La conversación, que era en extremo animada cuando Silas llegó al Arco Iris, había sido como de costumbre lánguida e intermitente al empezar a formarse la reunión.
Los clientes habituales habían comenzado por ponerse a fumar sus pipas en un silencio rayano en la gravedad. Los más importantes de ellos, los que bebían alcoholes y estaban sentados más cerca del fuego, se miraban los unos a los otros, como si hubieran apostado al que primero cerraría los ojos.
En cuanto a los bebedores de cerveza, gentes vestidas en su mayor parte con sacos de fustán o blancos, permanecían con los párpado cerrados y se pasaban la mano por la boca. Se hubiera dicho que absorber sus tragos de cerveza constituía para ellos un deber fúnebre, que desempeñaban con afligente tristeza.
Por fin, el señor Snell, el tabernero, hombre dispuesto a ser neutral y acostumbrado a permanecer alejado de las desinteligencias humanas, como inherentes a seres que tenían todos a igual título necesidad de beber, rompió el silencio diciéndole con tono indeciso a su primo el carnicero:
—¿Hay gentes que dirían que es un lindo animal el que trajisteis ayer, Bob?
El carnicero, hombre alegre, sonriente, de cabellos rojos, no era capaz de responder inconsiderablemente. Lanzó algunas bocanadas antes de escupir y dijo:
—No se engañarían en mucho, Juan.
Después de esta débil e ilusoria tentativa de romper el hielo, el silencio volvió a ser tan riguroso como antes.
—¿Era una vaca colorada de Durham?—dijo el herrador, reanudando el hilo del discurso después de varios minutos.
El herrador miró al tabernero y el tabernero miró al carnicero, como que era la persona que debía asumir la responsabilidad de la respuesta.
—¿Era colorada—dijo el carnicero, con una voz de falsete alegre, pero ronca—y era sin duda una vaca de Durham?
—Entonces no tenéis para qué decirme a mí a quién la habéis comprado—dijo el herrador mirando a su rededor con cierto aire de triunfo—, conozco a las personas que tienen vacas coloradas de Durham en las inmediaciones. ¿Apostaría dos peniques que tenía una estrella blanca en la frente?
El herrador se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas, al hacer aquella pregunta, y sus ojos parpadearon con viveza.
—Pues bien, sí, es posible—dijo el carnicero con lentitud, considerando que hacía resueltamente una respuesta afirmativa—. No digo lo contrario.
—Estaba seguro—dijo el herrador con tono provocativo, echándose para atrás—, si yo no conociera las vacas del señor Lammeter, quisiera saber quién las conocería, nada más. Y en cuanto a la vaca que habéis comprado, barata o no, yo estaba allí cuando la purgaron; que me contradiga el que quiera.
El herrador tenía un aire amenazador, y el calor apacible que el carnicero ponía en la conversación, se animó un poco.
—Yo no soy hombre que contradiga a nadie, estoy por la paz y la tranquilidad. Hay personas que prefieren cortar las costillas largas. Por mi parte, soy de los que las cortan cortas; pero yo no me disputo con esas personas. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y sólo al verlo a cualquier persona razonable se le llenan los ojos de lágrimas.
—Pues es la vaca que yo purgué, sea como sea—prosiguió el herrador colérico—, y era la del señor Lammeter; si no es así, habéis mentido al decir que era una vaca colorada de Durham.
—No miento—dijo el carnicero con la misma voz apacible y ronca de antes—, y no contradigo a nadie. Ni aunque un hombre se pusiera azul de cólera, no lo contradeciría; no le compro carne; no hago negocios con él. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y mantengo mi palabra; pero no quiero pelear con nadie.
—¡No, realmente—dijo el herrador con amargo sarcasmo, echando una mirada general sobre los circunstantes—, y puede que no seáis testarudo como una mula, y puede que no hayáis dicho que la vaca no era una Durham colorada, y puede que no hayáis dicho que tenía una estrella blanca en la frente! Sostened ahora eso, ya que estáis bien dispuesto.
—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero—, dejad a esa vaca tranquila. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados, esto es lo que sostengo siempre. Y en cuanto a que la vaca fuera del señor Lammeter, no digo nada; pero lo que sostengo, y que es preciso se recuerde, es que el Arco Iris es el Arco Iris. Y para volver al asunto, si la conversación ha de referirse a los Lammeter, vos, señor Macey, sois el que mejor conocéis ese capítulo, ¿no es cierto? ¿Recordáis la época en que el señor Lammeter vino a este paraje y arrendó las Gazaperas?
El señor Macey era sastre y chantre de la parroquia. Sus reumatismos lo habían obligado hacía poco a compartir esta última función con un joven de facciones delicadas que estaba sentado frente a él. Inclinando su cabeza blanca hacia un costado y haciendo girar sus pulgares con un aire de satisfacción ligeramente acentuada con una pizca de crítica, sonrió con compasión en respuesta a la interpelación del tabernero y dijo:
—Sí, sí; es cierto, es cierto; pero dejo hablar a los demás. Ahora estoy retirado de los negocios y he cedido el puesto a los jóvenes. Dirigid vuestras preguntas a los que han ido a la escuela de Tarley: han aprendido la buena pronunciación: eso se ha puesto de moda hace poco tiempo.
—Si es a mí a quien aludís, señor Macey—dijo el chantre suplente con expresión de meticulosa urbanidad—, responderé que no soy hombre que hable cuando no debo. Como dice el salmo:
Yo sé lo que es justo; eso no basta,Practico también lo que sé.
—Pues bien, entonces, me gustaría que no os salierais del tono cuando se os lo apunta. Si sois de los que practican, me gustaría veros practicar eso—dijo un hombre gordo y jovial, excelente carretonero de oficio toda la semana, pero director del coro de la iglesia los domingos.
Al mismo tiempo que hablaba hizo señas con los ojos a dos personas de la reunión, que eran conocidos oficialmente con los nombres de «trombón» y «clarinete», con la seguridad de que expresaban la opinión del cuerpo musical de Raveloe.
El señor Tookey, el chantre suplente, que compartía la impopularidad común a los suplentes, se enrojeció mucho, pero repitió con moderación discreta:
—Señor Winthrop, si queréis decirme que lo hago mal, no soy hombre capaz de decir que no cambiaré. Pero hay personas que creen tener orejas infalibles, y que esperan que el coro entero tome a sus personas por modelo. Me parece que puede haber dos opiniones.
