguno. A lo más, de tarde en tarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, un collarón de mulas en el camino. Todo ese hermoso paisaje provenzal sólo vive por la luz.
Y ahora, ¿cómo queréis que eche de menos vuestro París ruidoso y obscuro? ¡Estoy también en mi molino! Este es el rinconcito que yo buscaba, un rinconcito aromático y cálido, á mil leguas de los periódicos, de los coches de alquiler, de la niebla. ¡Y cuántas cosas bonitas en torno mío! No hace más de una semana que estoy aquí instalado, y tengo llena ya la cabeza de impresiones y recuerdos. Sin más, ayer tarde presencié la vuelta de los rebaños a una masía que está al pie de la cuesta, y os juro que no cambiaría ese espectáculo por todos los estrenos que hayáis tenido en esta semana en París. Y si no, juzgad.
Habéis de saber que en Provenza es costumbre enviar el ganado a los Alpes cuando llegan los calores. Brutos y personas pasan allí arriba cinco o seis meses, alojados al sereno, con hierba hasta la altura del vientre; luego, al primer frescor del otoño, vuelta a bajar a la masía, y vuelta a rumiar burguesmente los grises altonazos que aromatiza el romero. Quedábamos en que ayer tarde regresaban los rebaños.
Desde por la mañana esperaba el zaguán, de par en par abierto, y los apriscos tenían el suelo alfombrado de paja fresca. De hora en hora exclamaba la gente: «Ahora están en Eyguières, ahora en el Paradón. Luego, de pronto, al atardecer, un grito general de ¡ahí están! y allá abajo, en lontananza, veíamos avanzar el rebaño entre un grandísimo nimbo de polvo. Todo el camino parece andar con él. Los viejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuernos hacia delante y aspecto montaraz; detrás, el grueso de los carneros, las ovejas un poco cansadas y los corderos entre las patas de sus madres, las mulas con perendengues rojos, llevando en serones los lechales de un día, a quienes mecen al andar; después los perros, chorreando de sudor y con la lengua colgante hasta el suelo, y dos grandísimos tunos de rabadanes envueltos en mantas encarnadas, que les caen a modo de capas hasta los talones.
Todo esto desfila ante nosotros alegremente y se precipita en el zaguán, pateando con un ruido de, chaparrón. Es cosa de ver qué movimiento de asombro en toda la casa. Los grandes pavos reales de color verde y oro, de cresta de tul, desde lo alto de sus perchas han conocido a los que llegan y los acogen con una estridente, trompetería. Las aves de corral, recién dormidas, se despiertan con sobresalto. Todo el mundo está en pie: palomas, patos, pavos, pintadas. El corral está como loco, las gallinas hablan de pasar en vela la noche. Diríase que cada carnero ha traído entre la lana, a la vez que un silvestre aroma de los Alpes, un poco de ese aire vivo de las montañas que embriaga y hace bailar.
En medio de ese barullo, el rebaño penetra en su yacija. Nada tan hechicero como esa instalación.
Los borregos viejos enternécense al volver a contemplar sus pesebres. Los corderos, los lechales, los que han nacido durante el viaje y nunca vieron la granja, miran en torno suyo con extrañeza.
Pero lo más conmovedor aun, es ver los perros, esos valientes perros de pastor, atareadísimos tras de sus bestias y sin ver otra cosa sino ellas en la masía. Por más que el perro de guarda los llama desde el fondo de su nicho, y que el cubo del pozo, rebosando de agua fresca, les hace señas, ellos no quieren ver ni oír nada, antes de que el ganado esté recogido, pasada la tranca tras de la puertecilla con postigo, y los pastores puestos a la mesa en la sala baja. Sólo entonces consienten en irse a la perrera, y allí, mientras lamen su gamella de sopa, cuentan a sus compañeros de la granja lo que han hecho en lo alto de la montaña: un paisaje tétrico donde hay lobos y grandes digitales purpúreas llenas de rocío hasta el borde de sus Corolas.
Alfonso Daudet

11 septiembre 2008

CARTAS DESDE MI MOLINO – Alfonso Daudet

PROEMIO
Ante mí, Honorato Grapazi, notario residente en Pamperigouste, ha comparecido: El señor Gaspar Mitifio, marido de Vívete Cornille, vecino del lugar llamado de los Cigarrales y habitante en él; El cual, por el presente, vende y transfiere con todas las garantías de derecho y de hecho, y libre de toda clase de deudas, privilegios é hipotecas,
Al señor Alfonso Daudet, poeta residente en París, aquí presente y aceptante,
Un molino harinero de viento, sito en el valle del Ródano, en pleno riñón de la Provenza, sobre una ladera poblada de pinos y carrascas; estando el susodicho molino abandonado hace más de veinte años é inútil para moler, por efecto de las vides silvestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitas que trepan por él hasta las aspas.
Eso no obstante, tal como es y está, con su gran rueda rota, y la plataforma con hierba crecida entre los ladrillos, el señor Daudet declara encontrar el susodicho molino de su conveniencia y apto para servir en sus trabajos de poesía, lo acepta de su cuenta y riesgo, y sin recurso alguno contra el vendedor por causa de las reparaciones que en él pudieran hacerse.
La venta es al contado y mediante el precio convenido, que el señor Daudet Poeta, ha sacado y puesto sobre la mesa en dinero contante y sonante de ley, el cual precio ha sido cobrado y guardado por el señor Mitifio; todo ello a vista de los notarios y testigos infrascritos, de lo cual se extiende carta de pago con reserva.
Contrato elevado en Pamperigouste, en el estudio de Honorato, en presencia de Francet Mamaí, tañedor de pífano, y Luiset, apodado el Quique, portador de la cruz de los penitentes blancos.
Quienes firman con las partes y el notario, previa lectura...
CARTAS DESDE MI MOLINO – Alfonso Daudet
NOTA:
"Daudet comienza su obra con un prólogo en el que representa una escritura de compraventa entre el dueño del molino, señor Gaspard Mitifio, y el propio Daudet ante el notario Honorat Grapazi. En este acto, Daudet “declara encontrar el susodicho molino de su conveniencia y apto para sus trabajos de poesía”. Esta acta es imaginaria, ya que el autor nunca llegó a comprar el molino Tissot." esto útimo de WIKIPEDIA