—Sí, sí—dijo el señor Macey, muy contento con aquel ataque a la juventud presuntuosa—, estáis en lo cierto, Tookey; siempre hay dos opiniones: hay la opinión que un hombre tiene de sí mismo y la opinión que los demás tienen de él. Habría dos opiniones sobre una campana rajada si ésta pudiera oírse a sí misma.
—Pero, señor Macey—dijo el pobre Tookey, que había permanecido serio en medio de la hilaridad general—, yo me he comprometido a llenar en parte las funciones del chantre de la parroquia a pedido del señor Crackenthorp, toda vez que vuestras molestias os incapaciten, y uno de los privilegios de esas funciones es cantar en el coro; y, si no, ¿por qué no hicisteis vos otro tanto?
—¡Ah! pero el señor Macey y vos son dos cosas muy distintas—dijo Ben Winthrop—. El señor tiene un don natural. Mirad, el squire tenía la costumbre de invitarlo a tomar una copa solamente para oírle cantar el «Corsario rojo»; ¿no es cierto, señor Macey? Es un don natural. Si su amiguito Aarón tiene también un don natural, puede cantaros un aire cualquiera sin vacilar, como una alondra. Pero en cuanto a vos, maese Tookey, haríais bien en limitaros a vuestro amén. Vuestra voz no es mala cuando la guardáis en la nariz. Es vuestro interior el que está mal dispuesto para la música: no vale más que el hueco de un zueco.
Esta especie de franqueza inflexible era la forma de broma más picante ante los ojos de la sociedad del Arco Iris, y el insulto de Ben Winthrop fue considerado por todos como superior al epigrama del señor Macey.
—Ya veo claramente de qué se trata—dijo el señor Tookey, incapaz de permanecer tranquilo durante más tiempo—. Hay una conspiración para echarme del coro, a fin de que no perciba mi parte del dinero de Navidad. Eso es. Pero le hablaré al señor Crackenthorp; no permitiré que nadie se burle de mí.
—No, no, Tookey—dijo Ben Winthrop—. Os daremos vuestra parte para que os retiréis, eso es lo que haremos. Hay otras cosas que la mugre, que la gente pagaría de buena gana para verse libre de ellas.
—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero, que comprendía que pagar a la gente por su ausencia era un principio social peligroso—; una broma es una broma. Todos los que estamos aquí somos buenos amigos, me parece. Debemos dar para recibir. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados; eso es lo que sostengo siempre. Yo opino como el señor Macey que hay dos opiniones, y si me pidieran la mía, yo diría que él y Winthrop los dos tienen razón. Tookey tiene razón y Winthrop también; no tienen más que cortar la pera en dos para estar de acuerdo.
El herrador fumaba su pipa con aire bastante hosco, con un cierto desdén por aquella discusión trivial. El tampoco tenía oído para la música, y no iba nunca a la iglesia porque pertenecía al cuerpo médico, y podía ser requerido para las vacas en estado delicado. Pero el carnicero, que era músico en el alma, había escuchado la discusión haciendo a la vez votos por la derrota de Tookey y la conservación de la paz.
—Seguramente—dijo, entrando en las vistas conciliadoras del tabernero—que queremos a nuestro viejo chantre. Cantaba antes muy bien y tiene un hermano que goza fama de ser el mejor menestral de los alrededores. ¡Ah! es muy sensible que Salomón no viva en nuestro pueblo, y que no pueda tocar alguna pieza cuando lo deseamos, ¿no es cierto, señor Macey? Le daría hígado y bofes de ternera gratis, palabra de honor.
—Sí, sí—dijo el señor Macey, en el colmo de la satisfacción—. En nuestra familia tenemos fama de músicos desde la época más remota. Pero estas cosas se van, como yo le digo a Salomón todas las veces que aparece por aquí; ya no hay voces como antaño, y nadie se acuerda de lo que nosotros nos acordamos, excepto de los viejos cuervos.
—Sí, os acordáis del tiempo en que el padre del señor Lammeter vino a establecerse aquí, ¿verdad, señor Macey?—dijo el tabernero.
—Ya lo creo—repuso el viejo chantre, que ahora había pasado por la serie de halagos necesarios para llevarle a comenzar su narración—. Era un lindo viejo, tan guapo, o quizás más, que el señor Lammeter existente actualmente. Venía de un punto cercano, del lado del norte, según pude saber. Pero nadie conoce nada positivo acerca de esa región; pero su pueblo no debía estar muy al norte, y no debía sin duda ser muy distinto de éste, porque el señor Lammeter trajo consigo una linda raza de carneros, de modo que en aquella región había ciertamente apriscos y todo lo que es razonable encontrar. Hemos oído decir que había vendido sus propias tierras para venir a arrendar las Gazaperas. Eso parecía raro por parte de un hombre que tenía propiedades suyas, que viniese a alquilar una granja en un país que no conocía. Pero se dijo que era a causa de la muerte de su mujer, bien que haya en las cosas razones que nadie conoce. Eso es más o menos lo que pude saber. Pero hay personas tan instruidas que encontrarían en el acto cincuenta motivos imaginarios. Mientras tanto, la verdadera razón está ahí rompiéndoles los ojos, y, sin embargo, no la ven. En fin, pronto nos dimos cuenta de que había un nuevo vecino que estaba al cabo de las cosas, tenía una casa bien puesta y era muy estimado de todos. Y el joven—es decir, el señor Lammeter, existente actualmente, y que nunca tuvo hermana—se puso en seguida a festejar a la señorita Osgood, es decir, la hermana del señor Osgood actualmente existente. Era una joven tan bonita como no podríais formaros idea. Pretenden que su joven hija se le parece; pero de ese modo piensan las personas que no saben las cosas que pasaron antes de que ellos nacieran. En cuanto a mí, debo saberlo bien, porque ayudé al viejo pastor señor Drumlow.
Dicho esto, el señor Macey hizo una pausa. Despachaba su relato por entregas, haciendo pausas para ser interrogado, según la costumbre.
—Sí, y ocurrió una cosa particular. ¿No es cierto? De modo que vos, señor Macey, es probable que os acordéis de ese matrimonio—dijo el tabernero en tono halagador.
—Ya lo creo, como que fue una cosa muy particular—respondió el señor Macey inclinando la cabeza hacia un costado—. El señor Drumlow... yo lo quería mucho al pobre viejo señor, a pesar de que tenía la cabeza algo confusa, tanto a causa de su edad como a que tomaba un trago de algo caliente cuando el oficio de la mañana tenía lugar haciendo tiempo frío... y el joven señor Lammeter quiso a todo trance casarse en enero, mes que es, sin duda, poco razonable escoger, porque el casamiento no es como un bautismo o un entierro que no se puede aplazar. Ahora bien, cuando el señor Drumlow... el pobre viejo señor, yo lo quería... cuando el viejo señor Drumlow llegó a las preguntas, las hizo en sentido contrario, por así decirlo. Dijo: «¿Queréis tomar a este hombre por vuestra mujer legítima?» En seguida preguntó: «¿Queréis tomar esta mujer por vuestro legítimo marido?» Pero, lo mejor del caso, es que sólo yo me di cuenta de aquello, y que los novios contestaron en seguida «sí» como si yo mismo hubiera dicho amén cuando debía, sin haber escuchado lo que precedía.
—Pero vos sabíais bien lo que estaba pasando, ¿verdad, señor Macey? ¿Vos no hacíais oídos sordos, no es cierto?—dijo el carnicero.
—¡Dios mío!—prosiguió el señor Macey, haciendo una pausa y sonriendo al ver la pobre imaginación de su auditorio—; yo estaba tembloroso; yo estaba, por así decirlo, como una levita tirada por los dos faldones, porque no podía detener al pastor, no podía echarme encima esa responsabilidad. Sin embargo, pensaba, ¿y si no estuvieran bien casados, porque las palabras han sido dichas al revés? Después mi cabeza se puso a trabajar como un molino, porque siempre ha sido extraordinaria para volver y revolver las cosas, y encaminarlas por todos sus costados. En seguida me dije: «¿No será más bien el espíritu que las palabras lo que hace el matrimonio indisoluble?» En efecto, el pastor procedía de buena fe, y el novio y la novia también. Y entonces, cuando me puse a reflexionar, vi que el espíritu significaba bien poca cosa en la mayor parte de los hechos, puesto que vos queréis poder pegar varios objetos juntos y la cola ser mala, y en ese caso, ¿qué resulta? Entonces llegué a esta conclusión: «No es el espíritu lo que vale, es la cola». Y me sentía tan atormentado como si tuviera tres campanas echadas a vuelo en mi cabeza cuando pasamos a la sacristía, y se comenzó a firmar. ¿Pero para qué sirven tantas palabras? Vosotros no podéis imaginaros lo que pasa en el espíritu de un hombre inteligente.
—Sin embargo, ¿os contuvisteis a pesar de todo?, señor Macey, ¿no es cierto?—dijo el tabernero.
—Sí, me contuve por completo, hasta que me encontré solo con el señor Drumlow. Entonces se lo dije todo, respetuosamente, sin embargo, como siempre. El pastor tomó la cosa ligeramente, y dijo: «¡Bah! ¡bah! Macey, tranquilizaos; no es el espíritu ni la letra lo que vale: es el registro del casamiento lo que resuelve el caso; ésa es la cola.» De modo que ya veis que resolvió el caso fácilmente. Los pastores y los doctores lo saben todo, por decirlo así, de memoria, y no los mortifica la preocupación de distinguir los lados buenos y malos de las cosas, como a mí me ha sucedido tantas veces. Y de lo que no cabe duda es que el casamiento resultó feliz. Lo malo es que la pobre señora Lammeter, antes señorita Osgood, murió antes de que sus hijos fueran grandes. Sea como fuera, en lo que concierne a la prosperidad de todo lo que es honorable, no hay familia que sea más considerada que ésa.
Todo el auditorio del señor Macey había oído aquella historia repetidas veces. Sin embargo, la oyeron como quien escucha un aire favorito, y en ciertos pasajes dejaron un momento de fumar las pipas, a fin de consagrar toda su atención a las palabras que esperaban. Pero no había concluido aún aquello, porque el señor Snell hizo a tiempo la pregunta que debía motivar la continuación del relato.
—A propósito, ¿no se ha dicho que el viejo señor Lammeter poseía una bonita fortuna cuando vino a este país?
—Sí, es exacto—repuso el señor Macey—; pero el señor Lammeter, actualmente existente, no ha podido hacer otra cosa que conservarla intacta, según creo. Siempre se ha dicho que nadie podía enriquecerse en las Gazaperas. Y, sin embargo, arrienda la propiedad barata, porque es lo que se llama un bien de fundación.
—Sí; hay pocas personas que sepan tan exactamente como vos cómo se volvió esa tierra un bien de fundación, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el carnicero.
—¿Y cómo lo sabrían?—replicó el viejo chantre con cierto desprecio—. Pero mi abuelo hizo la librea de los grooms de ese señor Cliff que vino a edificar las caballerizas de las Gazaperas. Son caballerizas cuatro veces más grandes que las del squire Cass, porque Cliff sólo pensaba en caballos y en cacerías. Era un sastre de Londres que, según decían algunas personas, se había vuelto loco a fuerza de engañar a la gente. No podía montar a caballo. Pretenden que no podía apretar el caballo, como si sus piernas fueran tenacillas. Mi abuelo le oyó contar eso al viejo squire Cass repetidas veces. Sin embargo, quería andar a caballo a todo trance, como si lo impulsara el demonio. Tenía un hijo, un mozo de diez y seis años, y su padre no quería que hiciera otra cosa más que entregarse continuamente a la equitación, bien que, según refieren, a ese joven lo asustara la equitación.
Todos decían que el padre quería quitarle al hijo todo lo que tenía éste de sastre, para convertirlo en un gentilhombre a fuerza de hacerlo montar a caballo. «No es porque sea sastre; pero, considerando que Dios me ha colocado en esta condición, estoy orgulloso de ello, porque las palabras «Macey, sastre», fueron inscriptas encima de nuestra puerta, antes de que la efigie de la reina Ana desapareciera de los chelines. En cuanto a Cliff, tenía vergüenza de que lo llamaran sastre. Además, lo mortificaba cruelmente que se burlaran de su manera de montar, y ninguna persona de distinción de la vecindad lo podía soportar. Entretanto, su pobre hijo cayó enfermo y murió. El padre no le sobrevivió mucho. Se había puesto más extravagante que nunca. Cuentan que iba a sus caballerizas a altas horas de la noche, provisto con una linterna y que colocaba en ellas muchas velas encendidas. Había llegado a no poder dormir, y se lo pasaba allí, haciendo chasquear el látigo y mirando los caballos. También se ha dicho que es un milagro que las caballerizas no quedaran reducidas a escombros, con los pobres animales encerrados en ellas. Pero, por fin, murió delirando, y se encontró que había dejado sus propiedades—las Gazaperas y el resto—a una fundación de Londres. Así fue cómo las Gazaperas se volvieron un bien de fundación. Sin embargo, por lo que concierne a las caballerizas, el señor Lammeter no las ha usado nunca porque son de proporciones exorbitantes. ¡Dios mío! Si hiciera golpear las puertas habría en la mitad de la parroquia un estruendo igual al del trueno.
—Sí; pero en esas caballerizas pasan más cosas que las que pasan en pleno día, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el tabernero.
—Sí, sí, pasad por allí una noche obscura—dijo el señor Macey parpadeando misteriosamente los ojos—, y después haced creer, si queréis, que no habéis visto luces en las caballerizas y que no habéis oído el piafar de los caballos ni el chasquear del látigo, ni aullidos, cuando empieza a clarear el día. Desde mi infancia, siempre oí decir que eso era la «licencia de Cliff», pues ciertas personas pretendían que, por decirlo así, ése era el momento en que el demonio dejaba de asarlo. Eso es lo que me contó mi padre, que era un hombre de buen sentido, bien que ahora haya personas que sepan lo que pasó antes que ellas nacieran mejor de lo que entienden sus negocios.
—¿Qué decís de esto, eh, Dowlas?—dijo el tabernero, volviéndose hacia el herrador que ardía de impaciencia por tomar la palabra—. Ahí tenéis un buen problema para vos.
El señor Dowlas era el espíritu escéptico de la reunión, y estaba orgulloso de ese título.
—¿Lo que digo? Digo lo que diría un hombre de buen sentido que no cerrara los ojos para mirar un poste indicador, si tuviera necesidad de averiguar su camino; digo que estoy dispuesto a apostar diez libras esterlinas con toda persona que quiera ir junto conmigo, durante cualquier noche que haga buen tiempo, a los terrenos que quedan frente a las caballerizas de las Gazaperas, y digo que no veremos luces y que no oiremos más ruidos que el soplar de nuestras narices. Eso es lo que digo, y he dicho muchas veces. Pero no hay nadie que quiera arriesgar un billete de diez libras por esos fantasmas de que se habla con tanta seguridad.
—Pero, Dowlas, no es muy ingenioso en verdad hacer una apuesta en tales condiciones—dijo Ben Winthrop—. Lo mismo podríais apostar con un hombre que no atrapará un romadizo, si pasa la noche metido en el charco, con el agua hasta el pescuezo, durante un tiempo glacial. Tendría gracia que alguien se expusiera a morir por ganar una apuesta. Las gentes que creen en la licencia de Cliff, no se atreverán jamás a acercarse a aquel lugar por diez libras esterlinas.
—Si el señor Dowlas quiere conocer la verdad sobre este asunto—dijo el señor Macey con sonrisa sarcástica, golpeándose los pulgares el uno contra el otro—, no tiene para qué hacer apuestas; que vaya allá solo, nadie se lo impedirá. Entonces podrá decirles a los vecinos de la parroquia que están equivocados.
—¡Gracias! le quedo agradecido—dijo el herrador con un gruñido de desprecio—. Si las gentes son tontas, no es cosa mía. Yo no tengo necesidad de averiguar la verdad sobre los aparecidos; ya lo sé. Pero no me opongo a una apuesta, con tal de que todo sea leal y sincero. Que apuesten conmigo diez libras esterlinas a si voy a ver la licencia de Cliff, e iré a estar allá solo. No necesito compañía. Y lo haría con tanta facilidad como cargo mi pipa.
—¿Pero quién os vigilará, Dowlas, para confirmar que estáis allá? La apuesta no sería leal.
—¿La apuesta no sería leal?—replicó el señor Dowlas con cólera—. Quisiera, que se presentara alguien que dijese que quiero apostar deslealmente. Vamos, vamos, maese Lundy, quisiera oíros decir eso.
—Muy probablemente lo querríais—dijo el carnicero—. Eso no es cuenta mía. No tengo que hacer tratos con vos, y no voy a tratar de que me hagáis una rebaja. Si alguien desea haceros una oferta igual a vuestra estimación, que lo haga. Yo estoy por la paz y la tranquilidad, eso es.
—Sí, eso es lo que desea todo, perro que ladra así que se le amenaza con el palo—dijo el herrador—. Pero yo no tengo miedo ni de un hombre ni de un fantasma, y estoy pronto a apostar lealmente. Yo no soy un gozquijo que dispara.
—Sí, pero ved lo que sucede, Dowlas—dijo el tabernero con una voz llena de candor y de tolerancia—. Hay gentes, a mi entender, que no pueden ver un fantasma, aunque éstos se los pongan por delante como un poste. Y esto tiene su razón de ser. Por ejemplo, ahí tenéis a mi mujer que no huele nada, aunque le pongáis bajo las narices el queso más fuerte. Yo nunca he visto fantasmas; pero entonces me digo: «Muy probablemente tú no tienes el olfato necesario.» Es decir, que pongo el fantasma en lugar de un olor y viceversa. Por eso es que estoy por las dos opiniones. Como siempre digo, la verdad está entre los dos. Si Dowlas fuese a pasar la noche delante de las caballerizas y viniese a decirnos que no ha visto el menor rastro de la licencia de Cliff, yo estaría con él; pero si alguien me dijese que, a pesar de ello, la licencia de Cliff existe realmente, yo también estaría con él, porque el olfato es lo que me guía.
El argumento analógico del tabernero no fue bien aceptado por el herrador, que era un hombre fundamentalmente opuesto a los términos medios.
—¡Bah! ¡bah! ¡bah!—dijo con nueva irritación, dejando el vaso—, ¿qué tiene que ver aquí el olfato? ¿Un fantasma le ha puesto nunca a nadie negro el ojo? Eso es lo que desearía saber. Si los fantasmas quieren que crea en ellos, que se dejen de deslizarse furtivamente en los sitios obscuros y solitarios; que vengan a donde hay gente y luz.
—¡Como si a los aparecidos les importara que crea en ellos un hombre tan ignorante como vos!—dijo el señor Macey, profundamente desalentado de ver en el herrador aquella grosera incapacidad para comprender la naturaleza de los fenómenos concercientes a los fantasmas.
Los clientes habituales habían comenzado por ponerse a fumar sus pipas en un silencio rayano en la gravedad. Los más importantes de ellos, los que bebían alcoholes y estaban sentados más cerca del fuego, se miraban los unos a los otros, como si hubieran apostado al que primero cerraría los ojos.
En cuanto a los bebedores de cerveza, gentes vestidas en su mayor parte con sacos de fustán o blancos, permanecían con los párpado cerrados y se pasaban la mano por la boca. Se hubiera dicho que absorber sus tragos de cerveza constituía para ellos un deber fúnebre, que desempeñaban con afligente tristeza.
Por fin, el señor Snell, el tabernero, hombre dispuesto a ser neutral y acostumbrado a permanecer alejado de las desinteligencias humanas, como inherentes a seres que tenían todos a igual título necesidad de beber, rompió el silencio diciéndole con tono indeciso a su primo el carnicero:
—¿Hay gentes que dirían que es un lindo animal el que trajisteis ayer, Bob?
El carnicero, hombre alegre, sonriente, de cabellos rojos, no era capaz de responder inconsiderablemente. Lanzó algunas bocanadas antes de escupir y dijo:
—No se engañarían en mucho, Juan.
Después de esta débil e ilusoria tentativa de romper el hielo, el silencio volvió a ser tan riguroso como antes.
—¿Era una vaca colorada de Durham?—dijo el herrador, reanudando el hilo del discurso después de varios minutos.
El herrador miró al tabernero y el tabernero miró al carnicero, como que era la persona que debía asumir la responsabilidad de la respuesta.
—¿Era colorada—dijo el carnicero, con una voz de falsete alegre, pero ronca—y era sin duda una vaca de Durham?
—Entonces no tenéis para qué decirme a mí a quién la habéis comprado—dijo el herrador mirando a su rededor con cierto aire de triunfo—, conozco a las personas que tienen vacas coloradas de Durham en las inmediaciones. ¿Apostaría dos peniques que tenía una estrella blanca en la frente?
El herrador se inclinó hacia adelante, con las manos en las rodillas, al hacer aquella pregunta, y sus ojos parpadearon con viveza.
—Pues bien, sí, es posible—dijo el carnicero con lentitud, considerando que hacía resueltamente una respuesta afirmativa—. No digo lo contrario.
—Estaba seguro—dijo el herrador con tono provocativo, echándose para atrás—, si yo no conociera las vacas del señor Lammeter, quisiera saber quién las conocería, nada más. Y en cuanto a la vaca que habéis comprado, barata o no, yo estaba allí cuando la purgaron; que me contradiga el que quiera.
El herrador tenía un aire amenazador, y el calor apacible que el carnicero ponía en la conversación, se animó un poco.
—Yo no soy hombre que contradiga a nadie, estoy por la paz y la tranquilidad. Hay personas que prefieren cortar las costillas largas. Por mi parte, soy de los que las cortan cortas; pero yo no me disputo con esas personas. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y sólo al verlo a cualquier persona razonable se le llenan los ojos de lágrimas.
—Pues es la vaca que yo purgué, sea como sea—prosiguió el herrador colérico—, y era la del señor Lammeter; si no es así, habéis mentido al decir que era una vaca colorada de Durham.
—No miento—dijo el carnicero con la misma voz apacible y ronca de antes—, y no contradigo a nadie. Ni aunque un hombre se pusiera azul de cólera, no lo contradeciría; no le compro carne; no hago negocios con él. Todo lo que digo es que es un lindo animal, y mantengo mi palabra; pero no quiero pelear con nadie.
—¡No, realmente—dijo el herrador con amargo sarcasmo, echando una mirada general sobre los circunstantes—, y puede que no seáis testarudo como una mula, y puede que no hayáis dicho que la vaca no era una Durham colorada, y puede que no hayáis dicho que tenía una estrella blanca en la frente! Sostened ahora eso, ya que estáis bien dispuesto.
—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero—, dejad a esa vaca tranquila. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados, esto es lo que sostengo siempre. Y en cuanto a que la vaca fuera del señor Lammeter, no digo nada; pero lo que sostengo, y que es preciso se recuerde, es que el Arco Iris es el Arco Iris. Y para volver al asunto, si la conversación ha de referirse a los Lammeter, vos, señor Macey, sois el que mejor conocéis ese capítulo, ¿no es cierto? ¿Recordáis la época en que el señor Lammeter vino a este paraje y arrendó las Gazaperas?
El señor Macey era sastre y chantre de la parroquia. Sus reumatismos lo habían obligado hacía poco a compartir esta última función con un joven de facciones delicadas que estaba sentado frente a él. Inclinando su cabeza blanca hacia un costado y haciendo girar sus pulgares con un aire de satisfacción ligeramente acentuada con una pizca de crítica, sonrió con compasión en respuesta a la interpelación del tabernero y dijo:
—Sí, sí; es cierto, es cierto; pero dejo hablar a los demás. Ahora estoy retirado de los negocios y he cedido el puesto a los jóvenes. Dirigid vuestras preguntas a los que han ido a la escuela de Tarley: han aprendido la buena pronunciación: eso se ha puesto de moda hace poco tiempo.
—Si es a mí a quien aludís, señor Macey—dijo el chantre suplente con expresión de meticulosa urbanidad—, responderé que no soy hombre que hable cuando no debo. Como dice el salmo:
Yo sé lo que es justo; eso no basta,Practico también lo que sé.
—Pues bien, entonces, me gustaría que no os salierais del tono cuando se os lo apunta. Si sois de los que practican, me gustaría veros practicar eso—dijo un hombre gordo y jovial, excelente carretonero de oficio toda la semana, pero director del coro de la iglesia los domingos.
Al mismo tiempo que hablaba hizo señas con los ojos a dos personas de la reunión, que eran conocidos oficialmente con los nombres de «trombón» y «clarinete», con la seguridad de que expresaban la opinión del cuerpo musical de Raveloe.
El señor Tookey, el chantre suplente, que compartía la impopularidad común a los suplentes, se enrojeció mucho, pero repitió con moderación discreta:
—Señor Winthrop, si queréis decirme que lo hago mal, no soy hombre capaz de decir que no cambiaré. Pero hay personas que creen tener orejas infalibles, y que esperan que el coro entero tome a sus personas por modelo. Me parece que puede haber dos opiniones.
—Sí, sí—dijo el señor Macey, muy contento con aquel ataque a la juventud presuntuosa—, estáis en lo cierto, Tookey; siempre hay dos opiniones: hay la opinión que un hombre tiene de sí mismo y la opinión que los demás tienen de él. Habría dos opiniones sobre una campana rajada si ésta pudiera oírse a sí misma.
—Pero, señor Macey—dijo el pobre Tookey, que había permanecido serio en medio de la hilaridad general—, yo me he comprometido a llenar en parte las funciones del chantre de la parroquia a pedido del señor Crackenthorp, toda vez que vuestras molestias os incapaciten, y uno de los privilegios de esas funciones es cantar en el coro; y, si no, ¿por qué no hicisteis vos otro tanto?
—¡Ah! pero el señor Macey y vos son dos cosas muy distintas—dijo Ben Winthrop—. El señor tiene un don natural. Mirad, el squire tenía la costumbre de invitarlo a tomar una copa solamente para oírle cantar el «Corsario rojo»; ¿no es cierto, señor Macey? Es un don natural. Si su amiguito Aarón tiene también un don natural, puede cantaros un aire cualquiera sin vacilar, como una alondra. Pero en cuanto a vos, maese Tookey, haríais bien en limitaros a vuestro amén. Vuestra voz no es mala cuando la guardáis en la nariz. Es vuestro interior el que está mal dispuesto para la música: no vale más que el hueco de un zueco.
Esta especie de franqueza inflexible era la forma de broma más picante ante los ojos de la sociedad del Arco Iris, y el insulto de Ben Winthrop fue considerado por todos como superior al epigrama del señor Macey.
—Ya veo claramente de qué se trata—dijo el señor Tookey, incapaz de permanecer tranquilo durante más tiempo—. Hay una conspiración para echarme del coro, a fin de que no perciba mi parte del dinero de Navidad. Eso es. Pero le hablaré al señor Crackenthorp; no permitiré que nadie se burle de mí.
—No, no, Tookey—dijo Ben Winthrop—. Os daremos vuestra parte para que os retiréis, eso es lo que haremos. Hay otras cosas que la mugre, que la gente pagaría de buena gana para verse libre de ellas.
—¡Vamos! ¡vamos!—dijo el tabernero, que comprendía que pagar a la gente por su ausencia era un principio social peligroso—; una broma es una broma. Todos los que estamos aquí somos buenos amigos, me parece. Debemos dar para recibir. Los dos tenéis razón y los dos estáis equivocados; eso es lo que sostengo siempre. Yo opino como el señor Macey que hay dos opiniones, y si me pidieran la mía, yo diría que él y Winthrop los dos tienen razón. Tookey tiene razón y Winthrop también; no tienen más que cortar la pera en dos para estar de acuerdo.
El herrador fumaba su pipa con aire bastante hosco, con un cierto desdén por aquella discusión trivial. El tampoco tenía oído para la música, y no iba nunca a la iglesia porque pertenecía al cuerpo médico, y podía ser requerido para las vacas en estado delicado. Pero el carnicero, que era músico en el alma, había escuchado la discusión haciendo a la vez votos por la derrota de Tookey y la conservación de la paz.
—Seguramente—dijo, entrando en las vistas conciliadoras del tabernero—que queremos a nuestro viejo chantre. Cantaba antes muy bien y tiene un hermano que goza fama de ser el mejor menestral de los alrededores. ¡Ah! es muy sensible que Salomón no viva en nuestro pueblo, y que no pueda tocar alguna pieza cuando lo deseamos, ¿no es cierto, señor Macey? Le daría hígado y bofes de ternera gratis, palabra de honor.
—Sí, sí—dijo el señor Macey, en el colmo de la satisfacción—. En nuestra familia tenemos fama de músicos desde la época más remota. Pero estas cosas se van, como yo le digo a Salomón todas las veces que aparece por aquí; ya no hay voces como antaño, y nadie se acuerda de lo que nosotros nos acordamos, excepto de los viejos cuervos.
—Sí, os acordáis del tiempo en que el padre del señor Lammeter vino a establecerse aquí, ¿verdad, señor Macey?—dijo el tabernero.
—Ya lo creo—repuso el viejo chantre, que ahora había pasado por la serie de halagos necesarios para llevarle a comenzar su narración—. Era un lindo viejo, tan guapo, o quizás más, que el señor Lammeter existente actualmente. Venía de un punto cercano, del lado del norte, según pude saber. Pero nadie conoce nada positivo acerca de esa región; pero su pueblo no debía estar muy al norte, y no debía sin duda ser muy distinto de éste, porque el señor Lammeter trajo consigo una linda raza de carneros, de modo que en aquella región había ciertamente apriscos y todo lo que es razonable encontrar. Hemos oído decir que había vendido sus propias tierras para venir a arrendar las Gazaperas. Eso parecía raro por parte de un hombre que tenía propiedades suyas, que viniese a alquilar una granja en un país que no conocía. Pero se dijo que era a causa de la muerte de su mujer, bien que haya en las cosas razones que nadie conoce. Eso es más o menos lo que pude saber. Pero hay personas tan instruidas que encontrarían en el acto cincuenta motivos imaginarios. Mientras tanto, la verdadera razón está ahí rompiéndoles los ojos, y, sin embargo, no la ven. En fin, pronto nos dimos cuenta de que había un nuevo vecino que estaba al cabo de las cosas, tenía una casa bien puesta y era muy estimado de todos. Y el joven—es decir, el señor Lammeter, existente actualmente, y que nunca tuvo hermana—se puso en seguida a festejar a la señorita Osgood, es decir, la hermana del señor Osgood actualmente existente. Era una joven tan bonita como no podríais formaros idea. Pretenden que su joven hija se le parece; pero de ese modo piensan las personas que no saben las cosas que pasaron antes de que ellos nacieran. En cuanto a mí, debo saberlo bien, porque ayudé al viejo pastor señor Drumlow.
Dicho esto, el señor Macey hizo una pausa. Despachaba su relato por entregas, haciendo pausas para ser interrogado, según la costumbre.
—Sí, y ocurrió una cosa particular. ¿No es cierto? De modo que vos, señor Macey, es probable que os acordéis de ese matrimonio—dijo el tabernero en tono halagador.
—Ya lo creo, como que fue una cosa muy particular—respondió el señor Macey inclinando la cabeza hacia un costado—. El señor Drumlow... yo lo quería mucho al pobre viejo señor, a pesar de que tenía la cabeza algo confusa, tanto a causa de su edad como a que tomaba un trago de algo caliente cuando el oficio de la mañana tenía lugar haciendo tiempo frío... y el joven señor Lammeter quiso a todo trance casarse en enero, mes que es, sin duda, poco razonable escoger, porque el casamiento no es como un bautismo o un entierro que no se puede aplazar. Ahora bien, cuando el señor Drumlow... el pobre viejo señor, yo lo quería... cuando el viejo señor Drumlow llegó a las preguntas, las hizo en sentido contrario, por así decirlo. Dijo: «¿Queréis tomar a este hombre por vuestra mujer legítima?» En seguida preguntó: «¿Queréis tomar esta mujer por vuestro legítimo marido?» Pero, lo mejor del caso, es que sólo yo me di cuenta de aquello, y que los novios contestaron en seguida «sí» como si yo mismo hubiera dicho amén cuando debía, sin haber escuchado lo que precedía.
—Pero vos sabíais bien lo que estaba pasando, ¿verdad, señor Macey? ¿Vos no hacíais oídos sordos, no es cierto?—dijo el carnicero.
—¡Dios mío!—prosiguió el señor Macey, haciendo una pausa y sonriendo al ver la pobre imaginación de su auditorio—; yo estaba tembloroso; yo estaba, por así decirlo, como una levita tirada por los dos faldones, porque no podía detener al pastor, no podía echarme encima esa responsabilidad. Sin embargo, pensaba, ¿y si no estuvieran bien casados, porque las palabras han sido dichas al revés? Después mi cabeza se puso a trabajar como un molino, porque siempre ha sido extraordinaria para volver y revolver las cosas, y encaminarlas por todos sus costados. En seguida me dije: «¿No será más bien el espíritu que las palabras lo que hace el matrimonio indisoluble?» En efecto, el pastor procedía de buena fe, y el novio y la novia también. Y entonces, cuando me puse a reflexionar, vi que el espíritu significaba bien poca cosa en la mayor parte de los hechos, puesto que vos queréis poder pegar varios objetos juntos y la cola ser mala, y en ese caso, ¿qué resulta? Entonces llegué a esta conclusión: «No es el espíritu lo que vale, es la cola». Y me sentía tan atormentado como si tuviera tres campanas echadas a vuelo en mi cabeza cuando pasamos a la sacristía, y se comenzó a firmar. ¿Pero para qué sirven tantas palabras? Vosotros no podéis imaginaros lo que pasa en el espíritu de un hombre inteligente.
—Sin embargo, ¿os contuvisteis a pesar de todo?, señor Macey, ¿no es cierto?—dijo el tabernero.
—Sí, me contuve por completo, hasta que me encontré solo con el señor Drumlow. Entonces se lo dije todo, respetuosamente, sin embargo, como siempre. El pastor tomó la cosa ligeramente, y dijo: «¡Bah! ¡bah! Macey, tranquilizaos; no es el espíritu ni la letra lo que vale: es el registro del casamiento lo que resuelve el caso; ésa es la cola.» De modo que ya veis que resolvió el caso fácilmente. Los pastores y los doctores lo saben todo, por decirlo así, de memoria, y no los mortifica la preocupación de distinguir los lados buenos y malos de las cosas, como a mí me ha sucedido tantas veces. Y de lo que no cabe duda es que el casamiento resultó feliz. Lo malo es que la pobre señora Lammeter, antes señorita Osgood, murió antes de que sus hijos fueran grandes. Sea como fuera, en lo que concierne a la prosperidad de todo lo que es honorable, no hay familia que sea más considerada que ésa.
Todo el auditorio del señor Macey había oído aquella historia repetidas veces. Sin embargo, la oyeron como quien escucha un aire favorito, y en ciertos pasajes dejaron un momento de fumar las pipas, a fin de consagrar toda su atención a las palabras que esperaban. Pero no había concluido aún aquello, porque el señor Snell hizo a tiempo la pregunta que debía motivar la continuación del relato.
—A propósito, ¿no se ha dicho que el viejo señor Lammeter poseía una bonita fortuna cuando vino a este país?
—Sí, es exacto—repuso el señor Macey—; pero el señor Lammeter, actualmente existente, no ha podido hacer otra cosa que conservarla intacta, según creo. Siempre se ha dicho que nadie podía enriquecerse en las Gazaperas. Y, sin embargo, arrienda la propiedad barata, porque es lo que se llama un bien de fundación.
—Sí; hay pocas personas que sepan tan exactamente como vos cómo se volvió esa tierra un bien de fundación, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el carnicero.
—¿Y cómo lo sabrían?—replicó el viejo chantre con cierto desprecio—. Pero mi abuelo hizo la librea de los grooms de ese señor Cliff que vino a edificar las caballerizas de las Gazaperas. Son caballerizas cuatro veces más grandes que las del squire Cass, porque Cliff sólo pensaba en caballos y en cacerías. Era un sastre de Londres que, según decían algunas personas, se había vuelto loco a fuerza de engañar a la gente. No podía montar a caballo. Pretenden que no podía apretar el caballo, como si sus piernas fueran tenacillas. Mi abuelo le oyó contar eso al viejo squire Cass repetidas veces. Sin embargo, quería andar a caballo a todo trance, como si lo impulsara el demonio. Tenía un hijo, un mozo de diez y seis años, y su padre no quería que hiciera otra cosa más que entregarse continuamente a la equitación, bien que, según refieren, a ese joven lo asustara la equitación.
Todos decían que el padre quería quitarle al hijo todo lo que tenía éste de sastre, para convertirlo en un gentilhombre a fuerza de hacerlo montar a caballo. «No es porque sea sastre; pero, considerando que Dios me ha colocado en esta condición, estoy orgulloso de ello, porque las palabras «Macey, sastre», fueron inscriptas encima de nuestra puerta, antes de que la efigie de la reina Ana desapareciera de los chelines. En cuanto a Cliff, tenía vergüenza de que lo llamaran sastre. Además, lo mortificaba cruelmente que se burlaran de su manera de montar, y ninguna persona de distinción de la vecindad lo podía soportar. Entretanto, su pobre hijo cayó enfermo y murió. El padre no le sobrevivió mucho. Se había puesto más extravagante que nunca. Cuentan que iba a sus caballerizas a altas horas de la noche, provisto con una linterna y que colocaba en ellas muchas velas encendidas. Había llegado a no poder dormir, y se lo pasaba allí, haciendo chasquear el látigo y mirando los caballos. También se ha dicho que es un milagro que las caballerizas no quedaran reducidas a escombros, con los pobres animales encerrados en ellas. Pero, por fin, murió delirando, y se encontró que había dejado sus propiedades—las Gazaperas y el resto—a una fundación de Londres. Así fue cómo las Gazaperas se volvieron un bien de fundación. Sin embargo, por lo que concierne a las caballerizas, el señor Lammeter no las ha usado nunca porque son de proporciones exorbitantes. ¡Dios mío! Si hiciera golpear las puertas habría en la mitad de la parroquia un estruendo igual al del trueno.
—Sí; pero en esas caballerizas pasan más cosas que las que pasan en pleno día, ¿no es cierto, señor Macey?—dijo el tabernero.
—Sí, sí, pasad por allí una noche obscura—dijo el señor Macey parpadeando misteriosamente los ojos—, y después haced creer, si queréis, que no habéis visto luces en las caballerizas y que no habéis oído el piafar de los caballos ni el chasquear del látigo, ni aullidos, cuando empieza a clarear el día. Desde mi infancia, siempre oí decir que eso era la «licencia de Cliff», pues ciertas personas pretendían que, por decirlo así, ése era el momento en que el demonio dejaba de asarlo. Eso es lo que me contó mi padre, que era un hombre de buen sentido, bien que ahora haya personas que sepan lo que pasó antes que ellas nacieran mejor de lo que entienden sus negocios.
—¿Qué decís de esto, eh, Dowlas?—dijo el tabernero, volviéndose hacia el herrador que ardía de impaciencia por tomar la palabra—. Ahí tenéis un buen problema para vos.
El señor Dowlas era el espíritu escéptico de la reunión, y estaba orgulloso de ese título.
—¿Lo que digo? Digo lo que diría un hombre de buen sentido que no cerrara los ojos para mirar un poste indicador, si tuviera necesidad de averiguar su camino; digo que estoy dispuesto a apostar diez libras esterlinas con toda persona que quiera ir junto conmigo, durante cualquier noche que haga buen tiempo, a los terrenos que quedan frente a las caballerizas de las Gazaperas, y digo que no veremos luces y que no oiremos más ruidos que el soplar de nuestras narices. Eso es lo que digo, y he dicho muchas veces. Pero no hay nadie que quiera arriesgar un billete de diez libras por esos fantasmas de que se habla con tanta seguridad.
—Pero, Dowlas, no es muy ingenioso en verdad hacer una apuesta en tales condiciones—dijo Ben Winthrop—. Lo mismo podríais apostar con un hombre que no atrapará un romadizo, si pasa la noche metido en el charco, con el agua hasta el pescuezo, durante un tiempo glacial. Tendría gracia que alguien se expusiera a morir por ganar una apuesta. Las gentes que creen en la licencia de Cliff, no se atreverán jamás a acercarse a aquel lugar por diez libras esterlinas.
—Si el señor Dowlas quiere conocer la verdad sobre este asunto—dijo el señor Macey con sonrisa sarcástica, golpeándose los pulgares el uno contra el otro—, no tiene para qué hacer apuestas; que vaya allá solo, nadie se lo impedirá. Entonces podrá decirles a los vecinos de la parroquia que están equivocados.
—¡Gracias! le quedo agradecido—dijo el herrador con un gruñido de desprecio—. Si las gentes son tontas, no es cosa mía. Yo no tengo necesidad de averiguar la verdad sobre los aparecidos; ya lo sé. Pero no me opongo a una apuesta, con tal de que todo sea leal y sincero. Que apuesten conmigo diez libras esterlinas a si voy a ver la licencia de Cliff, e iré a estar allá solo. No necesito compañía. Y lo haría con tanta facilidad como cargo mi pipa.
—¿Pero quién os vigilará, Dowlas, para confirmar que estáis allá? La apuesta no sería leal.
—¿La apuesta no sería leal?—replicó el señor Dowlas con cólera—. Quisiera, que se presentara alguien que dijese que quiero apostar deslealmente. Vamos, vamos, maese Lundy, quisiera oíros decir eso.
—Muy probablemente lo querríais—dijo el carnicero—. Eso no es cuenta mía. No tengo que hacer tratos con vos, y no voy a tratar de que me hagáis una rebaja. Si alguien desea haceros una oferta igual a vuestra estimación, que lo haga. Yo estoy por la paz y la tranquilidad, eso es.
—Sí, eso es lo que desea todo, perro que ladra así que se le amenaza con el palo—dijo el herrador—. Pero yo no tengo miedo ni de un hombre ni de un fantasma, y estoy pronto a apostar lealmente. Yo no soy un gozquijo que dispara.
—Sí, pero ved lo que sucede, Dowlas—dijo el tabernero con una voz llena de candor y de tolerancia—. Hay gentes, a mi entender, que no pueden ver un fantasma, aunque éstos se los pongan por delante como un poste. Y esto tiene su razón de ser. Por ejemplo, ahí tenéis a mi mujer que no huele nada, aunque le pongáis bajo las narices el queso más fuerte. Yo nunca he visto fantasmas; pero entonces me digo: «Muy probablemente tú no tienes el olfato necesario.» Es decir, que pongo el fantasma en lugar de un olor y viceversa. Por eso es que estoy por las dos opiniones. Como siempre digo, la verdad está entre los dos. Si Dowlas fuese a pasar la noche delante de las caballerizas y viniese a decirnos que no ha visto el menor rastro de la licencia de Cliff, yo estaría con él; pero si alguien me dijese que, a pesar de ello, la licencia de Cliff existe realmente, yo también estaría con él, porque el olfato es lo que me guía.
El argumento analógico del tabernero no fue bien aceptado por el herrador, que era un hombre fundamentalmente opuesto a los términos medios.
—¡Bah! ¡bah! ¡bah!—dijo con nueva irritación, dejando el vaso—, ¿qué tiene que ver aquí el olfato? ¿Un fantasma le ha puesto nunca a nadie negro el ojo? Eso es lo que desearía saber. Si los fantasmas quieren que crea en ellos, que se dejen de deslizarse furtivamente en los sitios obscuros y solitarios; que vengan a donde hay gente y luz.
—¡Como si a los aparecidos les importara que crea en ellos un hombre tan ignorante como vos!—dijo el señor Macey, profundamente desalentado de ver en el herrador aquella grosera incapacidad para comprender la naturaleza de los fenómenos concercientes a los fantasmas.
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